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La imagen desencarnada: Solidificación del sujeto

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Otro cimiento de la arquitectura publicitaria es el de la banalización de la experiencia humana. En ella, la corporalidad está siempre desencarnada –marioneta, el devenir qué del quién. La borradura de la diferencia encuentra su cúspide en la anulación de la corporalidad, es una mirada desencarnada que desencarna lo que re-presenta, que le arranca, en el acto mismo de la representación, su singularidad (Deleuze, 1991) (9) y relacionalidad, convirtiéndolo en piedra, construyendo un tótem como modelo de rol: el estereotipo del «Hombre» (y la mujer concebida desde la mirada masculina) congelado en el tiempo. Es esta estatua de piedra a la que aspira parecerse el consumidor, es su «estilo de vida». Como lo plantea Haraway (1999), este es el relato del hiperproduccionismo y la ilustración, que gira alrededor de la reproducción de la imagen sacra de lo idéntico, «de la única copia verdadera, mediada por las tecnologías luminosas de la heterosexualidad obligatoria y la auto-procreación masculina» (p. 125). La prescripción de la representación es el mandato de la autenticidad; el gesto autoritario del falocentrismo.

Esa alternativa única de existencia se nos presenta hoy como en un bombardeo en nuestros dispositivos, aparatos cada vez más delgados y sencillos, más fáciles de sostener, como capaces de capturar nuestra atención cada vez más. Incluso cuando el mundo o los cuerpos parecen detenerse, el mundo virtual de nuestras pantallas le otorga el sentido de movimiento a nuestros cuerpos estancados. «La technê quizás sea siempre la invención de los límites», escribe Derrida (2008, p. 350). Ese movimiento de la imagen –su performatividad característica– es circular. Cual péndulo, la repetición de las imágenes nos hace entrar en un estado de hipnosis que nos vuelve a la vez inmunes a la representación y moldeables por sus efectos. Este es su doble movimiento, la manera como la imagen publicitaria opera: por medio del contenido y por medio de la repetición ad-infinitum de su mensaje. Repetición que, siguiendo el principio de Hebb (Page et al., 2006), consolida patrones neuronales haciendo de la plasticidad cerebral una forma de daño cognitivo (Amin et al., 2006). (10) En su función pedagógica en la sociedad, la imagen publicitaria tiene el poder de construir no solo en su contenido sino en el imaginario del consumidor (la subjetividad contemporánea, mera marioneta) una realidad distorsionada, la cual es «mediada a través de la reproducción de racionalidades dañadas por siglos» (Amin, Samuel y Dhunpat, 2006), el eterno retorno de lo mismo. La pantalla es la caja boba que a su vez nos emboba, incitándonos al consumo compulsivo y a la respuesta automática (activando principalmente nuestro sistema cerebral evolutivamente más antiguo) y moldeando nuestro cerebro en el largo plazo. La bestia, como bobada, nos traga. Como lo afirmara Berger (2016), la publicidad es la vida misma del capitalismo pues sin publicidad el capitalismo no puede sobrevivir y, sin embargo, es también su sueño.

El capitalismo sobrevive obligando a la mayoría —a la que explota— a definir sus propios intereses con la mayor mezquindad posible. En otro tiempo lo logró mediante privaciones generalizadas. Hoy lo está logrando […] mediante la imposición de un falso criterio sobre lo que es y no es deseable (p. 154).

La imagen construye una realidad aparentemente inescapable. La imagen se habita y queda prohibido atravesar el umbral; esa imposibilidad es la mera condición del discurso de la imagen publicitaria. Escapar de la lógica de la imagen publicitaria solo es posible dentro de ella misma, bajo sus mismas reglas, cuando esta se adapta a las transformaciones sociales más visibles y las absorbe, cuando celebra la disrupción convirtiéndola en una nueva campaña. Es allí donde, por ejemplo, el feminismo se convierte en feminismo hegemónico. Por otro lado, la diferencia que escapa a su lógica es vista como esencializada, negativa, separada, en falta, como menos. Estas son precisamente las imágenes que faltan, las que no pueden ser creadas. Entre la saturación de imágenes en la que vivimos sumergidos nos faltan imágenes. No obstante, su entrada requeriría transformar los mecanismos y los métodos de representación, dislocar acaso el mero concepto de representación (Deleuze, 1991) (11) y las prácticas visualizadoras, librar a la mirada de las trampas del mercado; reencarnarla. Como nos lo recuerda Judith Butler (2006):

Sucede algo totalmente diferente cuando el rostro funciona al servicio de una personificación que afirma «capturar» al ser humano en cuestión. Para Levinas, lo humano no puede ser captado por medio de una representación, y podemos ver que cuando lo humano es «capturado» por una imagen tiene lugar cierta pérdida (p. 181).

La imagen es aquí el instrumento de control de los cuerpos: la llave primero, luego el código y la edificación de la fosa que nos encierra sin colocar rejas; así opera la maquinaria del poder soberano, de la hegemonía capitalista. Es por ello por lo que no se trata de crear publicidad incluyente sino de deconstruir la mirada hegemónica y su arquitectura, plantear otras maneras de ver –y de percibir a partir de otros sentidos– y de imaginar, sin que la publicidad las devore, las haga suyas; sin olvidar que a la imagen publicitaria le gusta estar en casa en casa del otro (Deleuze, 1991; Derrida, 1991, 2008; Baudelaire, 1995). (12) Butler subraya que:

Sería un error pensar que sólo es cuestión de encontrar la imagen justa y verdadera para que cierta realidad sea transmitida. La realidad no es transmitida por lo que representa la imagen, sino por medio del desafío que la realidad constituye para la representación (2006, p. 182).

Como se ha dicho, la invención misma del umbral es parte de esta estrategia. Derrida escribe que esta es una «línea presuntamente indivisible, pasada la cual, se entra o se sale. Por consiguiente, el umbral siempre es un comienzo, el comienzo del adentro o el comienzo del afuera» (2008, p. 365). Esa es la línea ilusoria que nos lleva a pensar que existe un lado en el que se debe estar y otro, un margen o una sombra, que debe evitarse o superarse. Su demarcación es la construcción de una identidad individual, unitaria y vacía, a la vez que autocontenida y autosuficiente, una política interna, un «otro en sí del cual estamos celosos por siempre, esta política interna encuentra su colmo en esa demasía que la excede y la des-cuenta» (Derrida, 2008, p. 241). Y es que ese cuerpo desencarnado encuentra su realización –encuentros siempre momentáneos– en la envidia, los celos y la inconformidad que causa en otros, hasta que, acabado el momento, esa inconformidad, como reflejo en el espejo, vuelva. Derrida agrega:

Los celos son siempre ese colmo que me completa, me suple y me excede a la vez precisamente porque recibe, cobija y ya no puede echar al otro que está dentro de mí, al otro yo dentro de mí. Uno no está celoso más que de sí mismo, de lo mismo, y eso no arregla nada (2008, p. 241).

Este es el ideal, el sueño, o el triunfo del sueño falocéntrico; el nacimiento de «la marioneta dentro de mí» (p. 230) que acaba por devorar-me. La publicidad sería, así, «el arte de la marioneta» (p. 247). Y, como explica el filósofo, en ese «culto teatral, en todos esos simulacros, la sangre no corre menos, no menos cruelmente ni menos irreversiblemente… La bestia y el soberano sangran, incluso las marionetas sangran» (Derrida, 2008, p. 341).

La petrificación del sujeto en su cualidad múltiple y en devenir es la realización del truco viril, bestial y caníbal al centro del capitalismo:

Su erección recta y directa […] el automatismo cuasi mecánico de la máquina marioneta en manos de su marionetista con el reflejo, casi podría decirse con la reacción refleja y auto-mática de la erección fálica […] en el estilo mismo de los dispositivos de autoridad y control […] La marioneta es una especie de metáfora o de figura, de tropo fálico (2008, p. 263).

La imagen publicitaria es, por naturaleza, falogocéntrica, la imposición de la subjetividad individual que se alza, sólida y totalizante para anularse a sí misma.

Tras la apariencia de la soberanía

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