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Capítulo 3
Como siempre, el
Purgatorio de Las Landas

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Las primeras etapas de esta navegación iban a ser intensivas porque el tramo de costa española y francesa hasta el golfo de Morbihan lo conocía perfectamente de navegaciones anteriores, y quería pasarlo lo antes posible por el anhelo de llegar a horizontes desconocidos. Los amigos que iban a acompañarme ya lo sabían, y venían decididos a tragar millas más que a disfrutar del turismo náutico, lo que les agradezco especialmente. Salí de Santander con mi amigo Nacho López-Dóriga, que ya me había acompañado en la navegación a Elba... madrugando. Era el jueves 24 de mayo, y teníamos que estar en Hondarribia obligatoriamente el domingo, para la presentación del libro de la navegación a Bretaña, es decir, unas cien millas en tres días. Bretaña es un destino muy al alcance de los navegantes de Euskadi si se está dispuesto a aguantar el Purgatorio de Las Landas, que comentaré más adelante, y por eso el Club Náutico de Hondarribia me había pedido que les hablara de aquella navegación ya tan lejana de 2015.

A las seis de la mañana el sol se levantó con nosotros y salimos de Puerto Chico despidiéndonos de nuestros familiares, para realizar una navegación anodina hasta Elanchove, 54 millas en más de catorce horas. El día fue pesado pero sin incidentes. Más o menos el primer tercio lo hicimos a motor por falta de viento. El segundo tercio a vela en una ceñida abierta maravillosa, con sol y con el mar sin una ola, un tramo en que el barco parecía arrastrado por los Ángeles. Y el último tercio en lo que solemos llamar “a la francesa”, es decir, motor más mayor, porque el viento del Nordeste nos venía de cara y estábamos agotados para dar más bordos después de doce horas navegando. A media mañana se nos posó un pajarito en el balcón, de esos que están exhaustos y les salvas la vida, porque se han alejado demasiado para volver a tierra y de no ser por el barco caerían al agua. De vez en cuando se daba una vueltas por el aire y volvía a bordo con un mosquito en el pico, y allí, en el balcón, lo digería.

Por el camino rompió la monotonía arribar a un rectángulo balizado frente a Armintza (43º 28,02’ N; 2º 52,98’ W) catalogado como “Zona restringida. Prohibido el paso” en la cartografía. Como estábamos ciñendo un poco forzados debido al viento del Nordeste y esquivar aquella zona nos obligaría a dar un largo bordo hacia altamar, llamamos por radio a Bilbao Tráfico para pedir explicaciones y, especialmente, que nos confirmaran que no podíamos entrar en ella. Muchas veces estos rectángulos marcados con balizas amarillas son simplemente zonas de arrecifes artificiales u otras cosas anodinas (por ejemplo, barricas de vino dejadas a madurar en el fondo, como en Plenzia) sobre los que se puede navegar sin peligro. Bilbao Tráfico no nos contestaba y, sorprendentemente, salió en antena a actuar como repetidor... ¡Coruña Radio!, que me escuchaba perfectamente desde 250 millas al Oeste. Hablamos con ellos sin dificultad y nos dieron el teléfono de Bilbao Tráfico, quienes ya por teléfono me dijeron que era una zona de boyas de energía mareomotriz. A pesar de que los de Bilbao Tráfico me estaban siguiendo por el radar (me dieron todos mis datos, tipo de barco, rumbo y velocidad) y obviamente tuvieron que ver nuestra maniobra para no entrar en la zona, de Armintza salió una lancha rápida amarilla de la empresa que gestiona las boyas (BIMEP) y allí se quedó discretamente para comprobar que no invadíamos su territorio.

Llegamos a Elanchove (43º 24,24’ N; 2º 38,23’ W) a las 20.15 h. No es que sea el mejor logro de la Creación, pero para mí es el pueblo más bonito de la costa del Cantábrico. Está construido en una empinada ladera al Este del cabo Ogoño, cuya mole le protege de los vientos y mares dominantes en invierno, que son los del Oeste. Tiene dos muelles sucesivos protegidos por altísimos espigones, y como figura casi casi a extinguir, dispone de guardamuelles. Es un funcionario del Gobierno Vasco que te ayuda a amarrar y, en temporada alta, el que asigna a cada barco el sitio donde colocarse. Los amarres son gratuitos y puede situarte a contra el muro o en las boyas, lo que depende fundamentalmente de si tienes anexo para desembarcar o no. En el muelle hay grifo, pero no electricidad. El pueblo no está aún tomado por el turismo de masas, y es tan empinado que para ir al centro tiene un paseo peatonal de escaleras, además del del tráfico rodado, y desde allí se tiene una perspectiva maravillosa del Cantábrico y de su muellecito a vista de dron. Una de las curiosidades es que las calles son tan estrechas que el autobús de línea llegaba a un punto donde no podía dar la vuelta por falta de espacio, y se resolvió con una plataforma circular donde se detiene y la hace girar 180 grados con un mando a distancia.


En Elanchove las mareas son impresionantes, lo que unido a los altos espigones hace que en bajamar el barco solo asome del muelle la perilla del palo, que te queda a la altura de las manos. Desde esa posición privilegiada pudimos ver que la driza del génova estaba desgastada en la salida de la polea, sobre las crucetas, y quedó anotado como bricolaje pendiente. Es un problema típico de los cabos que se utilizan poco, como la driza del génova en veleros con enrollador ya que la vela se guarda enrollándola y no descendiéndola: pasan años sin que la revises, pero el roce continuo con su polea termina por romperla. Y la rotura de una driza navegando, y sobre todo con mal tiempo que es cuando suelen pasar esas cosas, es un problema tremebundo, porque la única manera de resolverlo es trepando a la punta del palo para pasar un cabo nuevo. Imaginaos eso con mal tiempo.

En Elanchove exhiben como un monumento la piedra de 300 kg que un temporal sacó del mar en 1990 y depositó en la carretera, unos veinte metros más arriba. Ha quedado como un monumento a la fuerza de la naturaleza digno de contemplar. Y en su iglesia hay una figura de San Nicolás de Bari con tres bolas de oro en la mano. La tradición dice que salvó a tres muchachas de la prostitución dándolas de dote ese regalo, y ese fue el origen de la figura de Papá Noel.

Toda la noche se pasó lloviendo y con tormentas con aparato eléctrico, aunque nosotros estábamos tan cansados que dormimos en brazos de Morfeo toda la noche en aquel puerto tan protegido, y en realidad la visita al pueblo la hicimos el día siguiente por la mañana.

La salida de Elanchove fue preocupante, con un viento fuerte del Nordeste que nos obligó a tomar rizos en la mayor y el génova. Pero antes de una hora el viento fue cayendo, dejando una ola residual incómoda y obligándonos a ir apoyados por el petardeo del motor. Un rollo para hacernos las 42 millas en once horas, y muchos ratos lloviendo. Una etapa larga y anodina hasta Hondarribia (43º 22,56’ N; 1º 47,52’ W) donde además la lluvia nos descubrió una posible filtración de agua en popa y en el cáncamo de subir el barco al remolque, en la proa, que humedecían las colchonetas. Vivir en el barco te hace perder pronto el remilgo. Además en una de las viradas se despegó la chapa de inoxidable que protege el roce de la escota del génova, tareas que se iban sumando a los bricolajes pendientes para Hondarribia. Allí pasamos el fin de semana para la presentación del libro, bajo esas nubes de lluvia que parecen unir el mar al cielo, vino Ana a acompañarme como última despedida antes de volver a encontrarnos en Brest un mes después, e hicimos el cambio de tripulación.

Recalar en Hondarribia siempre es una satisfacción, porque es el pueblo de nuestro amigo navegante y escritor Santiago González Zunzundegui, que entre 1983 y 2000 dio la vuelta al mundo a vela con su familia en dos barcos de su propia construcción bautizados JoTaKe. Todas las vicisitudes del viaje las contó en el libro Aventura a toda vela, un mar de palabras muy ameno que ya es un clásico y que se devora como un Tintín. A su vuelta se ha instalado en Hondarribia con su familia, y es un personaje del que Hondarribia tiene que estar orgullosa.

Entre otras gestiones llamamos a Cap Ferret, el faro de la entrada de Arcachon, como siempre hacemos, para ir recabando información sobre nuestro tránsito hacia el Norte por Las Landas y la posible entrada en la bahía de Arcachon. Cuando les oí los ojos me llegaron a mitad de la cara, porque aunque me anunciaron viento suave del Oeste (fuerza 3-4) que nos permitiría navegar de través y entrar en Arcachon, ya empezábamos con el rollo de los ejercicios de tiro del ejército francés, que estaban previstos para el martes y el miércoles, cuando nosotros íbamos a salir de Hondarribia el lunes y por lo tanto nos afectarían de pleno. Eso presagiaba una remontada de Las Landas nada cómoda.


El lunes Iker Uriarte, mi siguiente tripulante, se incorporó a media mañana al salir de trabajar y a la fuerza tuvimos que plantearnos una etapa corta, que además serviría para que se amarinara antes de que le abandonase el equilibrio. El destino lógico era Capbreton (25 millas) y tuvimos la suerte de que se confirmó el pronóstico y hubo un viento del través de fuerza 4, pudiendo hacer todo el recorrido con la mayor y el espinaker en seis horas. Aunque eso sí, lloviendo y con neblina como si estuviera corriendo el mes de enero. Llegamos a nuestro primer puerto francés a las 17 h. Capbreton (43º 39,33’ N; 1º 26,91’ W) tiene una entrada limitada por el calado (un metro y medio en bajamar), lo que unido a las olas contundentes que suelen azotar su entrada, abierta al Oeste, hace que muchos días sea imposible entrar. La limitación del calado afecta también al interior del puerto, y de hecho lo primero que me preguntaron al solicitar amarre fue mi calado. Una vez dentro nos llamó la atención que cada pantalán tenía una chapita con el calado, lo que no he visto en ningún otro puerto de los centenares en que he recalado, y a los del velero nos asignaron uno marcado con 1,50 metros. No es fácil entrar en algunos puertos de la costa atlántica francesa con barcos grandes.

Capbreton estaba desierto y desolado bajo una cortina de agua. Aunque habíamos llegado a las 17 h, entre consultar lo del campo de tiro, hacer los papeles, ducharnos y demás nos cerraron las tiendas, y no nos dio tiempo a nada, quedándonos sin poder hacer la compra justo el día anterior a las que se preveían como las etapas más largas. Solo alcancé a entrar medio cerrando a una panadería, donde me vendieron unas bolsas de patatas fritas, una cerveza y un bizcocho local, y todavía me tuve que quedar contento. Cuando Iker vio “la compra” me miró con la cara de por qué habré venido. Por si fuera poco, las duchas eran un puaj y olían a pescado, porque estaban a pocos metros del mercado (en Capbreton se permite la venta directa desde los barcos al público, sin pasar por la lonja).

La información que me dieron en Capitanía sobre los ejercicios de tiro la tenían clarísima y estaba expuesta en la corchera (en un viaje anterior tropecé con una interina que ni siquiera sabía lo que era eso de los ejercicios de tiro). Resultó que los había toda la semana, entre Capbreton y Arcachon. Hasta hace pocos años, y concretamente cuando dimos la vuelta a España en el Corto Maltés en 2012, siempre dejaban libre un pasillo de tres millas entre la costa y la zona restringida. Pero ya no es así y cada día de ejercicios hay que enterarse de la zona de paso permitido, si es que existe alguna. En esta ocasión el martes era el único día en que dejaban un pasillo de tres millas paralelas a la costa, los demás días había que alejarse por fuera del rectángulo de tiro, lo que significaba casi 60 millas de la costa, una burrada y además el Corto Maltés no está despachado para esas distancias. Así que tendríamos que salir el martes o dejarlo para dentro de una semana y decidimos intentarlo, aunque nos pasarían los misiles por encima de la cabeza. Iban a ser más de 60 millas de travesía hasta Arcachon, de las cuales 30 sin poder salirnos de un pasillo de tres millas de ancho, pero por suerte el viento sería del Oeste al Suroeste, algo excepcional en esta costa, y nos lo pondría fácil como escribir en el libro de rayas. Por el camino decidiríamos si hacer noche en Arcachon o seguir al estuario del Garona navegando de noche.

Así pues el martes madrugamos a las cinco para intentar llegar a Arcachon con la pleamar de las 17.30 h. Nos hicimos a la vela aún de noche pero con un viento del Oeste que nos permitió hacer 4,5-5 nudos las cuatro primeras horas. Pero tanto bueno no podía durar, era como si estuviera en los escritos. Esta era mi sexta travesía por Las Landas, las anteriores habían sido un caos de tormentas y mal tiempo, y esta quiso ser mala por lo contrario. El viento decayó y tuvimos que ir el resto del día “a la francesa”, oyendo el insoportable run-run del fueraborda, y cuando comprendimos que no llegaríamos a Arcachon en pleamar y que por lo tanto no podríamos entrar, preferimos apagarlo y arrastrarnos a dos nudos con tal de dejar de oírlo. El barco a duras penas dejaba por la popa algo que se pareciera a una estela y estábamos achicharrados por el sol (14 o 16 horas recibiendo el sol directo y el reflejado por aquel espejo).

En cierto modo fue divertido, en vez de preocupante, lo del campo de tiro. Una hora antes de la pirotecnia nos sobrevoló un helicóptero y se quedó inmóvil sobre nosotros a unos veinte metros. Los ocupantes agitaban las manos y nosotros contestábamos creyendo que nos saludaban, hasta que vimos que estaban señalando un cartel amarillo bajo su ventanilla que decía “contactar canal 16”. Ya estábamos a la escucha en ese canal, que es obligatorio, y no nos hubiera hecho falta la advertencia. Pero al poco nos llamaron por el canal 16 desde el barco “L’Inconuu” (“El Desconocido”) que aparentemente dirigía las operaciones, dirigiéndose “al velero que ha sido sobrevolado por el helicóptero”. Después de contactar e identificarnos, me preguntaron rumbo, destino y hora estimada de llagada (les di los de Arcachon) y me dijeron que no me saliera del pasillo de tres millas, lo que ya sabía. Luego escuchamos la misma conversación con otro velero al que no veíamos pero que iba por dentro de la zona de tiro, al que con bastante dificultad por el ruido del helicóptero le dijeron que se saliera. El resto de la mañana una patrullera fue siguiéndonos como un San Bernardo, más o menos a medio kilómetro, para comprobar que no nos metíamos en su zona de maniobras. Era un barco curioso, un catamarán a motor con una superestructura enorme y muchísimas antenas de comunicaciones. Finalmente comunicó con su base de operaciones en tierra para preguntar si nos tenían localizados y si podían hacernos el seguimiento desde tierra, y al contestarles que sí ellos se alejaron. Ese día les salimos caros a los franceses, y daba mal rollo escuchar a los aviones o los misiles pasar sobre nuestras cabezas, aunque no los veíamos por las nubes.


Con la proximidad de las autoridades me di cuenta de que estaba ya en aguas francesas y había olvidado poner la bandera de cortesía en el obenque, lo que hice de inmediato. Para una embarcación deportiva es “obligatorio” llevar en popa la bandera nacional, y al navegar por otro país es “aconsejable” izar en el obenque de estribor la del país visitado, como reconocimiento de su territorialidad. Esta “bandera de cortesía” es opcional, pero en algunos sitios la consideran obligatoria y si no se lleva molesta a las autoridades y puede provocar una sanción. Aún conservaba el gallardete francés que me hizo Ana para la vuelta a España en 2012, en la que atravesamos Francia por el Canal de Midi. Más tarde contaré los problemas que tuvimos con la bandera de cortesía inglesa, en las Islas Anglonormandas.

Al mediodía rindió su alma el piloto automático. Era un grave problema con aquel calor ecuatorial, porque habría obligado a uno de nosotros a aguantar llevando la caña bajo el sol en vez de poder buscar la sombra de las velas o de la cabina. Lo desarmé y pude arreglarlo, porque tenía una avería que ya conocía de otras veces: se había soltado la correa de la transmisión. Lo gracioso es que al volver a montarlo me sobraba una pieza azul redondita, y a pesar de no ponerla el piloto funciona. Sospechamos, y luego nos confirmaron, que era un pito que hace sonar las teclas, porque en efecto ahora no sonaban. No era una pieza imprescindible para su funcionamiento y decidí dejarlo así, mudo, hasta el descanso eterno. El resto del verano estuve temeroso de que ese piloto, con muchos años ya de servicio, terminara fallando del todo, y de hecho consulté las tiendas de acastillaje donde podría comprar otro en las siguientes escalas, pero finalmente aguantó hasta llegar a Santander.

El paso de tortuga que llevábamos nos impidió entrar a dormir a Arcachon y tuvimos que hacer noche en el mar. Al pasar frente a su entrada, cuando el horizonte ya enrojecía como una chica joven, me comuniqué por radio con Cap Ferret para informarles de nuestro paso, el número de personas a bordo y nuestro destino, como medida de seguridad. Por suerte de Arcachon hacia el Norte ya no había ejercicios de tiro y podíamos hacer los bordos como quisiéramos, que de noche solemos preferir más lejos de la costa para evitar los peligros. El siguiente reto era poder entrar en un puerto de la desembocadura del Garona, posiblemente Royan, al final de la pleamar de madrugada, que era a las 6 h, porque contra ese río, uno de los más caudalosos de Francia, no se puede navegar a contracorriente. Otras sesenta millas, esta vez de navegación nocturna, que echar al coleto. Y tuvimos suerte porque volvió a soplar el viento por el través de fuerza 4, que nos permitió navegar a vela a cinco nudos y casi sin olas, y fue una experiencia maravillosa. El anochecer sin nada que amueblara el horizonte, la luna llena reflejándose en un océano de tinta, las estrellas, la poesía del universo... un lugar paradisiaco, como antes del Pecado Original. Antes de salir el sol íbamos tan bien que, en el cambio de guardia a las 5 h, Iker y yo comentamos la posibilidad de seguir hasta La Rochelle. Desde nuestra posición actual habrían sido, a rumbo directo, algunas millas más que entrar a Royan. Pero tuvimos que descartarlo al amanecer cuando aquella brisa nocturna se acabó, y bajo la sonrisa del sol el pronóstico era llegar a La Rochelle a las 21 h, un día más en el mar y principalmente a motor. Así pues decidimos quedarnos en Royan, uno de los principales puertos del estuario del Garona.

Tuvimos a la vista el estuario a eso de las 9 h, y ya se nos había pasado la oportunidad de entrar con la pleamar de madrugada, que era a las 6 h. Por eso desde el amanecer fuimos navegando echando el freno para no llegar con la marea en contra, y llegamos a la hora de comer. La entrada fue como siempre en los estuarios, con algunas olas rompientes rodeándonos en los bajos, pero esta vez aderezada con aviones de caza sobrevolando nuestras cabezas, con que el piloto automático volvió a quedar caput, y todo bajo un sol de plomo. Una joya. Abordamos el estuario con la fuerte corriente de marea aún bajando, y en esas condiciones y con el motor a tope no hacíamos ni dos nudos. Pero cuando se invirtió y la llevábamos a favor corríamos a cinco nudos. En su entrada está el famoso faro de Cardouan, en mitad del mar, el más antiguo de Francia, al que llaman “el rey de los faros y el faro del Rey”, porque tiene una habitación para el rey, de cuando Francia aun tenía una testa coronada, y hasta una capilla. Es ese faro construido sobre una lágrima de arena, al que llevan a los turistas en vehículos anfibios.

Entramos en Royan (45º 37,14’ N; 1º 1,50’ W) a las 14.26 h, después de hacernos 125 millas en 33 horas desde Capbreton. Inicialmente amarramos en el pantalán de espera, frente a las oficinas de la marina, sin problemas. Pero en la maniobra para desamarrar y dirigirnos al interior del puerto se nos trabó la pala del timón con un cabo, porque había mucha corriente hacia la dársena interior y al soltar las amarras el Corto Maltés derivó hacia popa. Tardamos como media hora en resolverlo, lo único que nos faltaba después de la noche agotadora. Estábamos tan exhaustos que no tuvimos ganas ni de visitar Royan, ya que el día siguiente nos esperaba otra navegación de las largas, unas sesenta millas, y pasamos la tarde descansando y dormitando en el barco. La parte buena, que el pronóstico era de viento muy favorable pues vendría del Suroeste, que en esa costa es como un regalo.

Y vuelta a sumar. Volvimos a madrugar para una etapa larga a algún puerto de la costa Este de la Isla de Oléron en vez de hasta La Rochelle, pues vimos que desde esa isla era más corto retroceder luego hasta el río Charente, como comentaré después. La estrategia para salir del estuario del Garona está muy bien descrita. En teoría deberíamos llegar al sitio donde el río Garona se encuentra con el mar en pleamar, para evitar el encontronazo del agua dulce del río bajando con el agua salada del mar subiendo, de distinta dirección y fuerza, que genera olas rompientes peligrosas en las desembocaduras. Pero ese estuario es tan enorme que desde Royan hasta la desembocadura hay unas doce millas, y llegar al mar con la pleamar significa hacer esas doce millas contra la marea entrante, o sea, contra una corriente de marea de unos tres a cinco nudos. Por eso, sabiendo cómo había estado el mar el día anterior y pensando que no habría muchas olas de mar de fondo ni de viento, y por tanto no habría rompientes, hicimos las doce millas a favor de la marea vaciante. Y resultó una pausa antes de arremangarnos para navegar “de verdad”.

Porque a mitad de camino notamos que se había levantado un vientazo del Oeste, justo de cara, y fuimos viendo las tremendas olas que había formado, no pronosticadas, de unos dos metros y algunas rompientes. Fueron tres horas de infarto, en un mar que buscaba el K.O. y no la victoria por puntos, con la mayor en el primer rizo, el génova al 50 % y el motor a tope, y localizando los puntos duros del barco con la cabeza cada vez que entrábamos a la cabina para algo. Además nos llegaba un olorcillo a quemado que nos hizo temer por el motor, pero después de revisarlo todo no encontramos la causa. O bien venía de tierra o era algún reflujo de los humos del escape provocado por el viento. Por si fuera poco, en toda la vorágine oímos como un arcabuzazo y era que se había roto el pajarín (el cabo que sujeta la vela mayor por debajo), la vela se puso a flamear y tuvimos que cambiarlo haciendo equilibrios sobre la cubierta en mitad de aquella coctelera. Y además lloviendo. Estábamos tan fastidiados que decidimos salirnos del canal balizado, que se adentra cinco millas en el mar, por la penúltima boya roja en vez de por la última, al comprobar que ya habíamos superado los bajos que jalonan el estuario por el Norte y que se llaman “Banco de La Mauvaise” (“La Malvada”). La Guía Imray advierte de esta zona:

Está fuertemente aconsejado evitar el Banco de La Mauvaise (y otros anejos) y contornearlos ampliamente para tomar el canal de entrada a La Gironde, en razón de la presencia de olas rompientes que se forman sobre estos bancos.

Y era verdad, porque las estábamos viendo a nuestro estribor durante todo el recorrido. Pero aquella virada tal vez un poco precoz supuso el tránsito de lo peor a lo mejor de la vela. Al tomar rumbo Norte aquel vientazo del Oeste pasó a entrarnos por el costado de babor, y el resto de la jornada fue una galopada de seis horas en quinta velocidad, prácticamente en un solo bordo, sin bajar de seis nudos y con puntas de nueve, lo que para el Corto Maltés es una auténtica proeza. Las olas, ya sin el efecto del río, solo eran de un metro y no rompientes, muy manejables, y lo único malo que no paraba de llover y tuvimos que ir abrigados como cebollas, con toda la ropa de aguas puesta, después de la sesión de calor del día anterior. Lógicamente con aquella meteorología tristona y con aquel mar arrugado decidimos contornear la isla de Oléron por el Oeste y luego por el Norte, descartando pasar por su extremo Sur, conocido como el Pertuis de Maumusson (45º 47,21’ N; 1º 14,65’ W) que parece la ruta más directa, un atajo que te permite ascender a sotavento de la isla, protegido tanto del viento del Oeste como de las olas. Pero es un paso peligrosísimo en razón de los bajos fondos y las olas rompientes que se forman. La Guía Imray dice de ese paso:

Atención. El Pertuis de Maumusson tiene una barra muy peligrosa que cambia constantemente y puede ser menos profunda que lo marcado en las cartas. La fuerza de la marea sobre esta barra, combinada con cualquier mar de fondo procedente del exterior, causa olas rompientes incluso en buen tiempo. Los Salvadores del Mar de Royan recomiendan a los navegantes en tránsito no intentar este paso, ni siquiera con un tiempo perfecto.

Por si fuera poco, en una navegación anterior Los Salvadores del Mar me habían dado un folleto que decía literalmente:

El Pertuis de Maumusson es un paso estrecho entre la Isla de Oléron y el continente con bancos de arena muy importantes que es preciso rodear, y que ocasionan olas rompientes muy altas y peligrosas que te empujan a la costa. Es imperativo no embocar este paso más que en pleamar. Está formalmente desaconsejado a los navegantes, muchos han dejado allí la vida o han naufragado.

Además, de palabra me dijeron que no se me ocurriera pasar por allí y percibí como un reproche a los navegantes que no hacen caso de su advertencia y luego ponen en peligro sus vidas para ir a rescatarlos. Desde luego con aquella meteorología Iker y yo ni nos lo planteamos. Pero entendíamos que otros navegantes que subieran por aquí agarrándose el estómago después de pasar por lo que habíamos pasado nosotros decidieran atajar.

Así pues llegamos al puertecito de Saint-Denis-d’Oléron (46º 2,06’ N; 1º 22,10’ W) a las 16.22 h, alejados de los focos. Está situado en la costa Este de la Isla de Oléron, muy al Norte pero ya protegido de los elementos que ese día azotaban desde el Oeste, y por lo tanto casi sin olas y con el viento reducido. A nuestra popa entró un barco de guerra colosal que fondeó a sotavento de la isla, y nos recordó otra vez de dónde veníamos. Saint-Denis-d’Oléron es un puerto de los llamados “con umbral”, y para mí la primera experiencia en ellos. La entrada tiene un muro construido en el fondo. En pleamar entras por encima del muro según el calado de tu barco, y al bajar la marea el muro retiene el agua dentro del puerto mientras el exterior se seca. Te quedas como en una palangana y no puedes salir hasta la siguiente marea. Como el Corto Maltés cala muy poco el margen para pasar nosotros era muy amplio. A la entrada del puerto una escala indicaba los metros de agua que había por encima del umbral. Al llamar por la radio para pedir plaza comprendí que en Capitanía tenían un programa de ordenador para calcular el margen de accesibilidad de cada barco en función de su calado, porque me preguntaron el calado (les di 80 cm en lugar de 70 por seguridad) y me dieron un margen horario muy ajustado (con horas y minutos) en que podría pasar. Y lo mismo escuché para otros barcos que se comunicaban con la marina.

En Saint-Denis-d’Oléron tuvimos tiempo para descansar, relajarnos, conocer los alrededores y hacer varias gestiones. En primer lugar Iker desapareció durante un buen rato y volvió con los materiales necesarios para mejorarme la toma de los rizos de la mayor, reenviándola a la bañera. Se había quedado preocupado por los equilibrios que me vio hacer sobre la cubierta, en la desembocadura del Garona, cuando en mitad de la coctelera se rompió el pajarín. Quedó de cine y así lo he mantenido hasta ahora. Vimos algunas curiosidades locales, de esas que te sorprenden y una de las razones por las que es necesario viajar. En el puerto había una recogida selectiva de conchas (si, es verdad) donde se habían depositado de ostras y mejillones, aunque eso sí, en pequeña cantidad (como una caja de pescado). En teoría eran para pulverizarlas y utilizarlas como complemento de la alimentación animal, aporte cálcico en suelos agrícolas y suplementos en medicina humana (se usan para la menopausia y otras indicaciones). Aunque la idea es buena para ir concienciando a la población, la cantidad recogida era tan pequeña que no pasaba de un comportamiento testimonial. En la bahía de Arcachon, en otro viaje, habíamos visto las toneladas de conchas que se generan allí, que se utilizan hasta como materiales de construcción, y de donde podrían suministrar a la industria de reciclaje de una manera muchísimo más eficiente. En Saint-Denis-d’Oléron también había recogida selectiva de restos orgánicos para compostaje. Ambos contenedores, el de conchas y el de compostaje, estaban llenos de bichitos. La marina ofrecía bicis gratis para los amarristas, pero había que devolverlas antes de cerrar las oficinas y no nos dio tiempo, así que recorrimos el pueblo con las nuestras, y nos encantó. Tiene muchas casitas preciosas con coquetos jardines, y una gran playa con casetas de baño de las antiguas, con toda la paleta de colores y algunos dibujos naif que le daban un aspecto precioso. Como la playa estaba a sotavento de la isla, no había ni una sola ola, algo sorprendente recordando de dónde veníamos.

Dormimos perfectamente en aquella palangana cerrada por la bajamar, y decidimos que el día siguiente, antes de ir a La Rochelle, saldríamos cuando lo permitiera la marea para dedicar un par de días a conocer otras islas que hay al Este de Oléron, y meternos por el primer río de la vuelta a Francia, el río Charente, hasta Rochefort.

La opinión de Nacho

¿Cuál es tu trabajo? ¿Dónde estás ahora? ¿Qué ves por la ventana?

Arquitecto Técnico autónomo, fundamentalmente direcciones de obra. Estoy en un andamio... y alrededor escombros, polvo, hormigoneras...

¿Podrías describirnos un día normal de tu vida en tierra?

Normalmente por la mañana en obra o trabajo de campo, y por las tardes oficina (planos, dibujos, presupuestos...).

¿Podrías describirnos un día normal de navegación de esta travesía?

Desayuno en puerto, paseo, compra, gestiones. Zarpamos, navegación, café, navegación, comida a bordo, navegación. Llegar a puerto, buscar un buen amarre, papeles, paseo. Cena a bordo.

Cuéntanos algo que hayas aprendido en tu parte del viaje.

Tran tranito se hace el caminito. Poco a poco pero con regularidad van cayendo las millas.

¿Qué ha sido lo mejor? ¿Y lo peor?

Lo mejor, la desconexión con la rutina que supone un viaje de este tipo. Lo peor, las pocas oportunidades que tenemos de hacer estas cosas.

¿Repetirías la experiencia? ¿Por qué?

Si surgiera la oportunidad, sí. Es una gran experiencia y un recuerdo para siempre.

¿Recomendarías al propietario de un velero pequeño que haga travesías largas con él? ¿Por qué?

Si, con un velero pequeño se pueden lograr los mismos objetivos que con uno grande. Con más austeridad, pero solo requiere de más tiempo.

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