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PRÓLOGO

Constituye para mí un honor presentar esta obra sobre los diferentes procesos en el sistema jurídico peruano. Han pasado muchos años ya desde que inicié mi contacto con ese país y el paso del tiempo no ha hecho más que incrementar mi afecto y simpatía hacia él y mis relaciones y lazos de amistad con muchos peruanos. Uno de ellos es el profesor Luis Castillo Córdova, coordinador de la obra, a quien estimo en lo personal y admiro en el ámbito profesional por la calidad indiscutible de su investigación científica y por la audacia que demuestra al abordar determinados proyectos, como, por ejemplo, el que se ha traducido en el libro que el lector tiene ahora entre sus manos.

Se trata de una obra ambiciosa, ya que nace con la finalidad de reunir las principales reglas procesales y el planteamiento de las principales cuestiones en prácticamente todos los procesos existentes en el sistema jurídico peruano, y no solo los jurisdiccionales. Pero es, ante todo, una obra que, procedente del ámbito científico (ha sido escrita por prestigiosos profesores especialistas en las diversas materias), se antoja indispensable para conocer los problemas que cada día se presentan en la práctica de los diferentes procesos y para formar criterio que permita afrontarlos desde una perspectiva crítica. De esta manera, puede afirmarse que es una aportación importante en esa tarea que me parece fundamental en el momento actual, y en todos los países: la búsqueda de soluciones que permitan la recuperación de la confianza de los ciudadanos en la administración de justicia.

Hace años ya que el profesor García de Enterría dijo que Estado de Derecho es Estado de Justicia, pero de una justicia judicial, no de una justicia evanescente.

La prohibición de la autotutela, que es prácticamente absoluta en todos los ámbitos del ordenamiento jurídico, comporta dos consecuencias fundamentales: por un lado, la asunción por el Estado de la función de tutelar los derechos, que se realiza a través de los órganos jurisdiccionales, a los que se atribuye la función o potestad jurisdiccional y a cuya disposición pone un conjunto de medios, personales y materiales; y, por otro, el reconocimiento a los ciudadanos del derecho de acudir a los tribunales, impetrando la tutela jurisdiccional de esos derechos y demás situaciones jurídicas de carácter sustancial.

He recordado con frecuencia que la finalidad de la jurisdicción es, así, la solución de los conflictos que se plantean en la vida social, restableciendo la vigencia de la norma de derecho objetivo infringida y, a la vez, los derechos vulnerados. Su fundamento último está, por tanto, en asegurar la coercibilidad de las leyes. Por eso, ha podido decirse que “legislación y jurisdicción constituyen dos aspectos de una misma actividad continuativa que puede denominarse, en sentido lato, actividad jurídica: primero dictar el Derecho y después hacerlo observar” (Calamandrei). En este sentido, puede afirmarse que las normas jurídicas están garantizadas por el poder social, porque la función del gobernante no puede limitarse a dictar medidas orientadas al mantenimiento y conservación de la comunidad, que tienen una finalidad solo preventiva de los conflictos, sino que debe completarlas con medidas de ejecución: “un simple conjunto de reglas de conducta sin un aparato de ejecución y aplicación no puede ser llamado derecho positivo”; o por lo menos, derecho positivo válido, ya que “le faltan los órganos necesarios para hacerlo valer” (De Castro). Es preciso, por tanto, un poder social “puesto al servicio del plan de organización que supone la norma de derecho”, al que llamamos “justicia” o “jurisdicción”, por lo que encuentra plena confirmación la afirmación de Calamendrei de que ésta —la “jurisdicción”— es “la necesaria prosecución de la legislación, como el indispensable complemento práctico del sistema de la legalidad.

Este poder social del que hablaba De Castro está constituido por los jueces y magistrados que componen los órganos jurisdiccionales. A todos ellos se les otorga la potestad jurisdiccional, para el ejercicio de la función que se les encomienda de solucionar los conflictos juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado.

La jurisdicción es única y se ejerce por los Juzgados y Tribunales, sin perjuicio de las potestades jurisdiccionales reconocidas por la Constitución a otros órganos. El principio de unidad hace referencia, en primer lugar, a la unidad esencial de actuación de los tribunales, por encima de las diferencias específicas de cada uno de ellos y de los distintos tipos de procesos a través de los cuales ejercen su función. Esta unidad esencial descansa, por un lado, en los principios constitucionales que informan la actuación del Juez (sumisión a la ley, independencia, imparcialidad y responsabilidad) y por otro, en el respeto de las garantías constitucionales que informan el proceso (todo tipo de procesos), recogidas fundamentalmente en el art. 24 de la Constitución.

La función jurisdiccional es una, puesto que se trata de un concepto que, como el de proceso, no puede escindirse en nociones distintas sin poner en riesgo su propia esencia (Guasp). Ahora bien, a esta función única se le vienen aplicando diversas calificaciones. Ante todo, se distinguen la jurisdicción ordinaria y las jurisdicciones especiales. La primera (los órganos jurisdiccionales ordinarios) tienen atribuido el conocimiento y resolución de la generalidad de los conflictos que puedan surgir en el ámbito del Derecho. Dentro de ella el principio de división de trabajo impone la distinción de diversos órdenes, a cada uno de los cuales se encomienda el conocimiento y resolución de los litigios que surgen en su ámbito respectivo. En el momento actual, estas ramas que gozan de un orden jurisdiccional específico son la civil, la penal, la contencioso-administrativa y la laboral o social. Todos estos órdenes operan con los mismos elementos y no son más que modos de manifestarse la función jurisdiccional única. “La sola diferencia que entre ellas existe está en la diferente configuración de los principios del proceso y en la regulación de los procedimientos con arreglo a los cuales, respectivamente, se ejercen, configuración determinada por la naturaleza del objeto” (Prieto-Castro).

Las jurisdicciones especiales, por su parte, conocen y resuelven procesos concernientes a materias o a sujetos específicos, están integradas por tribunales expresamente previstos en la ley y sometidos sus miembros integrantes a un estatuto jurídico diferente del previsto para los jueces y magistrados. Son, por ejemplo, los tribunales militares, cuya jurisdicción está limitada al ámbito castrense, y en España el Tribunal de Cuentas, los Tribunales consuetudinarios y tradicionales —que se mantienen como una peculiaridad histórica— y la jurisdicción del Tribunal Constitucional, aunque esta se mueve dentro de un ámbito y unas peculiaridades propios.

En un ámbito diferente hay que situar, por un lado, la llamada “jurisdicción voluntaria”, que se encomienda a órganos jurisdiccionales o no jurisdiccionales (registradores, notarios) y está encargada de resolver aquellos expedientes para la tutela de derechos e intereses en materia de Derecho civil y mercantil, en los que existe controversia que deba sustanciarse en un proceso contencioso; y por otro, las alternativas a la jurisdicción para la resolución de conflictos que surgen sobre materias disponibles, en especial el arbitraje.

El diseño básico de la organización judicial se encuentra en la Constitución. Al frente de los órganos que lo integran se encuentra el juez, que está sometido al imperio de la ley, siendo esta sumisión la garantía máxima de su independencia, que “constituye la piedra final en el edificio del Estado democrático constitucional de Derecho” (Loewenstein). La independencia cuya consideración ahora interesa, más que una posición o cualidad predicable de la organización jurisdiccional en su conjunto, hace referencia a cada juez en concreto y a la posición, de sumisión exclusiva a la ley, en que se encuentra a la hora de juzgar. Así entendida, es uno de los postulados del Estado de Derecho, establecido en beneficio de los justiciables. En la independencia de los tribunales —se ha dicho— radica el sólido baluarte de la verdadera libertad. Aún más, puede decirse que el principio de la justicia independiente es esencial a toda sociedad civilizada, cualquiera que sea su forma política.

Pero no solo es necesario que el Estado organice el sistema judicial adecuado, sino también que, mediante normas jurídicas, reconozca a todos los ciudadanos el derecho de acudir a los tribunales y recibir de ellos la protección que de acuerdo con el Derecho objetivo merezcan obtener. Prácticamente todas las constituciones contienen un verdadero código de garantías aplicable a todo tipo de procesos y, por tanto, al sistema procesal en su conjunto. Tales garantías, que no responden a ningún criterio dogmático de clasificación, sino que existe entre ellas una estrecha relación o vinculación, tienen un carácter marcadamente expansivo y globalizador, y su elevación al rango de derechos fundamentales supone reconocerles el valor de principios básicos del sistema jurídico que, por tanto, ocupan dentro de él una posición prevalente.

En el momento actual todos los ordenamientos de los países civilizados han afrontado este reto reconociendo, con diversos nombres, el derecho a obtener la tutela judicial efectiva dentro de un proceso justo en el que se respeten todas las garantías, y formulando los principios básicos del sistema de administración de justicia. El sistema diseñado es, en general y a salvo las inevitables deficiencias, un instrumento técnicamente correcto y, por lo menos en abstracto, eficaz para la tutela de los derechos. En especial, como antes decía, el sistema de garantías procesales es completo y también su interpretación por el Tribunal Constitucional, no pocas veces acusada de hipergarantista. La culpa de los males que aquejan a la justicia no es de la ley; o por lo menos, no es esencialmente de la ley.

Obviamente si el sistema falla, está fallando el propio Estado y el resultado será la generación en el cuerpo social de un sentimiento de frustración y de crítica ora al aparato judicial, ora al poder político por su falta de voluntad para hacer operativos en la práctica aquellos principios constitucionales.

Y esto es lo que me parece que ahora ocurre. La sensación generalizada es que la justicia no funciona o que no funciona como debiera; que no responde o responde mal, y ello se traduce en pérdida de confianza y en brotes preocupantes de autotutela. Así lo reflejan las encuestas que periódicamente se publican, poco favorables en general y, a veces, preocupantes. Y este sentimiento se encuentra hoy muy extendido en las sociedades, mucho más en aquellas que han tomado conciencia de sus derechos y, en consecuencia, se muestran especialmente sensibles ante estos temas. Con mayor o menor intensidad según los casos, se imputa a la justicia su lentitud, que se traduce en ineficacia, y muchas veces su desigualdad, porque la igualdad de todos ante la ley no se refleja en una igualdad de trato en los tribunales; y a la justicia en general, sin calificativos, aunque con más intensidad en los ámbitos penal, administrativo y constitucional, se le acusa de politización, o mejor, de no haberse resistido con más fuerza a los intentos de control o manipulación por parte del Poder Ejecutivo en momentos y asuntos clave.

Sin duda, el problema está ahí y su solución exige detectar las causas objetivas del mismo y aplicar los remedios correspondientes, porque si la justicia quiebra, se pone en peligro la subsistencia misma del Estado de Derecho y de las garantías individuales que constituyen uno de sus pilares básicos. Y en esta labor el papel de la doctrina científica es fundamental porque analiza, juzga y expone desapasionadamente.

La obra que ahora presento se orienta en esa dirección. Los diferentes autores demuestran conocer en profundidad los ámbitos procesales cuyo estudio han asumido. Manejando con soltura los conceptos y las categorías procesales, analizan críticamente las diferentes instituciones implicadas en la estructura de cada uno de los procesos y los principios que lo informan, sabedores de que el proceso es un instrumento que debe adaptarse como un guante al derecho sustantivo al que sirve y que desde hace ya un tiempo viene experimentando una profunda transformación con la aparición de fenómenos nuevos que ponen en cuestión la tradicional configuración de los intereses en juego. Porque, como dijo Calamandrei en un ensayo célebre, derecho sustancial y derecho procesal son dos aspectos de una misma e indivisible realidad social, de suerte que, cuando se discute de reformas procesales y de los principios fundamentales en que deben inspirarse, no se puede dejar de tener presente que toda reforma procesal corre el riesgo, si no se hace en armonía con el derecho sustancial, de reaccionar sobre éste de un modo imprevisto, hasta el punto de constituir una reforma indirecta del derecho sustancial efectuada impensadamente a través del proceso.

Los autores del libro son sensibles a estas preocupaciones y se enfrentan a ellas desde un planteamiento serio y ambicioso, abordando con rigor y decisión todos los problemas que se presentan y sin soslayar las cuestiones polémicas, enfrentándose a ellas con un notable espíritu crítico, en la línea de la mejor tradición universitaria. Después de realizar un amplio estudio de las bases constitucionales de la tutela de los derechos, examina el tema de su tutela en los diferentes ámbitos jurídicos, analizando prácticamente de una forma exhaustiva y con una depurada técnica jurídica las instituciones procesales que se ven implicadas.

Sin duda, el objetivo perseguido es ambicioso en su planteamiento y rico en su contenido, pero los autores afrontan el reto haciendo gala de una depurada técnica jurídica. Me corresponde, pues, el honor de presentar un libro extenso, serio y riguroso, ordenadamente estructurado, que no es una monografía más sobre la protección de los derechos. Es una obra de madurez, que pone de manifiesto un buen hacer universitario y su lectura, con toda seguridad, conseguirá hacernos reflexionar y en ningún caso dejará indiferente al lector interesado en los temas procesales.

Dr. Faustino Cordón Moreno

Catedrático de Derecho Procesal

Universidad de Navarra

Los procesos en el sistema jurídico peruano

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