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LA ISLA DE LA MAGIA
ОглавлениеPor Daniela
“¡Florianópolis! ¡Qué lugar maravilloso!”, pensé, acostada en una hamaca paraguaya, mientras contemplaba el mar verde esmeralda y sentía una suave brisa que acariciaba mi rostro. “Algún día voy a vivir aquí”.
Ya había aprendido a disfrutar de esta isla cuando todavía era adolescente, mientras pasaba algunas vacaciones con la familia. El sol, el mar, las bellas playas y la vida mucho más tranquila me atraían hacia aquella pequeña porción de paraíso. Realmente, ¡aquella era la “Isla de la Magia”!
Después de descansar algunos días allí volví a São Paulo. Había llegado la hora de comenzar a trabajar e iniciar mi especialización.
Mi primer empleo fue en un centro de salud en Mauá, en el ABC Paulista. El municipio estaba iniciando el Programa de Salud de la Familia, una estrategia del Gobierno que había surgido para mejorar las condiciones de salud en el país. El programa invierte en la atención primaria de la salud, es decir, en la prevención y en la promoción. Para esto, se contratan equipos de salud con médicos, enfermeros y técnicos, a fin de que trabajen en conjunto con los agentes comunitarios, que son personas de ese mismo lugar. Para conocer mejor a la comunidad, estos agentes actúan como facilitadores, a fin de que los equipos puedan desempeñar sus actividades en concordancia con la realidad local.
Además de atender en el consultorio del centro de salud, yo realizaba visitas en las casas, dentro de las villas miseria. Inmediatamente, en el comienzo de mis actividades allí, comencé a enfrentarme con una realidad totalmente diferente de aquella que yo había experimentado en la universidad: los protocolos de atención no podían llevarse a cabo, por falta de presupuesto y organización; los medicamentos de última generación ni siquiera existían en la farmacias populares, y el pueblo hablaba un lenguaje bastante diferente del académico. Apenas llegaba al centro de salud, en el primer horario de la mañana había una fila inmensa de personas que aguardaban. Tenían sus rostros desfallecientes, cansados, anémicos. Realizaba una consulta cada diez o quince minutos. Con una historia clínica en la mano, llamaba a un paciente detrás de otro.
–¡James Dean [Djeimes Dim]! ¡James Dean Da Silva! –llamé un día.
Nadie respondió.
Después de atender a toda esa fila, me había sobrado la historia clínica del primero que había llamado. “¡Madre mía!”, pensé, “¡creo que no es hoy el día en que voy a conocer al famoso artista de Hollywood!”
Cuando ya estaba saliendo del consultorio, lista para ir a almorzar, oí a alguien que golpeaba a mi puerta.
–Doctora, usted se olvidó de llamar a mi hijo –me abordó una mujer mulata, con un pañuelo sucio en la cabeza, con los dientes amarillentos y la apariencia de la misma miseria estampada en el rostro.
Observando que la muchacha estaba con un bebé en los brazos, envuelto en una pañoleta ajada y sucia, inmediatamente me anticipé:
–¡Oh, sí! ¡Entonces este es James Dean! –afirmé–. Yo ya lo había llamado, y tú no respondiste...
–No, doctora, ¡es James Dean [Jãmes Deã]!
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