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IV Támara

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Támara nació en Londres, pero insistió hasta el cansancio en que era africana y así debo decirlo en este relato. Era hija de un desliz de Charles Gordon con una joven esclava africana que llegó a servir en casa de su adinerada familia. Por ese entonces, Charles Gordon, nieto de George Gordon II, recién había recibido de su padre, George III, el bastón de mando familiar. La madre de Támara fue regresada a su tierra después de parir a su hija, sin tener siquiera la oportunidad de conocerla. La niña fue educada en Londres bajo el auspicio secreto de su padre, quien fungía como benefactor de un orfanato administrado por religiosas católicas, ubicado en las afueras de la ciudad. Vale la pena destacar que por aquel entonces era bastante popular y casi heroico tener hijos ilegítimos en la clase alta del imperio.

¿Qué puedo decir de la ciudad de Londres en la época de los sucesos, es decir, la de los siglos XVIII y XIX? Ya ha sido descrita numerosas veces por grandes autores. Fría, opaca, misteriosa, ruidosa, sucia, casi todo igual a como está hoy; una ciudad atestada de edificios construidos en hierro y cemento, materiales que honran el imperio con el frío del primero y la dureza quebradiza del segundo, repleta de carruajes de tracción animal y de hombres que recién dejaban de lado los colores vivos de sus ropas para apropiarse del negro, el gris y el blanco, y, además, empezaban a usar pantalón, jubilando de paso el culotte. Por ello no voy a detenerme en largas descripciones de lo ya conocido. En cambio, Támara sí merece ser descrita. Era una anciana cuando la conocí, es verdad, pero algunos retratos primaverales, y ella misma, dejaban traspintar una belleza exótica. Profundos ojos azules en un lienzo de piel morena resaltaban a primera vista. Murió esmirriada, como se veía en su juventud. Su abuelo paterno pagó en secreto a tres de los mejores pintores de la época sendos retratos suyos. Ellos la abordaban con el pretexto de querer satisfacer veleidades artísticas, además de ofrecerle algún dinero honesto por posar para ellos. Su cabellera era una tormenta de bucles negros que caían arrogantes sobre sus hombros acaramelados. No necesitaba corsé para resaltar la voluptuosidad de su cuerpo, que era un conjunto natural casi perfecto. Anchas caderas, cintura estrecha y senos firmes, a la medida de sus formas más íntimas, la hacían ver como una diosa. Mirarla retratada hacía soñar con el amor de una mujer así. Pero escuchar de su boca la clase de persona en que se convertía a la hora de vengarse o de defender esclavos abusados, hacía dudar de esa posibilidad. No era persona religiosa, aunque sí espiritual y creyente de la palabra de Jesús. Los remordimientos la estaban devorando, según sus propias palabras. Pero no por actos y crímenes cometidos, sino por dejar que su amante acometiera lo que aquí conocerán, por no detenerlo a tiempo y, quizá, por no haber hecho vida de familia con él. Estudió derecho en Londres y aprendió medicina en Ciudad del Cabo. Una extraña combinación para una mujer que difícilmente podría ejercer alguna labor en un mundo de hombres. Cuando supo de su origen africano, decidió estudiar leyes «para ayudar a su gente». Su inteligencia alcanzaba para eso y mucho más.

—En África comprobé que era hija de un Gordon. Yo tenía veintitrés años y había viajado a buscar a mi madre. Diez años atrás una de las religiosas del orfanato me confesó en su lecho de muerte mi origen, aunque me aseguró no conocer nada de mi padre. Sospechaba que podía ser un Gordon, pues esta familia mostraba especial interés en mí. Ellos pagaron mis estudios. Decidí que la discreción sería mi mejor aliada, de manera que guardé silencio y me aproveché de los Gordon para cumplir mis metas. Durante los años de academia investigué sobre África y el posible origen de mi madre. Nunca supe con certeza la fecha de mi nacimiento. La religiosa me aseguró que fui llevada al orfanato en 1830, con apenas unos días de nacida, y que mi madre había sido devuelta a África profunda. En los registros del hogar infantil constaba que fui llevada allí el primero de mayo. Para obtener la información acerca del viaje de mi madre necesitaba acceder a los registros navieros de la época; la tarea no resultó fácil. Recién terminados mis estudios, a finales de 1852, me ofrecí varias veces como voluntaria sin pago para manejar el archivo de la compañía. Pero fue solo cuando seduje al gerente de la naviera de los Gordon que pude entrar. Se trataba de un viejo cincuentón y barrigón que sudaba como cerdo, a quien prometí mucho y solo recibió vergüenza. Después de conseguir lo que buscaba, lo dejé desnudo en su oficina a merced del escándalo. El viejo Roger pensó que por fin me tendría aquella tarde que escapé para siempre de su repugnante presencia. Había terminado la jornada de trabajo y me disponía a salir para no regresar, pues tenía cuanto necesitaba, cuando el baboso Roger me tomó del brazo e intentó besarme. Evité su repugnante boca y le advertí que no estábamos solos. Le sugerí esperar. Unos segundos después le pedí que se desnudara en su oficina mientras me aseguraba de que no quedaba nadie en las instalaciones. Esperé a que se quitara su ropa y, mientras se servía un whisky, tomé sus trapos y salí precipitadamente. Supe por boca de otros que su esposa ocultó el bochorno para guardar las apariencias, y un mes después lo abandonó para siempre. La mujer no le dejó ni un céntimo de sus ahorros. Hasta vendió la casa. El señor Gordon no perdonó su atrevimiento y lo despidió el mismo día del incidente.

La información que obtuve indicaba que el 2 de mayo de 1830 los Gordon habían hecho un envío de «mercancía» en calidad de devolución. Parte de esa «mercancía» resultó ser una mujer negra de veinte años, de nombre Clemencia. Iba remitida a la familia inglesa de apellido Moore, que aparentemente estaba al servicio de los Gordon. En principio sentí que era una pista bastante confiable y quería hurgarla, pero yo no conocía nada de África. Pensaba en esas lejanas tierras con la perenne mentalidad europea, llena de desprecio. Para mí, ese continente negral era una masa amorfa repleta de riquezas europeas, habitada por salvajes que se mataban, esclavizaban y vendían unos a otros. Un prejuicio europeo que se replicaba al pensar en América y Asia. Sospecho que la gente de esas tierras siempre será vista así por los europeos. Con dolor comprobé que, en parte, dicha imagen prejuiciosa sobre los nativos de África y la tierra ancestral de mamá era cierta. La esclavitud la iniciaron algunas tribus y clanes dominantes del continente; primero usaron los esclavos para su beneficio, y luego se aliaron con mercaderes extranjeros para venderlos por el mundo. Claro que nada de esto se compara con lo hecho por los europeos; sospecho que han sido la peor plaga esparcida por el orbe, y ahora se han aliado con estadounidenses, quienes quizá lleguen a ser peores algún día. Debí estudiar en detalle la geografía y la historia africanas para distinguir cada zona del continente. Era difícil, casi imposible, conocer a distancia la realidad de tan vasta y enigmática tierra. Los escasos libros existentes en Londres que trataban sobre África presentaban una realidad distorsionada, acomodada al amaño y conveniencia del imperio, a su particular caleidoscopio colonial. Aun así, con información insuficiente y poco fiable, viajé en busca de mi madre. En tierras africanas me encontré con mi destino y, por supuesto, con la verdad de lo que sucedía allí.

Antes de que los europeos, y en particular el Imperio Británico, perdieran el dominio directo sobre el norte de América, África era utilizada como puente para navegar a Oriente. Portugueses, holandeses y belgas, dominaban los principales puertos del continente. Holanda se había apoderado del sur desde 1652; durante más de medio siglo penetraron y exploraron estas tierras. Por aquel entonces los portugueses ya habían perdido su preponderancia en el sur. Europa entera se aprovechaba del comercio de esclavos, oro y otras mercaderías, pero nadie se interesaba en gobernar tierras inhóspitas, habitadas por nativos hostiles que se mataban unos a otros. Se trataba de vastas zonas sin dominio claro, con tribus aquí y allá, procurando esclavizar y doblegar a sus vecinos. En el norte, los musulmanes se extendieron hasta alcanzar un sólido poder, y fueron los primeros que se atrevieron a desafiar tierras y pueblos tan salvajes. Luego, con las interminables guerras europeas en pleno furor, hacia finales del siglo XVIII, y las colonias americanas alzadas en armas, Francia, Alemania, Bélgica y Portugal entraron en escena al sospechar la peligrosidad del plan británico de volcar sus intereses hacia África. Por ello cada potencia agarró su pedazo en el centro y oriente africanos. Los germanos fueron menos beneficiados en el reparto del botín. Este fue el principio de reproches y desequilibrios que arrastraron el mundo hacia la gran guerra de 1914. Los Estados Unidos de Norteamérica no querían quedarse atrás y también clavaron sus pezuñas codiciosas en el norte, sin mucho éxito, por cierto.

Recuerdo que desembarqué en Ciudad del Cabo en junio de 1853. Gran Bretaña se había apoderado de las tierras holandesas del sur desde 1806. Constituían parte del botín de guerra por aquel entonces. Los Países Bajos habían claudicado frente a Napoleón; entonces, el Imperio Británico aprovechó a su favor la coyuntura política y no encontró resistencia holandesa. Nada de esto fue al azar. Todo hacía parte de un elaborado plan. Llegué con el propósito exclusivo de conocer el destino sufrido por mi madre, pero el camino me deparaba atajos impensados, rutas que nunca tracé. En Ciudad del Cabo me esperaba Eduard, hermano de una amiga leal que conocí en la facultad de Derecho. Pertenecían a una familia acomodada que amasó una pequeña fortuna como intermediarios en el comercio con Oriente. Eduard se hizo cargo del negocio después de que su padre murió en un extraño accidente en Londres. Diez años mayor que yo, Eduard estaba felizmente casado y tenía tres hijos varones. El mayor, de trece años, vivía en casa de su abuela en Londres. Su papá lo envió allá para que terminara la escuela y luego estudiara Leyes. Los otros dos muchachos permanecían con él y estudiaban en una exclusiva escuela para británicos en Ciudad del Cabo. Eduard era apuesto y fornido. Rubio como su padre y de profundos ojos azules. Era un hombre íntegro y de familia. A su esposa, Margaret, la conocí en Inglaterra cuando llegó a pasar una temporada de vacaciones con sus hijos en casa de su cuñada. Se veía bastante joven y bella a pesar de tener tres vástagos. Su cabello cobrizo y largo resaltaba su porte esbelto, de exótica elegancia. Era bastante amable. Me trataba con afabilidad y respeto.

La ciudad no era como la imaginé. Los holandeses se tomaron su trabajo con esmero para sentirse como en casa en aquella lejana tierra. Las fachadas de las viviendas trampeaban la mente y uno terminaba por creer que estaba de vacaciones en alguna villa europea. Mujeres elegantes, vestidas con relucientes trajes largos, ostentaban coloridas sombrillas, y se dejaban mirar en las calles por caballeros y oficiales que parecían darse el lujo de escoger mujer. Esa primera impresión llenó mis ojos y mi mente y me hizo dudar. No era posible que estuviera en África, pensé. Pero tras ese engañoso telón se ocultaba una siniestra y solapada realidad de explotación y miseria. Un acto de ilusionismo propio de montajes y puestas en escena de los europeos, acostumbrados a rapiñar todo cuanto se les antojara. No estaba segura de si una ciudad así, con apariencia europea, resultaría apropiada o no para mi búsqueda. Mis únicas pistas eran el nombre del barco, su bitácora, el apellido de la familia Moore, a la que había sido entregada supuestamente y, además, el nombre de mi madre. Después de instalarme, Eduard y Margaret me pusieron al tanto de cómo funcionaban las cosas en Ciudad del Cabo. Los negros nacían para servir y trabajar; permanecían aislados, apartados de toda comodidad y servicio esencial. Una generación tras otra era sometida al yugo de los blancos. Las cosas no iban a ser fáciles para una mulata como yo, a pesar de haber allí una variada colección de mulatos y mestizos, considerados de mediana categoría algunos y despreciados la mayoría. Para llevar a cabo mi propósito tenía a favor mi determinación e independencia. Allí yo era un bicho raro del que desconfiaban negros y blancos por igual; así que tenía que superar muchos obstáculos. Y aunque evidentemente no era la única mulata de la ciudad, sí era una de las pocas oriunda de Londres. Tenía que hallar la manera de acercarme a unos y otros: negros, blancos, mulatos. No me sentía especialmente identificada con una u otra raza; tampoco despreciaba o apreciaba más a unos que a otros. Siempre encontré en mi camino gente de todos los pelambres, sin importar el color o el traje. Por lo general los prejuicios y las discriminaciones son paridos por la ignorancia y la codicia. Lo comprobé con hechos que ahora mismo estás conociendo. Mi primer traspié fue descubrir que en la ciudad no había ninguna familia Moore. Según un notario amigo de Eduard, en Ciudad del Cabo no había registro de alguien con este apellido. Tenía que armarme de paciencia y rediseñar un plan eficaz. Llegué en pleno verano y en los primeros días me costó muchísimo adaptarme al achicharrante calor. La ciudad era una mezcla de olores nuevos para mí; a ratos, el agreste aroma de la selva, una mixtura agridulce del verde de la vegetación, que se fundía con un lejano olor a pastizales, animales domésticos y el hedor de algunas fieras que solo topé cuando salí en un frustrado intento por recorrer África, pocos meses después de que arribara. Por otra vertiente, llegaban las fragancias de la rica perfumería europea, que pretendía enmascarar el tufo de la miseria en que vivían los nativos, los dueños naturales de África.

Conspiración África

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