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PRÓLOGO

Al cerrar el siglo XX, el célebre politólogo italiano Giovanni Sartori (1988) publicó su obra Homo videns: la sociedad teledirigida. En ella describió la manera como las imágenes capturan a las personas, volviéndolas espectadores pasivos y con una limitadísima capacidad para comprender lo que observan. Esta situación, concluyó Sartori, erosiona la política y pone en riesgo la democracia.

Pero las promesas de la Internet modificaron rápidamente este diagnóstico. En vez de ciudadanos pasivos, las personas encontrarían en la red amplias oportunidades para interactuar, enriqueciendo la vida pública. Esta nueva era de activismo ciudadano prometía la transformación calificada de la actividad y el discurso políticos, así como el fortalecimiento de la democracia. La Internet no cambiará radicalmente la política, vaticinaron los profesores Kevin Hill y John Hughes (1998); en la medida en que más personas accedan y participen en los foros políticos disponibles en la red, la política y la sociedad cambiarán la Internet.

Sin embargo, esta previsión no se sostuvo. Desde la sociedad, tal como reza la Ética Hacker, el activismo en red, hacktivismo, se instauró como una forma radical o revolucionaria, fundada en la oposición a la autoridad y a favor del acceso equivalente, igualitario y libre en la red y a la información disponible. El autor de este libro, Luis Fernando Sánchez Huertas, discute esta forma constitutiva de utopía soberanista, representada no solo en el espacio-tiempo de la red, sino en la presencia material de la multitud en la plaza pública, una fuerza de ocupación irresistible enfrentada al poder.

En contraposición, se propuso la tesis distópica según la cual la Internet es un medio tecnológico engañoso que confunde los problemas de espacio, acceso e interacción, lo cual produce efectos de alienación y desintegración social (JONES, 2003). En este sentido, el aprovechamiento económico y político de los rastros informáticos que dejan los ciudadanos-en-red, los netizens, ha fraccionado la vida política en la medida en que diversos grupos compiten por influir sobre los contenidos comunicativos, una lucha por el control de la opinión y las preferencias en el terreno de los significados y las definiciones (DEL FRESNO GARCÍA y MANFREDI SÁNCHEZ, 2018[1]). “Mi crimen es juzgar a las personas por lo que dicen y piensan”, afirma el Manifiesto Hacker.

Marc Jones (2003) advierte claramente que es equivocado reducir el debate sobre la Internet a la confrontación de perspectivas utópicas y distópicas. Más bien, tanto el apoderamiento como el control operan según quien la utiliza y los objetivos que persigue. De acuerdo con Rebecca MacKinnon (2002): “Las gentes, los gobiernos y las empresas, así como todo tipo de grupos usan la Internet para alcanzar todo tipo de metas, incluyendo objetivos políticos [...] Batallas campales se desarrollan no solo entre quienes intentan controlar el futuro de la Internet, sino sobre su naturaleza, lo cual define quiénes se empoderan para el largo plazo y quiénes serán excluidos” (p. 27).

Las batallas aludidas son, en este sentido, unas sobre el poder y la justicia, y se escenifican en el terreno de la verdad. Dos ejemplos del tenor de la lucha pueden verse en los estudios sobre la vigilancia contrarrevolucionaria exitosa que desplegó el reino de Bahrein frente a los ciberactivistas entre 2012 y 2013 (JONES, 2003), o en la influencia de Julian Assange y WikiLeaks sobre el proceso independentista catalán de cara al referendo de octubre de 2017, conocido como el primer coup d’état posmoderno (DEL FRESNO GARCÍA y MANFREDI SÁNCHEZ, 2018). No cabe duda alguna de que los resultados de tales enfrentamientos son de interés para la democracia, pues la afectan de forma sustancial.

Francis Fukuyama, Barak Richman y Ashish Goel escribieron un artículo inquietante en el primer número de 2021 de la prestigiosa revista Foreign Affairs: “Cómo salvar la democracia de la tecnología”. Su preocupación radica en el dominio que ejercen las grandes plataformas de Internet: Amazon, Apple, Facebook, Google y Twitter, sobre “la diseminación de información y la coordinación de la movilización política”. Más allá de los esfuerzos legales por debilitar el poder económico de estas empresas, los autores consideran que, al convertirse en “porteros del contenido”, filtrando la información política que les llega a los ciudadanos, estos gigantes de las comunicaciones ponen en riesgo la democracia.

No se trata solamente de que estas plataformas se prestan para maniobras de “farsantes que difunden noticias falsas y de extremistas que impulsan teorías conspirativas”, sino que crean “burbujas de filtración”. Este fenómeno se produce, explican los autores, por la operación de algoritmos que exponen a los usuarios la información que confirma sus creencias, amplificando u ocultando opiniones particulares. Por ello, afirman, “el temor definitivo es que estas plataformas han acumulado tanto poder que podrían influenciar una elección de manera deliberada o inconsciente”.

Los riegos parecen evidentes. Para contrarrestarlos, Alemania expidió una ley que criminaliza la propagación de noticias falsas. La “portabilidad de data”, por su parte, ha sido la estrategia preferida por la Unión Europea; a través de las “Normas para la Protección General de la Data”, adoptadas en 2018, los países europeos ordenaron la adopción de formatos estandarizados y legibles por medios mecánicos (machine-readable) para la transferencia de datos personales. Otras estrategias de control incluyen la adopción de leyes de protección de la privacidad, mediante las cuales se limita el uso de la data de los consumidores solo al propósito para el que se obtuvo la información, salvo que el consumidor conceda permiso para su uso en otro sector.

En una entrevista al diario El Tiempo de Bogotá, Diego Santos Caballero, consultor digital y exdirector de noticias políticas en Twitter Colombia, explicó la “subjetividad” que rodea las decisiones de “expulsión” de una persona de la red, como sucedió con el expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump. Dichas decisiones, afirmó, se “escalan a San Francisco [California] y allá [deciden] si cierran o no la cuenta de una persona”. Para las solicitudes equivalentes de países como Colombia, “el 100 % de los casos los [decide algún joven] de 25-30 años sin ningún conocimiento político, ni del mundo [...] Las propias redes sociales [...] no deberían ser quienes determinan qué se puede publicar y qué no” (RUEDA, 25 de enero de 2021, p. 1.4).

Fukuyama, Richman y Goel (2021) proponen el middleware como una posible solución regulada por el Estado. Este es un software que “se sobrepone a las plataformas existentes y tiene la capacidad para modificar la presentación de la data subyacente”. En tal sentido, los usuarios tendrían “la posibilidad de elegir los servicios de middleware que les permitan determinar la importancia y veracidad del contenido político disponible; las plataformas usarían tales decisiones para decantar lo que los usuarios ven”.

Este debate sobre el control de estas empresas poderosas pone el acento en el flujo de la información compartida en red, independientemente de su origen. En última instancia, es el flujo libre de la información a través de la Internet y el juicio de los ciudadanos en red, mediado o no por tecnologías portadoras de criterios de verdad, lo que definiría la suerte de la democracia. Pero la solución ofrecida es poco convincente.

El libro que se publica, de la autoría de Luis Fernando Sánchez Huertas, es una contribución importante que permite anclar este debate en la teoría política y el estudio de los esfuerzos de la comunidad de hacktivistas por influir en la vida pública, democratizándola radicalmente.

JAVIER TORRES VELASCO

Universidad Externado de Colombia

REFERENCIAS

BECK, U. (2016). The metamorphosis of the world: How climate change is transforming our concept of the world. Cambridge, Polity Press.

DEL FRESNO GARCÍA, M. y MANFREDI SÁNCHEZ, J. L. (2018). Politics, hackers and partisan networking. Misinformation, national utility and free election in the Catalan independence movement. El Profesional de la Información, 27(6), p. 1226.

FUKUYAMA, F., RICHMAN, B. y GOEL, A. (2021). How to save democracy from technology. Ending big tech’s information monopoly. Foreign Affairs. Recuperado de https://www.foreignaffairs.com/articles/united-states/2020-11-24/fukuyama-how-save-democracy-technology?utm_medium=newsletters&utm_source=twofa&utm_campaign=Defense%20In%20Depth&utm_content=20201127&utm_term=FA%20This%20Week%20-%20112017

HILL, K. A. y J. HUGHES. (1998). Cyberpolitics: Citizen activism in the age of the Internet. Lanham, MD: Rowman & Littlefield Publishers Inc.

JONES, M. O. (2003). Social media, surveillance and social control in the Bahrein Uprising. Westminster Papers in Communication and Culture. University of Westminster Press. Recuperado de https://ore.exeter.ac.uk/repository/handle/10871/23995

MACKINNON, R. (2002). Consent of the networked: the worldwide struggle for Internet freedom. Nueva York: Basic Books (Kindle).

RUEDA, M. I. (25 de enero de 2021). Quién puede resolver qué se puede publicar y qué no en redes sociales. El Tiempo, 1.4.

SARTORI, G. (1988). Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid: Taurus.

El hacktivismo una redefinición de la acción política

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