Читать книгу Mujercitas - Aquellas mujercitas - Луиза Мэй Олкотт - Страница 8
CAPÍTULO IV CARGAS
Оглавление¡Ay! ¡Qué difícil es volver a echarnos las cargas a la espalda y seguir adelante! —suspiró Meg, la mañana siguiente al baile.
Habían terminado las vacaciones y aquella última semana llena de diversiones no la habían preparado para reanudar un trabajo que siempre le desagradaba.
—Qué divertido sería si todo el año fuese Navidad, ¿no te parece? —contestó Jo, bostezando con desaliento.
—No nos divertiríamos ni la mitad que ahora, pero es tan agradable tener cenas especiales y ramos de flores, e ir a fiestas y volver a casa en coche y leer y descansar y no hacer nada. Eso es lo que hacen algunas personas, y siempre envidio a las muchachas que viven así. Soy tan aficionada al lujo... —dijo Meg, procurando decidir cuál de los dos vestidos viejos que tenía delante estaba menos deslucido.
—Mira, como nosotras no podemos hacer eso, no nos lamentemos más y sigamos adelante alegremente con nuestras cargas, como lo hace mamá. Tía March es para mí un verdadero fardo, pero supongo que cuando haya aprendido a soportarlo sin quejarme, me resultará tan ligero que ya no me importará en absoluto.
Esta idea cosquilleó la fantasía de Jo y la puso de buen humor, pero Meg no compartió su alegría porque su carga, consistente en cuatro niños mimados, le parecía más pesada que nunca. No tuvo ánimo ni para componerse como de costumbre, peinándose de modo favorecedor y atándose al cuello la cinta azul.
—¿Por qué preocuparme por estar bonita, cuando solo me ven esos cuatro críos rabiosos, y a nadie le importa que yo sea guapa o fea? —murmuró cerrando de golpe su cajón—. Tendré que luchar y trabajar todos los días de mi vida, con solo algunos ratos de diversión de vez en cuando, y así me haré vieja y además gruñona y fea. Todo porque soy pobre y no puedo disfrutar como otras de la vida. Es injusto.
Meg bajó al comedor con aire ofendido y durante el desayuno no se mostró muy agradable.
Aquella mañana todo el mundo parecía disgustado y de mal humor. Beth tenía jaqueca y estaba echada en el sofá, tratando de consolarse con la gata y los tres gatitos, Amy estaba nerviosa porque no se sabía las lecciones, y no podía encontrar sus chanclos, Jo se empeñó en silbar y en hacer ruido al arreglarse. La señora March estaba atareada en terminar una carta que tenía que enviar en seguida. Y Hannah gruñía por todo, de resultas de haber trasnochado, cosa que le sentaba muy mal.
—Somos una familia de lo más malhumorada —dijo Jo, perdiendo la paciencia al volcar un tintero, después de romper los cordones de las botas y sentarse encima de su sombrero.
—Y tú eres la peor de todas —repuso Amy, borrando la suma equivocada que acababa de hacer con las lágrimas que caían sobre su pizarra.
—¡Mira, Beth, si no dejas esos insufribles gatos en el sótano, haré que los ahoguen! —exclamó Meg, furiosa, tratando de librarse de uno de los gatitos, que le había trepado por la espalda y estaba agarrado como una lapa fuera de su alcance.
Jo se echó a reír, Meg riñó, Beth imploró y Amy sollozó porque no conseguía acordarse de cuánto eran doce por nueve.
—Niñas, niñas, callaos un minuto, por favor. Tengo que echar esta carta al correo ahora mismo y me estáis distrayendo con vuestras discusiones —dijo la señora March, tachando por tercera vez una frase equivocada.
Hubo un momentáneo silencio, interrumpido por Hannah, que entró llevando los pastelillos rellenos de manzana, los dejó sobre la mesa y volvió a salir. Esos pastelillos eran una institución en la familia, y las chicas los llamaban «manguitos», porque aquellos pasteles calientes eran muy confortadores para las manos frías. Hannah, por atareada y enfadada que estuviese, no se olvidaba nunca de prepararlos, porque el camino era largo y las pobres niñas no tomaban más almuerzo que ese y rara vez volvían a casa antes de las dos.
—Cuida de tus gatos y alíviate de la jaqueca, Beth. Adiós, mamá; esta mañana estamos hechas unos demonios, pero cuando volvamos seremos unos ángeles. Vamos, Meg.
Jo echó a andar, sintiendo que los peregrinos no emprendiesen el camino como debieran.
Siempre miraban hacia atrás antes de volver la esquina porque su madre les sonreía y saludaba desde la ventana. No hubieran podido pasar el día sin ese saludo, ya que, fuera cual fuese su disposición de ánimo, aquella última sonrisa maternal les hacía el efecto de un rayo de sol.
—Mejor empleado nos estaría que mamá, en vez de enviarnos un beso, nos amenazase con el puño, porque no he visto seres más despreciables y desagradecidos que nosotras —dijo Jo, hallando una especie de satisfacción para sus remordimientos en el camino nevado y la crudeza de la temperatura.
—No emplees esas terribles expresiones —dijo Meg desde el velo con que se envolvía, como una monja harta del mundo.
—Me gustan mucho las palabras enérgicas que tienen significado —repuso Jo, sujetándose el sombrero, para que el viento no se lo arrebatase.
—Aplícate tú los calificativos que quieras, pero yo no soy desagradecida ni despreciable, y no consiento que me llames así.
—Lo que eres es una criatura insatisfecha y malhumorada por no poder vivir siempre en medio del lujo. ¡Pobrecilla!, espera que yo haga fortuna y tendrás coches, y helados, y zapatos de tacón y flores y hasta chicos pelirrojos con quienes bailar.
—¡Qué ridícula eres, Jo! —Pero Meg rio de aquellas tonterías y se sintió mejor, a pesar de sí misma.
—Tienes la fortuna de que lo sea, porque si adoptase aire displicente y me mostrase agria y descontenta como tú, estábamos aviadas. Gracias a Dios siempre encuentro algo divertido para mantenerme de buen humor. Eh, no gruñas más y alégrate. ¡Ánimo, hermanita!
Jo dio a Meg unas cariñosas palmaditas en la espalda y se separaron tomando caminos diferentes, cada cual con su pastelillo caliente entre las manos y tratando de sentirse alegres a pesar del mal tiempo, del duro trabajo y de las insatisfechas aspiraciones de su juventud.
Cuando el señor March perdió su fortuna al tratar de ayudar a un amigo en apuros, las dos hijas mayores pidieron que se les permitiera hacer algo, cuando menos para su propio sostén. Sus padres, creyendo que nunca es demasiado pronto para cultivar la energía, laboriosidad e independencia, accedieron.
Ambas comenzaron a trabajar con esa sincera buena voluntad que, a pesar de los obstáculos, acaba siempre por triunfar. Margaret encontró una colocación de institutriz y se consideró rica con su modesto sueldo. Como ella misma decía, era aficionada al lujo, y su mayor mortificación era ser pobre. Lo encontraba más duro de soportar que sus hermanas, ya que recordaba un tiempo en que la casa era muy bonita, la vida estaba llena de bienestar y placer y no se privaban de nada. Meg trataba de no ser envidiosa y de contentarse con su suerte, pero era natural que, siendo joven, desease tener cosas bonitas, amigas, diversiones, lo que se dice una vida feliz. En casa de los King veía diariamente todo eso que echaba de menos en la suya, porque las hermanas mayores de los niños que ella cuidaba acababan de ser presentadas en sociedad y Meg contemplaba con frecuencia hermosos trajes de baile y ramos de flores y oía hablar animadamente de teatros, conciertos, patines y otras diversiones, viendo también cómo se despilfarraba en cosas superfluas un dinero que para ella hubiera sido precioso. Rara vez se quejaba la pobre Meg, pero una sensación de injusticia la hacía mostrarse a veces amarga con todo, pues aún ignoraba cuán rica era ella en las únicas cosas que pueden hacer feliz la vida.
Jo le reconvenía a su tía March, que estaba coja y necesitaba de una persona que la cuidase. La anciana señora, que no tenía hijos, se había ofrecido, cuando ocurrió la ruina de los March, a adoptar a una de las muchachas y se ofendió al ver rehusada su oferta. No faltaron amigos que dijeron a los March que con eso habían perdido la probabilidad de ser recordados en el testamento de la rica viuda, pero los March se limitaron a contestar: «Ni por cien fortunas renunciaríamos a nuestras hijas. Ricos o pobres, no nos separaremos y seremos felices todos reunidos».
La anciana señora, por un tiempo, se negó a dirigirles la palabra, pero habiéndose encontrado un día con Jo en casa de una amiga, algo en la divertida cara de la muchacha y en sus bruscas maneras hizo a la anciana encariñarse con ella y propuso tomarla como señorita de compañía, cosa que no sedujo a Jo, que no obstante hubo de aceptar, ya que no se le presentaba ninguna otra colocación, y, para sorpresa de todos, se las entendió admirablemente con su irascible parienta. Hubo algunas borrascas, y una vez Jo volvió a casa diciendo que no lo soportaría ni un día más, pero la anciana señora March siempre arreglaba el asunto, mandando a buscar a Jo con tal urgencia que esta no podía negarse. Además, en su fuero interno, Jo tenía afecto a la inquieta vieja.
Sospecho que la mayor atracción de aquella casa, para Jo, era una gran biblioteca de hermosos libros, que desde la muerte del señor March había quedado abandonada al polvo y las arañas. Jo recordaba al simpático viejecito, que solía dejarla edificar puentes y construir caminos con sus grandes diccionarios, y le contaba historias acerca de las curiosas estampas de sus libros y le compraba golosinas siempre que la encontraba en la calle. Aquella habitación oscura y polvorienta, con unos bustos que miraban hacia abajo desde las altas estanterías, y unas butacas muy cómodas, y, sobre todo, aquel bosque de libros por el que podía errar siempre que quería, hacían de la biblioteca un lugar venturoso para Jo. Tan pronto como tía March iba a dormir su siesta, o recibía visita, corría Jo a la silenciosa habitación y, acurrucándose en una butaca, devoraba poesías, novelas, historias, viajes, etc., como un verdadero ratón de biblioteca. Eso sí, como ocurre con toda felicidad de este mundo, esta duraba poco, y apenas había llegado a lo más interesante de la novela, al verso más inspirado del canto, o a la aventura más peligrosa del viaje, una voz aguda llamaba «¡Josephine! ¡Josephine!». Entonces tenía que dejar el paraíso para ir a devanar estambre, lavar al perro, o leer los Ensayos de Belsham durante horas.
Jo ambicionaba hacer algo grande; aún no sabía qué era, pero dejaba al tiempo que se lo descubriera, y entretanto su gran pena era no poder leer, correr y montar a caballo a sus anchas. Su genio vivo, su lengua más viva aún y la inquietud de su espíritu, la metían con frecuencia en apuros y su vida era una serie de altibajos, a la vez cómicos y patéticos. Sin embargo, la educación que recibía en casa de la anciana March era la que necesitaba, y la idea de que trabajaba para sostenerse la hacía feliz, a pesar de aquel perpetuo «¡Josephine!».
Beth era demasiado tímida para ir al colegio. Habían intentado enviarla, pero sufría tanto que sus padres desistieron de ello, y estudiaba en casa bajo la tutela del señor March. Cuando este marchó a la guerra y su esposa fue requerida para prestar su habilidad y su energía a la Sociedad de Ayuda a los Soldados, Beth siguió estudiando sola lo mejor que pudo. Era muy mujercita de su casa y ayudaba a Hannah a tenerlo todo arreglado y confortable para solaz de las que trabajaban, sin esperar por ello más recompensa que el cariño de los suyos. Así pasaba largos días tranquilos, nunca inactiva y solitaria, porque su pequeño mundo estaba poblado de amigos imaginarios y era por naturaleza una industriosa abejita.
Todas las mañanas sacaba y vestía seis muñecas, porque Beth era una niña aún y tenía sus juguetes predilectos. De aquellas muñecas no había una sana o bonita. Hasta que Beth se acordó de ellas estuvieron desechadas, porque las hermanas mayores ya no se dedicaban a esos juegos y Amy aborrecía todo lo que fuera feo o viejo. Beth en cambio las mimaba más por ser viejas y feas, e instaló un hospital de muñecas inválidas. Ni un alfiler se clavaba en sus cuerpecitos de algodón, ni una palabra brusca, ni un golpe venía a maltratarlas, ningún descuido podía entristecerlas: todas eran alimentadas, vestidas, cuidadas y acariciadas con invariable cariño. Un fragmento de algo que fue muñeca, perteneciente a Jo y que después de llevar una vida tempestuosa quedó abandonada como resto de un naufragio en un saco de retales, fue rescatado por Beth de tan triste asilo y llevado a su refugio. Como no tenía peluca le puso una pulcra gorrita, y como le faltaban brazos y piernas, ocultó estas imperfecciones envolviéndola en una manta y adjudicando su mejor cama a esa inválida permanente. De haber sabido alguien qué especial cuidado dedicaba Beth a aquella pobre muñeca, se hubiera sentido conmovido, aun cuando riera de ello. Le leía, la sacaba a tomar el aire, la arrullaba con canciones y nunca se marchaba a la cama sin antes besar su sucia carita y murmurar tiernamente: «Espero que pases buena noche».
Beth tenía sus penas, como las otras hermanas, y no siendo un ángel, sino una niña muy humana, con frecuencia «lloraba unas lagrimitas», como decía Jo, porque no podía tomar lecciones de música, ni tener un buen piano. Amaba tanto la música, trataba con tal afán de aprender y practicaba con tanta paciencia en el viejo y desafinado piano, que parecía natural que alguien (por no aludir a tía March) la hubiera ayudado. Pero nadie lo hizo, y nadie veía tampoco las silenciosas lágrimas que Beth, cuando estaba sola, dejaba caer sobre el amarillento teclado. Por lo demás, Beth cantaba como una alondra durante su trabajo, nunca alegaba cansancio para dejar de tocar cuando se lo pedían la madre o las hermanas y día tras día estaba llena de esperanza: «Sé que alguna vez llegaré, si soy buena».
Hay en el mundo muchas Beth, tímidas y tranquilas, metidas en su rincón hasta que se las necesita, viviendo para los demás tan alegremente que nadie se da cuenta de los sacrificios que realizan, hasta que el pequeño grillo del hogar cesa de cantar y la dulce y luminosa presencia se desvanece, dejando tras de sí silencio y sombra.
Si alguien hubiera preguntado a Amy cuál era la pena mayor de su vida, habría contestado sin vacilar: «Mi nariz». Jo la había hecho caer accidentalmente en la carbonera y Amy insistía en que esa caída había estropeado su nariz para siempre. No era una nariz grande, ni encarnada, pero sí algo chata y no había manera —ni pellizcándola ni apretándola con pinzas— de darle forma aristocrática. A nadie le importaba aquello más que a Amy, que sentía profundamente no tener una nariz griega, y para consolarse dibujaba bellas narices.
«El pequeño Rafael», como la llamaban sus hermanas, tenía verdadera aptitud para el dibujo y su mayor goce era copiar flores, dibujar hadas o ilustrar cuentos. Sus compañeras la querían mucho porque tenía buen carácter y poseía el feliz don de agradar sin esfuerzo. Su distinción y graciosos modales eran admirados, así como sus habilidades, pues además del dibujo sabía tocar doce piezas, hacer crochet y leer en francés pronunciando mal solo las dos terceras partes de las palabras.
Tenía Amy un modo lastimero de decir «cuando papá era rico hacíamos esto y aquello» que resultaba conmovedor, y su manera de hablar, alargando las palabras, era considerada de lo más elegante por sus amigas.
En suma, Amy estaba en el mejor camino para estropearse a causa de que todo el mundo la mimaba, y crecían sus pequeñas vanidades y sus egoísmos. Solo una cosa venía a mortificar su vanidad: tenía que llevar los vestidos que desechaba una prima suya, Florence, cuya madre tenía pésimo gusto. Aunque la ropa era buena y estaba poco usada, Amy sufría al tener que ponerse un gorrito encarnado en vez de azul, y trajes que le sentaban mal, y delantales chillones. Los ojos de Amy veíanse muy afligidos, especialmente ese invierno en que su traje de colegio era de color granate con lunares amarillos y sin adorno alguno.
—Mi único consuelo —decía Amy con los ojos anegados en lágrimas— es que mamá no hace lo que la madre de Mary Park, que cada vez que se porta mal le hace unos pliegues al vestido. Te aseguro que es horrible, porque algunas veces es tan mala que la falda se le queda por las rodillas y no puede ir al colegio. Cuando pienso en esa degradación, siento que puedo resignarme hasta con mi nariz chata y con mi vestido granate sembrado de lunares amarillos.
Meg era la confidente y la consejera de Amy, así como Jo, por una extraña atracción de sus opuestos caracteres, lo era de Beth. Solo a Jo descubría la tímida niña sus pensamientos y a su vez ejercía sobre aquella hermana mayor, tan revoltosa y descuidada, más influencia que ninguna otra persona de la familia. Las dos hermanas mayores estaban muy unidas; cada una tomó a su cargo una de las pequeñas y la cuidaba a su manera, jugando a que eran mamás, como ellas decían, sustituyendo las viejas muñecas por las hermanas, con maternal instinto de mujercitas.
—¿Tiene alguna de vosotras algo que contar? Ha sido un día tan aburrido que me muero por alguna distracción —dijo Meg cuando aquella tarde se sentaron a coser.
—A mí me ha ocurrido una cosa muy graciosa con tía March, y os lo voy a contar —dijo Jo, a quien gustaba referir historias—. Estaba leyendo ese interminable Belsham con el sonsonete que siempre adopto para que la tía se duerma pronto, poder sacar un libro divertido y ponerme a leer a mis anchas, cuando me entró a mí también sueño y di tal bostezo que la tía me preguntó qué era eso de abrir una boca de tal tamaño que podía tragarme un libro entero. «Ojalá pudiera hacerlo para acabar con él de una vez», dije, tratando de no ser insolente. Entonces la tía me soltó un largo sermón sobre mis pecados y me dijo que estuviera sentada pensando un rato en ellos, mientras ella descabezaba un sueño. En cuanto empezó a dar cabezadas, saqué del bolsillo mi Vicario de Wakefield y me puse a leer con un ojo en él y otro en la tía. Al llegar al punto en que se caen todos al agua, olvidé dónde estaba y me eché a reír. Despertó la tía, y como la siestecita suele ponerla de buen humor, me dijo que le leyera un poco para saber qué frívola lectura era la que yo prefería al digno e instructivo Belsham. Leí lo mejor que supe y a la tía le gustó, aunque solo dijo: «No entiendo de qué se trata. Vuelva atrás y empiece de nuevo, niña». Obedecí, procurando que los Primrosy resultasen interesantes y tuve la mala intención de pararme en lo más emocionante para decir: «Me parece que esto la cansa a usted, tía, ¿lo dejo ya?». Ella cogió la media que se le había caído de las manos, me dirigió a través de sus gafas una mirada penetrante, y dijo con su laconismo habitual: «Termine el capítulo y no sea impertinente, señorita».
—¿Admitió que le gustaba? —preguntó Meg.
—¡En absoluto! Pero, eso sí, dejó descansar a Belsham y cuando tuve que volver, a poco de despedirme de ella, porque me había olvidado los guantes, la vi tragándose el Vicario de Wakefield, y tan absorta en la lectura que no me oyó reír mientras bailaba en el zaguán ante la perspectiva de mejores tiempos. ¡Qué vida tan agradable podría llevar si quisiese! A pesar de su dinero no la envidio. Después de todo, me parece que los ricos tienen tantas molestias como nosotros, los pobres.
—Eso me recuerda —terció Meg— que yo también tengo algo que contaros, no divertido como lo de Jo pero que me ha hecho pensar mientras volvía a casa. Hoy estaban los King muy agitados. Una de las niñas me dijo que su hermano mayor había hecho algo terrible y que su papá le había echado de casa. Oí llorar a la señora, y hablar muy fuerte al señor, y Grace y Ellen, al pasar por mi lado, volvieron la cara para que no les viese los ojos enrojecidos por el llanto. Claro está que no hice preguntas, pero me dieron mucha lástima y me alegro de no tener hermanos que puedan deshonrar a la familia.
—Yo creo que verse expuesta a la vergüenza pública en un colegio es mucho más terrible que cuanto puedan hacer los chicos malos —dijo Amy, meneando la cabeza como si su experiencia de la vida fuera muy profunda—. Susie Perkins fue hoy al colegio con una sortija de granates tan preciosa que hubiera dado cualquier cosa por tener yo una igual, y confieso que la envidié de veras. Pues bien, figuraos que hizo una caricatura del profesor con una nariz monstruosa y una joroba, y estas palabras saliéndole de la boca: «Señoritas, mi ojo está vigilante sobre ustedes». Nos estábamos riendo a más no poder del dibujo, cuando de pronto su ojo cayó en efecto sobre nosotras, y ordenó a Susie que le llevase la pizarra. Ella quedó paralizada de terror, pero tuvo que obedecer. ¿Qué pensáis que hizo entonces él? Pues cogerla de una oreja... de una oreja, imaginaos qué horror... y llevarla a la tarima donde se recita y hacerla estarse allí media hora con la pizarra en la mano, para que todo el mundo la viese.
—Se reirían mucho las chicas, ¿verdad? —dijo Jo, divertida.
—¿Reírse? Ni una. Todas permanecimos calladas y Susie lloró muchísimo. Os aseguro que no la envidié entonces, porque comprendí que aunque tuviera miles de sortijas de granates no podrían compensarme de la vergüenza sufrida. Y yo no hubiera podido soportar una humillación semejante.
Dicho esto, Amy prosiguió su labor con la orgullosa conciencia de su virtud y de lo bien que le había salido aquel último párrafo dicho de un tirón.
—Esta mañana vi una cosa que me gustó —dijo Beth, ordenando mientras hablaba la revuelta cesta de costura de Jo—. Cuando fui a comprar unas ostras que me había encargado Hannah, el señor Laurence estaba en la pescadería pero no me vio, porque me quedé detrás de un barril y él estaba ocupado con el pescado. Entró una pobre mujer, con un cubo y un estropajo, y preguntó al pescadero si podía hacerle algún fregado a cambio de un poco de pescado, porque no tenía nada que dar de comer a sus hijos aquel día, por haberle faltado trabajo. El pescadero, que tenía prisa, contestó enfadado que no, y ya la pobre mujer se marchaba, hambrienta y triste, cuando el señor Laurence cogió un hermoso pescado y se lo dio. La pobre mujer, sorprendida y gozosa, empezó a dar infinitas gracias al anciano, pero él la atajó diciéndole que se fuera a guisarlo. ¡Iba más alegre la infeliz, y resultaba tan gracioso verla abrazada al pescado y bendiciendo al señor Laurence! ¡La verdad es que fue una buena acción de este señor!
Todas rieron y después pidieron a su madre que ella también les refiriera algo. Tras un momento de reflexión, la señora March dijo muy en serio:
—Esta tarde, mientras cortaba chaquetas de franela azul para nuestros soldados, me sentía inquieta por papá, pensando en lo solo y abandonado que estaría si algo le ocurriese. No debía haberme detenido en esos pensamientos, pero seguía angustiándome con ellos, hasta que entró un viejo con un pedido de ropas y, habiéndose sentado cerca de mí, empecé a hablarle, porque parecía pobre y tenía aspecto triste y cansado: «¿Tiene usted hijos en el ejército?», pregunté, pues la nota que había traído no era para mí. «Sí, señora; tenía cuatro, pero dos han muerto, otro está prisionero, y voy a ver al cuarto, que está muy enfermo en un hospital de Washington», me contestó tranquilamente. «Mucho ha hecho usted por su patria», dije, sintiendo respeto y compasión a la vez. «Ni una pizca más de lo debido, señora. Iría yo mismo si sirviera para algo, pero como no sirvo, ofrezco a mis hijos, y lo hago libremente». Hablaba con tanta alegría y parecía tan sincero, tan contento de ofrecer todo lo que tenía, que me sentí avergonzada de mí misma. Yo había ofrecido un hombre y pensaba que era demasiado, mientras él había ofrecido cuatro sin protesta alguna. Yo tenía en casa a mis hijas para consolarme, y a él le esperaba el último hijo en un lejano hospital, quizá para despedirse de él para siempre. Me sentí tan rica, tan feliz al pensar en lo que poseía, que obsequié al pobre viejo con un paquetito, le di algún dinero e infinitas gracias por la lección que me había enseñado.
—Cuéntanos otra historia, mamá... Una que tenga, como esta, su moraleja. Cuando son reales y no demasiado sermoneadoras, me gusta pensar luego en ellas —dijo Jo tras un minuto de silencio.
La señora March sonrió, y comenzó en seguida, pues llevaba muchos años contando cuentos a su auditorio y sabía los que le gustaban:
—Había una vez cuatro niñas que tenían lo suficiente para comer, beber y vestirse, y muchos consuelos y placeres, buenas amigas, padres que las querían tiernamente, a pesar de lo cual no se daban por contentas. —Aquí las que escuchaban cambiaron furtivas miradas y comenzaron a coser muy deprisa—. Esas niñas deseaban ser buenas y adoptaban muchas decisiones excelentes, pero no las cumplían muy bien y se pasaban la vida diciendo «Si yo tuviese eso», o «Si pudiéramos hacer aquello», olvidando cuántas cosas tenían ya y cuántas podían hacer. Preguntaron a una anciana cómo podían ser felices, y ella les dijo: «Cuando os sintáis descontentas, pensad en las cosas buenas que tenéis y sed agradecidas». —Jo levantó la cabeza rápidamente, como si fuera a decir algo, pero se abstuvo al ver que no había terminado el cuento—. Las niñas, que eran juiciosas, decidieron poner en práctica el consejo de la viejecita y pronto se sorprendieron al comprobar lo bien que les iba. Una descubrió que el dinero no puede alejar la vergüenza y el dolor de las casas de los ricos; otra, que aunque pobre era más feliz con su juventud, su salud y su alegría que cierta achacosa y descontenta anciana que no disfrutaba de sus comodidades; la tercera, que aun siendo desagradable ayudar a preparar la comida, lo era más pedirla de limosna; y la cuarta, que no vale tanto una sortija de granates como una conducta intachable. Así, convinieron en dejar de quejarse, gozar de las cosas buenas que tenían y tratar de merecerlas, no fuera a ser que las perdieran en vez de verlas aumentadas, y creo que no les pesó haber seguido el consejo de aquella vieja.
—Vamos, mamá, vaya una habilidad la tuya. Vuelves contra nosotras nuestra propia historia, y en vez de contarnos un cuento nos sueltas un sermón —dijo Meg.
—A mí no me gustan esta clase de sermones —dijo Beth, pensativa, enderezando las agujas en el acerico de Jo.
—Yo no me quejo ni la mitad que las otras y en adelante tendré más cuidado, porque la caída de Susie me ha servido de aviso —dijo Amy.
—Necesitábamos esa lección y no la olvidaremos. Si la olvidásemos, tú, mamá, dinos lo que el viejo Chole decía en Tío Tom: «Pensad en vuestras mercedes, niñas, pensad en vuestras mercedes» —dijo Jo, incapaz de dejar de hacer algún comentario divertido al sermoncito, aunque lo había tomado tan en serio como las demás.