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TÚ ¿ERES NISSEI, SANSEI, O NO SE QUÉ?

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Por Daniela

Yo soy sansei, tercera generación de inmigrantes japoneses. Mis abuelos vinieron a la República del Brasil, desde el Japón, después de la guerra. Y, como una verdadera descendiente, crecí en un hogar en el cual mis padres, y toda la familia, intentaban mantener la disciplina y las costumbres orientales, siguiendo los principios sintoístas por tradición.

Mis abuelos fueron los fundadores de la Asociación Japonesa de la ciudad, el Bunka. Y, aun antes de ser alfabetizada en portugués, yo ya concurría a una escuelita en la cual aprendí la lengua japonesa. Crecí escuchando canciones tradicionales del Japón, siempre teniendo amiguitos también descendientes de japoneses, y comiendo platos típicos japoneses, tales como gohan, sushi y missoshiru. Cuando alguien moría, toda la familia se reunía para la “misa” en un templo sintoísta, y encendíamos incienso a los muertos. Todos los domingos, mientras mis tíos se reunían para jugar a las barajas, las mujeres se quedaban, expectantes, a fin de mirar en la televisión el programa “Oshin”, una novela que contaba la historia de una niñita que había sido cambiada por una bolsa de arroz.

A los seis años de edad me matricularon en un colegio de monjas, donde casi todos mis primos ya habían estudiado. En un país católico, necesitábamos hacer el catecismo, para después poder casarnos en la iglesia. La disciplina y las costumbres rigurosamente exigidas por las monjas agradaban a mi familia. En la misma época, me inicié en mi primer deporte, la natación; e inmediatamente mis padres me enviaron para que estudiara piano.

–Ustedes necesitan, por lo menos, hacer un deporte y tocar un instrumento –nos decía a mis hermanos y a mí nuestro padre, en tono muy serio.

Mis padres siempre dedicaron todo su tiempo y su dinero a proporcionarnos lo mejor, a fin de que disfrutáramos de mejores condiciones de las que habían tenido ellos. Mi padre, siendo médico, vivía haciendo guardias y trabajando mucho. Mi madre dedicaba su tiempo a las idas y las venidas desde una escuela hacia la otra. Me acuerdo que en la puerta de la heladera había un papel con los horarios de clases de piano, japonés, catecismo, natación, tenis... Aun así, a veces ella se perdía, y acababa olvidando a alguno de sus hijos en algún lugar.

Ya en los primeros años de estudio, me mostré como una alumna dedicada y muy esforzada.

–¿Qué vas a ser cuando seas grande? –me preguntaban las personas.

–¡Médica! –respondía yo, con mucho orgullo y convicción.

Cuando recibía regalos, los que más me interesaban no eran las muñecas, sino aquellos que tenían que ver con los hospitales, muñequitos vestidos de médicos, camillas y ambulancias.

–¡Dani va a ser médica! –decían todos.

Recibí la influencia para esta profesión no solamente de mi padre, sino también de dos primos médicos, que siempre fueron referentes para mí. Desde que era una criatura, siempre manifesté por ellos una gran admiración y cariño. Me acuerdo de un episodio en el cual mi prima, mientras estudiaba Medicina, me llevó a concurrir a una clase con ella. Y terminó recibiendo una observación del profesor, pues yo todavía era una criatura y estaba dificultando la clase.

Pasé mi infancia y mi adolescencia estudiando mucho.

–Dani, ¡ya es hora de dormir! –decía mi madre, a altas horas de la noche.

–Ya voy... Solamente necesito estudiar un poco más.

Yo necesitaba estudiar para ser siempre la mejor alumna. Cuando me sacaba un 9,5 en las pruebas me sentía frustrada, por no haber conseguido el tan deseado 10.

A los 16 años, cuando me estaba preparando para el examen de ingreso en la universidad, estando muy cansada de tanto estudiar y de la exigencia que yo misma me imprimía, comencé a cuestionarme: ¿Quién dijo que yo quiero estudiar Medicina?

Con el espíritu de rebeldía típico de una adolescente, fui a hablar con mi padre:

Totchan [padre, en japonés], ya no sé si realmente quiero rendir el examen de ingreso para Medicina...

–Y entonces, ¿qué es lo que piensas hacer? –me preguntó mi padre, con los ojos extremadamente abiertos por el asombro.

–No sé. Creo que Publicidad –respondí, sin tener la más mínima noción de lo que realmente estaba queriendo hacer.

–De acuerdo –respondió él–. Sin embargo, si piensas que ya eres adulta y quieres hacer tu voluntad, a partir de ahora tendrás que solventarte: puedes comenzar a trabajar y a pagar tus cuentas; incluso el curso de preparación para el ingreso.

Tragué en seco. Las clases de piano que yo dictaba apenas alcanzaban a pagarme mis lujos. Y, con una mezcla de rabia y orgullo, resolví en ese mismo momento cambiar de idea y hacer el examen de ingreso a Medicina.

Cuando los padres de los adolescentes me cuentan acerca de sus hijos, sus dudas y sus nervios con los exámenes de ingreso a las universidades, me acuerdo de mi historia y las comparto con ellos, a fin de que se queden más tranquilos. No resulta fácil decidirse por una profesión cuando todavía no tenemos casi nada de vivencias y experiencias de vida.

*****

“Triiiiiinnnnn”, sonó el teléfono de mi casa.

–Dani, soy la madre de Érika. Salió la lista de aprobados en el examen de ingreso, y ¡vi tu nombre en el diario!

–¿Mi nombre?

Terminé aprobando en uno de los exámenes más demandados del país, casi sin quererlo. Tantos años estudiando, y ahora había llegado la hora de comenzar una nueva faceta de mi vida. Sin embargo, yo no estaba muy feliz. Me sentía insegura.

–Vamos a Botucatu, a fin de hacer tu matrícula y conocer la ciudad –me dijo mi padre.

“¿Botucatu?”, pensé, “¿Dónde quedará ese lugar?”

La facultad quedaba en el interior del Estado, a 250 km de São Paulo, en el Brasil. ¡Todo fue tan rápido! Ni siquiera tuve tiempo de pensar en lo que estaba sucediendo. Por primera vez estaría lejos de mi familia, viviendo con estudiantes de todos los lugares del Brasil, e iniciando una carrera a la cual le dedicaría la mayor parte de mi vida.

Vivir en el interior no formaba parte de mis planes; siempre fui metropolitana. Me gustaba mucho la vida agitada de São Paulo, las fiestas y los amigos.

–Dani, Érika va a vivir en un alojamiento de estudiantes japoneses. ¿Te gustaría compartir el cuarto con ella? –me preguntó mi madre.

El alojamiento de los estudiantes cobijaba a cerca de cincuenta alumnos, de los más variados cursos. Las alas masculina y femenina estaban separadas por una escalera en “T”, que estaba justo en el medio del edificio. Los cuartos estaban distribuidos en un corredor, y cada uno era para dos estudiantes. Dentro de los cuartos, solamente había una pequeña mesa para estudiar y un armario para colocar la ropa. Todo era muy simple, sin ningún confort. Los baños se compartían, así como también el lavadero y el comedor. Existía solo una heladera, para que pudiéramos dejar nuestras golosinas. Sin embargo, aun dejando el nombre escrito en letras gigantescas, no existía ninguna garantía de que tu yogur o tu chocolate estuvieran allí cuando tú los procuraras. Muy acostumbrada a tener todo muy organizado, siempre todo muy “derechito”, inmediatamente percibí que para sobrevivir tendría que cambiar mis conceptos. Mi vida de “niña mimada” había llegado a su fin.

Entonces, rápidamente me fui adaptando y armonizando con todos.

En los primeros días de clases, los veteranos hacían una fiesta de recepción a los recién llegados, donde todos eran “bautizados”. Después de un ritual en el que cada novato se quedaba en el centro de una ronda, se cantaba una canción; acabada esta ceremonia, teníamos que beber un vaso grande de cachaça (la bebida alcohólica destilada de la caña de azúcar más popular del Brasil). Los veteranos, todos a nuestro alrededor, aplaudían hasta que el novato tomara el último sorbo. Yo no estaba acostumbrada a tomar bebidas alcohólicas; sin embargo, ofrecer resistencia hubiese sido peor. Me acuerdo de que los ingresantes que se rebelaban contra esta chacota quedaban “marcados” para siempre con los veteranos. Aceptar las bromas de mal gusto parecía ser la única solución. En ese bautismo, cada uno recibía un apodo. Y el que yo recibí, inmediatamente después de haberme matriculado, fue “Tim Tim”.

*****

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