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V David

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No quise apresurar los tiempos. No tenía duda alguna de que conocer la ciudad, su gente y el ritmo de vida de la sociedad era clave para ejecutar cualquier estrategia. No era mi intención incomodar a Eduard y su familia con mis propósitos. Ellos siempre estaban dispuestos a ayudarme, pero en este caso no era apropiado involucrarlos. Además, mi necesaria independencia lo exigía así. Tenía que resolver por mi cuenta el asunto. Ya era más que suficiente vivir en su casa por un tiempo indeterminado. Necesitaba cuanto antes valerme por mí misma. Fue entonces cuando conocí a David Wilson. Era alto, apuesto y dueño de una sonrisa cautivadora, mezcla de picardía e inocencia. Sentía que con sus ojos azules más que mirarme penetraba lo más profundo de mi alma. Supe que me enamoraría de él desde el primer momento en que lo vi. Cómo resistirme a su elegancia salvaje y a su varonil rostro. Eduard nos presentó. David era un médico londinense, miembro de una de las familias más poderosas del reino. Segundo hijo de Walter Wilson II, se había rebelado contra su padre por motivos que más adelante referiré. Tomó sus ahorros y llegó a Ciudad del Cabo en 1850, un año después de concluir sus estudios universitarios. Tenía veinticinco años por aquel tiempo. Sus pocos ahorros se agotaron en un año. Su padre no necesitó negarle dinero como castigo a su rebeldía; David renunció voluntariamente a cualquier subvención económica proveniente de su familia. Pero el destino quiso juntar a Eduard y a David. Ocurrió el día en que el galeno londinense vagaba harapiento por las inmediaciones del puerto, con la idea fija en abrazarse a la muerte, aquella tarde. Se sentía muerto desde que se enteró de las macabras intrigas que su familia y los demás clanes poderosos del reino urdían y ejecutaban a lo largo y ancho de su mundo colonial, y que lo empujaron a su destino en África. Se recibió de médico porque amaba la vida. Era romántico y soñador. Un defensor a muerte de la vida. Enterarse por boca de su padre de las oscuras actividades de la familia y de todo el círculo social que frecuentaba desde niño, marcó su destino. Su papá quería prepararlo para que sirviera de secretario en las sesiones del Consejo; por esta razón leyó varias de las actas registradas en el Libro Blanco, animado por el deseo de mantener estricto orden y estilo en su elaboración. Aunque el lenguaje escrito era escueto, y en muchos apartes cifrado, David sospechó de inmediato de las decisiones, las estrategias y las acciones ejecutadas por el Consejo, desde su fundación. Fue suficiente una noche entera releyendo y tratando de entender el contenido de las actas. El Plan África lo devastó. Encaró a su padre. Este, sin remordimientos ni vacilaciones, y con su habitual arrogancia británica, no solo le ratificó todas y cada una de las acciones contenidas en las actas del Consejo, sino que le exigió abandonar romanticismos e ideales altruistas.

—¡Así funciona el mundo! —exclamó autoritario—. ¿Acaso crees que puedes llevar una vida como la tuya de otra manera? Si no lo hacemos nosotros, otros lo harán. Tú conoces la historia. Faraones, césares, emperadores chinos, todos lo han hecho; héroes de la talla de Alejandro lo han buscado y tenido. El mismo Napoleón estuvo a punto de torcer el rumbo. ¿Y cómo crees que evitamos caer en manos de ese tirano francés? ¿Dialogando? ¿Lloriqueando como mujeres? ¿Con debilidades y escrúpulos? No. Nosotros salvamos el mundo, el nuestro, el tuyo, el de la plebe, de caer en garras de tiranos que pretendían esclavizarnos a todos. Hemos mantenido el justo equilibrio. Se necesitan pobres y ricos, dominados y dominadores. El pueblo en general es débil; la masa necesita un panadero para moldear su forma, de lo contrario acaba amorfa y podrida por naturaleza. El pueblo es inseguro y necesita ser dominado, gobernado, para sentirse protegido. Sí, algunos mueren, pero son pérdidas calculadas y necesarias para que el sistema se mantenga y funcione. Y así será siempre. La suprema libertad necesita algunos esclavos y víctimas para sobrevivir. Idealistas, soñadores y románticos como tú creen que hablando de paz y amor se consigue y sostiene el equilibrio mundial. Ilusos. Nosotros proveemos paz y libertad a cambio de algo de poder y riqueza. Justa compensación por llevar a cuestas la pesada carga que es el mundo y la humanidad. Deberías estar agradecido, igual que todos.

David creyó que esa sería la última vez que hablaría con su padre, pero la descomunal fuerza de las pasiones es una potencia tiránica que tuerce el destino de los hombres. Un mes después de esta discusión, David estaba a bordo del vapor Great Western, rumbo al sur de África. Su padre no se había equivocado en algo: su hijo era un soñador. Sí. Consumió las horas y los días del viaje hundido en el trillado paisaje marino, soñando que salvaría a África y su gente. Una empresa demasiado grande para un solo hombre, pero la historia nos ha demostrado que las ideas altruistas no mueren, por utópicas que parezcan. Y fue durante ese viaje que David transcribió, casi al pie de la letra, las actas que conoció. Tenía una memoria prodigiosa. Bastaba leer cualquier escrito para grabarlo en su cabeza, igual que lo haría una de esas máquinas modernas de cine. Pero las cosas no serían tan fáciles como David pensaba. El día que pisó el suelo de Ciudad del Cabo reconoció que estaba perdido en el mundo. Qué hacer y por dónde empezar eran preguntas que no tenían respuesta en ese momento. Debió esperar unos tres años, justo cuando llegué. Deambuló por la ciudad el primer año sin anclar en ningún lado. Vivía en las calles, embarullado entre vagabundos. Compartió con ellos hasta el último centavo que trajo encima. Los sanó y alimentó. Cuando ya no quedó más dinero decidió entregar lo único que quedaba para resarcir el mal que su familia había causado: su propia vida. No se creía digno de comer o beber de esas humildes gentes. Ni siquiera se sentía digno de pisar esas tierras, de respirar su aire, aún limpio, tampoco de ser sepultado allí. Por eso había decidido arrojarse al mar y ser tragado por este para que no quedara rastro de su existencia. Sí, se trataba de un romántico, un soñador o, quizás, de un hombre atosigado por un atroz sentimiento de culpa.

La tarde en que decidió quitarse la vida parecía más calurosa que de costumbre. El sol lentamente era devorado por el inalcanzable horizonte, y el fulgurante amarillo tornaba a naranja y rojo a cada segundo, mientras el sendero de luz que rasgaba el mar lucía como escenario del encuentro de David con la impía muerte. El día moría y David creía que lo haría con él. Muchos paseantes, sumergidos en las aguas buscaban no sucumbir a la asfixiante canícula de esa tarde. Eduard y su familia formaban parte de los bañistas. Michael, el menor de los niños, cumplía cinco años por aquel entonces. David se arrimó al acantilado, un poco más allá de la playa donde la élite de la ciudad evaporaba los efectos del soporífero ambiente. Meditaba y contemplaba la que consideraba una letrina de hipocresía blanca. Me confesó que era de la creencia de que en la ciudad no había un solo europeo digno de esa hermosa playa. A un año de estar allí, David sospechaba que ni los holandeses en ciento cincuenta años de dominio, ni sus compatriotas británicos en cincuenta, habían hecho algo positivo por África y sus nativos. Cristianizar y llevar progreso a las colonias era la madre de todas las mentiras. Calles insoportablemente polvorientas en verano y fangosas en invierno; miseria, enfermedades y hambre, así lo testimoniaban. Salvo las suntuosas villas ocupadas por europeos, el resto de la ciudad era una cloaca donde vaciaban sus intestinos los arrogantes blancos. «Allí hiede a conciencia colonialista», decía con frustración y rabia. Debo confesar que no solo me resultaba imposible resistirme a su atractivo físico y a su determinación; la poca resistencia que de mi dignidad femenina sobrevivía cuando estaba frente a él sucumbía ante su anhelo de cambiar el mundo, de hallar justicia. Saber que renunció a su vida plena de comodidad por un noble ideal, hacía que me enamorase de él con más intensidad cada día. Toda la gente que conocí hasta entonces habría vendido su alma a lucifer a cambio de ser uno de los poderosos y ricos del mundo. Pero David no. Cómo entender tal determinación y no caer rendida a sus pies. Jamás se aprovechó de mi amor que brotaba espontáneo. Al contrario, creo que ningún hombre hubiese sido tan mesurado y atento con una mujer como lo fue David conmigo. Me amó a su modo. Jamás prometió nada; yo tampoco le pedí nada. No sé si la nuestra fue la mejor manera de amar, pero de una cosa sí estoy segura: fue un amor libre, fuerte y salvaje como África. Así que mientras David meditaba sombrío sobre los riscos de vértigo del acantilado, mirando a los bañistas, dispuesto a terminar su desgraciada historia personal en este mundo, vio a un niño arrastrado peligrosamente hacia las rocas por la fuerza incontenible del mar. Luchaba desesperado contra una corriente que amenazaba estrellarlo contra el rocoso talud. Su amor incondicional por la vida hizo que, contradictorio, olvidara su deseo de morir. David se agitó y gritó sin ser escuchado, como en un sueño. Sin pensarlo dos veces se descolgó rocas abajo como un reptil, y segundos después estaba trenzado en lucha a muerte contra las furiosas aguas marinas, disputándoles la vida del niño, que, exhausto, se desmayó justo cuando fue agarrado de sus bracitos. Sin la resistencia del pequeño, David forcejeó otros momentos más con las turbulentas corrientes marinas, hasta que les arrebató su presa. David tendió al pequeño en la arena y gritó con vehemencia que era médico para que lo dejaran actuar. En dramáticos segundos Michael sollozaba en brazos de su madre. Eduard enmudeció, no encontraba palabras para agradecer a quien se convertiría en su mejor amigo desde aquel día.

Conspiración África

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