Читать книгу Mujercitas - Aquellas mujercitas - Луиза Мэй Олкотт - Страница 6
CAPÍTULO II UNA ALEGRE NAVIDAD
ОглавлениеJo fue la primera en despertarse en el gris amanecer del día de Navidad. De la chimenea no colgaban las clásicas medias y por un momento experimentó tanta decepción como cuando de niña hallaba que su mediecita, de tan llena de regalos, había caído al suelo. Recordó entonces la promesa de su madre y metiendo la mano debajo de la almohada, extrajo un pequeño libro encuadernado en rojo. Jo conocía bien aquel volumen, que contenía la hermosa historia de la mejor vida que se había vivido, y comprendió que era un verdadero guía para cualquier peregrino que hubiera de emprender el largo viaje de la vida.
Despertó a Meg con un alegre «¡Felices Pascuas!» y le dijo que buscase debajo de su almohada. Así lo hizo Meg y sacó un libro encuadernado en verde, con la misma historia dentro y unas palabras escritas por su madre, que convertían el regalo en aún más precioso.
Beth y Amy despertaron también y hallaron debajo de su almohada el mismo librito, uno encuadernado en blanco y otro en azul, y las cuatro se sentaron en sus camas hojeándolos y charlando alegremente mientras por oriente el cielo iba sonrosándose con la luz del amanecer.
A pesar de sus pequeñas vanidades, Meg era de naturaleza dulce y piadosa e inconscientemente ejercía gran influjo en sus hermanas, especialmente en Jo, que la quería con gran ternura y obedecía sus dulces consejos.
—Chicas —exclamó Meg con gravedad—, mamá quiere que leamos y tengamos en mucha estima estos libros y hemos de hacerlo así. Solíamos leerlos antes, pero desde que la guerra vino a trastornarnos llevándose a nuestro padre, hemos abandonado algunas buenas costumbres. Vosotras podéis hacer lo que estiméis conveniente; yo pienso tener siempre este libro sobre mi mesa y todas las mañanas leer un poco de él, porque sé que me hará mucho bien y me ayudará durante el día.
Luego, abrió su librito y empezó a leer. Jo le rodeó los hombros con un brazo y, apoyando su mejilla sobre la de su hermana, leyó también con expresión de tranquilidad, rara vez reflejada en su inquieto rostro.
—¡Qué buena es Meg! Anda, Amy, hagamos lo mismo. Yo te ayudaré en las palabras difíciles y ellas nos explicarán lo que no entendamos —susurró Beth, impresionada por los bonitos libros y por el ejemplo de sus hermanas.
—Me alegro de que el mío sea azul —dijo Amy.
Por espacio de unos momentos, se hizo el silencio en las dos habitaciones, mientras las páginas de los libros eran vueltas con suavidad y el sol invernal besaba las juveniles cabezas y las caritas serias de las cuatro hermanas, en alegre saludo de Navidad.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Meg, cuando media hora después ella y Jo bajaron corriendo a dar las gracias a su madre por el regalo.
—Solo Dios lo sabe. Una pobre vino a pedir limosna y la señora le acompañó para ver qué necesitaba. No hay en el mundo otra mujer como ella para todo lo que se le pida: comida, ropa, carbón... —contestó Hannah, que llevaba sirviendo en la casa desde el nacimiento de Meg y era considerada como una amiga, más que como criada.
—Seguramente volverá pronto; así que puedes freír las tortas y prepararlo todo —dijo Meg, examinando los regalos, que estaban en una cesta debajo del sofá, listos para ser entregados en el momento oportuno—. Pero ¿dónde está el frasco de agua de colonia de Amy? —preguntó.
—Se lo ha llevado hace un momento, creo que para ponerle una cinta —contestó Jo, bailando por el cuarto con las zapatillas nuevas para ablandarlas.
—¡Qué bonitos son mis pañuelos!, ¿verdad? Hannah los ha lavado y planchado y yo los bordé todos —dijo Beth mirando con orgullo las letras, bastante desiguales, que tantos afanes le habían costado.
—¡Vaya una idea! ¿Por qué has puesto «Mamá» en vez de «Margaret»? ¡Qué divertido! —exclamó Jo, cogiendo uno.
—¿No está bien? Pensé que podían confundirse con los de Meg, y como quiero que solo los use mamá... —explicó Beth con desconcierto.
—Está muy bien; sí, es una idea muy bonita y delicada que gustará mucho a mamá —dijo Meg dirigiendo un gesto de reproche a Jo y una sonrisa a Beth.
—Ya viene. Esconded la cesta —exclamó Jo al oír cerrarse la puerta y pasos en el zaguán.
Pero quien entró fue Amy, que pareció intimidada al encontrar a sus hermanas aguardándola.
—¿Dónde te habías metido y qué traes ahí escondido? —preguntó Meg, sorprendida al comprobar, por la indumentaria de Amy, que esta había salido muy temprano.
—No te burles de mí, Jo. No quería que os enteraseis, pe... pero he ido a cambiar el frasco pequeño por uno grande y a gastarme en él todo el dinero, porque quiero dejar de ser egoísta.
Les enseñó un hermoso frasco que reemplazaba al barato, comprado anteriormente. La actitud humilde y seria de Amy al realizar aquel pequeño esfuerzo de desprendimiento, le valió un abrazo de Meg, mientras Jo declaraba que era «una valiente» y Beth corría a la ventana y cortaba su más bella rosa para adornar con ella el frasco.
—Después de lo que he leído al despertar y de lo que hemos hablado de ser buenas, me sentí avergonzada de mi regalo y corrí a cambiarlo por este. Ahora estoy satisfecha, porque es el mejor.
Un nuevo golpe de la puerta al cerrarse les alertó. La cesta desapareció debajo del sofá y las muchachas corrieron a la mesa, preparada para el desayuno.
—Felices Pascuas, mamá..., muy felices, y mil gracias por los libros. Ya hemos leído un poco y lo haremos todos los días —exclamaron todas a coro.
—Feliz Navidad, hijitas. Me alegro de que hayáis empezado a leer los libros y confío en que continuaréis haciéndolo. Ahora, antes de sentarnos a la mesa, quiero deciros algo: No lejos de aquí hay una pobre mujer con un niñito recién nacido y otros seis metidos en la misma cama para que no se hielen, porque ni siquiera tienen fuego. Ni comida. El chico mayor me confesó que padecen hambre y frío. ¿Queréis, hijas mías, dar a esa pobre familia vuestro desayuno, como regalo de Navidad?
Todas tenían mucho apetito, pues llevaban esperando más de una hora, y por un momento nadie contestó. Pero solo fue un momento...
—¡Cuánto me alegro de que hayas venido antes de que hubiéramos empezado! —exclamó Jo, impetuosa.
—¿Puedo llevar las cosas a esos pobres niños? —preguntó Beth.
—Yo llevaré la mantequilla y los bollos —añadió Amy, renunciando valerosamente a las cosas que más le gustaban.
Meg estaba ya tapando los bollos y reuniendo el pan en un plato grande.
—Estaba segura de que lo haríais —dijo la señora March, sonriendo satisfecha—. Iremos todas y me ayudaréis, y al regreso desayunaremos leche y pan. Ya nos desquitaremos a la hora del almuerzo.
Pronto estuvieron dispuestas y se pusieron en marcha. Por fortuna era temprano y fueron por calles apartadas, con lo que pocas personas las vieron y nadie se fijó en la extraña comitiva que formaban.
Se encontraron con un mísero cuarto desmantelado, sin cristales en las ventanas, sin fuego, con harapos en las camas, una madre enferma, un recién nacido que no dejaba de berrear y un grupo de pálidos niños hambrientos, acurrucados bajo un viejo cobertor.
¡Cuán grandes se abrieron los ojos y qué sonrisas se dibujaron en los pobres labios azulados por el frío al ver entrar a la señora March y sus hijas!
—¡Oh, Dios mío! ¡Son ángeles de la guarda los que vienen a ayudarnos! —dijo la pobre mujer, llorando de alegría.
—Unos ángeles un poco raros, con capucha y mitones —contestó Jo, haciendo reír a todos.
Unos minutos después, en efecto, parecía que allí habían estado trabajando espíritus angelicales. Hannah, que había llevado la leña, encendió el fuego y tapó con papeles y trozos de fieltro viejo los huecos de las ventanas; la señora March dio a la madre té y harina de avena, alentándola con promesas de ayuda, mientras vestía al recién nacido con la misma ternura que pudiera hacerlo con un hijo suyo. Entretanto, las muchachas pusieron la mesa, instalaron a los niños junto al fuego y los alimentaron como a hambrientos pajarillos, riendo, charlando y esforzándose por entender el divertido inglés que estos hablaban.
—Das ist gut! Die Engel-Kinder! —decían las pobres criaturas, mientras comían y se calentaban las yertas manecitas ante la confortadora llama del hogar.
A las cuatro muchachas nunca las habían llamado «ángeles» y les resultó muy agradable, especialmente a Jo, considerada desde que nació como una «Sancho Panza».
Lo cierto fue que aunque no participaron de él, aquel desayuno les resultó muy gustoso, y cuando se marcharon, dejando tras de sí bienestar y consuelo, no había en toda la ciudad cuatro personitas más felices que las famélicas hermanitas que acababan de ofrecer sus desayunos, contentándose con leche y pan en la mañana de Navidad.
—Esto se llama amar al prójimo más que a nosotros mismos, y me gusta —dijo Meg, mientras colocaban sus regalos, aprovechando un momento en que su madre había subido a recoger unas ropas para los pobres Hummel.
No se trataba de una espléndida exposición, claro está, pero cada paquetito depositado por las niñas envolvía mucho cariño, y el alto jarrón lleno de rosas encarnadas y de crisantemos blancos que había en el centro de la mesa daba a esta un aire muy elegante.
—Ya viene. Empieza, Beth... Abre la puerta, Amy. ¡Viva nuestra madrecita! ¡Viva! —exclamó Jo, saltando de un lado a otro mientras Beth tocaba en el piano una alegre marcha, Amy abría de par en par la puerta y Meg conducía a su madre con cariño al sitio de honor.
La señora March se mostró sorprendida y conmovida. Con los ojos anegados en lágrimas fue examinando, sonriente, los regalos y leyendo las notitas que los acompañaban. Se calzó las zapatillas, metió en su bolsillo un pañuelo perfumado con agua de colonia y, prendida en el pecho la rosa que adornaba el frasco, se probó los guantes.
Hubo risas, explicaciones y besos. La escena, por lo sencilla y familiar, resultó de las que proporcionan íntima alegría al corazón y se recuerdan largo tiempo.
La caritativa visita de la mañana y la fiestecita que a ello siguió ocuparon tanto tiempo que el resto del día hubo de consagrarse a los preparativos para la función de la noche.
Como eran aún demasiado jóvenes para ir a menudo al teatro y no tenían suficiente dinero para gastarlo en representaciones caseras, las cuatro hermanas aguzaban el ingenio y —la necesidad es madre de la inventiva— fabricaban cuanto necesitaban para esas funciones. Guitarras de cartón, lámparas antiguas hechas con latas de manteca forradas de papel de plata, vistosos trajes de algodón, refulgentes de lentejuelas de estaño procedentes de una fábrica de conservas, armaduras cubiertas de las mismas estrellitas de estaño, sacadas en lámina cuando se cortaban las latas. En cuanto al mobiliario, sufría toda clase de transformaciones, y la amplia estancia era escenario de muchas inocentes fiestas.
Como no se admitían varones, Jo disfrutaba interpretando los papeles masculinos, y estaba satisfecha de poseer un par de botas altas de cuero que le había regalado una amiga que conocía a una señora que, a su vez, conocía a un actor. Estas botas, una vieja espada y un acuchillado justillo, usado por no sé qué pintor para un cuadro, eran los principales tesoros de Jo y salían a relucir en toda ocasión. Lo reducido de la compañía obligaba a que los dos primeros actores se encargasen de varios papeles, y ciertamente era digno de elogio el esfuerzo que hacían en aprender tres o cuatro papeles, ponerse y quitarse varios trajes y, además, dirigir la escena. Con todo ello se ejercitaba la memoria, gozaban de un inofensivo entretenimiento y empleaban muchas horas, que de otra suerte hubieran transcurrido ociosas, solitarias o en menos provechosa ocupación.
Aquella noche de Navidad, una docena de chicas se apiñaban sobre la cama, que hacía las veces de platea, sentadas llenas de expectación ante las cortinas de zaraza azul y amarillo, que servían de telón.
Detrás de esas cortinas se oía ruido de pasos, y hablar quedo y alguna que otra risita mal reprimida por Amy, que se ponía nerviosa con la excitación del momento, percibiéndose también algo de humo.
Al fin sonó el timbre, se descorrieron las cortinas y comenzó el drama.
Un bosque, sombrío, representado por unas plantas en tiestos, una tela verde en el suelo y al fondo una cueva. Esta tenía por techo un bañador, por paredes dos escritorios, y dentro había un pequeño hornillo encendido, con un puchero negro encima, sobre el que se inclinaba una vieja bruja.
Como la escena estaba oscura, el resplandor del hornillo hacía un bonito efecto, sobre todo cuando al destapar la bruja el puchero, salía de este verdadero vapor.
Tras un momento para que el público pudiese examinar aquel acierto escenográfico salió a escena Hugo, el traidor, con la espada al cinto, un sombrero de anchas alas, barba negra, misteriosa capa y las famosas botas. Después de pasearse agitadamente arriba y abajo, se dio un golpe en la frente y comenzó a declamar con despóticos acentos su odio a Rodrigo, su amor a Zara y su resolución de matar a aquel y apoderarse de esta. El áspero acento de la voz de Hugo, y las exclamaciones que de vez en cuando lanzaba, dominado por sus tempestuosos sentimientos, eran impresionantes, y el auditorio rompió a aplaudir en cuanto el personaje calló para tomar aliento.
Hugo saludó como persona habituada a la admiración del público y acercándose luego a la caverna ordenó a Agar:
—¡Eh, tú, bruja del demonio, te necesito!
Salió fuera Meg, con una pelambrera de crines de caballo que le tapaba casi toda la cara, una túnica negra y encarnada, un palo y signos cabalísticos en su ropaje. Hugo le pidió una poción para que Zara le adorase y otra para eliminar a Rodrigo, y Agar le prometió ambas entonando una bella y dramática aria, y acto seguido procedió a evocar el espíritu que había de traer el filtro del amor.
Se oyó una dulce melodía y por detrás de la cueva apareció una pequeña figura vestida de blanco con alas refulgentes, cabello dorado y una guirnalda de rosas en la cabeza.
Tras una breve canción que entonó agitando un cendal, dejó a los pies de la bruja una pequeña botella dorada y desapareció.
Otra invocación de Agar hizo surgir una segunda aparición, esta nada encantadora por cierto: un negro y feo diablillo que graznó unas palabras y entregó a Hugo una oscura botella, desapareciendo con una carcajada burlona. Después de dar las gracias y de meterse las botellas en las botas, Hugo partió y Agar informó al público de cómo Hugo había matado tiempo atrás a varios amigos suyos, ella le había maldecido y pensaba frustrar sus planes y vengarse de él. Cayó entonces el telón y los espectadores se dedicaron a discutir los méritos de la obra.
Durante el intermedio se oyó un fuerte martilleo, y cuando, al descorrerse el telón, se vio qué maravillosa escenografía se había realizado, nadie se extrañó de que el descanso hubiera sido tan largo. La decoración era realmente espectacular. Levantábase hasta el techo una torre, con una ventana en medio, iluminada por una luz, y asomada en ella Zara, vestida de azul y plata, esperaba la llegada de Rodrigo, que no tardó en aparecer espléndidamente ataviado, con emplumado chambergo, capa roja, rizos castaños, una guitarra y las botas, por supuesto. Arrodillado al pie de la torre, cantó una dulce serenata, a la que contestó Zara, que, tras el musical diálogo, consintió en huir con su amado. Y entonces se produjo la escena más dramática de la obra. Rodrigo sacó una escala de cuerda con cinco escalones, tiró un extremo a la ventana de Zara e invitó a esta a descender. Tímidamente salió Zara de su ventana y, apoyando una mano en el hombro de Rodrigo, iba a saltar graciosamente fuera, cuando ¡desdichada Zara!, olvidó la cola de su vestido: esta se enganchó en la ventana, la torre se tambaleó hacia delante y cayó con estrépito, enterrando bajo sus ruinas a los desventurados amantes.
El público lanzó una exclamación de horror al presenciar el desastre. De entre las ruinas de la torre surgieron las famosas botas agitándose desesperadamente, mientras una rubia cabeza emergía exclamando:
—Ya te lo decía yo... ya te lo decía yo.
Con admirable presencia de ánimo, salió a escena don Pedro, el cruel padre de Zara, y, sacando a su hija de debajo de la torre, con un rápido aparte de «No os riais, seguid como si nada hubiera ocurrido», dijo a Rodrigo que le condenaba al destierro y que debía abandonar de inmediato el reino. Aunque la caída de la torre sobre él había hecho efecto en el enamorado caballero, este desafió al iracundo anciano y rehusó marcharse, con cuyo ejemplo una enardecida Zara desafió también a su padre y este mandó que fueran ambos encerrados en las mazmorras del castillo, orden que vino a cumplir un paje bajito y gordezuelo, que llevaba unas cadenas y estaba tan asustado que olvidó el parlamento que le tocaba pronunciar.
Acto tercero. Zaguán del castillo. Aparece Agar, que viene a liberar a los enamorados y a acabar con Hugo. Oye venir a este y se esconde; le ve echar las pociones en dos copas de vino y dar orden al tímido paje de que las lleve a los prisioneros y les anuncie que él irá luego. El paje llama aparte a Hugo para decirle algo y Agar aprovecha para cambiar las copas envenenadas por dos inofensivas; el paje se las lleva y Agar entonces deja una de las copas con veneno en la mesa. Hugo bebe de la copa fatal, se tambalea y, después de sufrir convulsiones, cae al suelo y muere, mientras Agar le revela lo que ha hecho mediante un cántico de exquisita melodía.
Fue una escena verdaderamente emocionante, aunque estropeó algo su efecto el que, al traidor, al caer, se le escapase de debajo del sombrero una abundante cabellera femenina. Fue llamada a recibir los aplausos y salió llevando a Agar de la mano. Esta fue también aplaudidísima, pues su actuación como cantante resultó lo más maravilloso de la representación.
En el cuarto acto apareció Rodrigo desesperado, dispuesto a suicidarse, porque le han dicho que Zara le es infiel. Va a clavarse la daga en el corazón, cuando oye al pie de su ventana una voz que le dice que Zara sigue amándole, pero que está en peligro y que él puede salvarla. Le arrojan una llave que abre la puerta del calabozo, y, en un rapto de entusiasmo, rompe sus cadenas y corre en busca de la dueña de su corazón.
El quinto acto comenzó con una borrascosa escena entre Zara y don Pedro. Este quiere que su hija entre en un convento, pero ella no accede, y después de una conmovedora súplica está a punto de desmayarse, cuando entra Rodrigo y pide su mano. Don Pedro se niega porque Rodrigo no es rico; ambos gritan y gesticulan sin ponerse de acuerdo, y Rodrigo se dispone a llevarse a la agotada Zara, cuando entra el tímido paje portando una carta y un saco de parte de Agar, que ha desaparecido misteriosamente. La carta notifica a los allí presentes que Agar lega fabulosas riquezas a la joven pareja y amenaza con terrible castigo a don Pedro si trata de oponerse a la felicidad de los jóvenes enamorados. Abierto el saco, ruedan por el suelo brillantes monedas de estaño y esto ablanda al intransigente don Pedro, que da su consentimiento sin rechistar, uniéndose a todos en alegre coro mientras el telón cae sobre los jóvenes arrodillados para recibir la bendición de don Pedro, en actitud de lo más romántica.
Se produjeron estrepitosos aplausos, momentáneamente ahogados porque la cama plegadiza sobre la cual se había construido la platea se cerró de pronto, atrapando al entusiasta auditorio. Rodrigo y don Pedro acudieron presurosos a liberar a las muchachas, que salieron ilesas aunque muchas de ellas ahogadas de risa.
En medio de la excitación general, se presentó Hannah invitando a todas en nombre de su señora a bajar a cenar, lo cual constituyó una sorpresa incluso para las actrices que, cuando vieron la mesa, se miraron unas a otras, maravilladas. Era muy propio de su madre el darles aquella sorpresa, pero desde los días del lejano esplendor familiar no veían cosa tan bonita ni prodigalidad semejante. Había dos platos de crema helada, bizcochos, frutas y deliciosos bombones y, en medio de la mesa, cuatro grandes ramos de flores.
Se quedaron literalmente sin aliento, y después de mirar la mesa, miraron a su madre, que parecía muy divertida.
La primera en hablar fue Amy:
—¿Han sido las hadas?
—Ha sido Santa Claus —dijo Beth.
—No, ha sido mamá.
Meg sonreía dulcemente, a pesar de su barba y cejas grises.
—Tía March ha tenido un detalle y nos ha mandado la cena —exclamó Jo con súbita inspiración.
—No habéis acertado ninguna. Ha sido el señor Laurence el que envió todo esto —replicó la señora March.
—¡El abuelo de Laurie! —exclamó Meg—. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante idea? Si no lo conocemos...
—Pues el caso es que Hannah contó a una de las criadas vuestra visita de esta mañana, y ese señor se enteró y le agradó vuestro gesto. Conoció a mi padre años atrás y esta tarde recibí una tarjeta suya, diciéndome que esperaba le permitiese expresar su simpatía hacia mis hijas enviando unas pequeñeces para festejar el día. No pude rehusar, y aquí tenéis una buena cena para compensaros por el desayuno frugal de esta mañana.
—Fue el chico el que le metió la idea al abuelo; lo sé. Es muy simpático y me gustaría conocerle. Creo que a él también le gustaría, pero es un poco tímido, y Meg no me deja decirle nada cuando lo vemos —dijo Jo, mientras empezaban a circular los platos y a desaparecer el helado entre un coro de alegres exclamaciones.
—Habláis de la familia que vive en la casa grande de al lado, ¿verdad? —preguntó una de las invitadas—. Mi madre conoce al anciano pero dice que es muy orgulloso y que no quiere trato con los vecinos. A su nieto lo mantiene encerrado, cuando no sale a caballo o de paseo con su preceptor, y le obliga a estudiar mucho. Le invitamos a nuestra última fiesta pero no fue. Mamá dice que es muy amable, aunque nunca habla con las chicas.
—Una vez se nos escapó el gato, él nos lo trajo, y hablamos por encima de la verja, por cierto muy agradablemente de muchas cosas, cuando vio venir a Meg y en seguida se marchó. Me agradaría trabar amistad con él, porque estoy segura de que el pobre chico está aburrido y desea divertirse —dijo Jo decidida.
—Me agradan sus maneras y me parece muy educado y prudente —dijo la señora March—; así que no veo inconveniente en que le tratéis si se os presenta la ocasión. Fue él mismo quien trajo las flores y le hubiera invitado a entrar, de haber sabido que le admitiríais arriba. Me pareció que se marchaba con pena oyendo las risas y la algarabía que armabais; por lo visto, se siente muy solo.
—Afortunadamente no le hiciste subir, mamá —dijo Jo, riendo y mirando sus botas—. Otra vez haremos una función que pueda ver, y hasta quizá tome parte en ella. ¿No sería divertido?
—Nunca vi un ramo como este —dijo Meg, examinando con interés las flores—. ¡Qué bonito es!
—Son flores encantadoras, pero a mí me gustan más las rosas de mi Beth —dijo la señora March, aspirando el aroma de la que, casi marchita, llevaba en el pecho.
Beth apoyó la cabeza en el hombro de su madre y murmuró suavemente:
—¡Ojalá pudiera enviar un ramo a papá! ¡Me temo que no esté pasando una Navidad tan alegre como la nuestra!