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ОглавлениеPADRE ARTEMIO
Acapulco, Guerrero
Lunes 8 de marzo de 1943
08:17 horas
Socorrito no llegó al mundo con torta, pero sí con una luz del cielo.
Artemio Jiménez Hinojosa era un caso singular, hijo de familia pudiente; había estudiado ingeniería civil en la Universidad Autónoma de México y cursos de postgrado en Francia, Alemania y Estados Unidos, sin que sus estudios riñesen con su desenfrenada concupiscencia.
De regreso a México entró a trabajar al gobierno federal haciéndose cargo de la supervisión de la construcción de carreteras; conocido el negocio montó su constructora y en pocos años se encumbró como uno de los camineros más exitosos de Latinoamérica. Pero a Artemio no le precedía tanto su fama de ingeniero emprendedor, como de rico licencioso y disipado, siempre fotografiado en coches deportivos rodeados de esculturales bellezas del cine nacional o damiselas de la alta sociedad. Un buen día, sin embargo, sin mayor explicación, vendió empresas, casas y autos, y encaminó sus pasos al sacerdocio, terminando de párroco en una iglesia olvidada en el anfiteatro acapulqueño.
Artemio llegó la noche de la tormenta y en medio de ella subió caminando hasta la iglesia de San Calixto por veredas convertidas en arroyos. Nadie hubo en la estación de camiones a recibirlo; nadie para guiarlo a su parroquia. El cura anterior había muerto de cólera meses atrás y a doña Leonor, la anciana que cuidaba de la casa parroquial, forma pomposa de llamar al tejabán contiguo a la sacristía, hacía tiempo que el reuma la habían confinado a las alturas rocosas de la bahía.
Sin pensarlo, la mañana siguiente Artemio enderezó sus pasos a la zona roja. No tenía en mente nada en particular, simplemente echó a andar y cuando se percató, se hallaba inmerso en ella. La conocía por sus anteriores y largas correrías. A diferencia del resto de la ciudad, esta parte dormía. Sólo unos cuantos perros, famélicos y sarnosos, buscando sombra, y algún borrachín recién despertado, debidamente bolseado y confundido aún por los humos del alcohol, delataban signos de vida. El sol caía a plomo, el sopor de su encuentro con el suelo hacía sudar las piedras; ni un dejo de brisa en la caldera, un nauseabundo olor a miasma horadaba la respiración hasta quemar las sienes; las moscas se pegaban a la cara del sacerdote mientras los zancudos hacían festín entre sus inútiles manotazos. Tras la bruma, al fondo, en una barranca que se pretendía callejón, bajo la sombra de un papayo agonizante, espectros noctámbulos se arremolinaban en enfrascada discusión.
Las pepenadoras, aún en traje de faena, discutían a gritos y mentadas. En medio de ellas, sobre una vieja silla de madera pintada algún día de amarrillo con motivos azules y verdes, sobre un asiento de mimbre a medio romper, la recién nacida dormía ignorante del revuelo. Un chal remendado era su vestimenta.
—¡Chingaos! Pura madre que la entregamos —decía Adela, gorda cual camión revolvedor.
—¡Qué autoridades ni qué la chingada! —acotó Joaquina—. Fue en el pinche orfanato donde me violaron custodios hombres y mujeres. Bastante sufrió la jodida Virola para que su hija termine como ella. ¿Autoridades? ¿Adopción? ¡Madres! ¡Chinguen a su madre!
Ver a las pepenadoras de noche era algo lastimoso y deprimente; su aparición de día era espectral. Su vestimenta chillona y raída, sus pelos chorreados, su volumetría desbordante, sus pintarrajeados de payaso y la grotesca exhibición de sus mercancías dejaron a Artemio sin habla. Refugio fue la primera en verlo. No era nada raro ver a sacerdotes en la «zonaja», al menos no de noche, pero ver uno en sotana, de día, con un calor de los mil demonios y en plena Pepena era tan desconcertante para el grupo como aquél lo era para el cura.
—¡Ave María Purísima! —dijo Refugio persignándose.
—Buenos días hijas —contestó él. Algo en su interior le recordaba a los nacimientos del árbol de Navidad de la casa de sus abuelos.
Artemio, en ese entonces, era un hombre delgado de unos cuarenta años; moreno, de mirada penetrante y cautivadora. Sus ojos tenían el reflejo y la profundidad del ámbar. Fina nariz y cejas pobladas daban a su mirada la paz de un arrullo. Su cabello negro anunciaba la alborada de exploratorias canas. Todo en él era de una intensa quietud, su serenidad comunicaba una energía apacible y dulce. Su voz era silenciosa, como la de los hombres cuyo mensaje jamás cesa.
Las pepenadoras lo vieron en pasmo. Adela hacía lo imposible por bajarse la falda que le cubría media ingle y una tercera parte de su abultado trasero; María Guadalupe estiraba el distendido escote sobre sus aún más expandidos pechos; mientras Refugio cubría su cabeza con un pedazo sucio de tela que alguna vez pretendió ser chal y dorado.
Artemio vio a la niña sobre la silla, haciendo la señal de la cruz sobre su frente preguntó:
—¿De quién es esta bendición?
El silencio persistió. La sosegada y mañanera presencia de Artemio era algo a lo que las pepenadoras no estaban acostumbradas.
Finalmente, Joaquina, como saliendo de trance, adelantó:
—¡Alabado sea el Señor! —Luego, como si algo se hubiese descocido en sus adentros, siguió en hemorragia—: De la Virola, que en paz descanse —se persignó—; la pinche chota apenas la levantó hace una hora; ¡los muy desgraciados!, desde las dos allí tirada y no venían por no mojarse los pinches culeros; inútiles los malditos; allí murió —dijo señalando la mitad del arroyo—; llovía de los mil carajos; se paró en silencio, como loquita, todas la vimos, ¿verdá?, caminó hasta ese pinche charco colorado, allí, ése, ése, ¿lo ve?, y allí se quedó toda la pinche noche tirada como perro atropellado. ¡Verdá de Dios! y nosotras sin poder hacer nada porque nos chingan. Gritó, levantó los brazos al cielo como reclamando. Creímos que iba grifa. Un relámpago iluminó la noche en respuesta y luego cayó como res, ¿verdá? Azotó como si la hubiesen desconectado; no vimos a la niña sino hasta lueguito; de milagro no se nos ahogó en el charco o la aplastó la pinche Virola, ¿verdá?, porque estaba bien marrana la jodida después que le colgaron el ojo; a la niña la levantamos desde endenantes y la escondimos lueguito, lueguito, ¿verdá?, si no la pinche chota se la lleva al tiradero municipal, como de tantas compañeras; ¿a ver cuándo va a darles una misa, padre?; nosotros lo llevamos el día que diga; la mayoría son tiradas allí sin bendición ni sepultura, sólo una virgencita que pusimos y nomás por ser la guadalupana no se la han chingado, que si no ni eso tendrían las pobres desgraciadas, ¿verdá? ¡Mire al angelito!, nomás por eso sabemos que Dios no se ha olvidado de nosotras.
Ahora Artemio era el mudo. La niña, las suripantas, el charco sanguinolento, el calor, el lugar y la retahíla de información lo sumieron en estupefacción. Eran muchas las preguntas que sacudían su mente; una, sin embargo, expresó antes de darse cuenta:
—¿Y quién se va a hacer cargo de la criatura?
—¡Pusss aíííí’ta el cabrón pedo!, ¡perdón, padre!, la bronca —soltó María Guadalupe, aún envuelta en el sopor del tequila—, éste no es un lugar para una niña, digo, y nosotras entre todas semos las menos a propósito, apenas y podemos con nuestra jodida vida, menos vamos a poder con la criaturita, pero… ¿la puede bautizar?
—¡Sí, sí! ¡Hay que bautizarla! —gritaron todas, y siguieron, entusiastas:
—¡No se nos vaya a morir la pobrecita!
—¡Pero necesitamos cambiarnos, que es pecado bautizar a alguien vestida de puta!, ¿verdá?
—¿Y cómo le vamos a llamar?
—Guadalupe, pendeja, como la virgen…
—¿Y como su madre…? ¿Cómo se llamaba la pinche Virola, tú?
—Carmela, ¡pendeja!
—No griten que la van a despertar.
—¿Y quién la va a amamantar?
—Sí, ¿quién? Estas pinches tetas están más secas que el puto de mi padrote.
—¡Por un carajo!, dejen de decir pendejadas —gritó Joaquina—. Perdone nuestro lenguaje, padre, pero no estamos acostumbradas y…
Artemio no requirió decir nada para acallarlas, sólo sonrió.
—La vamos a bautizar de inmediato, que todos son esperados ansiosamente en la casa del Señor y, aunque él entiende todos los idiomas y de nada se ofende, si pueden evitar los chin chun chan, se los va a agradecer, y yo también. El problema, hijas, sin embargo sigue siendo el mismo, ¿quién se va a ser cargo de la criatura, qué van a hacer?
Las pepenadoras habrán sido prostitutas y proscritas, pero no tontas. Refugio, sin levantar la mirada y descubriéndose la cabeza para enrollar y desenrollar entre sus manos el raído trapo que ya no era dorado ni chal, adelantó:
—¿Van… padre?
Así fue como Socorrito creció en la parroquia bajo el cuidado de una familia singular, cuya figura paterna fue el padre Artemio y la materna las múltiples y cambiantes madres, prontas a convertirse en hijas al cuidado y cariño de la propia niña. El tejabán anexo a la sacristía se amplió para dar cabida a Socorrito; meseros, marinos, novios y hasta policías trabajaron para acomodarla junto con doña Leonor.
Socorrito creció entre la sacristía, la escuela y la Pepena. No sacó la belleza de su madre, era bajita, delgada, morena y de pelo ensortijado. Su cara no era bonita, pero sí alegre, sus ojos eran de un gris expresivo y misterioso, irradiaban una melancolía melódica. Su mirada era un adagietto que desgarraba y estremecía el alma.
Socorrito era trabajadora, organizada, práctica y excelente administradora. Al morir doña Leonor, pasó a hacerse cargo, no obstante su corta edad, del padre Artemio, de su casa, de la iglesia, del recién fundado dispensario y de sus múltiples madres/hijas.
Dedicada a ello se le fueron los años.