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EL JOVEN PYNCHON

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Los libros de Thomas Pynchon que me vienen a la mente hoy son los menores, los primeros: La subasta del lote 49 y Un lento aprendizaje, la colección de cuentos que escribió cuando era muy joven, cuatro de ellos cuando todavía estaba en la universidad. Tengo curiosidad por ver cómo escribía, en particular en sus inicios, imbuido de raíz en las influencias y con esa sensación embriagadora de dominar la lengua que experimenta un universitario inteligente. Todos esos cuentos se publicaron en revistas (uno en The Kenyon Review y otro en The Saturday Evening Post), y sin duda era un escritor muy bueno para su edad. Las historias están bien organizadas; los personajes están presentes, aunque no del todo acabados ni muy empáticos; los detalles son creíbles; y el vocabulario rico, variado y bien utilizado. En su mayoría, los personajes son hombres y niños, con apariciones ocasionales de personajes secundarios femeninos como “estudiantes”, madres, “chicas” y “preciosuras de pelo castaño”. Las situaciones de varios de los cuentos se basan en la vida en el ejército y la armada, mientras que el último trata sobre una banda de chicos que hacen bromas en la escuela. El lenguaje tiene cierta crudeza informal: “de cuarta”, etc. También aparecen los tics de un escritor joven, como el uso excesivo de verbos explicativos en los diálogos (cosa que también se traslada a La subasta: “recordó Edipa”, “dijo Di Presso, mirándolo de reojo”, “concedió Di Presso”, “explicó Metzger”), y hay adjetivaciones y descripciones muy logradas (“Hablaba con un acento preciso y seco de Beacon Hill”), nombres extravagantes y diálogos sintéticos (“Se acercó a donde comía Picnic y le dijo: ‘Adivina qué’. ‘Me imaginaba’, dijo Picnic”).

Lo interesante es la compleja posición del autor/narrador respecto del libro, los personajes, la lengua y el lector en esta etapa de la carrera de Pynchon. En ambos libros, opera del modo tradicional: el autor adopta la máscara del narrador (en tercera persona omnisciente) para relatar con un tono y un léxico determinados los sucesos que les ocurren a una serie de personajes. En los cuentos, el autor/narrador permanece, ante todo, en segundo plano: su singularidad estilística pasa más desapercibida y sigue viva la ilusión de que se trata de una realidad familiar aunque alternativa. En cambio, en La subasta del lote 49 aparece más en primer plano, y somos conscientes todo el tiempo del narrador perspicaz y, a través o detrás de él, del autor lúdico, en parte debido a la diestra combinación de palabras muy cultas (“pasillo anular”, “pasillos radiales”, “mohín”) con referencias de la cultura pop (Road Runner), y en especial por los ingeniosos juegos de palabras que inventa al ponerles nombre a los personajes: entendemos que no se espera que le creamos a una mujer llamada Edipa Maas ni a un hombre llamado Stanley Koteks, y dejamos de prestarle atención a la historia para detenernos en el artificio y artífice. Lo que comparten los dos libros es la sensación de que el autor controla muy de cerca a los personajes, la lengua, el libro y probablemente también al lector. A veces, logra el control mediante su dominio de un estilo de prosa o gracias a alguna idea seductora (“Chirriantes, resonantes o como huellas de rayas oscuras hechas por zapatillas y grabadas sobre una delgada capa de humedad, los pasos de la Junta se adentraron en la casa del rey Yrjö, pasaron ante unos espejos trumeau que les devolvían sus imágenes oscuras y desdibujadas, como si se guardaran una parte a modo de costo de entrada”): he aquí el control por persuasión. A veces, por otro lado, el joven autor desborda la elocuencia y termina apelando al exceso de elocuencia, hasta desplegar un poder sobre la mismísima lengua que quizás roza el control por coerción.

Elegí leer las historias antes que la introducción del propio Pynchon (más allá de las primeras oraciones, que explican cuántos años tienen los cuentos: ya más de veinte cuando se recopilaron, y de esa publicación hace otros veinte, por lo que estamos hablando de textos de mucho tiempo atrás). La introducción es bastante extensa y podría condicionar nuestra reacción a los cuentos si la leemos primero, como tal vez sea la intención. De hecho, como hay una introducción tan larga, en este libro el autor se presenta explícitamente en primer plano e implícitamente en segundo plano, tras la máscara del narrador. Frente a la pregunta por el predominio de los personajes masculinos en las historias, donde hay hombres de acciones contundentes y mujeres en su mayoría decorativas o útiles para los hombres (la estudiante que sirve comida, la bailarina de ballet con los dedos de los pies congelados), algo que tiende a excluir o intimidar incluso al público femenino más comprensivo, el propio Pynchon se explica en parte al enumerar algunas de sus influencias de esa época, marcadamente masculinas: Eliot, Hemingway, Kerouac, Saul Bellow, Herbert Gold, Philip Roth, Norman Mailer.

Si buscamos algo más que mera capacidad o incluso pericia en estas historias tempranas, si buscamos la experiencia reciente o la imagen trascendente que promete el futuro del joven escritor, se nos recompensa muy seguido, como con esta imagen de la última historia de la colección: “La integración secreta”: “Cada parcela medía solo quince metros por treinta, ni cerca del tamaño de las propiedades de la Edad de Oro, que eran auténticas y rodeaban el casco antiguo como las criaturas en los sueños rodean tu cama”.

Un espécimen muy interesante de esta primera etapa, “La integración secreta” se publicó por primera vez en The Saturday Evening Post hace más de cuarenta años (un año después de la aparición de V.) y coloca a esa pandilla de bromistas escolares en un escenario rico en posibilidades para la imaginación infantil: la ciudad vieja con urbanizaciones nuevas, la extensa finca con una mansión abandonada, el paisaje natural abierto a la exploración, el centro que incluye un hotel de mala muerte. En una escena descripta con maestría, los chicos bajan en bicicleta por una larga colina a primera hora de la tarde, camino al hotel, “dejando atrás los deberes, dos páginas de ejercicios de aritmética y un capítulo del libro de ciencias”, así como “una película de cuarta, una de esas comedias románticas” que dan en la tele. Como en la ciudad los televisores sintonizan un solo canal, mientras van a la carrera los chicos pueden seguir el progreso de la película de casa en casa, a través de puertas y ventanas “todavía abiertas para recibir el primer frescor de la oscuridad”, a medida que avanza.

En su introducción a Un lento aprendizaje, Pynchon menciona con cierta timidez que este relato le gusta más de lo que le disgusta. De hecho, tanto gusta que hasta nos causa envidia la complicidad entre la banda de chicos y los campos, arroyos, esquinas y callejones donde juegan. La colaboración y distribución de tareas es encantadora: desarrollan un arsenal para sabotear el ferrocarril, reclutan a los estudiantes descontentos del primer curso para destruir la letrina de varones, se infiltran en las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros. La complejidad de sus intrigas es impresionante, al igual que algunos de sus logros, y resulta particularmente ocurrente cómo cobra vida el personaje central, Grover, el adolescente prodigio, con su enorme vocabulario, su caudal de información y sus desplantes humorísticos.

Las bromas pesadas que maquinan podrían ser devastadoras para la comunidad; sin embargo, como Pynchon nos deja saber, los chicos nunca darían “un paso claro ni irreversible” porque “todos los que estaban en la junta escolar, el ferrocarril, la Asociación de Padres y Maestros y la fábrica de papel debían ser la madre o el padre de alguien, ya fuera realmente o como miembros de una categoría; y había un momento en que recurrían mecánicamente a ellos, en busca de calidez, protección, remedios contra las pesadillas o por un golpe en la cabeza o por soledad, y cuando ese reflejo ganaba, volvía imposible cualquier ira en su contra que valiera la pena”. Hay una humanidad lírica y serena en este relato, una dulzura casi desprovista de remordimiento, acogedora e inclusiva, muy alejada del pesimismo complejo y denso, de la fanfarronería de las novelas posteriores, en las que tal vez sea más difícil para los personajes volver a casa y encontrar consuelo al final del día.

2005

Ensayos I

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