Читать книгу Mujercitas - Aquellas mujercitas - Луиза Мэй Олкотт - Страница 7
CAPÍTULO III EL VECINO
ОглавлениеJo, ¿dónde estás? —gritó Meg, al pie de la escalera que conducía a la buhardilla.
—Aquí —contestó desde arriba una voz ahogada.
Al subir, Meg encontró a su hermana comiendo manzanas y lagrimeando sobre el libro que estaba leyendo, cómodamente sentada en un viejo sofá de tres patas, junto a la ventana llena de sol.
Ese era el refugio favorito de Jo, donde le gustaba retirarse con media docena de manzanas o peras y un bonito libro para gozar de la tranquilidad del lugar y de la compañía de un ratón amigo suyo, que vivía allí cerca y al que no le importaba que ella le visitara.
En cuanto apareció Meg, el ratoncillo se metió en su agujero.
—¡Mira qué noticia te traigo! —dijo Meg a su hermana, que había secado rápidamente las lágrimas que humedecían sus mejillas—. Acaba de llegar esta tarjeta de la señorita Gardiner, invitándonos a una fiesta que da mañana por la noche. Escucha lo que dice: «Amalia Gardiner vería con mucho gusto en su baile del día de Año Nuevo a las señoritas Margaret y Josephine March» —leyó Meg con infantil alegría—. Mamá nos deja ir, pero ¿qué nos pondremos?
—¡Vaya una pregunta! Sabes tan bien como yo que nos pondremos los vestidos de popelina, porque no tenemos otros —contestó Jo sin dejar de masticar un trozo de manzana.
—¡Cómo me gustaría tener uno de seda! —suspiró Meg—. Mamá dice que quizá me haga uno cuando cumpla los dieciocho, pero aún faltan dos años, y se me hacen eternos.
—La popelina parece seda y esos vestidos son muy bonitos. El tuyo está completamente nuevo; el mío, en cambio, tiene una quemadura y una mancha. No sé cómo me las arreglaré, porque la quemadura se ve mucho y no hay modo de conseguir disimularla.
—Tendrás que estar lo más quieta posible y procurar que no se te vea la espalda. Por delante está muy bien. Yo me compraré una cinta nueva para el pelo, mamá me prestará su alfilerito de perlas, mis zapatos nuevos están preciosos y los guantes, aunque no tan bien como quisiera, pueden pasar.
—Los míos los estropeé con una limonada, pero como no puedo comprarme otros iré sin ellos —dijo Jo, que nunca se preocupaba por su indumentaria.
—Eso sí que no —declaró Meg—, o llevas guantes o yo no voy. Los guantes son lo más importante, además de que sin ellos no podrías bailar y eso me dolería mucho.
—Pues a mí me tiene sin cuidado bailar o no bailar. No es divertido ir dando vueltas por la sala.
—A mamá no puedes pedirle que te compre unos nuevos, porque son carísimos y tú eres muy descuidada —prosiguió Meg—. Cuando estropeaste los otros te dijo que no tendrías más guantes este invierno. ¿No podrías llevarlos, aunque estén manchados?
—Puedo llevarlos en la mano y no ponérmelos, es lo único que se me ocurre. Pero no... mira lo que vamos a hacer: cada una lleva un guante puesto y otro en la mano, ¿de acuerdo?
—Pero tú tienes la mano más grande que yo, y me ensancharás el guante —se lamentó Meg, que tenía gran cariño a sus guantes.
—Entonces iré sin guantes. Me tiene sin cuidado lo que diga la gente —contestó Jo, volviendo a coger su libro.
—Está bien, te daré mi guante —cedió Meg—, pero no me lo manches y ten cuidado de comportarte bien; no cruces las manos tras la falda, no te quedes mirando a nadie y no digas, como acostumbras, «¡Cristóbal Colón!». ¿Me oyes?
—No te preocupes por mí. Me portaré con refinamiento y no meteré la pata si puedo evitarlo. Ahora ve a contestar a la invitación y déjame terminar esta interesante novela.
Meg se marchó a contestar la invitación, «aceptando agradecida», y después se ocupó de examinar su traje, cantando alegremente cuando lo adornó con un cuellecito de encaje legítimo. Mientras, Jo acababa la novela y las manzanas y pasaba un rato con su amigo el ratón.
La tarde del día de Año Nuevo la sala estaba desierta, porque las dos hermanas menores actuaban de doncellas y las dos mayores estaban absortas en la tarea de arreglarse para el baile. Aunque el tocado era sencillo, hubo mucho que bajar y subir, y carreras de aquí para allá y risas y charlas.
De pronto se llenó la casa de un fuerte olor a pelo quemado. Meg quería llevar unos rizos sobre la frente encuadrándole el rostro, y Jo se ofreció a moldeárselo con unas tenacillas calientes y envueltos con papeles.
—¿Es natural que echen tanto humo? —preguntó Beth, que estaba sentada en el borde de una cama.
—Claro. Ese humo es la humedad que se seca —dijo Jo, dejando las tenacillas.
Quitó los papelillos, pero los bucles no aparecieron por ninguna parte, por la sencilla razón de que el pelo salió con el papel, y la horrorizada peinadora puso sobre la mesa, delante de su víctima, una hilera de paquetitos quemados.
—¿Pero qué has hecho? —gritó Meg, mirando desesperada el flequillo desigual que le caía sobre la frente—. ¡Me has estropeado el pelo...! Ya no puedo ir al baile. Mi pelo, ¡ay! Mi pelo...
—Mi mala pata de siempre —gruñó Jo, contemplando con lágrimas el pelo achicharrado—. Si no me hubieras pedido que te peinase... Ya sabes que siempre lo echo todo a perder. Las tenacillas estaban demasiado calientes y, claro, he causado un desastre. No sabes cuánto lo siento.
—Eso puede arreglarse, Meg —dijo Amy, consolando a su hermana—. Rízate el flequillo, ponte la cinta de manera que las puntas te caigan un poco sobre la frente, y estarás peinada a la última moda. He visto varias chicas así.
—Me está bien empleado, por presumida —exclamó Meg—. No tenía más que dejarme el pelo tal como lo tengo...
—Tienes razón. Con lo sedoso y suave que es... Pero pronto te volverá a crecer —dijo Beth, acudiendo a besar y consolar a la oveja esquilada.
Después de algunos percances menos graves, quedó al fin Meg arreglada. Luego, con ayuda de toda la familia, Jo se peinó y vistió, quedando las dos hermanas muy bien con sus sencillos trajes, gris plata el de Meg, con cinturón de terciopelo azul, vuelos de encaje y su broche de perlas, marrón el de Jo, con cuello blanco tieso de hilo, y por todo adorno dos crisantemos blancos. Cada una se puso un guante bueno, y llevó en la mano uno de los manchados, resultando, según dijeron todas, una cosa muy natural y hasta de buen gusto. A Meg, aunque no quería confesarlo, le hacían daño los zapatos de tacón alto que llevaba, y Jo estaba molestísima con las horquillas que le habían puesto para sujetarle el moño, pues le parecía que se le clavaban en la cabeza; pero ¿qué remedio? Era preciso ser elegante o morir.
—Que lo paséis muy bien, hijitas —dijo la señora March al despedirlas—. No cenéis demasiado y regresad a las once; enviaré a Hannah a buscaros.
Al cerrarse la puerta detrás de las muchachas, una voz gritó desde una ventana:
—Niñas, niñas, ¿lleváis los dos pañuelos bonitos?
—Sí, y Meg se ha puesto colonia —contestó Jo, riendo, y añadió, mientras seguían su camino—: Creo que mamá nos preguntaría lo mismo si nos viera salir huyendo de un terremoto.
—Sí, es uno de sus gustos aristocráticos y tiene razón, porque a una verdadera señora se la conoce por el calzado, los guantes y el pañuelo —dijo Meg, que compartía varios de esos gustillos de sabor aristocrático—. Bueno, no te olvides de disimular la mancha de la espalda, Jo. ¿Tengo bien el lazo? ¿No está mal el peinado? —preguntó Meg después de haberse contemplado largo rato en el espejo en el tocador de la señora Gardiner.
—Descuida, no se me olvidará. Si me ves haciendo algo incorrecto, llámame la atención con un guiño, ¿eh? —contestó Jo, dándose un tirón del cuello y arreglándose rápidamente el pelo.
—No, un guiño no, es impropio de señoritas; alzaré las cejas si haces algo que no debes, y si lo haces bien inclinaré ligeramente la cabeza. Ponte derecha, anda con pasos cortos y no des la mano cuando seas presentada a alguien: no se acostumbra.
—Pero ¿cómo sabes tú lo que se estila y lo que no? Yo no recuerdo esas cosas. Qué música tan viva se oye, ¿verdad?
Se dirigieron a la casa, un poco intimidadas, porque raras veces asistían a reuniones, y aunque esta era de confianza, para ellas resultaba un acontecimiento. La señora Gardiner, una majestuosa dama, las saludó amablemente y las encomendó a la mayor de sus seis hijas.
Meg conocía a Sallie Gardiner y pronto se sintió con ella a sus anchas, pero Jo, a quien nada importaban las chicas ni lo que estas hablaban, permaneció apartada con la espalda cuidadosamente apoyada contra la pared y sintiéndose tan fuera de lugar como un potrillo en un jardín lleno de flores. Había media docena de alegres muchachos hablando de patines y Jo hubiera querido acercarse a ellos, porque patinar era uno de sus mayores placeres, pero cuando comunicó su deseo a Meg, las cejas de esta se elevaron de modo tan alarmante que no osó moverse. Nadie se acercó a conversar con ella, y se quedó sola. Como para no exhibir la quemadura del vestido no podía ir de un lado a otro y entretenerse, no le quedó otro remedio que mirar a la gente, hasta que comenzó el baile.
A Meg la sacaron en seguida, y sus estrechos zapatitos se pusieron a danzar con tal agilidad que nadie hubiera adivinado el tormento que Meg soportaba sonriente.
De pronto, Jo vio a un muchacho pelirrojo dirigirse hacia su rincón, y, temiendo que fuera a invitarla a bailar, se escabulló detrás de una cortina, con intención de ver desde allí el baile y divertirse en paz; pero, desgraciadamente, otra persona, tímida como ella, había elegido también aquel refugio, y al caer la cortina Jo se encontró cara a cara con el nieto del señor Laurence.
—¡Oh! Pensé que aquí no había nadie —balbució Jo, disponiéndose a abandonar el escondite tan deprisa como había entrado.
Pero el muchacho se echó a reír y dijo amablemente:
—No importa; quédese si quiere.
—¿No le molesto?
—Ni pizca. Estoy aquí porque no conozco apenas a nadie, y me encontraba un poco fuera de lugar en la sala.
—Lo mismo me sucede a mí. No se marche... a menos que lo prefiera.
El muchacho volvió a sentarse y miró el suelo sin decir palabra, hasta que Jo, procurando mostrarse fina y para disipar el embarazo reinante, dijo:
—Creo que ya he tenido el gusto de verle antes. Vive usted en la casa contigua a la nuestra, ¿verdad?
—Así es —contestó el muchacho echándose a reír, porque la afectación con que hablaba Jo le resultaba divertida, recordando lo que los dos habían charlado el día que él fue a devolverle el gato.
Jo también se echó a reír.
—¡Qué bien lo pasamos la otra noche con el regalo de Navidad que nos enviaron de su casa! —dijo con su más cordial acento.
—Fue el abuelo quien lo envió.
—Pero usted le dio la idea, ¿no es cierto?
—¿Cómo está su gato, señorita March? —preguntó el muchacho aparentando seriedad, mientras sus negros ojos brillaban divertidos.
—Perfectamente, señor Laurence; pero he de advertirle que no soy la señorita March, sino Jo, a secas.
—Ni yo el señor Laurence, sino Laurie.
—¿Laurie Laurence? ¡Qué nombre más raro!
—Mi primer nombre es Theodore, pero no me gustaba porque los chicos me llamaban Dore. Fue entonces cuando hice que me llamaran Laurie.
—Yo también detesto mi nombre. ¡Es tan sentimental! Quisiera que todo el mundo me llamase Jo, en vez de Josephine. ¿Cómo logró usted que los chicos dejasen de llamarle Dore?
—A puñetazos.
—Lo malo es que yo no puedo pegar a mi tía; así que tendré que aguantarme —dijo Jo con resignación.
—¿No le gusta bailar, Jo?
—Sí, me gusta bastante, cuando hay sitio y todo el mundo está muy animado, pero en una sala como esta, no. Estoy segura de que tiraría algo, o pisaría a alguien, o haría cualquier desaguisado; así que prefiero quedarme aparte y dejar circular a Meg. ¿Usted no baila?
—Algunas veces. Como he estado en el extranjero muchos años y casi no he frecuentado la sociedad, no estoy muy al tanto de cómo se hacen esas cosas aquí.
—¡En el extranjero! —exclamó Jo—. ¡Oh, cuénteme, cuénteme! Me encanta oír hablar de viajes.
Laurie no parecía saber por dónde empezar, pero las apremiantes preguntas de Jo acabaron por soltarle la lengua y le contó que había asistido a un colegio en Devey, donde los chicos no llevaban sombrero, y tenían una flota de botes en el lago, y los días de fiesta iban con sus profesores de excursión a Suiza.
—¡Ojalá hubiera estado yo allí! —exclamó Jo—. ¿Fueron ustedes a París?
—Pasamos allí el invierno anterior.
—¿Entonces habla usted francés?
—No nos permitían hablar otro idioma en Devey.
—Dígame algo. Yo lo leo, pero no sé pronunciarlo.
—Quel nom a cette mademoiselle en les pantoufles jolies? —dijo Laurence complaciente.
—¡Qué bien pronuncia usted! Veamos... ha dicho: «¿Quién es esa señorita de los zapatos bonitos?». ¿Verdad?
—Oui, mademoiselle.
—Es mi hermana Margaret, y usted lo sabía. ¿La encuentra guapa?
—Sí; me recuerda a las chicas alemanas. Es tan blanca y sonrosada, y tan tranquila... Además, baila muy bien.
Jo resplandeció ante aquellos elogios vertidos sobre su hermana, y los retuvo en su memoria para contárselo después.
Siguieron allí los dos, observando, criticando y charlando, hasta que llegaron a sentirse como viejos amigos. Pronto Laurie perdió su timidez, porque la manera de ser de Jo le divertía y daba confianza, y además ella se encontraba tranquila al poder olvidarse del traje y de todas las preocupaciones que le imponían las cejas de Meg. Laurie le resultó muy simpático, y se fijó en él atentamente para poder describirlo a las chicas. Como no tenían hermanos, y muy pocos primos, los chicos eran criaturas casi desconocidas para ellas.
«Cabello negro rizado; moreno, de grandes ojos negros y bonita nariz; buena dentadura; manos y pies pequeños; más alto que yo; muy fino, para ser chico, y muy divertido. ¿Cuántos años tendrá?»
Estuvo a punto de preguntárselo abiertamente, pero se contuvo a tiempo y con tacto inusual en ella trató de averiguarlo mediante rodeos.
—Supongo que irá usted pronto a la universidad, ¿verdad? Ya lo veo cargando con los libros... quiero decir, estudiando con aplicación.
Jo se sonrojó por aquel «cargando» que se le había escapado.
Laurie sonrió.
—No iré hasta dentro de un año o dos. Cuando cumpla los dieciséis —dijo.
—¿Tiene usted quince? —preguntó Jo mirando al muchacho, cuya estatura le había hecho suponer que tenía diecisiete años.
—Cumpliré los dieciséis el mes que viene.
—¡Cómo me gustaría ir a la universidad! A usted no parece entusiasmarle mucho.
—La detesto. Allí no se hace más que fastidiar a los jóvenes y no me gusta la vida de los colegiales en este país.
—Pues, ¿qué le gustaría?
—Vivir en Italia y divertirme a mi modo.
Jo hubiera querido preguntarle qué modo era ese, pero Meg alzó las cejas con cierta expresión amenazadora, y optó por cambiar de conversación.
—¡Qué bonita polca están tocando! —dijo marcando el compás con el pie—. ¿Por qué no va a bailarla?
—Si usted me acompaña... —contestó él con una galante inclinación.
—No puedo. He prometido a Meg que no bailaría porque...
Jo se interrumpió, indecisa entre hablar o reír.
—Y bien, ¿por qué? —preguntó Laurie.
—¿Me promete no decirlo a nadie?
—Prometido.
—Bueno, es que tengo la mala costumbre de acercarme mucho al fuego y suelo quemarme los vestidos, y este está quemado, y, aunque he procurado arreglarlo, la quemadura se ve y Meg me dijo que estuviera quieta y no bailara. Ríase si quiere, es algo cómico, lo sé.
Pero Laurie no rio. Bajó los ojos y su expresión dejó algo aturdida a Jo, cuando le oyó decir con amabilidad:
—No se preocupe por eso. Hay un zaguán muy grande ahí fuera y allí podemos bailar a nuestras anchas sin que nos vea nadie. ¿Me acompaña?
Jo le dio las gracias y aceptó gustosa la invitación, deseando únicamente, cuando vio los bonitos guantes gris perla que se ponía su compañero de baile, haber tenido ella unos similares.
El zaguán estaba, en efecto, vacío, y bailaron la polca admirablemente, divirtiendo mucho a Jo que Laurie, que era buen bailarín, le enseñase la polca alemana, que era muy movida.
Cuando cesó la música, Jo y Laurie se sentaron en la escalera para tomar aliento. El muchacho estaba en plena descripción de una fiesta estudiantil en Heidelberg cuando apareció Meg buscando a su hermana.
A una seña suya, Jo la siguió. Meg se sentó en un sofá, sujetándose un pie con ambas manos y muy pálida.
—Me he torcido un tobillo. Este estúpido tacón alto ha cedido y claro... ¡Ay, me duele! Casi no puedo tenerme en pie y no sé cómo me las arreglaré para volver a casa —dijo meciendo el cuerpo como si ello le aliviase el dolor.
—Ya sabía yo que te harías daño con esos absurdos zapatos. Lo siento, pero no veo que podemos hacer sino llamar un coche o quedarte tú aquí toda la noche —dijo Jo, mientras daba suaves masajes al pie dolorido de su hermana.
—No podemos llamar un coche; costaría un dineral, aparte que no podrían proporcionármelo, ya que aquí casi todo el mundo ha venido en el suyo y las cocheras están muy lejos y no tenemos a quién mandar.
—Iré yo.
—De ningún modo. Son más de las nueve y la noche está oscura como boca de lobo. En la casa no puedo quedarme, porque Sally tiene varias amigas invitadas y no hay sitio. Descansaré hasta que venga Hannah, y entonces intentaré caminar.
—Se lo diré a Laurie y él irá a buscarnos un coche —dijo Jo, encantada de la idea que acababa de ocurrírsele.
—¡No, por Dios! No digas ni pidas nada a nadie. Trae mis chanclos y pon estos zapatos con nuestros abrigos. Ya no podré bailar más, pero tú, en cuanto acabe la cena, aguarda hasta que llegue Hannah y ven a avisarme.
—Ahora van todos a cenar, pero yo me quedo aquí contigo. Te aseguro que lo prefiero.
—No, querida, márchate. Luego tráeme una taza de café. Estoy tan cansada que no puedo moverme.
Dicho esto, Meg se tendió en el sofá, con los chanclos bien tapados. Jo se encaminó hacia el comedor, con el que dio después de haberse metido en un gabinete chino y de haber abierto la puerta de un cuarto donde el anciano señor Gardiner estaba tomando un refrigerio. Ya en el comedor, Jo se precipitó a la mesa y cogió una taza de café, que con las prisas se vertió encima, dejando tan estropeada la parte delantera del traje como ya lo estaba la de atrás.
—Pero ¡qué torpe y aturdida estoy! —exclamó mientras dejaba perdido el guante de Meg, al frotarse con él la mancha de café.
—¿Puedo ayudarla? —dijo uña voz de acento amistoso, y apareció Laurie con una taza de café en una mano y un plato de helado en la otra.
—Iba a llevarle algo a Meg, que está muy cansada, pero alguien me dio un empujón dejándome en este lamentable estado —contestó Jo, echando una desoladora mirada a su falda llena de manchas y al guante de color café.
—Lo siento. Yo precisamente buscaba a alguien a quien dar lo que aquí llevo, así que puedo llevárselo a su hermana.
—¡Oh, muchas gracias! Le diré dónde está. No me ofrezco a llevárselo yo misma porque seguramente haría otro desaguisado, como me pasa siempre.
Jo le enseñó el camino, y Laurie, como alguien habituado a atender a las señoras, acercó una mesa, trajo una segunda taza de café y otro helado para Jo y se mostró tan servicial que hasta Meg, que era muy exigente, hubo de calificarle de «muchacho muy simpático». Tan agradable pasaron el rato los tres charlando y jugando luego a los «despropósitos» con dos o tres muchachos que se agregaron, que la llegada de Hannah les sorprendió, y Meg intentó levantarse tan deprisa, olvidándose de su pie, que tuvo que agarrarse a Jo, con una exclamación de dolor.
—¡Calla! No digas nada —murmuró, añadiendo en voz alta—: Me torcí el pie; eso es todo.
A duras penas y cojeando subió la escalera, para ir a ponerse el abrigo, pero no podía andar.
Hannah las recriminó, Meg se echó a llorar y Jo no sabía qué hacer, hasta que decidió tomar las riendas del asunto y fue en busca de un criado al que preguntó si podía traerles un coche. Resultó que el criado era un interino que no conocía los alrededores, y ya Jo miraba en torno suyo desalentada, cuando de nuevo se presentó Laurie, que la había oído, y le ofreció el coche de su abuelo, que, según dijo, acababa de venir a buscarle.
—Pero si es muy temprano. Usted no pensará marcharse todavía —dijo Jo, encantada del ofrecimiento pero vacilando en aceptarlo.
—Siempre regreso temprano a casa... sí, de veras. Por favor, déjeme que las lleve. Me coge de camino, ya lo sabe, y está lloviendo.
Esto decidió la cuestión. Jo le contó el percance de Meg y aceptó agradecida el ofrecimiento, corriendo acto seguido en busca de su hermana y de Hannah. Esta, que detestaba el agua, no puso objeciones, y las tres subieron al lujoso coche cerrado, en el que se sintieron muy elegantes y de excelente humor. Laurie iba en el pescante y así Meg pudo llevar el pie en alto y las dos hermanas hablaron de la fiesta con entera libertad.
—Yo me he divertido muchísimo, ¿y tú? —preguntó Jo, recogiéndose el pelo y poniéndose cómoda.
—También, hasta que me ocurrió lo del pie. Annie Moffat, una amiga de Sally, se encariñó conmigo y me ha invitado a ir a pasar una semana en su casa, cuando venga Sally, para la primavera, en la temporada de ópera. Figúrate lo divertido que será, si mamá me deja ir —contestó Meg, gozosa ante la perspectiva.
—Te vi hablando con el muchacho pelirrojo de quien salí huyendo. ¿Era simpático?
—Mucho. Tiene el pelo castaño, no rojo, y se mostró muy amable conmigo. Bailamos una deliciosa redova.
—Por cierto que parecía un saltamontes, cuando te enseñaba el nuevo baile. Laurie y yo no pudimos contener la risa. ¿Nos oíste?
—No; pero eso demuestra mala educación. ¿Y qué hacíais allí todo el rato escondidos?
Jo se lo contó, y al terminar habían llegado ya a casa. Con expresiones de agradecimiento dieron las buenas noches a Laurie y entraron de puntillas, esperando no despertar a nadie, pero en el momento en que crujió un poco la puerta de su cuarto, surgieron dos gorritos de noche, y dos voces soñolientas pero ansiosas dijeron:
—Contadnos el baile; contadnos el baile.
Jo había cometido, en opinión de Meg, la gravísima incorrección de escamotear algunos bombones para llevárselos a las pequeñas, que pronto volvieron a dormirse después de oír los acontecimientos más emocionantes de la noche.
—Esto de volver a casa en un coche de lujo y estar aquí sentada con mi bata mientras una doncella me atiende, me hace sentir una señorita rica —dijo Meg, mientras Jo le restregaba el pie con árnica y le cepillaba el pelo.
—No creo que las señoritas ricas disfruten más que nosotras, a pesar de nuestros ricitos quemados, de nuestros trajes viejos, guantes de tapadillo y zapatos estrechos que nos hacen pasar las de Caín, cuando cometemos la tontería de ponérnoslos.
Creo que Jo tenía razón.