Читать книгу Ladrar al espejo - Álvaro González de Aledo Linos - Страница 12

Capítulo 4
Conociendo el Río Charente
y el Joshua de Moitessier

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El día siguiente salimos de Saint-Denis a las 9.15 h, y esta vez el horario no lo marcaba la premura mayor o menor de la etapa que nos esperaba sino la altura de la marea sobre el umbral del puerto. Curiosamente la tabla de mareas que me dieron en la Capitanía no especificaba si se refería a hora oficial o a la hora UTC (en verano, dos horas de diferencia) y tuve que llamarles para aclararlo, porque la remontada y luego el descenso del río Charente eran muy dependientes de la marea. Resultó que era la hora oficial y por tanto podíamos manejar las tablas sin hacer correcciones. Aproveché para ajustar el reloj de mareas del barco a la marea local, porque no lo había hecho desde Santander y ya acumulaba algunas horas de diferencia.

Nuestro objetivo era navegar por las aguas protegidas entre la Isla de Oléron y el Continente, esa especie de mar interior conocido como Pertuis d’Antioche, y conocer los fuertes y las islas que lo jalonan y el río Charente hasta la ciudad de Rochefort. Luis XIV eligió Rochefort para establecer el mayor arsenal militar de Francia, que rivalizaría con Toulon en el Mediterráneo, y la entrada del río estaba protegida por varios fuertes, situados tanto en la costa como en las islas. El más famoso es el Fort Boyard (45º 59,97’ N; 1º 12,83’ W) construido sobre un escollo a escasas siete millas de Saint-Denis y que ha quedado sobresaliendo directamente del agua, sin tierra alrededor. Como no había viento hicimos las siete millas a motor aprovechando para algunos bricolajes, como sustituir la polea del pajarín en el extremo de la botavara, que al cambiar el cabo para la toma de rizos habíamos visto que tenía el borde deteriorado.

El Pertuis d’Antioche tiene unas normas específicas de navegación, basadas en la coexistencia de la navegación marítima y la fluvial y en el tráfico de mercantes que remontan el río Charente. El tráfico marítimo está definido como tal hasta el puente colgante de Tonnay-Charente (45º 56,40’ N; 0º 53,15’ W) más arriba del cual se considera navegación fluvial y se rige por los reglamentos y la titulación fluvial de los patrones. No se puede navegar a más de doce nudos y los barcos deportivos deben mantenerse alejados de la derrota de los mercantes. El fondeo está prohibido fuera de las zonas específicamente señaladas para ello, y está prohibido dormir a bordo de las embarcaciones fondeadas. Es obligatorio tener abierto el canal 12 de VHF cuando pasan los mercantes, y la navegación a vela está prohibida por la noche o con visibilidad reducida por la niebla. Como se ve, unas condiciones muy restrictivas y que hay que conocer al moverse por allí.

Iker y yo dimos varias vueltas en torno al famoso fuerte, alimentando los ojos entre una multitud de embarcaciones ligeras dedicadas a la pesca. El Fort Boyard fue construido en el siglo XIX bajo el gobierno de Napoleón Bonaparte. Es un edificio ovalado de unos 80 metros de largo y 20 de alto, con un patio en su interior y huecos para los cañones en los pisos superiores. Su ubicación en el banco Boyard fue providencial, porque debido al limitado alcance de los cañones los campos de fuego entre las fortificaciones de las islas de Aix y Oléron no se superponían, y por lo tanto el acceso al río Charente no estaba protegido al 100 %. Al principio la tarea se consideró imposible, y Vauban, un ingeniero militar (acordaos de él) del que hablaré más veces pues construyó muchas de las fortificaciones que conocimos en este viaje (de hecho, otro de los fuertes del Pertuis d’Antioche) dijo al rey Luis XIV: ”Su majestad, sería más fácil apoderarse de la luna con los dientes que intentar semejante empresa en aquel lugar”. Pero después de varias incursiones de los ingleses se retomó la idea, trayendo bloques de piedra para construir una plataforma aprovechando las bajamares, sobre la que se levantaría finalmente el fuerte en tiempos de Napoleón, finalizándose en 1866. Lo malo es que cuando se terminó los progresos de la artillería habían permitido duplicar el alcance de los cañones, y realmente ya no era necesario. Después de darle varios usos, en 1913 el ejército lo abandonó, en 1961 lo adquirió un particular que finalmente lo dejó abandonado, hasta revenderlo en 1989 a un productor de concursos televisivos que realizó en él varios programas. Actualmente su acceso es restringido y solo puede contemplarse desde fuera. En su lado Oeste tiene anexa una plataforma metálica sobre cuatro patas, comunicada con el fuerte por una pasarela, que afea todo el conjunto y procuran que no se vea en las fotos promocionales, y que suponemos que sirve de punto de desembarco tanto por mar como por helicóptero. No obstante, por su cara “buena” el fuerte da una imagen impactante, como si estuviera flotando en el mar, y es la imagen de todo el merchandising de la zona. Hay excursiones en barco desde La Rochelle y sitios más alejados, aunque todas deben limitarse a contemplarlo desde fuera.

En el Pertuis d’Antioche y a lo largo del río hay muchos otros fuertes, pero ninguno tan espectacular. Por ejemplo el Fort Enet (46º 0,22’ N; 1º 8,58’ W) construido en una islita, el Fort de la Rade (46º 0,53’ N; 1º 10,59’ W) en la Isla d’Aix, el de la Isla Madame (45º 57,63’ N; 1º 6,99’ W), el Fort de L’Aiguille o Fort Vauban (45º 59,79’ N; 1º 6,45’ W) en la península de Fouras, el Fort Vasoux en el Continente (45º 57,52’ N; 1º 4,56’ W), y otros en el interior del río, como el Fort Lupin (45º 57,42’ N; 1º 1,99’ W) precioso detrás de una fila de cabañas de pesca sobre palafitos.

Después comimos en unas boyas gratuitas que hay en la isla de Aix ex profeso para esperar el remonte de la marea, porque no se puede navegar contra ella por el río Charente (nosotros le calculamos cuatro o cinco nudos de corriente). La Isla de Aix se reconoce fácilmente por dos faros gemelos de color blanco, con el copete rojo tan brillante que parecía que los hubieran barnizado, y que por cierto están construidos en el interior del Fort de la Rade. Uno de ellos posee la luz blanca que barre todo el horizonte, y el otro una pantalla roja para cubrir el sector peligroso de unos escollos. En la época en que se construyeron (1889) la tecnología de los faros de sectores no estaba muy desarrollada, y se prefería alejar el filtro coloreado del foco de luz blanca para disminuir el “ángulo de indecisión” (el ángulo en que la luz no es totalmente roja ni totalmente blanca). Por eso la existencia de los dos faros gemelos que funcionan conjuntamente, y no como otros lugares que vimos en el viaje en que uno de los dos faros estaba en desuso.

Ya por la tarde remontamos las quince millas del río Charente hasta Rochefort, con el génova y un poquito de motor y siempre a favor de la marea, navegando a 5-6 nudos. Era tan bonito que teníamos que mordernos las mejillas para evitar sonreír tanto que se nos congelara una sonrisa bobalicona. Al inicio del río dejamos a estribor la Isla Madame, que está unida al Continente por una calzada sumergible, esas que en bajamar permiten circular y en pleamar quedan tapadas por el agua. La calzada mide solo media milla, se llama “Passe des Boeufs” (“Paso de los Bueyes”) y le dan tanta importancia que nos facilitaron unas tablas parecidas a las de mareas con las horas en que cada día del año era practicable el paso. Después todo el río estaba sembrado de cabañas de pescadores sobre palafitos, que le daban un aire muy pintoresco.

A media tarde pasamos bajo el famoso puente colgante como el de Portugalete (45º 54,96’ N; 0º 57,64’ W), que estaba en obras y tenía un aspecto muy feo. Habían retirado la barquilla y el paso superior horizontal, y los soportes verticales, lo único que quedaba, estaban llenos de andamios y cubiertos de plástico blanco como si los hubieran escayolado. Qué pena verlo así. Como no lo esperábamos estuvimos temiendo que en realidad estuvieran desguazando el puente, porque para una restauración nos parecía una exageración haber desmontado hasta las vigas de soporte horizontal entre las patas. Pero más adelante en Rochefort nos dijeron que se trataba de una restauración, y que en 2019 estaría de nuevo operativo. Para los del velero fue una decepción, pues era una de las imágenes míticas con las que esperábamos regresar de este viaje.

Todos los tramos del río estaban marcados con enfilaciones (postes de columnas que hay que ver en fila para seguir el buen rumbo), que llevaban una definición por letras, empezando con la A en Rochefort hasta la T en la desembocadura. Le daban al río un aire muy literario. Todo el cauce estaba lleno de veleros amarrados a boyas cerca de las orillas. Y por supuesto el agua del río era marrón, como la de todos los estuarios, de esas donde la mano te desaparece antes de mojar el codo, hasta el punto de que navegábamos siempre remolcando nuestra sombra. Un fenómeno que no se ve en el mar por la claridad del agua. En el canal de Midi era igual, y se repetiría en la última parte de esta navegación, cuando descendiéramos al Mediterráneo por los canales.

Llegamos a Rochefort (45º 56,54’ N; 0º 57,23’ W) a las 18.30 h después de dejar a babor el precioso paseo marítimo (en este caso fluvial) de la Cordelería Real, que visitaríamos el día siguiente, y el dique donde se construyó la réplica de la fragata L’Hermione. Rochefort es un puerto excavado en la orilla derecha del río (subiendo a babor) al que se entra pasando una esclusa que solo abre un cortísimo periodo en torno a la pleamar, menos de una hora. Además hay que tener en cuenta que la marea se retrasa unos veinte minutos respecto a la hora en el mar, por las millas que tiene recorrer el agua río arriba. Aquel día abría de 19.20 a 20.05 h, es decir, escasamente tres cuartos de hora, y para más seguridad llamé por la radio para confirmarlo y solicitar plaza. Me dijeron que esperase en el muelle de piedra anterior a la esclusa. Había ya cuatro o seis veleros esperando. En uno de ellos se percibía un ambiente triste entre la tripulación. Con los ojos en equilibrio nos confesaron que venían a dejar el velero en seco hasta que consiguieran venderlo, y luego se desahogaron contándonos los buenos ratos que les había hecho pasar en sus múltiples navegaciones, que incluían hasta Irlanda e Inglaterra. El motivo de elegir Rochefort para apalancarlo eran las tarifas económicas al tratarse de un puerto tan alejado del mar. Al parecer es un puerto habitual para este cometido.

El puerto de Rochefort tiene dos dársenas, la primera llamada Quai le Moigne de Serigny es donde acomodan a los barcos de paso, y la segunda o Bassin Bougainville es para las estancias mas “permanentes” que ahora os comentaré. Entre ellas hay unos puentes levadizos que se abren en el mismo horario que la esclusa. Las dos estaban abarrotadas de barcos y el espacio para maniobrar era muy reducido, por lo que había que tener la maniobra bien preparada, las defensas y las amarras sobradas, y no acercarse demasiado al barco que te precedía para evitar sustos en el último momento. Mientras estábamos en el muelle de espera se acercó a cada barco un marinero para darnos los papeles de entrada que había que rellenar, las instrucciones de paso y el sitio de amarre según nuestra eslora. Así se ganaba tiempo y se facilitaba la maniobra, que había que hacer en tan poco tiempo. A la hora exacta se abrió la esclusa y entramos en fila acomodándonos sin problemas. Pero nos llamó la atención que el puerto, incluso nuestra primera dársena, era como un desguace. Un porcentaje alto eran barcos ruinosos y abandonados, habitados o no pero llenos de cochambre y de remiendos, con seguridad no aptos para navegar y dudosamente como vivienda. Los responsables deben estar avergonzados del espectáculo que dan, hasta el punto de que las tarifas establecen una diferencia entre barcos limpios y sucios, siendo más cara para los sucios. Por ejemplo un barco de diez metros costaba 1.633 € al año si estaba limpio y 1.901 € si estaba sucio, aunque no encontré cómo se definía el estado de limpieza ni quién lo decidía. Aunque he de reconocer que en la mayoría de los “sucios” habría unanimidad absoluta entre cualquiera que lo juzgara, salvo, claro está, su propietario. Nunca había visto esta diferencia de tarifas en ninguno de los muchísimos puertos que he visitado, lo que me hace suponer que los responsables son conscientes del problema que se les ha creado.


En la Capitanía había expuestas y a la venta unas acuarelas de temas marinos de un pintor local que nos interesó, pero el marinero no supo darnos referencias ni estaba autorizado a venderlas. Nos indicó que el artista vivía en uno de los barcos allí apalancados en la segunda dársena, que nos señaló. También había un intercambiador de libros de lo más cutre que he conocido, pues era una simple caja de madera sobre un mostrador, donde apenas cabían diez libros. Entre los papeleos de la Capitanía, la ducha y la cena no nos dio tiempo a recorrer el pueblo.

Se nos ocurrió cenar en un restaurante con las mesas de la terraza pegando al puerto, que aparentemente no estaba muy lleno pero donde tardaron dos horas en servirnos. Los barcos estaban amarrados tan cerca de los paseantes como para verles el blanco del ojo, y desde las mesas todo el mundo se metía en su vida sin decir “con permiso”. Desde allí estuvimos entretenidos filosofando sobre la vida de una pareja madura que vivía en uno de esos catamaranes ruinosos que he comentado. Todo el barco estaba lleno de trastos desordenados, de telas tapándolos, y tenía hasta andamios colgando por las bordas para acceder a las reparaciones del exterior de los cascos. Tenían una hijita de unos diez años aburrida como en el castillo de los bostezos, a la que habían hecho un pequeño columpio colgado de la botavara, y fuera, en el puerto, sus tres bicicletas para los desplazamientos. Obviamente se habían establecido en aquella ruina intentando restaurarla, pero por la edad canónica de la pareja y los compromisos que les habría creado tener esa hija era evidente que no soltarían amarras nunca. ¡Qué pena esos sueños truncados! Seguramente ellos se veían dando la vuelta al mundo, nosotros solo podíamos ver aquella vida en pantuflas.

Dormimos perfectamente en el desguace y empezamos el día siguiente saliendo de Rochefort a las 7.00 h para pasar la esclusa y dejar el barco amarrado en el pantalán exterior, con objeto de poder visitar la ciudad y luego seguir navegando río abajo cuando nos conviniera, no forzados por el horario de la esclusa por la tarde. El pantalán exterior es uno paralelo al río en una zona que queda en seco en las mareas vivas pero con cierta cantidad de agua en las mareas muertas, como era aquel día. Se trata de un pantalán de espera pero provisto de agua y electricidad, utilizado además por algunas barcas de tráfico local, y que curiosamente tiene sus extremos con forma de proa de barco para no hacer mucha resistencia a la fuerza del río. Aun así tenía las dos puntas aboyadas por los golpes de los troncos que arrastraba. Amarramos de proa a la corriente y con el timón bien sujeto a la vía, y nos fuimos a conocer Rochefort, que nos encantó. Es sorprendente la Cordelería Real, una fábrica de cuerdas impresionante. Es una nave industrial de unos 300 metros paralela al río, perfectamente conservada (ahora es un museo), en un terreno de césped como el de un campo de golf y asomada al río a través de un paseo peatonal, con algunas esculturas alusivas a su actividad y un patio posterior empedrado. Una zona verde de expansión de la ciudad extraordinaria. A su lado está el dique seco donde se construyó la réplica de la fragata L’Hermione, la original de 1779. Durante su construcción ese dique era un punto de atracción turística por sí mismo, y ahora que la réplica ya está finalizada y navegando por distintas concentraciones de barcos clásicos en todo el mundo, ha quedado huérfano. Para intentar mantener cierto atractivo se ha construido un parque infantil de tirolinas, camas elásticas, y similares, sobre una segunda réplica de L’Hermione que esta vez no tiene intención de navegar.

También nos acercamos al barco del pintor de acuarelas que nos interesó pero estaba desierto. Iker tenía interés en comprarle alguno de sus dibujos y le dejamos una nota, a la que ese mismo día contestó por email y consiguieron concretar posteriormente la compra por Internet. A pesar del aspecto descuidado del barco su capitán aseguraba que aún navegaba, aunque ahora estaba en “dique seco” por algún problema familiar.

Luego descendimos el río y en un día precioso de vela llegamos a La Rochelle (46º 8,67’ N; 1º 10,76’ W) deshaciendo el camino que habíamos hecho dos días antes por Pertuis d’Antioche. Allí necesitaba quedarme cuatro días para el cambio de tripulación. Por el camino llamé a la Capitanía de La Rochelle para pedir atraque en el Puerto Viejo, en pleno centro urbano. Es un puerto limitado a barcos pequeños (el canal esta dragado a cincuenta centímetros y el puerto a un metro) y los barcos grandes deben quedarse en el puerto de Les Minimes, antes de La Rochelle a estribor. Me dijeron que para los dos primeros días sí me daban plaza, pero a partir del tercero estaban esperando un acontecimiento náutico en el que vendrían muchos barcos visitantes y tendría que cambiarme a Les Minimes. Así pues enfilamos el canal e hicimos una entrada poco operística entre las dos famosas torres defensivas medievales para llegar al Puerto Viejo. Antes se deja a estribor la esclusa que conduce al muelle del Sur, llamado Bassin del Chalutiers (sería como el puerto pesquero) y después de pasarla una nueva esclusa lleva al muelle del Norte, el Bassin des Yachts (sería como el puerto deportivo). Pero Iker y yo fuimos al muelle no esclusado, el Puerto Viejo.

En la entrada del canal nos cruzamos con el Joshua, el famoso barco de acero de Bernard Moitessier, el purasangre de la vela francesa. El barco se había recuperado después de su último naufragio, se había restaurado, y ahora tenía la categoría de monumento histórico nacional francés y se seguía usando para navegar y dar a conocer la figura de Bernard. Al cruzarnos dimos la vuelta para navegar un rato a su costado y hacernos fotos. Luego, comprendiendo que tendría que volver a La Rochelle, nos propusimos conocerlo. Tiene su puesto de amarre en el Bassin del Chalutiers junto a un mercante a cuyo bordo se ha instalado el Museo Marítimo de La Rochelle. Nos enteramos a qué hora volvía, nos enrollamos con la chica de sonrisa Profiden de la taquilla del Museo Marítimo para que nos dejara pasar, y sin cobrarnos, a pesar de que ya había cerrado (el rollito de dar la vuelta a su país en un velero de seis metros parece que era eficaz) y nos presentamos en el pantalán mientras amarraban.

Allí nos enrollamos con Philippe, el capitán, y Françoise y Laurence, las tripulantes, que nos enseñaron todo y compartimos casi una hora de anécdotas y conversación sobre su héroe. Una experiencia extraordinaria estar en ese barco tan famoso como el Arca de Noé, donde escribió sus libros, donde dio su mítica vuelta y media al mundo durante la Golden Globe renunciando a ganarla con tal de no volver a Europa, y donde vivió su vida bohemia flaco y en posición de loto. La verdad es que es un barco muy mangudo, de francobordo muy bajo, y visto de cerca hasta feo. Tiene varias abolladuras en el casco, que es de acero y se quedan como los golpes en un coche. Pero es curioso ver los inventos de Bernard, por ejemplo el timón interior mirando a popa para ver acercarse las olas en las grandes latitudes, los guardines del timón exterior hechos con un simple cabo dirigido con poleas (sencillo y todo a la vista para que sea fácil de reparar), los manguerotes de la cubierta terminados con una cámara de moto, o los trabajos de ebanistería en la mesa. Yo no soy especialmente forofo de Moitessier, y creo que para conocerle es fundamental leer el libro de Françoise, su mujer, 60.000 millas a vela aparte de sus propios libros. Un gran navegante y comunicador pero un hombre al fin y al cabo, y como todos, una desgarbada colección de puntos flacos, con sus inseguridades, sus contradicciones y sus miedos. Bernard concretamente, cuando navegaba con Françoise tenía un miedo oscuro a las arribadas a puerto, por sus experiencias de naufragios anteriores (con todos sus barcos naufragó cerca de la costa). Y sobre todo sus problemas con las mujeres, que resumió una de las tripulantes del Joshua con esta frase, que sonaba como un sopapo: “Bernard acabó destrozando todos sus barcos... y todas sus mujeres”.

En el Bassin del Chalutiers estaba también, en tránsito, el Galeón Andalucía, una réplica de un galeón español del siglo XVII de seis cubiertas, patrocinado y construido por la Junta de Andalucía y la Fundación Nao Victoria. Con sus 51 metros de eslora pretende emular a los galeones que en el siglo XVII comerciaban con diversos puertos de América y de Asia, y entonces se encontraba en un viaje promocional por las costas de Francia. Volveríamos a cruzarnos con él, navegando, más adelante en este viaje. Tiene un bauprés extraordinario y tres mástiles para sus siete velas. Es de madera de roble, iroko y pino, e incluye toda la tecnología moderna por motivos de seguridad. Recibía visitantes mediante el pago de una entrada. Estuvimos hablando con uno de sus tripulantes, de La Coruña, nos pusimos al día de nuestras respectivas singladuras, y nos enseñó el velero. Cuando ya había confianza nos manifestó su decepción porque siempre navegaban a motor, ya que a vela era un barco tan lento que haría parecer ágil a un robot (creo que me dijo tres nudos a vela y diez a motor) y su principal trabajo era lijar y barnizar, cuando él se había embarcado como voluntario por el afán de aventura y de aprender a navegar a vela en una nave histórica. La vida misma.

Habíamos llegado a La Rochelle un viernes, y el sábado se despidió Iker para volver a España. Yo debía quedarme dos días más a esperar a mi amigo Mario Soler, mi siguiente tripulante, que me acompañaría hasta Brest. Aunque al principio me dijeron que en el Puerto Viejo solo podría quedarme hasta el domingo, por la cantidad de barcos que esperaban, el sábado por la mañana me crucé con el capitán del puerto y lo primero que me dijo es que me había encontrado un hueco de un barco local y podría quedarme allí, en pleno centro de La Rochelle y en medio de todo el ambiente de barcos clásicos, hasta que me marchara el miércoles. Es lo que suele pasarme y una de las ventajas de un barco pequeño, que te encuentran sitio fácilmente en sitios no expresamente reservados al tránsito, pero utilizables al fin y al cabo. O sea que toda mi estancia en La Rochelle disfruté de la comodidad de la cercanía al centro, y sobre todo de una sorpresa inesperada. Suelo decir que quien cree en las coincidencias es que no presta suficiente atención a los detalles. Después de toda una mañana detectivesca me enteré de que el Joshua iba a amarrar en el Puerto Viejo durante la semana náutica, saliendo de su retiro habitual en el Bassin del Chalutiers para estar más “visible” y accesible a los visitantes. Y tras algunas gestiones, hacerme el encontradizo y eso, forzar las coincidencias, conseguí estar abarloado al Joshua, de Moitessier, lo que sería la primera foto mítica de este viaje, igualando o superando a la de la Torre Eiffel que comentaré mucho más adelante.

Los cuatro días en La Rochelle fueron una pausa reparadora en aquella navegación. Aproveché para vagabundear por los muelles, algo de lo que siempre se aprende. Ves por allí los extremos del universo náutico. En lo más cutre, las famosas “joyas del pantalán” que adornan algunos puertos, y que ya os dije que en Rochefort eran legión. ¿Qué tristes historias esconderán estos barcos abandonados, algunos muy valiosos, dejados a pudrir en un sitio lejano? A veces ocultan el fallecimiento de su capitán y el desinterés por la náutica de los herederos. Otras veces un drama personal, una ruptura sentimental, un amor descuidero o simplemente el aburrimiento por seguir navegando, y un capitán solitario acaba de ermitaño en una de esas ruinas contando historias casposas hasta el descanso eterno, lejos de su familia y hasta de su país. Y otras veces a optimistas patológicos que dicen que están preparando el barco para dar la vuelta al mundo, pero ya llevan 10, 15 o 20 años haciéndolo, sin darse cuenta de que el tiempo no pasa en balde y ya solo están para cederles el sitio en el autobús. En el otro extremo los barcos de millonario, barcos de muchos ceros en el talonario, que siempre habían sido de motor y empiezan a ser de vela como un esnobismo más del propietario. Porque cualquier parecido de la navegación en esos palacios flotantes con la noción que tenemos de la vela es pura superchería. Barcos sobrados de repipiez, que pagan más de mil euros por noche en los puertos de tránsito para llevar una vida de castillo, que necesitan varios marineros contratados y se permiten todas las excentricidades, como colocar macetas gigantes en la bañera o, como un catamarán que vi en La Rochelle, llevar como vehículo auxiliar para desplazarse un quad anfibio. Luego están los barcos históricos y sus réplicas, como el Joshua o el galeón Andalucía, y por último los barcos con un uso atípico, como el mercante que ya comenté que alberga el Museo Marítimo de La Rochelle.

Uno de los días lo tuve que pasar encerrado en mi cáscara de nuez por el tiempo sucio. Fue una noche de chubascos en la que tuve que tapar hasta la rejilla de ventilación del tambucho para que no salpicase, y un día en que la niebla se licuaba. Dentro de lo malo estaba cómodo en el Puerto Viejo, con agua, luz y wifi para pasar el rato. Aunque lo de la luz era relativo, porque la torre del pantalán tenía un contador automático que saltaba cada equis horas, me quedaba sin electricidad y tenía que salir a activarlo de nuevo bajo la lluvia. Pero eso, comparado con los chubascos que te pillan navegando, no era nada. Los pantalanes del Puerto Viejo, como muchos otros en Francia, tenían ya una medida de seguridad tontísima pero que salva vidas. Es tan simple como unas escaleras como las de las piscinas, para que si te caes al agua puedas salir. Antes no se le había ocurrido a nadie, pero con el peso de la ropa mojada es casi imposible subir al pantalán sin escalera. Si ya cuesta por el borde de la piscina en bañador, imaginaos con el peso de la ropa y con un desnivel mayor que el de las piscinas. Y no os digo nada si el que se cae, que es muy frecuente, está bebido al volver a bordo después de una parranda. Más de uno se ha ahogado en medio de un manoteo inútil.

Los demás días disfruté de un tiempo veraniego y dediqué la estancia a las cosas de la vida práctica. Varios viajes al súper para la compra y los cuidados del motor y de las velas. Respecto al motor, de La Rochelle hacia el Norte entraba en vigor mi nuevo seguro, que ya dije que tuve que cambiar porque el de Axa solo me cubría hasta 200 millas del litoral español. Pues el nuevo seguro me exigía para la cobertura de robo del fueraborda que estuviera instalado de manera fija o mediante algún sistema antirrobo. Así que tuve que candarlo. Para mí era un incordio adicional en caso de trabar algo con la hélice y tener que sacarlo con urgencia, pero había que hacerlo. También revisé los niveles de aceite. Respecto a las velas, redirigí el cabo del nuevo sistema de rizos que me instaló Iker, para lo que tuve que cambiar algunas poleas de la base del palo y repensar y redistribuir los mordedores. Además marqué con rotulador negro el punto de cierre del mordedor sobre el cabo del rizo para ponérmelo fácil cuando navegase en solitario. Por otra parte llevé a arreglar las gafas, que habían empezado a dejar caer el cristal de estribor. ¡Ay, las gafas! No paran de salpicarse al navegar, luego se secan pero se queda el salitre, se te pueden caer al agua y se te pueden romper. Yo en ese viaje llevaba seis pares por si acaso. Nunca olvidaré el caso de uno que naufragó y no pudo dar su posición a Salvamento Marítimo porque en el vuelco había perdido las gafas de cerca y no era capaz de leer sus coordenadas. En La Rochelle todas las ópticas cerraban, curiosamente, el lunes por la mañana, y tuve que repetir la gestión por la tarde.

Una tarde fui en la bici a las proximidades de lo que llaman, pretenciosamente, “el faro del fin del mundo”. Obviamente ningún mundo finaliza allí, en La Rochelle, y es una réplica del que reconstruyó un vecino de La Rochelle, André Bronner, en la isla de los Estados, en el cabo de Hornos. Allí se situaba el faro que hizo célebre Julio Verne en su novela de 1905. El faro, construido en 1884, había sido abandonado a su suerte en 1902 por las condiciones inhóspitas de aquella isla, hasta que fue redescubierto por André, que se propuso restaurarlo. Y en efecto lo consiguió, volviendo a alumbrar la noche en 1998, y construyéndose su réplica para La Rochelle en el año 2000. Desde entonces es una imagen típica de la entrada por mar a La Rochelle.

En esos días recibí buenas noticias de mi familia (mi hijo y su pareja conseguían trabajo) y en España triunfaba la moción de censura del PSOE, llegando de nuevo a la Presidencia del país un socialista. Detalles que me venían como de muy lejos, pero que demostraban que la vida “real” seguía adelante ajena a nuestras vicisitudes en el barco, pequeñas como una molécula pero que llegaban a absorber todo nuestro esfuerzo. Pero os lo digo a corazón abierto, lo mío a bordo también era muy real. Había quedado con Mario que intentaríamos remontar el segundo río de esta travesía, el Sévre Niortaise, que desemboca al Norte de La Rochelle en otro mar interior, esta vez entre la Isla de Ré y el Continente, llamado Pertuis Breton. Su desembocadura se seca en bajamar en varias millas a la redonda. Pero en pleamar permite acceder primero a través de cultivos de mejillones, luego a través de un paisaje campestre de los de hacer reverencias, y finalmente superando una esclusa y un puente levadizo, a la ciudad de Marans (46º 18,76’ N; 0º 59,64’ W). Se recorren nueve millas retorcidas como un signo de interrogación, entre humedales y abundante vida salvaje, especialmente aves, en el seno de una reserva natural. El acceso es bastante difícil, por secarse la desembocadura y abrir la esclusa solo en el momento de la pleamar local (que a su vez se retrasa veinte minutos respecto a La Rochelle), y además mediante el único y extraño sistema de avisar por teléfono al esclusero 24 horas antes. Es una de las últimas esclusas de apertura manual que queda en Francia, se construyó en 1882 y está catalogada como monumento histórico. Lo de avisar el día anterior no sé si será solo para que el esclusero madrugue como nosotros o también para que vaya tonificando los bíceps para la manivela. El Sévre Niortaise no lo había recorrido en mi anterior viaje a Bretaña, y me apetecía mucho conocerlo. Pues al llamar desde La Rochelle para que me abrieran el día siguiente resultó que el puente levadizo estaba averiado, o sea que no se podía pasar a Marans sin desarbolar, y la reparación llevaría varios días (me abriría la esclusa pero no el puente). No quedó más remedio que echar la rodilla a tierra y cambiar de planes, porque naturalmente no iba a desarbolar solo para conocer Marans, y tuvo que quedar para otro viaje.

Finalmente el martes por la noche llegó Mario después de un largo viaje desde Murcia. Entre el trasnoche y que el miércoles por la mañana no paraba de llover, estuvimos esperando una escampada que no se presentó y salimos de La Rochelle casi a las 12 h bajo la lluvia. Nos esperaban 36 millas hasta Les Sables-d’Olonne, nuestro destino alternativo al no poder ir a Marans.

La opinión de Iker

¿Cuál es tu trabajo? ¿Dónde estás ahora? ¿Qué ves por la ventana?

Trabajo en una multinacional del neumático, y ahora mismo estoy sentado en una mesa, en casa viendo como la primera depresión del otoño nos pasa por encima. ¡Llueve mucho!

¿Podrías describirnos un día normal de tu vida en tierra?

Actualmente mis días están dedicados al cuidado de mi hija Noa, que ya tiene casi 4 años y está hecha una campeona. Muchos días vamos al barco a merendar y a enredar por allí.

¿Podrías describirnos un día normal de navegación de esta travesía?

El día anterior, durante la cena, preparamos la travesía del día siguiente, miramos meteo y dejamos todo más o menos preparado. La subida de Las Landas (en la que he estado yo) son etapas largas, así que madrugábamos. Al llegar a puerto, después de arranchar el barco, una vuelta por el pueblo para hacer turismo, ¡y vuelta a empezar!

Cuéntanos algo que hayas aprendido en tu parte del viaje.

Nunca había subido Las Landas. Es una zona de navegación que hay que “comprender”. Son etapas largas, puertos con condicionantes de mareas, una zona de prácticas de tiro, que hay que cumplir a rajatabla... ¡Son unas cuantas variables que tienes que manejar! Esta travesía me ha servido para conocer cómo plantear la navegación por esa zona.

¿Qué ha sido lo mejor? ¿Y lo peor?

Para mí el mejor momento del viaje fue la noche desde Arcachon subiendo a Royan. El viento vino, y navegamos toda la noche a 5/6 nudos con viento de través y no demasiado frío, haciendo guardias de dos horas cada uno. ¡Una noche increíble para navegar! Lo peor, las horas de motor desde Capbreton a Arcachon.

¿Repetirías la experiencia? ¿Por qué?

Sí. Desde mi punto de vista, aunque tengas barco propio, hay que navegar lo máximo posible en otros barcos o en otros proyectos. Siempre se aprende y además te obliga a adaptarte a otras maneras de hacer las cosas. Es la mejor manera de multiplicar tus recursos y crecer como navegante.

¿Recomendarías al propietario de un velero pequeño que haga travesías largas con él? ¿Por qué?

¡Pregunta difícil esta! Tengo claro que para disfrutar del mar no hace falta necesariamente un barco grande. Según yo lo veo, el límite lo van a poner tu conocimiento de la navegación, el tiempo del que dispongas y tus ganas. Mucho más atrás estará el barco. Si sabes hacerlo en un 34 pies, probablemente sepas también hacerlo en un 23 pies. Nadie mejor que uno mismo sabe si el barco que tienes es el indicado PARA TI. Lo que para una persona le parece cómodo, para otra persona puede resultar lo contrario.... y todo es respetable… venimos a disfrutar.

Respondiendo a la pregunta... contestaría que sí, claro que se pueden hacer travesías en barcos pequeños... solo es cuestión de tiempo y determinación. Pero también he de decir que, a pesar de pensar de esta manera, yo mismo me pasé a una eslora mayor... y la verdad que no volvería atrás.

¡Buena proa a todos!

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