Читать книгу Ladrar al espejo - Álvaro González de Aledo Linos - Страница 13

Capítulo 5
Las primeras islas

Оглавление

Y claro, salir a las 12 h tuvo sus consecuencias. Nos hicimos las 36 millas en diez horas, casi todas a vela, alternando chubascos de los que hacen salir humo del mar con ratos de sol, y en un único bordo amurados a babor gracias al viento del Oeste. Pasamos entre la isla de Ré y el Continente, y luego paralelos a la costa. A las 19.30 estábamos frente a Bourgenay (46º 26,25’ N; 1º 40,70’ W)

que era nuestro destino alternativo si algo se complicaba, pero a pesar de la hora decidimos seguir a Les Sables. Yo ya lo conocía de mi navegación anterior por Bretaña y preferimos continuar, lo que hizo que llegáramos a Les Sables (46º 29,31’ N; 1º 47,44’ W) a las 22 h, prácticamente de noche porque aunque el sol no se había puesto estaba nublado y lloviendo. Nos dirigimos al Quaie Garnier, el más cercano al centro, donde ya no contestaban por la radio y fuimos directos al pantalán de visitantes. En la oscuridad y bajo la lluvia, en aquel pantalán llamado "deseo" unos navegantes desaprensivos habían amarrado su barco justo en medio del espacio disponible. La mujer nos vio llegar y no solo no lo corrió al ver que intentábamos alcanzar el pantalán, sino que se fue para dentro y no nos ayudó a amarrar en el huequecito que nos dejaba.

Por el contrario, en el otro extremo estaba una motora gigantesca, un megayate de tres pisos del que salió una pareja madura no solo a ayudarnos a amarrar, sino a cambiar sus tomas de corriente eléctrica para hacer sitio a la nuestra bajo aquella lluvia como una lámina de cristal. Debían echar de menos a sus hijos o ser almas de la caridad, porque la mujer nos preguntó si teníamos hambre y nos ofreció una hamburguesa caliente. Nos dio vergüenza y dijimos que no, aunque llegábamos con el estómago pegado al espinazo. Luego nos contaron que venían en ese barcarrón desde California. Sí, lo habéis oído bien, desde California. Del Pacífico al Atlántico por el paso del Noroeste, o sea, por el Polo Norte al Norte de Canadá, Groenlandia, Islandia y Europa. Ahora estaban yendo al Mediterráneo y querían llegar a Israel. ¡Y todo a motor! Alucinante. Y menudo consumo de combustible. Nos contaron que tenían un depósito de 15.000 litros, que consumía 24 litros a la hora, y que navegaban a ocho nudos. Y por allí no vimos a ningún marinero, o sea que aquella mole la manejaban ellos dos. Siempre que nos cruzábamos tenían unas palabras amables, en una mezcla de italiano, inglés, francés y español. Una pareja de las que no se resignan a retirarse a casa para ver la tele y hacer tricot. Por el contrario a la pareja joven del velero le faltaba un hervor y no nos daba ni los buenos días.

Utilizamos la mañana siguiente para descansar, ducharnos, hacer la compra, y ver los preparativos de la Golden Globe. Por cierto, las oficinas y aseos de la marina, donde nos habíamos quedado, están en el mismo pantalán flotante, y hacía raro ver las volutas y arabescos del agua de la ducha cuando venían olas. La Golden Globe es una réplica vintage de la primera regata de la vuelta al mundo en solitario de 1968, con barcos y medios técnicos de aquella época, y los participantes iban a tomar la salida en Les Sables. Aquel año mítico fue el de los hippies, el de la revolución de mayo del 68, el anterior a llegar el hombre a la luna, y ni siquiera se sabía si era posible hacer esa vuelta al mundo a vela. De hecho en la de 1968 se apuntaron nueve barcos y solo uno consiguió volver a Europa, el Suhaili, de Robin Knox-Johnston, que se convirtió en el primer hombre en lograr esa hazaña. Fue la regata en la que a Moitessier, el peso pesado de la vela francesa, le dio la venada y decidió no volver a Europa cuando la iba ganando, ese gesto con el que troqueló la vida de muchos navegantes de los años sesenta y posteriores. Al pasar el cabo de Hornos, en vez de remontar el Atlántico hacia Inglaterra decidió seguir hacia el Este para alcanzar otra vez el Pacífico, solo por el gusto de estar en el mar y seguir navegando, porque no le apetecía volver a Europa, y según él “para salvar su alma” (¿qué habría fumado?). No sé si será por la necesidad de ocupar las portadas (se habló más de Moitessier desde entonces que de Knox-Johnston, el ganador) o porque realmente pasar el cabo de Hornos te desencadena una fiebre o una chaladura específica que te obliga a seguir. El propio Knox-Johnston, que desconocía la decisión de Moitessier, que le precedía, escribió en su diario de navegación el 18 de enero de 1969 al pasar el cabo de Hornos (¡y ya llevaba 219 días en el mar!):

Mi primer impulso después de doblar el Cabo de Hornos fue continuar yendo hacia el Este. La sensación de haber pasado lo peor era enorme, y supongo que ese impulso era una manera de hacerle una burla al mismo Océano Austral, casi como para decirle: te he vencido y ahora volveré a hacerlo para demostrártelo. Afortunadamente esa fase pasó inmediatamente. Un periodo de tiempo frío e incómodo puso las cosas en su perspectiva correcta. Empecé a pensar en baños calientes, pintas de cerveza, en el otro sexo y en filetes de carne, y me metí en el Atlántico camino de casa.

Y más adelante, el 7 de abril de 1969 (llevaba 298 días en el mar) escribía:

El empuje que, al cruzar Hornos, me había hecho desear navegar se había roto finalmente. El mar no era ahora un entorno sino un obstáculo entre mi casa y yo. De pronto, deseaba ver a mi gente y a mi país, y cuanto antes mejor.

Volviendo a nuestro viaje, todavía no había llegado a Les Sables ninguno de los barcos participantes en la réplica de la Golden Globe y nos quedamos con las ganas. Por el camino sentimos tristeza al ver abandonado otro barco mítico, el “Findomestic”, un velero de seis metros con el que el italiano Alessandro Di Benedetto dio la vuelta al mundo en 2009 por los tres cabos, en solitario y sin asistencia. En mi navegación anterior a Bretaña, tres años antes, le habíamos visto en el varadero, detrás de una valla, pero al menos expuesto a los visitantes y con unos carteles explicando su hazaña y buscando esponsor para la siguiente participación en la Vendée Globe de 2016. Es un barco un poco más pequeño que el Corto Maltés con el que dio la vuelta no ya a España o a Francia, como nosotros, sino al mundo, y además sin escalas, en solitario, sin asistencia exterior, y sin motor. Salió y volvió a Les Sables-d’Olonne y por eso tiene cierta vinculación con ese puerto, que por desgracia se había convertido en su cementerio. Ahora estaba criando caracoles y sujeto por palés en un patio trasero.

Cuando ya estábamos preparando la salida después de comer, vimos que la hélice había trabado un manojo de algas y tuvimos que sacar el motor para quitarlas. ¡Si hubiéramos sabido lo que nos esperaba en el descenso por los canales al Mediterráneo! Este revoltijo no solo le quita velocidad al barco y aumenta el consumo, sino que puede provocar un calentón y un grave accidente al obstruirse la toma de agua de refrigeración. Más adelante, ya navegando, comprobé que al intentar subir la orza en una empopada, solo subía hasta la mitad. Supuse que también había cogido algas en la quilla, y las siguientes veces ya subía bien, o sea que se soltaron solas. Nos habíamos planteado una etapa corta tras la paliza del día anterior, por eso nos permitimos salir por la tarde: 18 millas hasta Saint-Gilles-Croix-de-Vie (46º 41,44’ N; 1º 57,32’ W) en la costa frente a la isla de Yeu. Fue una travesía de cinco horas con poco viento del Oeste y mucho calor, casi toda con la mayor y el espí viendo deslizarse lentamente el campanario y los rascacielos de Les Sables bajo el horizonte. Llegamos a puerto a las 20 h. El puerto de Saint-Gilles-Croix-de-Vie tiene el romántico nombre de “Port la Vie”, o sea, “Puerto de la Vida” y está en la desembocadura del río “de la Vie”, después de un largo espigón de casi un kilómetro de largo que intenta impedir la colmatación de arena de la entrada. El canal que discurre paralelo a este espigón está dragado a 1,2 metros, pero es muy estrecho y sus márgenes ascienden enseguida a tan solo 20 cm de fondo. La Guía Imray advierte:

La entrada es estrecha y expuesta a los vientos del Suroeste; la marea vaciante tiene una fuerza de hasta seis nudos. Por tanto la entrada es peligrosa cuando los vientos fuertes se oponen a la marea. Incluso en condiciones moderadas es mejor entrar o salir al final de la marea creciente.

Cuando llegamos apenas había viento y la marea era muerta, o sea que para nosotros fue fácil como una suma sin llevadas. El espigón aboca a una marina grande y bien equipada después de una cerrada curva del río a estribor. La Capitanía es un edificio moderno con una planta baja acristalada y una torreta desde donde se tiene acceso a la vista de todo el puerto. Hay que pasarla para llegar al pantalán de visitantes, uno larguísimo (130 metros) y con menos de 1,5 metros de calado en bajamar, que está en la siguiente curva del río, en la orilla derecha. La Guía Imray advierte de que este pantalán suele estar abarrotado, y así fue. Nosotros entramos muy despacio y mirando el fondo, porque a pocos metros de la canal y del pantalán se veía un fondo de basa donde a las gaviotas solo les cubría por el tobillo. Nos tuvimos que quedar abarloados a otro barco porque ya no había sitio. Aunque ahora es una sola ciudad, Saint-Gilles-Croix-de-Vie se originó de la unificación de dos comunidades a ambos lados del estuario del río “de la Vie”, Saint-Gilles-sur-Vie y Croix-de-Vie. En la Edad Media ya era un importante puerto, y ahora su principal actividad es la pesca de sardinas, el turismo, y el astillero Bénéteau, uno de los grandes fabricantes de barcos deportivos en Francia. Aunque río arriba de nuestra posición aún había puentes, los barcos a motor que podían pasar por debajo aún utilizaban los meandros siguientes para fondear en campos de boyas.

Desde que nos acercamos al pantalán vimos que nos seguía, y luego nos ayudaba a amarrar, un chico que reconoció al Corto Maltés porque es de Santander. Nada menos que Javier Cifrián Montenegro (“Cifri” en el mundillo) el navegante cántabro que estaba preparándose para la Mini-Transat de 2019. Es la regata más dura que se conoce, cruzar el Atlántico en barcos de 6,5 metros, en solitario y compitiendo. También la llaman “la Transat de los pobres”, por los limitados presupuestos al lado de las otras regatas oceánicas. En la primera edición, en 1977, participó un barco de Santander, el Cañamín. Ahora la participación exige haber demostrado ser capaz de navegar en solitario, y para acreditarlo tienen que hacer mil millas sin asistencia. Para hacer esas mil millas Cifri se había subido más al Norte de las islas Scilly o Sorlingas (49º 55,83’ N; 6º 20,03’ W) en el Suroeste de Inglaterra, frente a Cornualles. Eso sí que es ser un navegante de cuerpo entero. Sin reconocerle, habíamos escuchado el día anterior por la radio sus conversaciones con otro solitario que estaba haciendo la misma ruta clasificatoria. Pues resulta que cuando estaba ya de vuelta y solo le faltaban sesenta millas le venció el sueño y naufragó el día anterior a vernos. En las travesías en solitario se duerme muy poco y con un solo ojo, y los accidentes por quedarse dormido son de lo más habitual. Incluso hay partidarios de que se prohíban las travesías en solitario porque por definición es imposible mantener la vigilancia permanente, como exige El Reglamento Internacional Para Prevenir Los Abordajes en el Mar (RIPAM):

REGLA 5. Vigilancia. Todos los buques mantendrán en todo momento una eficaz vigilancia visual y auditiva, utilizando asimismo todos los medios disponibles que sean apropiados a las circunstancias y condiciones del momento, para evaluar plenamente la situación y el riesgo de abordaje.

Cifri tuvo la suerte de varar en arena (en la playa justo al lado de la entrada a Saint-Gilles-Croix-de-Vie) y con pocas olas, y no le había pasado nada ni a él ni al barco. Lo malo es que ahora tendría que repetir las mil millas de preparación porque tienen que ser sin asistencia, y para sacar el barco de la playa tuvieron que remolcarle. Cifri había intentado sacarlo por sus medios, hasta tirándose al agua de noche y con el fondeo en la mano buscando aguas profundas, y eso medio dormido, pero no había tenido fuerzas para mover el barco cuando la marea ya se había empezado a retirar. Eso sí que es cuando llueve sopa solo tener tenedor. Pero lo llevaba con buena filosofía, y ya estaba pensando en el mejor momento para repetir las mil millas.

Le invitamos a cenar a bordo y fue una noche muy agradable, compartiendo historias tan lejos de casa bajo una luna musulmana que iluminaba todo. A mí lo que más me animó es que encontraba el Corto Maltés enorme y comodísimo. Lo comprendí perfectamente cuando más tarde nos enseñó su bólido, el “Urro”, al que bautizó así en honor a una esquina preciosa de la bahía de Santander, el cabo donde nace el pantalán de Calatrava. Es la mínima expresión de un “barco” y nos asombró lo espartano que es un Mini-Transat. Se entra a cuatro patas, no tiene asientos ni mesa, la cocina es un simple campingas amarrado al puntal que sujeta el palo, no hay aseo (se hace todo en un caldero) y la cama es una tabla con un saco de velas encima, donde no dormiría ni Simón el Estilita. Pues ellos aguantan allí varias semanas de regata y otros, como Cifri, hasta lo han convertido en su apartamento para vivir siempre que estaba fuera de Santander. Admirable. El día siguiente llevaría el barco a su puerto base en la Rochelle para las reparaciones y prepararse para la repetición de las mil millas. Como lo iba a llevar a motor (un fueraborda creo que de 4 CV, ¡y yo diciendo que el mío de 8 CV es pequeño!) y no tenía depósitos de gasolina, le dimos dos de cinco litros que llevábamos para las etapas interminables de Las Landas y que ya no necesitábamos. Nos despedimos con un abrazo rígido recordándole que la prudencia es la mejor parte del valor, y aún nos saludamos el día siguiente antes de la partida. Por desgracia el gafe le siguió acompañando, y unas semanas después, cuando estábamos en St. Valery-sur-Somme entrando a los canales, nos enteramos de que en la siguiente regata tuvo que abandonar por un problema eléctrico.

El día siguiente, 8 de junio, recorrimos tranquilamente Saint-Gilles porque la etapa hasta la Isla de Yeu era corta y podíamos salir tarde. Llegamos a un estanque de barcos de juguete (46º 41,

4’ N; 1º 55,9’ W) que es una atracción muy original para los niños y que vimos en otros puertos en este viaje. El de Saint-Gilles-Croix-de-Vie está situado tras una esclusa que retiene el cauce del río “Le Jaunay”, un afluente del río “de la Vie”. Son barcos eléctricos para los niños, como los coches de choque pero en el agua. Allí había faros y balizas, y varios sitios de “desembarco” para que aprendieran a hacer las maniobras. Después recorrimos el pueblo, hicimos la compra y salimos a las 13 h.

Fue una navegación veraniega, con sol y el mar llano como una cama con la sábana recién estirada. Al salir de Saint-Gilles el viento era del Oeste, justo de morro, pero a lo largo de la tarde fue rolando al Norte y nos permitió alcanzar Yeu en unos cuantos bordos, haciéndonos las 22 millas en siete horas, todas a vela en una ceñida maravillosa.

Al poco de salir escuchamos por la radio un Pan Pan de una motora blanca con dos personas a bordo, a dos millas de Saint-Gilles, con avería de motor y solicitando remolque. Aunque estaba a nuestra popa no habríamos podido con ella y al poco rato se ofreció otro velero con más potencia de motor a llevarla a puerto. Peor fue la siguiente. A media tarde salió un Pan Pan de una motora con dos personas, con incendio a bordo, entre la isla de Yeu y el Continente, pidiendo ayuda y remolque hasta Saint-Gilles. El señor tenía la voz rara y al principio nos pareció que estaba llorando. La de Salvamento Marítimo le pidió el teléfono (cuando hay incendio puedes quedarte sin batería y la radio deja de funcionar) y al cabo de un rato dijo a la lancha de salvamento que había hablado con el señor y “el pánico se había reducido”. Pero claro, el interesado lo estaba oyendo por el canal 16, como todos los barcos a la redonda y seguramente todos sus amigos del puerto, y quiso dejar claro al colegueo que de pánico nada, que los dos a bordo estaban muy tranquilos y habían apagado el incendio, pero seguían necesitando remolque porque se habían quedado sin motor. Estaban como a seis millas de nosotros, pero claro, con nuestro fueraborda no podíamos remolcarle. Finalmente les fue a recoger la lancha de Salvamento de Saint-Gilles. El señor siempre hablaba con la misma voz y era su tono lo que hacía parecer que estaba en pánico. En los pueblos pequeños nadie es Perico el de los Palotes, todos están fichados y bien fichados, y más con aquella voz y cuando le vieran regresar a puerto con el barco quemado, y él, obviamente, no quería quedarse con el sambenito de que tuvo pánico. Toda la conversación fue por el canal 16.

Llegamos a Port-Joinville (46º 43,77’ N; 2º 20,77’ W) la capital de la isla de Yeu, a las 20 h. Está al Norte de la isla y tiene un calado de 1,2 metros en el canal de entrada y de 1,5 a 2,5 metros en el interior. La entrada es inconfundible, con una gran pasarela peatonal elevada a babor, sostenida por cuatro patas de hormigón impresionantes y que se adentra en el mar. Toda la zona del antepuerto entrando a estribor se seca en bajamar, y tiene además un muelle a flote con esclusa, con calado de 3,7 metros, para los barcos grandes. Yo había pedido plaza por la radio y me dirigí directamente a la C6 que es la que me habían asignado. Pero al llegar estaba ocupada y me obligó a salir de allí en marcha atrás, pedir aclaraciones (le habían dado la plaza a otro) y buscar y amarrar en la nueva. Pero eso que parece una tontería con el Corto Maltés puede ser una odisea, porque al tener el motor a un lado (en estribor) al dar marcha atrás deriva mucho hacia babor, y eso en el pasillo estrecho de una marina que no conoces, y más con viento de lado, puede acabar en un choque con otros de la fila. Todo terminó bien, recorrimos aquel pueblecito que a pesar de ser “la capital” tenía ese aire de viejo péndulo parado de todas las ciudades insulares, y cenamos en una creperie después de ver la puesta de sol, porque ya era tarde para cocinar a bordo.

Nuestra siguiente etapa debería haber sido hasta la segunda isla atlántica hacia el Norte, Belle-Île, saltándonos la isla de Noirmoutier que yo ya conocía de la anterior navegación a Bretaña. La distancia a salvar era de más de cincuenta millas, lo que nos obligó de nuevo a madrugar. Nos levantamos a las 6 h, pero nos recibió una lluvia que se comía los colores, como todas las de Bretaña, y no pudimos salir a navegar hasta casi las 8 h. Entre ese retraso y que al salir no hacía demasiado viento, calculamos que llegaríamos a Belle-Île al atardecer, con la bajamar, lo que nos impediría entrar en su puerto a flote, que tiene una esclusa que solo abre en pleamar. Como por la noche tampoco abre, no podríamos acomodarnos hasta el segundo día al mediodía, teniendo que pasar esa primera noche en la isla amarrados a una boya sin poder bajar a tierra. Por eso preferimos ir a La Turballe, en el Continente justo enfrente de Belle-Île. En la Turballe se puede entrar con cualquier marea y nos permitiría ir a Belle-Île el segundo día por la mañana, y hacernos las 27 millas que las separan antes de que abrieran la esclusa. Esta es una de las cosas que más me gustan de la vela de travesías y que la diferencian de los viajes en coche: que nunca hay un plan definitivo y tienes que resignarte a que los encuentros, las mareas y la meteorología decidan tu suerte.

La primera hora y media, a sotavento de la Isla de Yeu, se la pasó lloviendo y con un viento local entrado allí como por mera curiosidad, lo que nos obligó a ir a motor. Pero luego se levantó el viento del Oeste y nos hicimos las 41 millas en doce horas, en una larga galopada siempre con el espí, y alternando la mayor con el génova atangonado en orejas de burro según de dónde viniera el viento. Una gozada. Al pasar frente a la desembocadura del Loire, río precioso que exploré en mi anterior viaje a Bretaña, nos sorprendió ver mercantes fondeados a doce millas de la costa, esperando la subida de la marea para meterse por el río. Es impresionante ver barcos fondeados en mitad del mar, y comprender el poco calado que debe haber en la desembocadura, que lo hace tan peligroso. Está plagado de pecios.

Llegamos a La Turballe (47º 20,65’ N; 2º 30,89’ W) a las 19.30 h. Su acceso no tiene dificultad, pues aunque tiene unos escollos rocosos a babor de la entrada están por fuera de la escollera, que se divisa desde lejos. El puerto está dividido en dos dársenas claramente diferenciadas, la pesquera al Norte, junto a la lonja, con 2,5 metros de calado, y la deportiva al Sur, entrando a estribor, con solo 1,5 metros de calado, pero suficiente para nosotros. Es uno de los pocos puertos de esta costa con acceso a cualquier hora de la marea. Las oficinas estaban ya cerradas y no contestaban por la radio, así que intuimos cuál era el pantalán de visitantes y nos abarloamos a otro velero francés con tres parejas a bordo. Lo tenían alquilado y fueron superamables con Mario y conmigo, nos invitaron a un aperitivo y nos dieron algunas instrucciones para las etapas siguientes. Me dejaron fotografiar sus instrucciones náuticas para Belle-Île, tres de ellos eran de Brest y me dieron consejos para las navegaciones allí con Ana, y me desaconsejaron firmemente varar en el entorno del Monte Saint-Michel por la peligrosidad de la marea, asegurando que por allí nadie lo hace.

Cuando estábamos en esa conversación entró otro velero de unos siete metros, con dos tiarrones a bordo, que obviamente estaban buscando, como nosotros, el pantalán de visitantes. Me sorprendió que todo lo que con nosotros había sido amabilidad con ellos fuera la misma indiferencia con que miraría una vaca un trébol de cuatro hojas. En el pantalán ya no había más sitio y mi primera reacción fue invitarles a abarloarse a nosotros. Pero como nosotros estábamos abarloados a los franceses y el nuevo barco sería ya el tercero que sujetasen sus amarras, la educación manda que sea el barco más cercano al muelle el que tome la iniciativa. Pues nada, no le invitaban a acercarse y todos lo señalaban y hacían escondidamente un gesto de mímica retorciendo la mano delante de la nariz. Luego me enteré de que en Francia eso significa borrachera, tal vez aludiendo a que a los borrachos se les pone roja la nariz, igual que se te pone roja si te la retuercen. El equivalente al gesto español de empinar el codo. Yo no lo entendía y les pregunté por qué sospechaban que iban bebidos. Para mí ninguno de los dos tiarrones tenía aspecto de ser el que al final de la peli se lleva a la chica, pero los hubiera tenido por compañeros de pantalán sin ninguna aprehensión. Por unanimidad dijeron que por la forma de hablar. Claro, no era nuestro idioma y nosotros no percibíamos esos matices. Al final se colocaron en otro hueco vacío, muy cerca de la rampa de varada, y ni nos dirigieron la palabra, aunque a lo mejor por dentro estaban pidiendo nuestras cabezas.

El principal problema de llegar tarde a un puerto es no poder ducharte si se han ido los de la oficina y no tienes la clave para acceder al baño. En La Turballe nos pasó eso. Los franceses del barco de al lado tenían la clave, pero las duchas funcionaban con un “jeton”, que es una ficha como las antiguas de las cabinas de teléfonos, y la máquina que los suministraba no funcionaba. Yo me duché a bordo pero Mario, más valiente, a pesar de la hora se fue a bañar al mar y luego a las duchas con agua fría de la playa. Cenamos a bordo y por la noche nos tocó soportar el crepitar de la lluvia en el techo, porque cayeron varios chubascos que hasta nos despertaron. A cambio por la mañana nos fuimos antes de que abrieran las oficinas, por lo que involuntariamente nos tuvimos que ir sin pagar, aunque no nos pareció incorrecto porque realmente no habíamos recibido ningún servicio.

Así pues, salimos de la Turballe a las 7.30 h por la necesidad de llegar a Belle-Île con la pleamar, para la apertura de la esclusa de las 15 h. Por eso no nos quedó más remedio que salir bajo un chubasco, y luego aguantar varios diluvios por el camino que hacían ebullir la superficie del mar, aunque hablar de superficie era un eufemismo ya que había tanta agua por encima como por debajo de la línea de flotación. Aun así conseguimos hacernos las 27 millas a vela en unas seis horas y llegar justo cinco minutos antes de la pleamar. ¡Hay que fastidiarse con esta meteorología bretona, llegar a Belle-Île (en teoría “La Isla Bella”) en pleno junio con todo el Pescanova puesto! Esperábamos un paisaje bello como una primavera japonesa y encontramos una tierra que cuando conseguíamos verla entre la lluvia era de un solo color, el marengo, bajo un cielo gris como un elefante recién lavado.

Eso sí, el recorrido estuvo lleno de emociones fuertes. Vimos la primera manada de delfines de este viaje, se acercaron al Corto Maltés por babor y había varios chiquitines. Por la radio empezaron a anunciar ejercicios de tiro del ejército francés. Resulta que no practican solo en Las Landas, también los hacen en esa costa y estaban anunciando maniobras para los próximos días, con dos fragatas que iban a efectuar fuego real y un desembarco. No conseguí coger las coordenadas porque solo las daban en francés, sin decirlas luego en inglés como es lo habitual, a toda velocidad y sin repetirlas, y eran polígonos con varios vértices que anotar. Lo que sí entendí es que estarían navegando por la zona las dos fragatas y que estaba prohibido acercarse a 150 metros de su popa y a 100 metros de su costado. ¡A cualquiera se le ocurre acercarse a “eso”! Tendría que preguntar en Capitanía las fechas y las coordenadas porque los ejercicios iban a ser allí, en la misma bahía de Quiberon por donde tendríamos que pasar para seguir de Belle-Île hacia el Norte. Al llegar a Belle-Île vimos dos grandes barcos de color gris naval fondeados frente al puerto de Le Palais, que es la capital y el puerto principal, y eran las fragatas de los ejercicios que se nos habían adelantado.

Por otra parte decidimos atajar entre la cadena de islas que se desprende de la península de Quiberon hacia el Sureste, concretamente entre Houat (47º 23,34’ N; 2º 57,73’ W) y Hoedic (47º 20,38’ N; 2º 52,74’ W). Son unas islas preciosas que me hubiera encantado conocer. Pero no tienen puerto, hay que desembarcar en playas o zonas de varada, y están rodeadas de peñascos, o sea que no era precisamente el mejor día para arriesgarse. Nuevamente tendrían que quedar para otro viaje. El simple paso entre las dos islas, que se dice así, con media frase, fue una yincana entre escollos espumeantes, balizas, marcas cardinales y esquivar otros barcos que enseguida os contaré, y a veces bajo chubascos en que parecía que de repente se hacía de noche de lo oscuro que se ponía. Y lo de los otros barcos es que con aquella meteorología tan poco católica nos sorprendió ver una cantidad enorme de veleros llenando el horizonte, y navegando todos aparentemente hacia Belle-Île. Los había de todas las formas y tamaños, y con velas de varios colores (los de velas rojas suelen ser veleros de época). Luego nos enteramos de que era una regata amistosa de asociaciones que enseñan a disfrutar de la vela a personas con distintas problemáticas médicas o sociales, como nosotros en Carpe Diem a los niños de oncología 2 . Se ve que lo organizan con mucho tiempo y luego no quieren o no pueden anularlo porque llueva. Y por si todo lo anterior fuera poco, por la radio empezaron a anunciar un temporal del Norte con viento hasta fuerza 7 para el martes (estábamos a domingo) lo que a lo mejor nos retenía en Belle-Île algún día. Aunque dentro de lo malo el puerto tan bien protegido de Le Palais, cerrado con una esclusa, sería un buen sitio para aguantar el temporal.

Finalmente llegamos a Le Palais (47º 20,81’ N; 3º 9,02’ W) a las 14.52 h. No ocupamos la parrilla de ninguna radio, pero después de las dificultades para mí era una emoción especial porque de aquí en adelante ya no conocía la costa, mientras que hasta ese punto la había recorrido en mi anterior navegación a Bretaña, en 2015. O sea que llegaba con todos los sentidos abiertos a las novedades. El puerto está presidido por La Ciudadela, un impresionante fortín construido por Vauban (vuelve a aparecer en el relato) en el siglo XVIII. Es un puerto de ferries que unen la isla al Continente, y sus idas, venidas y maniobras añaden una dificultad más al ya de por sí difícil tráfico en ese puerto complicado. Porque en efecto tiene cuatro dársenas. Un antepuerto no esclusado que no tiene una protección absoluta de los elementos, especialmente cuando sopla del Norte al Este, que deja entrar las olas y el fondeo es movidito. En verano colocan en este antepuerto unos pantalanes flotantes provisionales para los barcos que esperan la apertura de la esclusa. Cuando no los han colocado, o están llenos, solo queda esperar en las boyas; o fondeado, sin acceso directo a tierra. En total cuarenta plazas. Luego viene el “Puerto de varada”, que como su nombre indica se seca en bajamar, y está lleno de pequeñas embarcaciones locales. A continuación el “Bassin a flot”, pasando una esclusa y un puente levadizo, que está dragado a 2,5 metros y es donde se sitúa en muelle comercial y la mayoría de los atraques para la náutica deportiva. La esclusa y el puente se abren solo desde una hora antes a una hora después de la pleamar aproximadamente (depende del coeficiente) y solo durante el día, de 6 a 22 h. A un lado está el muelle comercial, con grúas para pequeñas cargas, naves y almacenes, y enfrente el muelle deportivo con pantalanes. El espacio es reducidísimo y los pantalanes (noventa plazas) no tienen fingers. Colocan a los barcos abarloados unos a otros hasta en filas de cinco o seis. Esa distribución es incomodísima, porque tienes que pasar tus amarras y tus tomas de luz y agua por encima de los demás barcos, para ir a tierra tienes que saltar igualmente de barco en barco, y si de repente un día se quiere marchar uno de los del interior tienen que hacer la maniobra todos los de fuera, dejarle salir y volver a colocarse. Un auténtico lío, pero sin otra solución en un puerto tan abarrotado y además en una isla, porque la única alternativa es no dejarte entrar y hacerte volver al Continente. Y finalmente el cuarto es el “Bassin de la Saline”, el más interior, separado del Bassin a flot solo por un puente levadizo que se abre a demanda, pero ya sin esclusa, dragado a dos metros, y reservado para barcos locales y con diez plazas para visitantes.


Bueno, pues al entrar en Le Palais no tardó en acercarse a nosotros un marinero en una Zodiac para situarnos. Había dos o tres por el puerto exterior recibiendo a todos los que llegaban, y desplazándose en las Zodiac a una velocidad endiablada y derrapando en las curvas, como si toda su vida fuera una recta final. Vimos que a los de la regata los estaban haciendo esperar fuera fondeados, y a los demás nos situaban al fondo del puerto exterior a estribor, justo tras el amarradero del ferry, en un trocito de muelle donde nos abarloamos de tres en tres. Allí esperamos como una hora, durante la cual el tiempo cambió, el cielo se despejó y nos quitamos la ropa de aguas para empezar sudar, y la marinería nos fue pidiendo nuestros datos para situarnos luego en el interior. Había que tenerlo todo claro dado el escaso tiempo de apertura de la esclusa. Luego casi se nos cae la baba al ver que hacían pasar primero a todos los barcos de las causas perdidas, aunque alguno hubiera llegado más tarde que nosotros. Fueron como unos cincuenta barcos, y todos comentábamos si habría sitio dentro para todos o nos harían pasar la noche fuera. Fue un desfile de diversas embarcaciones tripuladas por gente variopinta (algunos con dificultades motoras, otros con patologías psíquicas, etc.), y con mucha cartelería colgada por las bordas relativa a los hospitales o instituciones que esponsorizaban cada barco. Al final nos tocó a nosotros y en una fila lentísima nos fueron pasando al interior. Vimos que los de la regata estaban en el Bassin a flot apretados como termitas, y ya trajinando sus amarras, cables y mangueras para intentar acomodarse en aquella dársena que se les quedaba pequeña como un dedal. Más adelante un marinero me reconoció que nunca se habían visto tan apurados para acomodar a todos los barcos de un solo día. Al Corto Maltés, viéndonos tan pequeños y después de volver a preguntarnos nuestro calado, nos ofrecieron un amarre con finger en la cuarta dársena, el Bassin de la Saline, asegurándonos que estaríamos más cómodos. Y así fue, tras pasar el segundo puente levadizo entramos en una especie de pequeño fiordo donde el agua estaba lisa como el mercurio, con una zona arbolada a estribor y una calle poco transitada a babor, donde nos dieron un atraque con finger y torre de luz y de agua en nuestra misma proa. Por el tambucho veíamos una auténtica selva de árboles en vez de la selva de mástiles a que estamos acostumbrados en las marinas. Un chollo después de lo que habíamos visto fuera.

Entre las maniobras, los papeleos y la ducha se nos pasó la tarde. Las duchas más cercanas eran compartidas con un camping y dejaban mucho que desear, los siguientes días utilizaríamos las más cercanas a la Capitanía, aunque teníamos que ir en bici porque estaban muy lejos. Estaban circulando por el edificio de los aseos los personajes variopintos de la regata y alguno nos pilló desprevenidos. Algunos iban en grupo y se metían al baño equivocado. En el nuestro entró un hombre de mediana edad como revisando los dispensadores de papel y los secadores de manos, pero nos sorprendió que no llevaba nada para abrirlos ni donde anotar ni nada. Luego empezó a preguntarnos cosas inconexas que no entendíamos, hasta que comprendimos que el inconexo era él, dicho con todo respeto por su patología, por supuesto. Solo lo cuento como anécdota. Al volver a bordo estuvimos hablando con una chica a la que habíamos visto tendiendo la ropa en un pequeño barco mercante sin edad, de color rojo fuego, a nuestra popa. Estaba firmemente agarrado al fondo con el mundillo vegetal más variado, y a pesar de su cochambrez cogía huéspedes. Nos contó que lo gestionaba su padre, un antiguo capitán del ferry, que al jubilarse se quedó a vivir en ese barco y alquilaba habitaciones. Ella estaba de visita y no pudo darnos muchas más informaciones.

Era domingo, estaba todo cerrado, y los últimos días habíamos llegado a puerto tan tarde que tampoco habíamos podido ir a la compra, así que teníamos la despensa vacía. En el muelle de la regata los estaban agasajando con una cena al aire libre y estuvimos tentados de incorporarnos, pero acabamos saciando las fatigas del estómago en una pizzería. En Le Palais las gaviotas habían desarrollado una ingeniosa manera de conseguir comida. Ya no se conformaban con sacar restos de las papeleras, es que estaban esperando a la salida de la pizzería y si te veían salir con la pizza en la mano, sobre todo si eran niños, te intentaban dar un susto para que se te cayera y comérsela en el suelo. Un refinamiento de la evolución de la especie.

Dimos unas vueltas por Le Palais antes de acostarnos, llamándonos la atención algunos inventos locales sorprendentes. Como la bahía, con excepción de la dársena detrás de la esclusa, se seca en bajamar, la gente ha inventado lo inimaginable. Por ejemplo un catamarán dedicado a paseos turísticos que, necesitando quedarse fuera para no hacer depender su negocio del horario de la esclusa, le habían puesto bisagras a las popas para poder levantar los timones y que no se clavasen en el fondo. También nos gustó una solución para los anexos en los puertos superpoblados, ¡dejarlos amarrados en corto al muelle de manera que al bajar la marea se quedaran colgados!

El día siguiente alquilamos un Renault 4L, mi coche mítico, para dar la vuelta a Belle-Île. Es curioso los coches que todavía circulan y se alquilan en las islas. Este era una auténtica joya, el empleado me recordó que no tenía ni dirección asistida ni asistencia en la frenada, para que no me confiase, y la única concesión a la modernidad era que le habían puesto un techo solar. Los cristales tenían los pestillos rotos y había que sostenerlos cerrados, si querías seguridad, con un destornillador, aunque realmente allí no hacía falta. ¿Dónde diantres iría nadie con un coche robado en una isla de 16 kilómetros que solo tiene tres carreteras y algunos caminos?

Belle-Île (su nombre completo es, en realidad, Belle-Île-en-Mer, o sea, “isla bella en el mar”) es la más grande de las islas bretonas, con 20 x 9 kilómetros de extensión y 71 metros de alto en su punto culminante. Para no hacer aquí un recorrido turístico de ella solo voy a contar algunas cosas que me llamaron la atención relacionadas con el mundillo náutico. Fuimos al segundo puerto de la isla, Sauzon (47º 22,48’ N; 3º 12,98’ W), al Norte, situado en un profundo fiordo que se seca completamente en bajamar. Fue un gran puerto pesquero que tuvo su apogeo en 1878. Sus fachadas coloreadas, sus callejuelas estrechas y su iglesia (donde una pareja mayor, con la piel arrugada como la de las tortugas, estaba tocando la gaita y se oía en todo el pueblo) le daban un aspecto precioso. A pesar de ser grosso modo un solo fiordo, la información local es un poco pretenciosa porque afirman que consta nada menos que de cuatro puertos: Port Bellec, una simple playuca con boyas fuera del puerto y nada protegida; el “avant-port” o antepuerto, también con boyas y calado máximo de dos metros, en estos dos está prohibido fondear por la presencia de muchas cadenas en el fondo que prácticamente te garantizan que en ancla se enroca; el puerto de varada, que se seca; y el “Bassin de Pen-Prad”, una esquinita al Suroeste del anterior, separada por un pequeño espigón, que ya no es accesible para visitantes en razón de su colmatación de lodos. Otra cosa era la realidad de asomarse al puerto y pensar en entrar allí con el barco: el fondo estaba bastante guarrete, con basa y piedras, y la mayoría de los barcos, hasta los calzados con puntales, estaban tumbados de mala manera. Me hice el firme propósito de intentar evitar los puertos de varada.

Nos sorprendió que en algunas iglesias hubieran sustituido el crucifijo por un barco, que ocupa el lugar preeminente en el altar. El crucifijo entonces lo situaban en el coro, a espaldas de la gente. Lo vimos en varias iglesias, e incluso vimos barcos sobre andas para sacarlos en procesión, como a los santos. Son exvotos muy habituales en las iglesias de los puertos, ofrendas de alguien que cree que la Virgen o un santo le libró de un naufragio, pero que aquí habían desplazado al mismísimo crucifijo y lo debían ver con naturalidad. También nos llamó la atención la utilidad que se puede dar a un velero abandonado, concretamente montarle la botavara al revés y utilizarla de tendal.

Fuimos a la Pointe des Poulains (47º 23, 31’ N; 3º 15,10’ W) en el extremo Norte de Belle-Île, un faro grandioso con alcance de 23 millas en un islote clasificado como reserva natural, al que se puede acceder en bajamar. Un cartel contenía este aviso:

Atención, ustedes pueden quedar prisioneros en el Islote des Poulains. En marea alta, con coeficiente superior a 70, la playa que le separa de la punta queda cubierta por el mar durante varias horas.

Nosotros pasamos en bajamar sin problemas. La senda peatonal es muy agradable y transcurre al lado del Fuerte de Sara Bernhardt, convertido en museo. Fue una famosa actriz de teatro del siglo XIX que veraneaba allí, en Les Poulains. También fuimos al Grande Phare de Goulphar (47º 18,64’ N; 3º 13,64’ W) de 52 metros de alto, en la costa Oeste, y en su entorno las famosas “agujas” de Port Coton (47º 18,30’ N; 3º 14,39’ W). Son unas rocas que salen en vertical del agua, como agujas, y que inmortalizó Claude Monet en algunos de sus lienzos. Su nombre se debe a que cuando hay temporal el agua rompe contra ellas deshaciéndose en espuma blanca, como algodón. Han construido un paseo costero que sigue los pasos del pintor, y puedes hacerte una foto con la misma perspectiva que tuvo él cuando dibujó sus acuarelas, cuyos puntos exactos están marcados y numerados del 1 al 5. Fue en el curso de un viaje previsto de dos meses y medio por Bretaña y Belle-Île, en el que le gustó tanto la isla que finalmente no salió de ella. Es más, no salió de ese pequeño tramo de costa salvaje que tanto le cautivó, donde posaba el caballete frente a una roca y rehacía el mismo dibujo hasta cuatro y seis veces. Finalizamos la ruta visitando Locmaria, en el Sureste de la isla. Su iglesia románica con fachada blanca inmaculada tiene, curiosamente, un crucifijo en el exterior. Es el edificio religioso más antiguo de la isla (siglo XI) y venera a “Nuestra Señora del Tronco Torcido”. Se cuenta que unos piratas holandeses cortaron un árbol que crecía delante de la iglesia para reemplazar el mástil roto de su barco. La Virgen retorció el tronco para que no les sirviera. Las tradiciones religiosas siempre martillean el mismo clavo, y si dan con una población supersticiosa y facilona desarrollan las historias hasta extremos inverosímiles, de los que luego no saben salir si alguien les interroga con ciencia. En sus inmediaciones visitamos otro “puerto” pretencioso, Port Maria (47º 17,64’ N; 3º 4,56’ W) que no es más que una ceja de arena con un espigón donde a duras penas se llegaría con un anexo inflable.

La información que recibíamos ese día era que se confirmaba el temporal del Norte para el día siguiente, martes 12 de junio. Pasamos una noche heladora y cayendo chuzos de punta, de esas que te despiertas soplándote los dedos. En Bretaña la diferencia de temperatura entre la noche y el día es impresionante, parece que no existiera el término medio, y eso en un barco mal aislado te hace la vida incómoda. Yo ya lo conocía de mi navegación anterior por esas costas, y por eso había cogido los sacos de plumas en vez de los de edredón, y a pesar de eso pasaba frío. Pues por la mañana, cuando nos asomamos al mar esperando ver la anunciada tormenta agitando su piña colada, resultó que la predicción fue un fiasco total y finalmente tuvimos un día veraniego, con un vientecito del Norte, el mar en una calma casi tan grande como las del Ecuador, y sobrándonos calor para revender. Lo malo era que la esclusa de Belle-Île solo abría a las 14.30 h y ya no nos daba tiempo para llegar a la siguiente isla, Groix. Además habría ejercicios de tiro en un triángulo al Oeste de la desembocadura del río Etel, que era nuestro segundo posible destino, y si decidiéramos entrar al Etel tendríamos un problema adicional a su ya complicada embocadura, que describiré más adelante. Por eso no nos quedó otra que hacer una pausa y tomarnos otro día de descanso en Le Palais: hacer la colada en una lavandería, callejear, cotillear, ir al mercado, mirar tiendas, entretenernos viendo la vida de la gente o echar una siesta de las de perder el conocimiento. Eso es también la vela de crucero.

Respecto al mercado, nos había llamado la atención que una esquina del puerto de varada estaba llena de conchas y restos de moluscos, una acumulación patológica, hasta el punto de que había afectado a su calado en esa esquina. El día de mercado lo comprendimos. En ese rincón había varios puestos de mariscos, y al acabar el mercado lo que se estaba estropeando lo tiraban al mar. Cuando había agua no se notaba, pero en bajamar se veía toda la cochambre.

Además visitamos la Ciudadela Vauban (otra vez Vauban), un fortín que se alza a espaldas de Le Palais vigilando el puerto (47º 20,96’ N; 3º 9,26’ W). Está rodeado por una alta muralla construida entre 1802 y 1877. Actualmente es un museo y un hotel, y la entrada está restringida. Mario y yo le echamos un poco de cara (no fuimos los únicos) y pasamos al recinto del hotel para conocer el interior de las murallas. Son impresionantes, con almenas en esquinas inverosímiles, cañones apuntando a lontananza y unas vistas extraordinarias sobre el puerto y Le Palais.

Volvimos a recorrer las callejas del pueblo, encontrando a un artesano que hacía maquetas de barcos de pesca con la concha de un mejillón, y con una presentación curiosa en la que se veían los pasos seguidos para lograrlo. Además descubrimos un hotel tocayo de mi barco, el Hotel Corto Maltés. Y al acabar el día, como para dar un toque surrealista a nuestra despedida de Belle-Île antes de agitar los pañuelos, nos fijamos en una curiosa señal de tráfico. Era después de una rotonda en que habían utilizado una vieja baliza marítima para dar la curva y a la vez indicar algunas direcciones. Al salir de ella había un cartel indicador de carretera donde, debajo de otras ciudades (Bangor, Locmaria y Sauzon) y debajo de la indicación de la estación de autobuses, la quinta indicación señalaba la dirección para “la libertad de perderse”, hacia la derecha. Nos sorprendió y nos hizo gracia el concepto tan diferente de la seriedad que tienen en Francia, porque una indicación así sería inconcebible en España.

El día siguiente abriría la esclusa a las 5.30 h y nos tocaría madrugar para pasarla. Iríamos hacia el Norte, y según cómo viéramos el mar intentaríamos entrar en el río Etel o seguiríamos hasta la siguiente isla, Groix.

2 Contado en los libros Carpe Diem. Vela solidaria en Santander, Antequera: ExLibric, 2015, y La sonrisa de Mikel. Dibupoemas de supervivencia, Antequera: ExLibric, 2013.

Ladrar al espejo

Подняться наверх