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La imagen publicitaria como promesa de un mundo por-venir

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La imagen publicitaria se sostiene de las mismas estructuras que configuran la representación desde la expansión de la razón colonial. Su arquitectónica, que establece el umbral como mandato y como comienzo, es «la figura de una hegemonía forzada» (Derrida, 2008, p. 397). Como lo plantea Derrida:

No habría soberanía sin esa representación […] La soberanía es esa ficción narrativa o ese efecto de representación. La soberanía saca todo su poder, toda su potencia, es decir, toda su omnipotencia, de este efecto de simulacro, de este efecto de ficción o de representación que le es inherente y congénito, co-originario en cierto modo. Lo que hace que –paradoja– al transmitirle al sujeto lector o espectador de la representación narrativa la ilusión de que él mismo mueve soberanamente los hilos de la historia o de la marioneta, la mistificación de la representación está constituida por este simulacro de un auténtico traspaso de soberanía (2008, p. 341).

Creadas desde ese ojo que mira sin ser visto, estas imágenes son el resultado de los mismos mecanismos bestiales de visualización colonialista, acaso la cúspide de su ipseidad. No obstante, en la época del llamado Antropoceno, (8) la de la cuarta era industrial y la sexta gran extinción, en pleno avance de la economía del conocimiento (la cual perpetúa patrones históricos de exclusión) ante la amenaza de la devastación del cambio climático, la publicidad también está cargada de promesas.

El capitalismo actual, al que Rosi Braidotti (2018) se refiere como capitalismo cognitivo, depende de las tecnologías avanzadas, la financiarización de la economía y el poder exorbitante de los medios y los sectores culturales, donde el trabajo es concebido de manera simultánea como algo sofisticado y no regulado y por lo tanto descaradamente explotador. Además, mientras que el capitalismo avanzado promueve la «proliferación cuantitativa de múltiples opciones de bienes para el consumo y activamente produce diferencias desterritorializadas en nombre de la mercantilización» (Braidotti, 2018, p. 11), la imagen publicitaria se aprovecha del sentimiento de inadecuación resultante para ofrecer alternativas.

De ese modo, la publicidad enfoca todos sus esfuerzos en la construcción de un futuro, concebido desde una noción de tiempo lineal y progresivo que no deja de ser moneda falsa. Su sentido radica precisamente en que no exista dicho progreso (al menos no uno que pueda librar al potencial consumidor de ese sentimiento que lo lleva a aspirar a un mejor futuro –representado por un labial, un auto o un viaje–, sin importar sus circunstancias reales). Ser consumidor implica la renuncia al devenir. Una vez convertido en consumidor, el sujeto permanece en un estado fijo (no necesita participar activamente o incluso moverse de su espacio íntimo) mientras las mercancías están en movimiento: son estas las que progresan. Nuevos modelos sustituyen anteriores, son abundantes y se reproducen y mejoran permanentemente; nos hacen volver por más, nos otorgan agencia (su ilusión) de acuerdo con sus reglas. Como lo plantea Massumi (citado por Baidotti, 2018), la rapidez con que los productos cambian acorta la carga virtual del presente, lo infectan con la temporalidad internamente contradictoria de los fetichismos de la mercancía. La imagen publicitaria ejecuta el mandato soberano, expuesto así por Derrida (1995, 2008), de darle o quitarle su tiempo al otro. Esta demanda atención permanente a la vez que siembra un sentimiento perenne de anhelo por el por-venir, concebido como hedonismo, uno que nunca llega.

El gozo (cínico e individualista) no es más que el consumo desenfrenado, nunca satisfecho; acumulación de objetos y experiencias que no son más que la satisfacción de un imaginario, que quedará registrada en las imágenes que integran la pantalla-vitrina de cada uno –su timeline–, el registro de vidas conquistadas desde la posesión, el lugar donde el ser es tener o, al menos, su apariencia, como «exceso o… una hubris del más, del más que» (Derrida, 2008, p. 330). El discurso publicitario es siempre una promesa y la promesa del progreso por-venir es la «bobada testaruda» (Derrida, 2008, p. 358) que establece la relación poder-saber-ver-deber. Así, toda posibilidad real de agencia queda, de entrada, prohibida –fuera de vista–. Como escribe Derrida, no nos queda más que «contentarnos con soñar con el paraíso y que, al mismo tiempo, la promesa o la memoria del paraíso serían a la vez la de la felicidad absoluta y la de una catástrofe sin retorno» (2008, p. 354). La publicidad construye y nos vende un simulacro de vida como paraíso.

La noción de progreso por-venir integra el sueño civilizatorio en todas sus formas y el valor más elevado es el ego individual. La publicidad nos promete a nosotros mismos, nuestra realización, la cúspide de la vida concebida como algo estable, fijo –tótem y monumento. Esa es su gran contradicción: la aporía de su mensaje. El selfie es hoy no solo la materialización de la economía del yo, el devenir-objeto, ya no solo como representación del otro ajeno sino como aspiración, la expropiación del otro y de lo otro en mí; su borradura aparentemente definitiva.

Tras la apariencia de la soberanía

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