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Resumen

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Este ensayo sigue la huella de la noción de falogocentrismo y su relación con la soberanía en la obra de Jacques Derrida, desde la imagen publicitaria. De este modo, la publicidad es entendida como la construcción de un imaginario que de manera sistemática anula la subjetividad –entendida como cualidad localizada, inscrita, encarnada y deseante siempre en devenir– y la diferencia. Se propone una lectura de la imagen que desvele tanto su contenido discursivo como la manera en que opera, lo que la convierte en la actualidad en una herramienta pedagógica central en la sociedad capitalista. Asimismo, se considera la posibilidad de una revolución poética de la imagen, a partir de su huella, en su sentido derridiano.

Palabras clave: publicidad, imagen, imaginario, falocentrismo, logocentrismo, alteridad, diferencia

Este texto es la documentación de un diálogo imaginario que trasciende el tiempo y el espacio. La conversación con y entre autores vivos y muertos, a partir de negociaciones entre opuestos, resulta de la conformación de ensamblajes y colaboraciones inesperadas. Este texto-collage es, así, una colección particular de imágenes/imaginaciones/imaginarios colocados de tal manera que producen, en conjunto, otra imagen, una que busca posibilitar imaginarios-otros a partir de la deconstrucción y la difracción (Haraway, 2004). (2)

Diversos imaginarios parecen colarse ya a través de innumerables publicaciones en las redes sociales, blogs y revistas electrónicas donde un sinnúmero de corporalidades sensibles, entre ellos algunos también conscientes, buscan hacer sentido del sin sentido, traspasar la irrealidad que produce la pantalla, atravesar cierto umbral o, al menos, encontrar consuelo entre la incertidumbre; construir un ancla que sujete todo lo que parece perder sus amarras. Esas reflexiones, que coleccionamos/acumulamos en nuestras pantallas personales –extensión de nuestra cognición, memoria suplementaria o prótesis de nuestra identidad cíborg, como cuerpos ya siempre mediados– vienen acompañadas de un mayor número de imágenes: fotografías digitales, capturas/trampas de la realidad. Acumulación, más que facilitación.

Hemos aprendido que las imágenes gobiernan en gran medida nuestra percepción del mundo. Cuando traemos a nuestra mente la situación actual generalmente vemos, primero, una imagen, luego tratamos de nombrarla. Sucede lo mismo al imaginar el futuro: concebimos una imagen de futuro (la promesa de un paraíso) desde un lugar particular. Esa imagen mental es siempre ficcional; está construida por los fragmentos de otras imágenes, las que percibimos y las que gobiernan nuestro imaginario, aquellas que han sido implantadas en nuestra imaginación a fuerza de repetición, como referentes únicos, como herramientas específicas a partir de las cuales armar cualquier otra (Brogaard y Garzia, 2017). (3) El juego combinatorio de significación en nuestra mente es hoy producto de una colección preestablecida por un imaginario específico –su lógica–: un poder aparentemente natural que establece el orden de las cosas en este mundo, cual soberanía indivisible. Uno que hace del más que uno un simple uno. Las imágenes que percibimos, retenemos y construimos mentalmente, además, influyen de manera directa en nuestras acciones y la imaginación juega un papel central en la preparación para la acción (Currie, 2002). Es a esas imágenes, con pretensión de explicar el mundo por medio de la representación, a las que recurrimos como mensajes que requieren de alguna respuesta y las que a su vez constituyen una justificación para nuestros actos. Como lo afirmara Ranciére (1996), la representación tiene una función política.

En la época del covid-19, en pleno capitalismo avanzado, las imágenes se conciben como acontecimiento, ya no como registro de acontecimientos. Mientras muchos, los más afortunados, nos hemos quedado cada vez más fijos –confinados en nuestros hogares–, el mundo de las imágenes, en nuestras pantallas, se mantiene en movimiento. Cada imagen es una palabra en un enunciado que, como superestructura conceptual, conforma nuestra realidad. Las imágenes nos hablan. En ese sentido, el internet es un universo gobernado por el logocentrismo. Cuando accedemos a ellas al teclear las palabras, o hablándole al dispositivo, una gran voz omnisciente nos responde de manera individualizada –personalizada–. Disfrazado de libre albedrío, de voluntad, de deseo e identidad, el algoritmo no es más que una moneda falsa (Derrida, 1995). (4) Como apunta Derrida (1986), «ese logocentrismo que es también un fonocentrismo: proximidad absoluta de la voz y del ser, de la voz y del sentido del ser, de la voz y de la idealidad del sentido» (p. 18).

Empero, ese mundo virtual construido por imágenes, entre las que prima la imagen publicitaria, no es solo logocéntrico sino también falocéntrico. Su movimiento es el de la virilidad caníbal. La manera en que se construye y opera la imagen publicitaria, como prótesis del capitalismo, es como la de la marioneta derridiana cuyo movimiento permanente es la performatividad de la aniquilación de la marioneta dentro de sí; la invención de un yo individual que ignora su automatismo y artificialidad por medio de la fabulación, es decir, una doble ficcionalidad. Para ese yo la identidad es una máscara; el individualismo falsea al sujeto al constituirlo –el individuo es siempre un sujeto artificial– a partir de un modelo único, el de la imagen concebida por la misión civilizatoria: la del hombre blanco, el «Humano» por excelencia. Una figura al centro del capitalismo avanzado que convierte todo lo que toca en información y donde la información es la principal fuente de capital. Utilizando las palabras de Derrida (2008), es «la doble erección del capital» (p. 241). La imagen construida por la publicidad –la de un yo como fetiche– constituye la realización del «devenir-cosa» como finalidad de la libertad soberana en el capitalismo (Derrida, 2008). La ilusión de serlo todo del capitalismo (como la razón colonial) y su discurso es una ficción aparentemente insostenible y aun así, poderosa. Se asume como bestialidad que devora todo a su paso; anula la diferencia (la alteridad y su traza), su borradura (su pretensión) es su condición de posibilidad. Como lo plantea Mulvey (1976), el falocentrismo depende de la imagen de la mujer castrada para ordenar el mundo y darle significado. Es su ausencia específica, como la de la alteridad en general, la que produce el falo como presencia simbólica. Derrida (2008) agrega, no obstante, que:

Las huellas (se) borran, al igual que todo, pero pertenece a la estructura de la huella que no esté en poder de nadie borrarla ni sobre todo «juzgar» acerca de su borradura, menos todavía acerca de un poder constitutivo garantizado de borrar, performativamente, aquello que se borra. La distinción puede parecer sutil y frágil, pero esta fragilidad afecta a todas las oposiciones sólidas que estamos rastreando y despistando, comenzando por la de lo simbólico y lo imaginario en la que se apoya, finalmente, toda esta reinstitución antropocéntrica de la superioridad del orden humano sobre el orden animal, de la ley sobre el ser vivo, etc., allí donde esta forma sutil de falogocentrismo parece dar testimonio a su manera del pánico (p. 164).

Esa huella –el trazo de una ausencia originaria– puede ser una posibilidad para la apertura a la diferencia, un primer movimiento para comenzar a desligarnos de la visión dominante normativa del yo, reforzada por la imagen publicitaria y el discurso hegemónico que difunde. Asimismo, para encaminar una revolución poética de la imagen y la deconstrucción de su arquitectónica falogocéntrica.

Tras la apariencia de la soberanía

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