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III Julio de 1776

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—Lo que sospechábamos será un hecho en poco tiempo. Las colonias se perderán, señor Gordon. Es cuestión de meses para que los rebeldes dirigidos por Washington alcancen la victoria. De cualquier manera, será un buen negocio a futuro. Es hora de pasar a otra fase.

—Estoy de acuerdo, señor Wilson. Era de esperarse; tarde o temprano iba a suceder. Nos separan cinco mil kilómetros de tropiezos. Dominamos el mar, pero no es suficiente. Mantener bajo control esas tierras vastas y agrestes no ha sido tarea sencilla, menos aún con los franceses metiendo sus zarpas. Es hora de dividir. Debemos evitar a toda costa que se vuelvan más poderosos que nosotros, al menos por ahora. Estamos asistiendo al nacimiento de una nación rica y poderosa. Hija digna del Imperio Británico. Tampoco vamos a claudicar. Es cuestión de orgullo. Se perderán algunas vidas de los nuestros. Daño colateral, podríamos llamar así esas muertes.

Concluyeron que detener el nacimiento del gigante americano sería imposible. Solo les quedaba retrasar un poco el curso de la historia venidera. Era hora de promover divisiones aquí y allá, fomentar ambiciones personales. Una guerra civil sin duda ayudaría a demorar un poco la consolidación de Estados Unidos de América. Estaban seguros de que una colonia moría y nacía un aliado estratégico. Era cuestión de negocios; el comercio los beneficiaría. Tenía que evitar a toda costa que España y Portugal siguieran dominando el sur del nuevo continente, y frustrara los intereses de Francia, que a la sazón intervenía a su modo. Enviarían cuanto antes agentes a las colonias españolas y portuguesas para arrebatarles el control y participar del saqueo a las riquezas. Sembrarían las semillas de la discordia y buscarían aliados entre los nativos. Contaban con que, en pocos años, quizá en tres o cuatro décadas, los independistas mandarían en América. La creciente insatisfacción por el tratamiento discriminatorio y abusivo que les daba la corona española, y la avaricia heredada por algunos hijos de colonos, facilitó el plan imperialista en las colonias del sur. Con el camino expedito en las lejanas tierras americanas, era el momento de mirar hacia otro lado.

—Debemos reunir cuanto antes el Consejo para trazar el nuevo rumbo. África es el siguiente paso. Y creo que imitar la estupidez española será útil.

—No entiendo. ¿A qué se refiere, señor Wilson?

—Simple. Necesitamos los recursos de África, pero además es indispensable implantar las semillas de la división, al igual que los españoles hicieron con sus colonias. Nos ayuda saber que en África abundan las discordias tribales. Será fácil dominarlos y agostarlos. No perdamos más tiempo. Debemos preparar un completo plan y presentarlo al Consejo. ¿Le parece bien si empezamos mañana mismo, señor Gordon?

—Estaré aquí a primera hora, señor Wilson. Que tenga una tarde placentera; Ah, y disfrute de su té.

El 4 de julio Jack Higgins, primogénito de uno de los cofrades titulares del Consejo, oficiaba como secretario de la reunión del Consejo. En 1752 el imperio había adoptado el nuevo calendario Gregoriano por mera conveniencia política y económica a pesar de su origen papal. Ese día estaban reunidos en la hacienda campestre del señor Sinclair. Nunca repetían lugar de sesión en un mismo año. Un salón subterráneo de setenta metros cuadrados, contiguo a una cava de añejamiento de vinos, era testigo de la nueva orientación. Una veintena de bujías mantenía iluminado el lugar. Usaban togas negras, símbolo de igualdad, que vestían durante las reuniones. Una mesa redonda de madera y veintiún sillas a su alrededor ocupadas por hombres poderosos decidiendo el destino del mundo. El secretario, sentado a escasos metros de la mesa, tomaba atenta nota de cada palabra; no le resultaba difícil hacerlo. Cada miembro exponía su punto de vista en breves palabras, siempre pausadas y libres de pasión, respetando el orden preestablecido. Una hora bastaba para decidir sobre los planes a desarrollar. Ni un segundo más. Afuera, el frío de la noche espantaba a cualquier intruso, a pesar de estar vigente el verano nórdico. La cotidiana niebla londinense acrecentaba la sensación helada. Para los cocheros era una de las tantas fiestas de sus patrones. En la casa principal, los invitados departían y bailaban sin extrañar la momentánea ausencia temporal de los señores del Consejo. Esposas, hijos, nietos, yernos y nueras, estaban para el disfrute. Solo primogénitos o elegidos sabían qué pasaba más adentro de la casa. Disfrutaban como de costumbre cuando no tenían que fungir de secretarios. La concurrencia se deleitó con Mozart, joven talentoso, invitado especial esa noche durante las primeras horas de la velada. Luego, para goce de concurrentes, la orquesta hizo tañer algunas danzas elegantes y divertidas que bailaron graciosamente.

Aquí algunos apartes del acta firmada esa noche:

—El destino del mundo lo trazamos nosotros; el de las almas, Dios dictará sentencia. Buenas noches. Hoy presidirá el señor Perkins. Para constancia se anuncia la fecha: Julio 4 de 1776, según el vigente calendario Gregoriano.

—El día de hoy nuestras colonias americanas están declarando su independencia del Imperio Británico —anunció míster Gordon, mientras exhalaba una imponente bocanada de humo de tabaco—. Pero eso ya lo sabíamos. Será el coloso de América. No vamos a retirarnos, por supuesto. Mantendremos a algunos de los nuestros luchando e informándonos.

— ¿Sacrificables? ¿Inversión, acaso?

—De todo un poco, señor Green. Orgullo, por ahora. No hay que nadar contra la corriente, hay que vadear el tumultuoso río de los hechos. Ya habíamos decidido dejar que los acontecimientos sucedieran; de hecho, fuimos parte del proceso. Tenemos aliados estratégicos en las fuerzas rebeldes. Hay dos bandos. En ambos operan los nuestros.

—Apeguemos al plan. Con el tiempo seremos aliados. Eso es seguro.

—Sí. Continuemos con lo planificado, Cook.

—Qué sigue…

—África, señor Cook.

—Ah, sí.

— ¿Y el rey?

—Qué con él, señor Wilkes.

— ¿Participará?

—Solo en lo necesario. Es lo mejor para el imperio. La realeza es buena para guardar apariencias e hipocresías de sociedad, pero no para mentir en política internacional. Mejor que crea que todo es verdad.

—Muy cierto, Señor Gordon —remarcó Wilkes desde su sillón, mientras paladeaba un trago de whisky.

—Expondré el plan para África —anunció Gordon.

Una hora después de iniciada la sesión, firmaron el acta. El destino de África sería forzado desde aquel momento.

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