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II El Consejo

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El Consejo sesiona según lo requiera la situación y puede ser convocado por cualquiera de los miembros. Cada integrante preside siguiendo un estricto orden alfabético. Jamás cierran una sesión sin decidir sobre los asuntos tratados. Las curules del Consejo se heredan. Desde su fundación, en 1676, cada miembro entrante debió demostrar su poder y pagar con hechos el derecho a mantener la membresía. Los hijos de los miembros, escogidos para heredar la curul, sirven de secretarios, también por turnos. Siempre queda constancia escrita de cada decisión en el «Libro Blanco». El nombre del libro obedece a que los miembros consideran que la supremacía de la raza blanca debe imperar en el mundo, sin importar si existe o surge un rico y poderoso de otro color en alguna colonia. Si el mundo escupe alguno de «ellos», debes ser controlado por la fuerza legal del imperio, o sometido por soterradas vías de hecho; en este último caso el control es estricto y ejecutado tras bastidores. Nadie puede salirse del redil demarcado por el Consejo. «Dominio mundial perenne» es la consigna imperial. Ni el tiempo ni los cambios generacionales tenían por qué alterar el orden global establecido. «El destino del mundo lo trazamos nosotros; el de las almas, Dios dictará sentencia», dijo el patriarca de uno de los clanes fundadores del Consejo durante la primera sesión en 1676. Desde entonces, con esta invocación se abre cada reunión. Hasta donde inferí, basado en algunos datos fragmentarios de la época en que nació el Consejo, los todopoderosos y ricos ingleses de finales del siglo XVII comprendieron que las permanentes disputas de poder entre parlamentarios whigs y tories, líderes religiosos y de la realeza, terminarían por comprometer sus negocios y fortunas, corriendo el riesgo de quedar a merced de franceses o españoles en virtud de alguna negociación política o alianza real. Era una época convulsionada, y empezaba a ser relevante el orden mundial venidero. Britania sufría los cambios de su adolescencia como nación, y los acaudalados fundadores del Consejo ansiaban dominar en su promisoria madurez. Disputas internas, intrigas reales, el vaivén parlamentario y la definición de corrientes religiosas, hacían temer que ese futuro promisorio pudiera tornarse errático sin la adecuada intervención. Había llegado el momento de poner las hipocresías, intrigas y ambiciones al servicio de los poderosos empresarios. Pero ese estamento que nació para consolidar intereses personales de algunos ricos ingleses y fortalecer su imperio insular, con el peso suficiente para contrarrestar las fuerzas francesas en el continente, terminó, cien años después, convertido en un pulpo gigantesco que hoy aprisiona con sus tentáculos el mundo entero.

El siglo XVIII vio nacer la industrialización y la formación de nuevos conocimientos e ideas que Walter Wilson y George Gordon II, miembros influyentes del Consejo, supieron poner a su disposición con el propósito de traspasar los linderos locales. Atrás quedarían los métodos puramente violentos para consolidar imperios globales. El descubrimiento del Nuevo Mundo alteró el mapa geopolítico vigente; ningún ejército estaba en capacidad de dominar el orbe. Era momento de poner en marcha estrategias inteligentes basadas en la manipulación económica y psicológica: incubar guerras, inundar el mundo de mercaderías para endeudar a las naciones pobres, generar pánico, inseguridad e inestabilidad individual y colectiva, especialmente en lo relacionado con trabajo, salud, educación y vivienda. El poderío de los ejércitos pasaría a ser elemento de retaguardia, útil solo en situaciones específicas y focalizadas. Las grandes campañas militares estaban condenadas al fracaso por los altos costos que representaba abarcar la nueva configuración geopolítica, la naciente industrialización y los necesarios cambios en el juego económico. Un nuevo orden mundial se precipitaba, y los adinerados miembros del Consejo supieron preverlo para poner a su servicio la evolución social, económica y política del orbe.

Según la descripción de Támara, el señor Wilson era un obelisco andante, de unos sesenta años cuando lo conoció. Largo y enjuto, parecía interminable al mirarlo de cerca. Un bigote negro y acicalado escondía, en parte, una cara angulosa. Usaba monóculo y mantenía atrapado entre dientes un babeado tabaco que parecía jamás consumirse. Nunca se quitaba el sombrero en público. En los chismes de sociedad se especulaba con su alopecia. Era un poderoso banquero, heredero de una fortuna familiar acumulada mediante «tesoros» comprados a piratas alcahueteados por la corona para menguar las arcas, el poder y la moral españoles. Su abuelo fue uno de tales piratas; perteneció al Cartel de Londres como casi todos los fundadores del Consejo. Empezó con un barco de fabricación holandesa comprado al debe, el cual usó primeramente en transportar mercaderías y pasajeros entre Europa y sus colonias. Era un vetusto filibote construido en 1621, uno de los primeros de su serie. Tenía poco calado y una bodega de contrabandear oculta en el centro del casco para evadir las aduanas; medía cerca de treinta y dos metros de eslora y contaba con seis velas. Cuando el imperio propuso el pillaje como una de tantas tácticas de guerra contra España, el fundador del clan Wilson no dudó en convertirse en uno de los primeros piratas. Astutamente, conservaba para sí la cuarta parte de su botín sin que los agentes de la corona lo supieran. En poco menos de diez años fundó su propio banco. Para finales del siglo XVII su heredero, Walter Wilson, era uno de los hombres más ricos y poderosos del reino. Su abuelo fundó el Consejo de la Mano Invisible, junto con el antecesor de Gordon y otros siete hombres poderosos. Actualmente, el Consejo lo conforman veintiún miembros. Son el poder detrás de la corona. Nada escapa a su lente. Nada sucede sin su permiso implícito o explícito. Dominan el parlamento, los ministros del rey y al primer ministro. Controlan mediante dinero o violencia cualquier amenaza u obstáculo que atente contra sus intereses. Sus tentáculos alcanzan dimensiones globales. Las curules del Consejo se heredan. Desde su fundación, en 1676, cada miembro entrante debió demostrar su poder y pagar con hechos el derecho a permanecer dentro de la membresía.

George Gordon II era rollizo y chaparro. Su cabeza la coronaba una herradura de cabello cenizo que la recorría en su base de oreja a oreja. Dos años menor que Wilson, se había casado tres veces. Tenía tres hijos del primer matrimonio y un desagüe económico llamado Gertrudis, su segunda mujer. La tercera esposa era una bella joven, hija de un hombre arruinado que necesitaba pagar deudas. La muchacha accedió al matrimonio para salvar el nombre y las apariencias de la familia. Dos jóvenes amantes la consolaban durante los viajes de negocios de su anciano marido. El fornido y apuesto hijo del jardinero, de origen indio, la atendía en la hacienda de recreo los fines de semana. Los días restantes se amancebaba con el ayudante del cocinero, un muchachón bronco y rubio de origen humilde, cuya rústica sexualidad satisfacía las necesidades de la «sacrificada» joven. La mujer garantizaba el silencio de sus amantes con monedas sueltas y la amenaza de acusarlos ante su esposo de intentar seducirla, lo que con seguridad constituía una irrevocable condena a muerte. La familia Gordon se había hecho rica y poderosa tres siglos atrás, importando mercaderías de oriente. Sus antepasados lejanos construyeron desde entonces un imperio naviero y participaron con grandes aportes de capital al negocio de la piratería. Ahora los Gordon controlaban los astilleros más grandes del reino.

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