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CAPÍTULO VIII JO ENCUENTRA A APOLO

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¿Adónde vais, queridas? —preguntó Amy al entrar en el dormitorio de sus hermanas, un sábado por la tarde, y encontrar que se estaban arreglando con un aire de misterio que excitó su curiosidad.

—No te importa; las niñas no hacen preguntas —repuso Jo severamente.

—Pues si hay algo que nos mortifique cuando somos niños es que nos lo digan, y aún se nos hace más duro oír que nos despiden con un «vete, pequeña». —Amy se rebeló y decidió que, aunque tuviera que dar la lata una hora, descubriría el secreto de sus hermanas. Volviéndose a Meg, que nunca le rehusaba nada, dijo mimosa—: Anda, dímelo. Podías dejarme ir también. Beth está absorta en su piano y yo no tengo qué hacer y estoy tan sola...

—No puedo, querida, porque no estás invitada —empezó Meg, pero Jo interrumpió.

—Vamos, calla, que lo vas a echar todo a perder. No puedes venir, Amy; así es que no seas niña ni empieces con lamentaciones.

—Vais a algún sitio con Laurie. Lo sé. Anoche estabais hablando bajito y riéndoos los tres en el sofá, y guardasteis silencio cuando yo entré. ¿Vais con él?

—Sí, vamos con él. Ahora calla y deja ya de fastidiarnos.

Amy contuvo su lengua, pero empleó los ojos y vio que Meg metía un abanico en su bolsillo.

—Lo sé, lo sé —exclamó—; vais al teatro a ver Los siete castillos —añadió muy resuelta—: Yo también iré, porque mamá dijo que lo podía ver y tengo mis ahorros; así que habéis hecho muy mal en no decírmelo a tiempo.

—Espera un momento y sé buena —dijo Meg, conciliadora—. Mamá no quiere que vayas esta semana porque no tienes aún del todo bien los ojos y te podrían hacer daño las luces de esa obra de magia. La semana que viene iréis con Beth y con Hannah y lo pasaréis admirablemente.

—Prefiero ir con vosotras y con Laurie. Por favor, dejadme acompañaros; llevo ya encerrada no sé cuánto tiempo con este dichoso constipado y me muero por alguna diversión. Anda, Meg... me portaré bien —suplicó Amy, adoptando aire compungido.

—¿Y si la llevásemos? Abrigándola bien, no creo que a mamá le importase —insistió Meg.

—Si ella va yo me quedo, y si me quedo no le gustará a Laurie, aparte de que será de muy mala educación, habiéndonos invitado solo a nosotras, presentarnos con Amy. No creo que a ella le guste meterse donde no se la llama —dijo Jo de mal talante, porque le fastidiaba tener que consentir a una niña caprichosa cuando lo que quería era ir a divertirse.

Su acento y sus palabras enfadaron a Amy, que empezó a ponerse las botas diciendo con tono de desafío:

—Pues yo voy. Meg ha dicho que sí, y pagándome yo mi entrada, nada tiene que opinar Laurie.

—No puedes acompañarnos porque nuestros asientos están reservados, y para que no te quedes sola Laurie tendrá que cederte el suyo, con lo que nos aguas la fiesta, o bien tendrá que comprar otra entrada para ti, cosa impensable ya que no te ha invitado. No irás a ninguna parte y te quedarás donde estás —la riñó Jo, enfadada porque con las prisas acababa de pincharse un dedo.

Sentada en el suelo, con solo una bota puesta, Amy se echó a llorar. Meg intentaba hacerla entrar en razones, cuando oyeron a Laurie que las llamaba desde abajo y echaron las dos a correr, dejando a su hermana, que si bien se las daba de mayor, en sus rabietas se comportaba como una niña mimada.

En el preciso momento en que salían las dos mayores de casa, se oyó la voz de Amy con tono amenazador:

—Te arrepentirás de esto, Jo; te lo aseguro.

—¡Me alegro! —repuso Jo, dando un portazo y saliendo de la casa.

Lo pasaron admirablemente, porque Los siete castillos del lago de diamantes resultó todo lo brillante y maravilloso que era de esperar. Sin embargo, a pesar de los graciosos enanitos rojos, de los resplandecientes elfos y de los vistosos príncipes y bellas princesas, el placer de Jo se tiñó de cierta amargura. Los rizos rubios del hada le recordaban a Amy y en los entreactos se entretuvo en pensar qué haría su hermana para vengarse de su desaire. Amy y ella habían tenido muchas escaramuzas en el curso de sus vidas, porque ambas eran de genio vivo y propensas a irritarse. Amy fastidiaba a Jo, y viceversa, provocando estallidos de cólera de los que ambas se avergonzaban luego. A pesar de ser la mayor, Jo tenía muy poco dominio de sí misma, y pasaba malos ratos tratando de vencer aquel genio suyo que continuamente le daba disgustos. Nunca duraba mucho su enojo, y confesaba humildemente su falta, se arrepentía y trataba de enmendarse, por lo que sus hermanas solían decir que casi les gustaba poner a Jo furiosa, pues después se comportaba como un ángel. La pobrecilla trataba de ser buena, pero su fuego interior se hallaba siempre dispuesto a inflamarla y a vencerla, y le costó años de pacientes esfuerzos dominarlo.

De regreso encontraron a Amy leyendo en la sala. Al verlas entrar adoptó un aire muy ofendido y no levantó los ojos del libro ni hizo preguntas. Quizá hubiera podido más la curiosidad que el resentimiento, de no haber estado allí Beth para preguntar y recibir una magnífica descripción de la obra.

Al subir a su cuarto para dejar su sombrero, la primera mirada de Jo fue para el escritorio, porque durante la última pelea Amy había desahogado su mal humor volcando al suelo el cajón de Jo, con todo lo que contenía. Ese día, sin embargo, todo estaba en orden, y después de una rápida ojeada a sus diversos sacos, cajas y cajones, Jo decidió que Amy había perdonado y olvidado la ofensa recibida.

Se equivocaba, pues al día siguiente hizo un descubrimiento que produjo una tempestad.

Meg, Beth y Amy estaban reunidas a hora ya avanzada de la tarde, cuando entró Jo en el cuarto casi sin aliento, excitadísima, y preguntó:

—¿Quién ha cogido mi cuaderno?

Meg y Beth contestaron que ellas no, y parecieron sorprendidas. Amy atizó el fuego y no dijo nada, pero Jo la vio ruborizarse y, cayendo sobre ella, le gritó:

—¡Tú lo tienes, Amy!

—No, no lo tengo.

—Entonces sabes dónde está.

—No, no lo sé.

—¡Mentira! —gritó Jo, cogiéndola por los hombros y demostrando una indignación capaz de amedrentar a la niña más valiente.

—Sí lo sabes, y vas a decírmelo en seguida o verás —Jo sacudió ligeramente a su hermana.

—Grita todo lo que quieras, pero no volverás a leer tu estúpido cuaderno —dijo Amy, excitada a su vez.

—¿Por qué?

—Porque lo he quemado.

—¡Cómo! ¿Mi cuaderno... el que yo quería tanto, el que pensaba terminar de escribir antes de que volviera papá? ¿De veras lo has quemado?

Jo se había puesto muy pálida, tenía los ojos encendidos y sus manos sujetaban nerviosamente a Amy.

—Sí, lo quemé. Ya te advertí que te arrepentirías...

Amy no pudo seguir, porque la cólera de Jo la dominó.

Sacudiendo a su hermana hasta hacerle castañetear los dientes, gritó con pena y cólera:

—¡Eres malvada... malvada! No te perdonaré mientras viva.

Meg corrió a socorrer a Amy y Beth a tranquilizar a Jo, pero esta se hallaba fuera de sí y, tras propinar un bofetón en la oreja de Amy, salió corriendo del cuarto y fue a refugiarse en la buhardilla.

Abajo se despejó la tormenta porque llegó la señora March y, enterada de lo ocurrido, hizo comprender a Amy el daño que había causado a su hermana. Aquel cuaderno era el orgullo de Jo y la familia lo consideraba como un brote de aptitudes literarias, muy prometedor para el porvenir. Contenía solo media docena de cuentos de hadas, pero Jo los había escrito pacientemente, poniendo en su trabajo todo su corazón con la esperanza de hacer algo que mereciera los honores de la estampa. Una vez copiados con gran cuidado, destruyó el borrador, de modo que el empeño de Amy había consumido un trabajo de varios años.

Lo que para otros pudiera parecer una pérdida pequeña, para Jo constituía una terrible calamidad, una desgracia irreparable. Beth guardó el mismo duelo que si se le muriera uno de los gatitos; Meg rehusó defender a su hermana Amy; la señora March se mostró grave y ofendida; y la culpable comprendió que nadie la querría hasta que hubiese pedido perdón por el acto del que ahora estaba más pesarosa que ninguna.

A la hora del té apareció Jo, con cara tan sombría e inabordable, que Amy necesitó recurrir a todo su valor para murmurar humildemente:

—Perdóname, Jo. Me arrepiento de lo que hice.

—No te perdonaré nunca —fue la severa respuesta de Jo, y no hizo el menor caso de su afligida hermana.

Nadie habló del asunto, ni aun la señora March, porque todas sabían por experiencia que cuando Jo estaba enfadada las palabras sobraban y lo mejor era esperar a que cualquier incidente o su propia naturaleza generosa suavizasen su resentimiento y restañasen la herida.

No fue aquella una alegre velada, pues aunque cosieron como de costumbre, mientras su madre les leía algún libro de Bremer, de Scott, o de Edgeworth, les faltaba algo, y la dulce atmósfera de paz estaba enrarecida. Lo notaron aún más cuando llegó la hora de cantar, porque Beth solo pudo tocar el piano, Jo permaneció muda como una piedra, y Amy no pudo continuar, quedando solas Meg y su madre, cuyas delicadas voces, a pesar de esforzarse por sonar alegres, no parecían armonizar tan bien como otras noches.

Al besar a Jo y darle las buenas noches, la señora March murmuró suavemente a su oído:

—Hija mía, no dejes que se ponga el sol en tu enojo. Perdonaos la una a la otra, ayudaos y mañana levantaros como tal cosa, ¿de acuerdo?

Jo deseó apoyar su cabeza en el pecho de su madre y llorar allí hasta mitigar su pena y su enfado, pero las lágrimas eran signo de debilidad y se sentía tan hondamente ofendida que, en realidad, no podía perdonar aún. Parpadeó para contener el llanto, negó con la cabeza y dijo con aspereza, para que la oyera Amy:

—Ha sido algo abominable y no merece ser perdonada.

Dicho esto se marchó a la cama, y aquella noche no hubo alegre charla ni íntimas confidencias entre las hermanas.

Amy se consideró agraviada al ver rechazadas sus proposiciones de paz y empezó a arrepentirse de haberse humillado, a sentirse más ofendida que nunca y a envanecerse de la superioridad de su virtud en forma exasperante. En cuanto a Jo, seguía como una nube tormentosa y nada le salió bien en todo el día.

La mañana era muy fría; a Jo el pastelillo de manzana se le cayó de las manos y fue a parar a una alcantarilla; tía March tenía un ataque de nervios; Meg estaba pensativa; Beth triste, y Amy no dejaba de lanzar indirectas contra las personas que siempre hablaban de ser buenas y llegada la ocasión no trataban de serlo, ni aun cuando otras personas les daban virtuoso ejemplo de ello.

«Todo el mundo es tan odioso que voy a decir a Laurie que me acompañe a patinar. Él siempre está alegre y de buen humor y su compañía me hará bien», se dijo Jo, marchándose.

Amy oyó el ruido de los patines y levantó los ojos, exclamando impaciente:

—Nada, ya se fue. Prometió que me llevaría con ella esta vez, porque será el último hielo que tengamos, pero es inútil pedirle que me lleve, con el humor que gasta.

—No digas eso, tú fuiste muy mala y se le hace difícil perdonarte la destrucción de su precioso cuaderno. Creo, sin embargo, que ahora lo haría, y no dudo que así será si se lo pides en un buen momento —dijo Meg—. Ve detrás de ellos, no digas nada hasta que Jo se haya alegrado con Laurie, y entonces aprovecha para darle un beso o hacerle algún gesto cariñoso, y verás como de todo corazón vuelve a hacer amistades contigo.

—Lo intentaré —dijo Amy, porque el consejo le gustaba, y después de arreglarse en un santiamén corrió detrás de Jo y de Laurie, que desaparecían en aquel momento trasponiendo la colina.

El río no estaba distante, pero antes de que Amy les alcanzase los dos amigos estaban ya preparados. Jo la vio venir y se volvió de espaldas; Laurie no la vio porque estaba patinando a lo largo de la orilla sondeando el hielo, pues había precedido a este una corriente templada.

—Iré hasta la primera revuelta para ver si está bien, antes de que empecemos a correr —le oyó decir Amy al tiempo que se alejaba, semejando un joven ruso, con su abrigo y su gorra de pieles.

Jo oyó a Amy llegar sin aliento después de la carrera que había hecho, la oyó patear y soplarse los dedos al tratar de ponerse los patines, pero no se volvió, sino que siguió zigzagueando lentamente río abajo, y saboreando una amarga satisfacción con los apuros de su hermana. Había alimentado su enojo hasta que este se apoderó por completo de ella, como ocurre con los malos pensamientos y deseos, si al punto no se arrojan fuera del corazón.

—¡Quédate cerca de la orilla; el centro no es de fiar! —exclamó Laurie.

Jo le oyó, pero no Amy, que seguía luchando con sus pies y no percibió ni una palabra. Jo le dirigió una mirada por encima del hombro y el diablillo que estaba alojado en su interior le dijo al oído: «¿Qué importa que haya oído o no? Que se las arregle como pueda».

Laurie había desaparecido en la revuelta. Jo llegaba a ella en aquel momento y Amy, rezagada, iba hacia la parte más lisa del centro del río. Por un segundo Jo permaneció quieta, con una extraña sensación en el pecho; resolvió luego seguir adelante, pero algo la detuvo y la hizo volverse a tiempo de ver a Amy levantar ambas manos y hundirse con un súbito chasquido de hielo, una salpicadura de agua y un grito que paralizó de terror el corazón de Jo.

Trató de llamar a Laurie, pero la voz no le salía; quiso lanzarse hacia el sitio fatal, pero sus pies parecían no tener fuerza y, por un momento, solo pudo estar allí inmóvil, mirando fijamente con cara de terror la gorrita azul que se veía sobre el agua oscura.

Algo pasó rápidamente a su lado y la voz de Laurie gritó:

—¡Un palo, pronto, pronto!

Nunca supo cómo lo hizo, pero durante los segundos que siguieron obedeció ciegamente a Laurie, que estaba muy sereno y echado sobre el hielo cuan largo era, sosteniendo a Amy con sus brazos, hasta que Jo sacó un palo de la empalizada y entre los dos izaron a la niña, más asustada que maltrecha.

—Ahora hay que llevarla a casa; cúbrela con nuestros abrigos mientras yo le quito estos malditos patines —bufó Laurie, envolviendo a Amy en su abrigo y bregando por desatar las correas de los patines, cosa que nunca le pareció más difícil.

Tiritando, chorreando y llorando, llevaron a Amy a casa, y después de contar lo ocurrido con gran excitación, Amy se quedó dormida, envuelta en mantas y delante de un buen fuego.

Jo apenas había hablado durante el jaleo: iba de un lado a otro, pálida, inquieta, con la ropa desaliñada, el traje desgarrado, y las manos cortadas y magulladas.

Cuando Amy estuvo dormida, la casa en calma y la señora March sentada junto al lecho de la niña, llamó a Jo y comenzó a vendarle las manos.

—¿Estás segura de que no corre peligro? —murmuró Jo, mirando con remordimiento la rubia cabeza que casi había desaparecido para siempre bajo el traicionero hielo.

—Absolutamente ninguno, hija mía; no tiene ninguna herida, y creo que no se ha enfriado, gracias a lo pronto que la abrigasteis y trajisteis a casa.

—Laurie lo hizo todo. Yo la dejé ir a aquel sitio peligroso. Mamá, si Amy muriese, yo tendría la culpa. —Jo cayó de rodillas junto a la cama y, llorando, contó todo lo ocurrido, acusándose amargamente de dureza de corazón, y expresando su agradecimiento por haberle sido evitado el tremendo castigo que hubiera podido recaer sobre ella—. Es mi genio, mi espantoso genio. Trato de dominarlo, y cuando creo haberlo conseguido, estalla más violento que nunca. ¿Qué puedo hacer, mamá, qué puedo hacer? —exclamó la pobre Jo, desesperada.

—Velar y rezar, hija mía; no cansarte nunca de luchar contra él y no pensar que sea imposible corregirlo —dijo la señora March, apoyando sobre sus hombros la cabeza de Jo y besando sus húmedas mejillas con tanta ternura que el llanto de la muchacha arreció.

—No sabes, no puedes imaginarte lo difícil que es, mamá. Cuando estoy enfadada me siento capaz de cualquier disparate; me pongo tan rabiosa que creo que gozaría haciendo daño a alguien y temo llegar a cometer un acto de esos que destruyen una vida y traen el odio de todo el mundo. ¡Oh, mamá, ayúdame, ayúdame!

—Lo haré, hija mía; no llores, pero recuerda este día para que jamás conozcas otro igual. Todos, hijita, tenemos nuestras tentaciones, algunas más grandes que la tuya, y con frecuencia vencerlas es empresa de toda la vida. ¿Tú crees que tienes el peor carácter del mundo? Pues el mío es también así.

—¿El tuyo, mamá? ¡Si tú no te enfadas nunca...!

La sorpresa hizo que Jo olvidase su remordimiento.

—Durante cuarenta años he tratado de curarme de ese defecto, y solo he conseguido dominarlo. Me siento enfadada casi todos los días, Jo, pero he aprendido a no demostrarlo, y espero aprender a no sentirlo, aunque me cueste otros cuarenta años lograrlo.

La paciencia y la humildad que se reflejaban en aquel rostro querido fueron para Jo una lección más elocuente que una sabia reprimenda o un amargo reproche. Se sintió confortada por la prueba de simpatía y confianza que su madre le daba, y saber que esta tenía un defecto como el suyo y trataba de corregirse le hizo cobrar ánimos y fortaleció su resolución de superar aquel mismo mal.

—Dime, mamá, ¿estás enfadada cuando aprietas los labios y sales del cuarto en las ocasiones en que tía March riñe, o te fastidian otras personas?

—Sí. He aprendido a contener las palabras impremeditadas que me vienen a los labios, y cuando siento que contra mi voluntad van a escapárseme salgo un momento y me reprendo a mí misma, por mala y por débil —contestó la señora March con un suspiro y una sonrisa, mientras arreglaba la desordenada cabellera de Jo.

—¿Cómo aprendiste a callar? Eso es lo que más me cuesta, porque antes de saber lo que digo ya se me han escapado las palabras, y cuanto más hablo es peor, hasta llego a complacerme en herir los sentimientos de los demás y en decir cosas terribles. Dime, ¿qué haces tú, querida madre?

—Mi buena madre solía ayudarme.

—Como tú nos ayudas a nosotras... —la interrumpió Jo con un beso de agradecimiento.

—Pero la perdí cuando era poco mayor que tú, y durante años tuve que luchar sola, ya que tenía demasiado amor propio para confesar mi debilidad. Lo pasé mal, Jo, y derramé amargas lágrimas sobre mis fracasos, porque, pese a mis esfuerzos, no parecía adelantar nada. Entonces vino tu padre y fui tan feliz que hallé fácil ser buena, pero andando el tiempo, con cuatro niñas y poco dinero, comenzó de nuevo a mortificarme mi carácter, ya que no soy paciente por naturaleza y me atormentaba que mis hijas careciesen de algo.

—¡Pobre mamá! ¿Quién te ayudó entonces?

—Tu padre, Jo. Él nunca pierde la paciencia, nunca duda ni se queja; espera siempre, y trabaja y confía con tal serenidad de ánimo que una se avergüenza de no imitarle. Me ayudó y me sostuvo, me demostró que siendo el ejemplo que mis hijas debían imitar, tenía yo que practicar todas las virtudes que desease para ellas. Pensando en vosotras, fue más fácil luchar. Una mirada de sorpresa o temor que me dirigieseis si me oíais hablar con impaciencia, me avergonzaba más que cuantas palabras hubieran podido decírseme, y el amor, el respeto y la confianza de mis hijas fue la más dulce compensación que pudieron lograr mis esfuerzos.

—¡Oh, mamá, me daré por satisfecha si algún día soy la mitad de buena que tú eres! —exclamó Jo.

—Espero que seas mucho mejor que yo, pero has de vigilar tu «enemigo interior», como lo llama tu padre, pues de lo contrario entristecerá tu vida, si es que no la echa a perder. Hoy has tenido un aviso importante, no lo olvides, y trata de dominar ese genio vivo antes de que pueda acarrearte mayor pesar del que hoy has tenido.

—Lo intentaré, mamá, pero tú tienes que ayudarme, recordármelo e impedir que me arrebate. Recuerdo haber visto algunas veces a papá llevarse un dedo a los labios y mirarte con cara de bondad, pero seria. ¿Te recordaba así que debías callar? —preguntó suavemente.

—Sí. Le pedí que me ayudase de ese modo y él no lo olvidaba nunca, evitándome con aquel gesto y aquella mirada pronunciar palabras ásperas o impacientes.

Jo vio cómo a su madre se le llenaban los ojos de lágrimas y cómo sus labios temblaban al hablar. Temerosa de haber dicho demasiado, murmuró:

—¡Hice mal al observarte y en hablar de ello! No tuve intención de molestarte, pero es que resulta muy agradable decirte todo lo que siento, y sentirme tan segura y tan feliz aquí...

—Tú, querida Jo, puedes decírselo todo a tu madre, porque mi mayor orgullo y dicha consisten en saber que mis hijas confían en mí y saben que las quiero.

—Creí haberte disgustado.

—No, cariño; es que al hablar de tu padre recordé lo mucho que le echo de menos, lo mucho que le debo y la fidelidad con que he de velar por sus hijitas y trabajar por conservárselas sanas y hacerlas buenas.

—Sin embargo, tú le dijiste que se marchara, madre, y no lloraste cuando partió y no te quejas nunca, ni pareces necesitar ayuda —dijo Jo, pensativa.

—Di lo mejor que tenía a la patria que amo, y contuve mis lágrimas. ¿Por qué había de quejarme cuando ambos hemos cumplido nuestro deber, y seguramente por eso seremos más felices luego? Si parezco no necesitar ayuda, es porque tengo un amigo aún mejor que tu padre, para consolarme y sostenerme. Hija mía, los disgustos y las tentaciones de tu vida comienzan ahora y pueden ser muchos, pero podrás soportar aquellos y vencer estas, si aprendes a sentir la fuerza y la ternura de tu Padre Celestial, del mismo modo que sientes las de tu padre terrenal. Cuanto más le ames y confíes en Él, más cerca te sentirás de Él y menos te apoyarás en el poder y en la sabiduría humana. Su amor y su solicitud no se cansan ni cambian jamás, no pueden serte arrebatados, sino que llegarán a ser fuente de paz, de dicha y de fortaleza para toda tu vida. Cree esto de corazón y ve a Dios con tus preocupaciones, esperanzas, faltas y penas, tan confiadamente como vienes a mí.

Por toda respuesta, Jo la abrazó estrechamente y, en el silencio que siguió, formuló la oración más sincera que había rezado nunca, pues en aquella hora triste y, sin embargo, dichosa, había aprendido no solo lo que es la amargura del remordimiento y la desesperación, sino también la dulzura de la abnegación y el dominio propio, y conducida por la mano de su madre se había acercado más al Amigo que acoge a todos los niños con amor más vigoroso que el de cualquier padre, y más tierno que el de cualquier madre.

Amy se movió y suspiró entre sueños y, como deseosa de reparar su falta, Jo levantó la cara, en la que se veía una expresión nueva.

—No quise perdonarla, y hoy, de no haber sido por Laurie, quizá no hubiera tenido ya tiempo. ¿Cómo pudo llegar a tanto mi maldad? —dijo Jo, al inclinarse sobre su hermana acariciando suavemente el húmedo cabello desparramado sobre la almohada.

Como si la hubiera oído, Amy abrió los ojos y tendió los brazos a su hermana, con una sonrisa que llegó al corazón de esta.

Ni una ni otra dijeron una sola palabra, pero se abrazaron estrechamente a pesar de las mantas, y todo quedó olvidado y perdonado con un beso tierno y sincero en la mejilla.

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