Читать книгу Mujercitas - Aquellas mujercitas - Луиза Мэй Олкотт - Страница 9
CAPÍTULO V ENTRE VECINOS
ОглавлениеPero ¿qué se te ha ocurrido hacer ahora, Jo? —preguntó Meg, una tarde de nieve al ver a su hermana cruzar el vestíbulo con botas de goma, un viejo abrigo con capuchón, una escoba en una mano y una pala en la otra.
—Salgo a hacer ejercicio —contestó guiñando los ojos maliciosmente.
—Pues ¿qué? ¿No te han bastado los dos largos paseos de esta mañana? Hace mucho frío fuera; te aconsejo que te quedes calentita junto al fuego, como hago yo —dijo Meg con un escalofrío.
—Jamás hago caso de consejos. No puedo estarme quieta todo el día y como no soy un gato, no me seduce dormir junto al fuego. A mí me gustan las aventuras y voy a ver si corro una.
Meg fue de nuevo a calentarse los pies y a leer Ivanhoe y Jo empezó a abrir senderos con energía. La nieve no era espesa y con la escoba pronto despejó una senda alrededor del jardín, para que Beth pudiera pasear por ella cuando las muñecas necesitasen tomar el aire.
El jardín separaba la casa de los March de la de los Laurence. Ambas estaban situadas en las afueras de la ciudad, que tenía muchas arboledas y praderas; grandes jardines y tranquilas calles. Una cerca poco elevada limitaba ambas fincas. De un lado, una casa vieja, oscura y de aspecto pobre, ya que la parra no cubría sus muros, como en verano, ni la alegraban las flores del jardín; del otro, una señorial mansión, en la que todo, desde la gran cochera y el bien cuidado paseo que llevaba al invernadero, y las cosas preciosas que por entre las ricas cortinas de las ventanas se vislumbraban, hablaban claramente de lujos y comodidades. Sin embargo, aquella casa parecía solitaria y sin vida; no jugaban niños en el jardín, ni en las ventanas sonreía un rostro maternal. Aparte del anciano señor Laurence y de su nieto, pocas eran las personas que en ella entraban y salían.
La fantasía de Jo le hacía ver aquella casa como una especie de palacio encantado, lleno de esplendor y de delicias que nadie disfrutaba. Durante mucho tiempo había deseado contemplar aquellas ocultas glorias y conocer al muchacho que parecía desear también ser conocido, siempre y cuando diera con la manera de presentarse por primera vez. Desde la noche del baile, Jo sintió mayor interés en trabar amistad con el vecino, y discurrió mil medios para lograrlo, pero no lo veía y empezaba a temer que se hubiese marchado, cuando un día descubrió una cara morena que, desde una ventana del piso alto, miraba tristemente al jardín donde Beth y Amy jugaban a arrojarse bolas de nieve.
«Ese chico tiene nostalgia de compañía y de diversión —se dijo Jo—. Su abuelo le obliga a estar ahí solo y encerrado, cuando lo que necesita es una pandilla de chicos animados con quienes jugar, o alguien que le distraiga y alegre. Me gustaría ir y decírselo».
Esta idea divirtió a Jo, quien gustaba de hacer cosas atrevidas y escandalizaba continuamente a Meg con sus originales ocurrencias. El plan de «ir y decírselo» no cayó en saco roto; aquella tarde de nieve Jo decidió intentarlo. Observó que el señor Laurence salía en su coche y entonces siguió barriendo la nieve hasta llegar a la cerca, donde se detuvo para llevar a cabo un reconocimiento. Todo estaba tranquilo... en las ventanas de abajo estaban echadas las cortinas, ningún criado a la vista... nada humano visible, excepto una cabeza de rizado pelo negro, descansando sobre una mano delgada, allá en la ventana superior.
«Ahí está —pensó Jo—. ¡Pobre chico! Solo y triste en este día melancólico. ¡Es una pena! Voy a tirarle una bola de nieve para que mire, y le diré algunas palabras para animarlo».
Voló un puñado de nieve y la cabeza se volvió, mostrando una cara que perdió al instante su expresión de indiferencia, al iluminarse los grandes ojos y sonreír.
—¿Qué tal está? ¿Se encuentra enfermo? —gritó Jo riendo y saludándole con la escoba.
Laurie abrió la ventana y graznó tan roncamente como un cuervo.
—Estoy mejor, gracias. He contraído un constipado muy fuerte y he tenido que soportar un encierro de una semana.
—Lo siento. ¿Con qué se entretiene?
—Con nada. Esto es más triste que una tumba.
—¿No lee?
—Poco; no me dejan.
—¿No puede leerle alguien?
—No tengo a nadie apropiado. Los chicos arman mucho barullo y como aún tengo la cabeza algo débil...
—Pues alguna chica podría leerle y distraerle. Las chicas son tranquilas y aficionadas a hacer de enfermeras.
—No conozco a ninguna.
—Nos conoce a nosotras... —comenzó Jo, interrumpiéndose y echándose a reír.
—¡Tiene razón! ¿Quiere usted venir? —repuso Laurie.
—Yo no soy nada tranquila, pero iré, si mamá me deja. Voy a preguntárselo. Cierre la ventana como un buen chico y espéreme.
Jo se echó la escoba al hombro y corrió a su casa, preguntándose qué le dirían allí de su idea.
Laurie, excitado ante la perspectiva de tener una visita, corrió a arreglarse, porque, como decía la señora March, era un caballerito, y quería hacer honor a la señorita que se ofrecía a acompañarle, cepillándose la rizosa melena, poniéndose un cuello limpio y tratando de ordenar su habitación, la cual, a pesar de la media docena de criados, no estaba muy presentable que digamos.
Sonó un largo timbrazo, seguido de una voz que preguntaba por «el señorito», y un criado con cara sorprendida subió a anunciar que abajo había una señorita.
—Muy bien, dígale que suba; es la señorita Jo —aclaró Laurie dirigiéndose a la puerta de su salita para salir al encuentro de Jo, que apareció sonriente y sonrosada, con un plato cubierto en una mano y en la otra dos gatitos de Beth.
—He traído mis bártulos —dijo animadamente—. Mamá me encargó que le salude de su parte y dice que celebrará si puedo servirle en algo. Meg quiso que le trajese un poco del blanc-manger que le sale muy sabroso, y Beth pensó que quizá los gatitos le distraigan. Ya sabía yo que se reiría usted de la idea, pero no pude negarme a traerlos, porque ella deseaba colaborar...
Y ocurrió que el divertido préstamo de Beth resultó lo más indicado, porque al reírse de los gatitos, Laurie olvidó su timidez y se hizo al punto de lo más sociable.
—Eso parece demasiado bonito para comerlo —dijo, sonriendo complacido al destapar el plato y ver el blanc-manger, rodeado de una guirnalda de hojas verdes y de las flores encarnadas del geranio favorito de Amy.
—Solo hemos querido expresarle nuestra simpatía. Diga a la criada que se lo sirva a la hora del té; es muy ligero, así que puede usted comerlo y lo tragará sin que le haga daño en la garganta. ¡Qué habitación tan cómoda!
—Lo sería si estuviese ordenada, pero las criadas son holgazanas. Me fastidia verla así.
—Yo lo arreglaré en dos minutos. Lo único que necesita es... pasar bien la escobilla por el hogar... poner derechas estas cosas encima de la chimenea, así... y los libros aquí, y los frascos allí, y el sofá vuelto un poco de espaldas a la luz, y ahuecar estos almohadones. Ya está usted instalado.
Y lo estaba en efecto, porque mientras hablaba y reía Jo había puesto las cosas en su sitio, y dado a la habitación un aspecto completamente distinto del que tenía. Laurie la observó con respetuoso silencio y cuando ella le llamó al sofá, se sentó con un suspiro de satisfacción y dijo agradecido:
—¡Qué amable! Era lo que hacía falta. Ahora siéntese usted en ese butacón y a ver qué puedo hacer para entretenerla.
—No, yo soy quien ha venido a entretenerle a usted. ¿Quiere que le lea?
Jo dirigió una cariñosa mirada a unos libros que había allí.
—Gracias; todo eso lo he leído ya. Si no le importa, preferiría hablar.
—¡Muy bien! Yo, una vez me dan cuerda, estaría hablando el día entero. Beth dice que no sé parar.
—¿Es Beth la que está siempre en casa y suele salir a veces con una cesta? —preguntó Laurie.
—Sí, esa es Beth, mi niña. Una chica monísima.
—La guapa es Meg, y la del pelo rizado, Amy, ¿verdad?
—¿Cómo lo sabe?
Laurie se sonrojó, pero contestó francamente:
—Las oigo llamarse unas a otras, y cuando estoy solo aquí arriba, no puedo dejar de mirar a su jardín y siempre veo lo bien que lo pasan. Perdone, pero le diré que algunas veces olvidan ustedes echar la cortina de la ventana donde están las flores y cuando encienden las lámparas resulta un cuadro encantador verlas a todas sentadas alrededor de la mesa con su madre, y al fondo el fuego de la chimenea. Su madre se sienta siempre frente a la ventana y tiene una cara tan dulce que me encanta mirarla. Yo no tengo madre, ¿sabe usted?
Laurie se puso a atizar el fuego para ocultar un ligero temblor de los labios.
Aquella mirada ansiosa de cariño llegó al corazón de Jo. La sencilla educación que había recibido hacía que no hubiera tonterías en su cabeza y que a los quince años fuese tan inocente y franca como una niña. Laurie estaba enfermo y solo; ella en cambio era rica en afectos familiares y en felicidad. Quería compartir con él esa riqueza.
Había una expresión cariñosa en su mirada y su voz adquirió una dulzura singular cuando dijo:
—Ya no echaremos nunca esa cortina y le permitiremos mirar todo lo que quiera. Yo preferiría, eso sí, que en vez de atisbar desde aquí, fuese usted a vernos. Mamá es extraordinaria, y le haría mucho bien, y Beth cantaría si yo se lo pidiese y Amy bailaría, mientras Meg y yo le haríamos reír enseñándole nuestro divertido atrezo teatral. Lo pasaríamos muy bien. ¿Le dejará su abuelo venir?
—Creo que si su madre se lo pidiera, desde luego. Es muy amable aunque no lo parezca y me deja hacer lo que quiero casi siempre, solo que teme que pueda resultar molesto a los extraños —contestó Laurie, cada vez más animado.
—Nosotras no somos extrañas sino vecinas, y nunca podría usted molestarnos. Deseamos conocerle y yo lo procuro hace tiempo. No hace mucho que vivimos aquí, como usted sabe, pero hemos hecho amistad con todos los vecinos, menos con ustedes.
—El abuelo vive consagrado a sus libros y le tiene sin cuidado lo que ocurre fuera. Mi preceptor, el señor Brooke, no vive aquí, y no tengo a nadie con quien salir, de modo que opto por quedarme en casa y así voy pasando.
—Hace usted mal. Debiera ir allá donde le inviten y así tendría amigos y lo pasaría bien. La timidez se vence frecuentando el trato de las gentes.
Laurie se ruborizó nuevamente, pero no le ofendió que le acusasen de timidez, porque había en Jo tanta buena voluntad que era imposible no tomar sus palabras, aunque excesivamente francas, como nacidas de su buena fe.
—¿Está usted contenta en su colegio? —preguntó el muchacho, cambiando de conversación tras una breve pausa durante la cual miró fijamente al fuego.
—No voy al colegio —contestó ella—. Soy un hombre de negocios... quiero decir, una chica que se gana la vida como señorita de compañía de su tía abuela. Una vieja gruñona, pero muy buena de corazón, la pobrecilla.
Laurie abrió la boca para hacer otra pregunta, pero, recordando que era una falta de cortesía indagar en los asuntos de los demás, volvió a cerrarla. A Jo le gustó que fuese tan bien educado, y no hallando por su parte inconveniente en reír un poco a costa de tía March, le hizo una viva descripción de la fastidiosa señora, de su perro de lanas, del loro que hablaba español y de la biblioteca que hacía sus delicias. Laurie disfrutó con todo aquello, y cuando Jo le dijo que cierto día, un viejecito muy pulcro había ido a cortejar a tía March y que cuando estaba en lo más florido de su discurso, Polly, el loro, le había quitado la peluca con el pico, el muchacho rio con tantas ganas que una de las criadas se asomó a la puerta para ver si le ocurría algo.
—Sus cuentos son muy divertidos. Siga, por favor —dijo Laurie, levantando la cabeza de los almohadones y mostrando una cara sofocada y resplandeciente de alegría.
Halagada, Jo siguió hablando de sus juegos y de sus planes, de sus esperanzas y temores por su padre, y de los acontecimientos más interesantes del pequeño mundo en que las hermanas vivían.
Luego hablaron de libros, y con gran entusiasmo descubrió Jo que a Laurie le gustaban tanto como a ella y que aun había leído más.
—Puesto que tanto le gustan, baje a ver los nuestros —dijo Laurie, levantándose—. No tema, el abuelo ha salido.
—Yo no tengo miedo de nada —contestó Jo.
—Lo creo —exclamó Laurie, mirándola con admiración, si bien para sus adentros se dijo que, como se encontrara con su abuelo en uno de sus días de malhumor, su nueva amiga iba a comprobar que su valentía tenía un límite.
La temperatura de toda la casa era cálida. Laurie fue conduciéndola de habitación en habitación, dejándola examinar cuanto llamaba su atención, y así llegaron al fin a la biblioteca, donde Jo palmoteó y brincó como hacía siempre que algo la entusiasmaba. La estancia estaba atestada de libros y había cuadros y estatuas, y espaciosas vitrinas llenas de monedas y de curiosidades, y butacas mullidas y extrañas mesitas y, lo mejor, una gran chimenea con hogar encuadrado de exquisitos azulejos.
—¡Qué riqueza! —suspiró Jo, dejándose caer en una butaca de terciopelo y mirando alrededor con intensa satisfacción—. Theodore Laurence, debe ser usted el hombre más feliz del mundo —añadió con acento solemne.
—No se vive solo de libros —sentenció Laurie meneando la cabeza.
Antes de que pudiera agregar una palabra más sonó un timbre. Jo dio un brinco y exclamó alarmada:
—¡Cielos! ¿Es su abuelo?
—¿Y qué, si lo fuera? ¿No decía usted que no tenía miedo de nada? —repuso el muchacho con picardía.
—Me parece que a él sí le temo un poco, aunque no sé por qué. Mamá me dijo que podía venir y no me parece que a usted le haya sentado mal la visita —replicó Jo, tratando de mostrarse serena, pero con los ojos clavados en la puerta.
—Me siento mucho mejor, y agradecidísimo. Solo lamento que se haya usted fatigado con tanto hablar. Era tan agradable oírla que no sabía darme por satisfecho —dijo Laurie agradecido.
—El doctor ha venido a visitarle, señorito —interrumpió una criada.
—¿Me perdona que la deje sola un minuto? —inquirió Laurie—. No tengo otro remedio que ir a verle —agregó en son de disculpa.
—No se preocupe. Me encuentro a mis anchas —contestó Jo.
Laurie salió y su visitante se divirtió a su manera. Estaba de pie delante del bello retrato de un señor venerable, cuando oyó abrirse la puerta. Sin volverse, Jo dijo muy decidida:
—Ahora estoy segura de que no me asustaría de él, porque tiene ojos bondadosos, aunque la boca es severa y se ve que es de una voluntad inflexible. No es tan guapo como lo era mi abuelo, pero me gusta.
—Muchas gracias, señorita —dijo una voz áspera a su espalda.
Al volverse anonadada, Jo se halló ante el señor Laurence.
La pobre se ruborizó intensamente, y el corazón empezó a latirle con violencia, mientras pensaba en lo que acababa de decir. Por un momento sintió un ardiente deseo de echar a correr, pero eso hubiera sido una cobardía de la que se habrían reído las chicas, y resolvió quedarse y capear el temporal como pudiera. Una segunda mirada le mostró que los ojos vivos del retratado tenían, bajo las espesas cejas grises, la misma o mayor expresión de bondad que el lienzo y había en ellos un vislumbre de picardía, que disminuyó el temor de Jo. La áspera voz sonó más áspera al preguntar bruscamente el anciano, después de aquella pausa:
—De modo que no me teme usted, ¿eh?
—No mucho, señor.
—Y no me encuentra tan guapo como su abuelo...
—No del todo, señor.
—Y tengo una inflexible voluntad, ¿verdad?
—Solo dije que me lo parecía.
—Pero, a pesar de todo, ¿le gusto a usted?
—Sí, señor.
Esta respuesta agradó al anciano, que lanzó una risa corta, dio la mano a Jo y, poniéndole un dedo debajo de la barbilla, le hizo levantar la cara, la examinó gravemente y luego dijo:
—Tiene usted el espíritu de su abuelo, ya que no su cara. Era lo que se dice un buen mozo, además de un valiente y un hombre de honor. Me enorgullezco de haber sido su amigo.
—Gracias, señor.
Y Jo, después de esto, se encontró perfectamente a sus anchas con el señor Laurence.
—¿Qué ha estado haciendo con ese chico mío? —fue la siguiente pregunta.
—Pues tratando de distraerle un poco.
Jo le contó el motivo de su visita.
—¿Cree usted que necesita un poco de alegría?
—Sí, señor; parece bastante solitario, y la compañía de otro chico de su edad quizá le haría bien. Nosotras somos chicas pero con gusto le ayudaríamos, porque no olvidamos el espléndido regalo de Navidad que usted nos envió —dijo Jo.
—Bah, bah; eso fue cosa del chico. ¿Cómo está la pobre mujer?
—Mucho mejor —contestó Jo, y se puso hablar muy deprisa, contándole cosas de los Hummel, en favor de los cuales su madre había interesado a amigos más ricos que ellas.
—La misma manera de hacer el bien que tenía su padre. Un día que haga buen tiempo iré a ver a su madre, dígaselo. Suena la campana del té. Lo tomamos temprano a causa del chico. Venga usted al comedor y continúe su visita de vecindad.
—Si no le molesta que le acompañe...
—No la invitaría si me molestase.
El señor Laurence ofreció el brazo a Jo con cortesía anticuada.
«¿Qué diría Meg si viera esto?», pensó Jo, mientras era conducida escaleras abajo, y en sus labios se dibujaba la risa al imaginarse la escena cuando contara lo ocurrido.
—¡Eh! ¿Qué diantre te ocurre, chico? —preguntó el anciano al ver a Laurie bajar corriendo la escalera y detenerse con una exclamación de sorpresa ante el asombroso espectáculo que ofrecía Jo del brazo de su severo abuelo.
—No sabía que estaba usted aquí —contestó él, mientras Jo le dirigía una mirada de triunfo.
—Es evidente, a juzgar por el estrépito que armas por las escaleras. Ven a tomar el té y a ver si te portas como un caballero —dijo el anciano, prosiguiendo su camino tras darle un cariñoso tirón de oreja.
Laurie los siguió, haciendo a sus espaldas una serie de cómicas evoluciones que casi produjeron un estallido de risa en Jo.
El anciano caballero apenas habló mientras bebía sus cuatro tazas de té, pero observaba a los jóvenes, que pronto se pusieron a charlar como viejos amigos, y no le pasó inadvertido el cambio operado en su nieto. Había color, luz y vida en sus facciones, viveza en sus movimientos y verdadera alegría en su risa.
«Ella tiene razón; el chico está muy solo. Veré lo que estas muchachas pueden hacer por él», pensó el señor Laurence, mientras miraba y escuchaba.
Si los Laurence hubieran sido envarados y presuntuosos, Jo no se hubiese entendido con ellos, porque esa clase de personas la hacía sentirse tímida y torpe; pero hallándolos francos y llanos, se mostró tal cual era, y causó buena impresión.
Terminado el té, anunció que debía marcharse, pero Laurie quiso enseñarle algo que le faltaba ver, y la llevó al invernadero, que había sido iluminado en su honor.
A Jo le resultó fantástico y paseó extasiada por los enarenados senderos, gozando de la belleza de las flores que cubrían las paredes, de la atmósfera tibia y admirando las maravillosas parras y los hermosos árboles cuyo follaje pendía sobre su cabeza. Entretanto Laurie cortó bellas flores, hizo con ellas un ramo y dijo, con esa expresión de contento que Jo gustaba de ver en él:
—Por favor, entregue esto a su madre y dígale que me gusta mucho la medicina que me ha enviado.
Encontraron al señor Laurence de pie junto al fuego de la chimenea de la gran sala, pero la atención de Jo quedó absorta por el magnífico piano que allí había.
—¿Toca usted? —preguntó, volviéndose hacia Laurie con respetuosa expresión.
—Algunas veces —repuso el chico con modestia.
—Pues toque algo ahora, por favor. Quiero oírlo para contárselo luego a Beth.
—Usted primero.
—Yo no sé. Soy demasiado torpe para aprender, pero me encanta la música.
Laurie tocó una pieza y Jo le escuchó con la nariz hundida en los heliotropos y las rosas de té del ramo para su madre. Creció su respeto hacia Laurie porque este era un buen ejecutante y no se envanecía de ello. Hubiera querido que Beth lo oyese, pero se limitó a alabar al muchacho hasta que este se azaró y su abuelo tuvo que acudir en su ayuda.
—Basta, basta, señorita. No le convienen demasiados terrones de azúcar. Como pianista, no está del todo mal, pero lo que hace falta es que haga otro tanto en cosas más importantes. ¿Se marcha usted? Le agradecemos su visita, que espero se repita. Mis respetos a su señora madre. Buenas noches, doctora Jo.
Aunque le dio la mano afectuosamente, parecía que algo le disgustaba. Cuando estuvieron en el zaguán, Jo preguntó a Laurie si había dicho alguna cosa inconveniente.
Laurie meneó la cabeza.
—No; fui yo. No le gusta oírme tocar el piano.
—¿Por qué?
—Ya se lo contaré otro día. John la acompañará hasta su casa ya que yo no puedo hacerlo.
—No es necesario; solo estamos a dos pasos. Cuídese.
—Sí; pero confío en que volverá usted por aquí.
—Si usted promete visitarnos cuando esté bien, sí.
—Así lo haré.
—Buenas noches, Laurie.
—Buenas noches, Jo. Y gracias.
Cuando Jo refirió las aventuras de la tarde, la familia March sintió ganas de visitar en comunidad la casa de los Laurence, pues todas hallaban allí algo atrayente. La señora March deseaba hablar de su padre con el amigo que no le había olvidado; Meg quería pasearse por el invernadero; Beth suspiraba por el piano; y Amy por ver los cuadros y las estatuas.
—¿Por qué le desagradará al señor Laurence que su nieto toque el piano, mamá?
—No estoy segura, pero quizá porque su hijo, el padre de Laurie, se casó con una señorita italiana que era pianista, y ese matrimonio disgustó al señor Laurence, que es muy orgulloso. La señora era buena y muy guapa, pero a él no le gustó y no volvió a ver a su hijo después de la boda. Ambos murieron cuando Laurie era muy pequeño, y entonces su abuelo lo recogió. Me parece que el chico, nacido en Italia, no es muy fuerte y el viejo teme perderle; por eso le cuida tanto. Laurie ha heredado de su madre la afición a la música, y supongo que su abuelo temerá que quiera seguir esa carrera. Por lo menos, su disposición para el piano debe recordarle a la mujer que le separó de su hijo, y por eso le molesta.
—¡Qué tontería! —saltó Jo—. Que le deje ser músico, si tal es su vocación, y no le amargue la vida mandándole al colegio, cuando lo detesta.
—Por eso, sin duda, tiene esos hermosos ojos negros y esas amables maneras. Los italianos son siempre amables —dijo Meg, que era un poco sentimental.
—Le vi en el baile, y lo que de él nos han contado demuestra que sabe comportarse. Es muy bueno y amable; y lo que dijo acerca de la medicina que mamá le envió está muy bien dicho y demuestra buenas maneras.
—Se refería al blanc-manger, seguramente.
—¡Qué ingenua eres, hija! Se refería a ti.
—¿De veras?
Jo abrió los ojos como si esa idea le sorprendiera completamente.
—Nunca he visto a nadie como tú. No sabes conocer una galantería cuando te la dicen —dijo Meg, con aire de quien sabe cuanto hay que saber sobre esa materia.
—Encuentro las galanterías muy tontas y te agradeceré que no seas pesada. Laurie es un chico muy simpático, y me gusta, pero no quiero tener nada que ver con sentimentalismos de cumplidos y demás estupideces. Todas seremos buenas amigas suyas, porque no tiene madre. Puede venir a vernos, ¿verdad, mamá?
—Sí, Jo, tu amiguito será bien recibido, y espero que Meg no olvide que los niños deben ser niños el mayor tiempo posible.
—Ya no me considero una niña, y aún no he cumplido los trece años —observó Amy—. ¿Qué dices, Beth?
—Estaba pensando en nuestros progresos como peregrinos —contestó Beth, que no había oído una palabra—. Cómo al resolver ser buenas salimos del lodazal y subimos la escarpada colina al tratar de poner en práctica nuestra resolución. Tal vez esa casa de al lado, llena de espléndidas cosas, sea el Hermoso Palacio de nuestra Ciudad Celestial.
—Antes tenemos que pasar entre los leones —le recordó Jo, como si en cierto modo le agradase la perspectiva.