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LA COSA ES LA HISTORIA:
EL MANUAL PARA MUJERES DE LA LIMPIEZA DE LUCIA BERLIN

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Los cuentos de Lucia Berlin son eléctricos: crepitan y chisporrotean como dos cables pelados que entran en contacto. Y en respuesta, la mente del lector, cautivada, embelesada, cobra vida y se dispara la sinapsis. Así nos gusta estar cuando leemos, en pleno uso del cerebro, sintiendo latir el corazón.

En parte, la vitalidad de la prosa de Lucia se debe al ritmo: a veces fluido y sereno, equilibrado, de paso lento y relajado, pero otras veces concentrado, telegráfico, rápido. En parte, se debe a los nombres particulares que elige: Piggly Wiggly (un supermercado), Maravilla de Frijoles con Salchichas (una extraña creación culinaria), pantimedias Big Mama (una manera de hablarnos de las dimensiones de la narradora). Se debe al diálogo. ¿Qué son esos improperios? “Por los clavos de Cristo”, “¡Que me parta un rayo!”. A la caracterización: la jefa de operadoras de la centralita dice que sabe cuándo está por terminar la jornada laboral por el comportamiento de Thelma: “Se te desacomoda la peluca y empiezas a decir groserías”.

Y luego está el uso de la lengua, palabra por palabra. Lucia Berlin siempre está escuchando, oyendo. Su sensibilidad a los sonidos de la lengua siempre está presente y, gracias a ella, saboreamos el ritmo de las sílabas, o la perfecta coincidencia entre sonido y significado. Otra operadora, una enojada, se mueve “dando puros porrazos y cachetazos a sus cosas”. En otro cuento, Berlin evoca los graznidos de los “cuervos caóticos, roncos”. En una carta que me escribió desde Colorado en 2000, la lengua es igual de vital: “Ramas cargadas de nieve se quiebran y crujen sobre mi tejado, y el viento sacude las paredes. De todas formas, acogedor, como estar en un barco bien fuerte, una gabarra o un remolcador”. (Atención a esas aliteraciones y a esas rimas).

Sus historias también están llenas de sorpresas: frases inesperadas, revelaciones, peripecias y sentido del humor, como en “Hasta la vista”, donde la narradora, que vive en México y habla ante todo en español, comenta un poco triste: “Por supuesto que aquí también soy yo misma, y tengo una nueva familia, nuevos gatos, nuevas bromas… pero sigo tratando de recordar quién era en inglés”.

En “Panteón de Dolores”, la narradora lidia de niña con una madre difícil, algo que sucederá en varios cuentos más:

Una noche, después de que se marchara Byron, mi madre entró al cuarto donde dormíamos las dos. Siguió bebiendo y llorando y garabateando, literalmente garabateando, en su diario.

–Eh, ¿estás bien? –le pregunté al fin, y me dio una bofetada.

En “Querida Conchi”, la narradora es una estudiante universitaria irónica e inteligente:

Mi compañera de habitación, Ella […]. Ojalá nos lleváramos mejor. Su madre le manda compresas por correo desde Oklahoma todos los meses. Estudia arte dramático. Por favor, ¿cómo va a interpretar a Lady Macbeth si hace aspavientos por un poco de sangre?

Otras veces, la sorpresa adopta la forma del símil, y en sus relatos hay muchos símiles.

En “Manual para mujeres de la limpieza”, escribe: “Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue”.

Y salta enseguida a otra comparación, aún más sorprendente: “Él era como el vertedero de Berkeley”.

Y es igual de lírica al describir un vertedero (ya sea en Berkeley o en Chile) que al describir una pradera de flores silvestres:

Ojalá hubiera un autobús al vertedero. Íbamos allí cuando añorábamos Nuevo México. Es un lugar inhóspito y ventoso, y las gaviotas planean como los chotacabras del desierto al anochecer. Allá donde mires, se ve el cielo. Los camiones de basura retumban por las carreteras entre vaharadas de polvo. Dinosaurios grises.

Para anclar los cuentos en un mundo real y material siempre se recurre a una imaginería que también es concreta y material: “retumban” los camiones, hay “vaharadas” de polvo. A veces las imágenes son bellas, pero otras veces no son bellas sino intensamente palpables: experimentamos cada uno de los relatos no solo con el intelecto y el corazón, sino también a través de los sentidos. Está la profesora de Historia de “Buenos y malos”, su olor a sudor, a ropa con humedad. O, en otro cuento, “el asfalto se hundía bajo mis pies […] olor a polvo y salvia”. Las grullas alzan vuelo “con el rumor de una baraja de naipes”. Está el “polvo de caliche y adelfas”. Y los “girasoles silvestres y malvas” en otra de las historias; y cientos de álamos plantados años atrás, en épocas mejores, crecen fuertes en un barrio bajo. Lucia se la pasaba observando, aunque fuera no más desde una ventana (cuando ya le resultaba difícil moverse): en esa misma carta que me envió desde Boulder, las urracas “caen en picada como bombas” sobre la pulpa de la manzana, “destellos fugaces de turquesa y negro contra la nieve”.

Puede que una descripción sea romántica al comienzo (“la parroquia de Veracruz, palmeras, farolillos a la luz de la luna”), pero el romanticismo se ve interrumpido, como en la vida real, por el detalle realista flaubertiano, que Lucia contempla con gran agudeza: “perros y gatos entre los zapatos relucientes de la gente que baila”. Resulta mucho más evidente que una escritora acepta el mundo tal y como es cuando junto a lo extraordinario ve lo cotidiano, junto a lo bello, lo vulgar y lo feo.

Lucia (o, más bien, una de sus narradoras) explica que su madre le ha enseñado a observar:

Hemos recordado […] tu forma de mirar, sin que nunca se te escapara nada. Eso nos lo diste. La mirada.

No el don de escuchar, en cambio. Nos concedías cinco minutos, quizá, para explicarte algo, y luego decías: “Basta”.

La madre se quedaba bebiendo en su cuarto. El abuelo se quedaba bebiendo en su cuarto. La niña alcanzaba a oírlos tomar de la botella por separado, desde el porche donde dormía. Los hechos forman parte de una historia, pero quizás también de la realidad: o tal vez la historia sea una exageración de la realidad, presenciada con tanto discernimiento y tan entretenida como ficción que, a pesar del dolor que evoca, también nos causa placer, paradójicamente, por la forma en que está contada. Y, en última instancia, el placer supera el dolor.

Lucia Berlin basó muchos de sus cuentos en los sucesos de su propia vida. Uno de sus hijos dijo, cuando ya había muerto: “Mamá escribía historias verdaderas: no necesariamente autobiográficas, pero casi”.

Aunque hoy en día en los círculos literarios se habla, como si fuera algo nuevo, de lo que en Francia se conoce como “autoficción”, la narración de la propia vida, tomada de la realidad prácticamente sin cambio alguno, seleccionada y narrada con criterio e ingenio, en mi opinión es lo que Lucia Berlin ha hecho, o una versión de eso, desde sus comienzos en la década de 1960. Su hijo también señaló: “Las historias y los recuerdos de nuestra familia se han ido remodelando, decorando y editando poco a poco a tal punto que no siempre estoy seguro de lo que pasó en realidad. Lucia decía que no importaba: la cosa es la historia”.

En busca del equilibrio, o del color, cambiaba lo que fuera necesario al componer sus cuentos: los pormenores de los hechos y de las descripciones, la cronología. Reconocía su tendencia a exagerar. Una de sus narradoras dice: “Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero nunca miento”.

Y por supuesto que inventaba. Alastair Johnston, por ejemplo, que publicó uno de sus primeros libros en una editorial independiente, relata la siguiente conversación. Le dijo a Lucia: “Me encanta la descripción de tu tía en el aeropuerto, eso de que te hundiste en su cuerpote como en un sofá”. La respuesta de ella fue: “La verdad es que… no vino nadie. Se me ocurrió esa imagen el otro día y la metí en la historia que estaba escribiendo”. De hecho, algunos de sus cuentos eran pura ficción, como explica en una entrevista. Quien lea sus relatos no puede pensar que por ese motivo la conoce.

Llevó una vida intensa y azarosa, y de sus experiencias extrajo materiales pintorescos, dramáticos y variados que usó en los cuentos. Los lugares donde vivió con su familia durante la infancia y la juventud dependían de su padre: de los empleos que tuvo cuando Lucia era muy pequeña, de la movilización durante la Segunda Guerra Mundial y de su empleo al volver del frente. Por eso, Lucia nació en Alaska y se crio en las comunidades mineras del oeste de Estados Unidos; después se fue a vivir a El Paso con la familia de su madre, mientras su padre estaba en la guerra; y más adelante, cuando emigraron a Chile, Lucia llevó un estilo de vida muy diferente al que acostumbraba, lleno de riqueza y privilegios, retratado en sus cuentos sobre una adolescente en Santiago, sobre la educación católica chilena, sobre las turbulencias políticas, los clubes náuticos, las modistas, los barrios bajos, la revolución. Ya de adulta continuó con la misma vida agitada, llena de desplazamientos geográficos: vivió en México, Arizona, Nuevo México, Nueva York: uno de sus hijos recuerda que de niño se mudaban más o menos cada nueve meses. Años después comenzó a dar clases en Boulder, Colorado, y un tiempo antes de morir se instaló más cerca de sus hijos, en Los Ángeles.

Escribe sobre sus hijos (tuvo cuatro) y los distintos trabajos que tomó para poder mantenerlos, por lo general sin ayuda. O quizás sea más atinado decir que escribe sobre mujeres con cuatro hijos, con ocupaciones similares a las de ella: empleada de limpieza, enfermera en Urgencias, recepcionista de hospital, operadora en la centralita de un hospital, profesora.

Vivió en tantos lugares diferentes y fueron tantas sus experiencias que alcanzarían para colmar varias vidas. La mayoría de nosotros hemos atravesado lo mismo que ella, al menos en parte: los problemas de la infancia, algún romance apasionado; el abuso sexual en la juventud, la lucha contra una adicción, alguna enfermedad grave o discapacidad, un vínculo inesperado con un hermano; o también, quizás, un trabajo aburrido, los compañeros de trabajo complicados, un jefe exigente, e incluso un amigo falso, por no hablar de la fascinación en presencia de la naturaleza: las vacas Hereford hundidas hasta las rodillas en las flores de Castilleja, una pradera de lupinos, una juliana color rosa que crece en el callejón detrás de un hospital. Porque atravesamos lo mismo que ella en parte, o cosas similares, la seguimos sin dudar adonde nos lleve.

En sus relatos, suceden cosas: a alguien le sacan todos los dientes de la boca de un tirón; expulsan a una niña del colegio por pegarle a una monja; un viejo muere en una cabaña en la cima de una montaña, y también mueren sus cabras y su perro acostados en la cama junto a él; despiden por comunista a la profesora de Historia que lleva ropa con olor a humedad. “[N]o hizo falta más. Tres palabras a mi padre. La despidieron ese mismo fin de semana y nunca volvimos a verla”.

¿Será por eso que resulta prácticamente imposible dejar de leer una historia de Lucia Berlin una vez que se empieza? ¿Será porque no dejan de ocurrir cosas? ¿Será también por la voz que narra, tan cautivante, tan amigable? ¿Además del poder de síntesis, el ritmo, las imágenes, la lucidez? Son historias que te hacen olvidar lo que estabas haciendo, dónde estás y hasta quién eres.

“Esperen –así comienza uno de los relatos–. Déjenme explicar…”. Es una voz cercana a la de la propia Lucia, aunque jamás idéntica. Su ingenio y su ironía corren a lo largo de las páginas de sus cuentos y se desbordan en sus cartas: “Está tomando la medicación –me escribió una vez, en 2002, sobre una amiga–, ¡y el cambio es increíble! ¿Qué hacía la gente antes del Prozac? Supongo que azotar caballos”.

Azotar caballos. ¿De dónde sacaba esas cosas? Quizás el pasado seguía tan vivo en su mente como otras culturas, otras lenguas, o la política y las debilidades humanas; sus referencias son tan amplias y diversas, e incluso exóticas, que las operadoras de la centralita se acercan a los clavijeros como lecheras al ordeñar sus vacas; o que una amiga abre la puerta con “su pelo negro […] recogido con rulos metálicos, como un tocado de kabuki”.

Ahora que menciono el pasado: leí este pasaje de “Hasta la vista” varias veces, con deleite, con asombro, antes de darme cuenta de lo que Lucia había hecho.

Una noche hacía un frío espantoso, Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono.

Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos.

En ese entonces, la familia estaba instalada en la parte baja de Manhattan y, en esa época, se apagaba la calefacción al final de la jornada laboral si vivías en un desván. Quizás los postigos de verdad fueran tan viejos como Herman Melville, porque en algunas zonas de Manhattan había edificios de 1860 y eran muchos más entonces que ahora, aunque siguen existiendo todavía. También puede que esté exagerando de nuevo: una hermosa exageración, si así fuera, un hermoso ornamento. A continuación se lee: “Era domingo, así que no había coches”. Como sonaba realista, me tragué lo del fabricante de velas y el carro tirado por un caballo. Sí, lo creí y lo acepté, y recién después de releerlo se me ocurrió que Lucia había viajado una vez más a los tiempos de Melville. Y el “clop, clop” también es propio de su estilo: nada de desperdiciar palabras, mejor agregar un detalle sintético. Y de pronto, el sonido del aguanieve me transportó allí, al interior de esas cuatro paredes, y luego la acción se aceleró y ya estábamos camino a Acapulco.

Es una escritura vertiginosa.

Otro cuento empieza con una de sus típicas frases informativas, bien directas, que enseguida me parecen sacadas de la propia vida de Berlin: “Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono”. La lectura me recuerda a los cuentos de William Carlos Williams, cuando escribía como el médico de familia que era: directo, capaz de presentar con franqueza los detalles de cada enfermedad y su tratamiento, objetivo al informar. Más aún que en Williams, Lucia veía en Chéjov (otro médico) un modelo y un maestro. De hecho, en una carta a su amigo Stephen Emerson, también escritor, afirma que lo que le da vida a la obra de ambos es su desapego profesional, combinado con la compasión. Después menciona que los dos recurren a detalles específicos y son sintéticos: “No escriben palabras que no hacen falta”. Desapego, compasión, detalles específicos, síntesis: vamos por buen camino si queremos identificar algunos de los rasgos más importantes de la buena escritura. Pero siempre hay algo más por decir.

¿Cómo lo hace? Lo cierto es que nunca sabemos lo que vendrá. Nada es previsible. E, igualmente, todo nos resulta natural, verosímil, fiel a nuestras expectativas psicológicas y emocionales.

Al final de “Doctor H. A. Moynihan”, la madre de la narradora parece enternecerse un poco con su padre, un viejo alcohólico, cruel y prejuicioso: “Ha hecho un buen trabajo –dijo mi madre–”. Estamos llegando al desenlace y pensamos (después de lo aprendido tras años de leer cuentos) que la madre va a ceder, que las familias con problemas pueden reconciliarse, al menos durante un rato. Pero cuando la hija le pregunta: “Ya no le odias, ¿a que no, mamá?”, la respuesta, de una honestidad brutal y en cierta medida satisfactoria, es: “Ah, sí… No te quepa duda”.

Berlin es implacable, no se ahorra golpes y, sin embargo, la brutalidad de la vida siempre se ve moderada por su compasión ante la fragilidad humana, por la agudeza y la inteligencia de la voz narrativa, y su conciliador sentido del humor.

En un cuento llamado “Silencio”, la narradora afirma: “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”. (Aunque algunas cosas, agrega, no eran nada divertidas).

A veces el humor es un poco grosero, como en “Atracción sexual”, donde la prima linda, Bella Lynn, toma un avión con la esperanza de hacer carrera en Hollywood, y lleva un corpiño inflable, pero el corpiño explota cuando el avión alcanza la altitud de crucero. Por lo general, recurre a un humor más sutil, que surge naturalmente en el decurso narrativo. Por ejemplo, dice sobre la dificultad de comprar bebidas alcohólicas en Boulder: “Las licorerías son pesadillas mastodónticas del tamaño de unos grandes almacenes. Podrías morir de delírium trémens antes de encontrar el pasillo del Jim Beam”. Luego nos informa que “la mejor ciudad es Albuquerque, donde las licorerías disponen de ventanillas para comprar desde el coche, así que ni siquiera te has de quitar el pijama”.

Como en la vida, la comedia puede emerger en medio de la tragedia: la hermana menor, que se está muriendo de cáncer, se queja: “¡Nunca volveré a ver un burro!”, y al final las dos hermanas se echan a reír, pero es difícil olvidar esa exclamación tan emotiva. La muerte de pronto está a la mano: ya no habrá más burros, ni tantas otras cosas.

¿Será que desarrolló su fantástica habilidad para contar historias gracias a los cuentacuentos que conoció de chica? ¿O será que siempre se sintió atraída por los cuentacuentos, así que los buscó y aprendió de ellos? Ambas cosas, sin duda. Lucia tenía un instinto natural para la forma, para darles estructura a los relatos. ¿Natural? Me refiero a que sus relatos poseen una estructura equilibrada y sólida, pero pasan con muchísima naturalidad aparente de un tema a otro o, en algunos casos, del presente al pasado. Incluso dentro de una misma oración, como a continuación:

Seguí trabajando mecánicamente frente a mi escritorio, contestando llamadas, pidiendo oxígeno y técnicos de laboratorio, mientras me dejaba arrastrar por cálidas olas de sauce blanco, enredaderas de caracolillo y charcas de truchas. Las poleas y los volquetes de la mina por la noche, después de las primeras nieves. El cielo estrellado como el encaje de la reina Ana.

Y además, están esos finales. En muchos de sus cuentos, ¡paf!, llega el desenlace sorprendente e inevitable a la vez, resultado orgánico del material narrativo. En “Mamá”, la hermana menor encuentra el modo de solidarizarse, por fin, con su madre difícil, pero las últimas palabras de la hermana mayor, la narradora (que habla sola o con los lectores) nos toman por sorpresa: “Yo… no tengo compasión”.

¿De dónde nacen las historias de Lucia Berlin? Johnston ofrece una posible respuesta: “Partía de algo tan simple como la línea de una mandíbula, o una mimosa amarilla”. Y Lucia ha dicho: “Pero la imagen debe conectarse con una experiencia determinada, intensa”. Además, en una carta a August Kleinzahler, describe cómo avanza en el relato: “Arranco, y después es como cuando te escribo estas líneas, solo que son más legibles”. Pero, al mismo tiempo, parte de su mente seguramente controlara la forma y la secuencia del cuento, y también su desenlace.

Berlin decía que la historia debía ser real, aunque no sé bien qué quería decir con eso. Creo que se refería a que no fuera artificiosa, ni azarosa, ni arbitraria: había que sentirla, debía tener una carga emocional. A un estudiante le señaló que su historia era demasiado ingeniosa: no trates de ser ingenioso, le dijo. Una vez, estaba componiendo en un linotipo, en metal caliente, y al cabo de tres días de trabajo volvió a fundir los lingotes porque, según dijo, el cuento era “poco auténtico”.

¿Y qué pasa con la dificultad del material (real)?

“Silencio” es un relato donde Lucia incluye los mismos sucesos reales que también le menciona brevemente a Kleinzahler, en una suerte de escritura taquigráfica y tortuosa (“Lucha con Esperanza devastadora”). En el cuento, el tío de la narradora, John, que es alcohólico, conduce borracho con su sobrina en la camioneta. Atropella a un niño y a un perro, lastima al niño y deja ensangrentado al perro, pero no se detiene. Lucia Berlin le dice a Kleinzahler, a propósito del incidente: “La desilusión cuando atropelló al chico y al perro fue Tremenda para mí”. En el hecho convertido en ficción, el incidente y el dolor se repiten, pero también se encuentra una suerte de resolución. La narradora conoce a John cuando no es tan joven, está felizmente casado y es un hombre amable y cordial que ya no bebe. Las últimas palabras de la narradora en el relato son: “Por supuesto a esas alturas yo ya había comprendido todas las razones por las que no pudo parar la camioneta, porque para entonces era alcohólica”.

Sobre cómo tratar el material difícil, Lucia comenta: “Tiene que producirse, de alguna manera, una alteración imperceptible de la realidad. Una transformación, no una distorsión de la verdad. El cuento será la verdad, no solo para quien escribe, también para quien lee. En todo buen texto literario la emoción surge al reconocer esa verdad, no al identificarse con una situación”.

Una transformación, no una distorsión de la verdad.

Hace más de treinta años que conozco la obra de Lucia Berlin, desde que compré el delgado libro de tapa blanda, beige, que publicó Turtle Island en 1981 con el título Angel’s Laundromat. Cuando apareció su tercera colección de cuentos ya había logrado entrar en contacto con ella, a cierta distancia, si bien ya no recuerdo cómo. En la página de guarda del precioso Safe & Sound (Poltroon Press, 1988), tengo su dedicatoria. Nunca llegamos a encontrarnos cara a cara, aunque en una oportunidad estuvimos a punto.

Con el paso del tiempo sus publicaciones salieron del mundo de las pequeñas editoriales para entrar en el mundo de las editoriales medianas, primero con Black Sparrow y luego con Godine. Uno de sus libros ganó el American Book Award. Pero aun con ese reconocimiento y una horda de fanáticos, seguía sin encontrar el amplio público que ya debería haber tenido a esas alturas.

Siempre tuve la impresión de que en otro cuento suyo aparecía una madre con sus hijos recolectando los primeros espárragos silvestres de la primavera, pero por ahora solo la he encontrado en otra carta que me escribió. Yo le había mandado una descripción de los espárragos que hizo Proust. Me respondió:

Los únicos que he visto crecer eran los silvestres, verdes y delgados como crayones. En Nuevo México, cuando vivíamos a las afueras de Albuquerque, cerca del río. Un día de primavera se aparecían pasando la alameda. Como de quince centímetros, la altura ideal para arrancarlos. Mis cuatro hijos y yo los recolectábamos por decenas, mientras la abuela Price y sus chicos estaban río abajo, y los Waggoner, río arriba. Nadie los veía antes, cuando medían unos pocos centímetros, solo cuando alcanzaban la altura perfecta. De pronto, llegaba corriendo uno de los niños, al grito de: “¡Espárragos!”, y el mismo grito se oía en casa de los Price y de los Waggoner.

Siempre he tenido fe en que los mejores escritores encontrarán la manera de ascender tarde o temprano, como la crema en el café, y tendrán el debido reconocimiento: se debatirá su obra y se los citará, sus libros se enseñarán en clase, se llevarán al escenario y a la gran pantalla, se les pondrá música a sus textos y formarán parte de antologías. Quizás, ahora, Lucia Berlin empiece a recibir la atención que merece.

Para cerrar, podría citar casi cualquier pasaje de cualquiera de sus historias, ya sea para reflexionar, ya sea para disfrutar, pero aquí dejo uno de mis favoritos:

¿Qué es el matrimonio, a fin de cuentas? Nunca lo he sabido muy bien. Y ahora es la muerte lo que no entiendo.

2016

Ensayos I

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