Читать книгу Ensayos I - Lydia Davis - Страница 8
DEL MATERIAL NARRATIVO EN CRUDO AL TEXTO TERMINADO:
FORMAS E INFLUENCIAS II
ОглавлениеPara comenzar esta exposición sobre las formas y las influencias, voy a volver a algunas de mis primeras influencias por dos razones. La primera es dar ejemplos del tipo de ficción tradicional que probé escribir cuando recién empezaba. La segunda es describir cómo surgieron dos cuentos muy diferentes a partir de la misma experiencia, uno en mis inicios y el otro unos cuarenta años después. La experiencia que los inspiró tuvo lugar el verano en que cumplí dieciocho, justo después de terminar la escuela secundaria.
Mis padres vivían en Buenos Aires en esa época. Mi padre daba clases en esa ciudad y en La Plata desde el invierno. Viajé a la Argentina para reunirme con ellos en junio y durante dos meses compartimos un amplio piso en la avenida del Libertador, que le habían subalquilado a un ejecutivo de una discográfica británica.
Pasaba los días entre ensayos de violín y clases de baile, trabajando de voluntaria en un orfanato católico y aprendiendo español por mis propios medios, yendo a conciertos con mi madre y saliendo a caminar sola, y también escribiendo en mi diario. Sé, por lo que registré en esas páginas, que durante las caminatas observaba las gallinas enjauladas en los mercados y conversaba en un español poco fluido con carniceros y guardias de embajadas, y al volver a casa anotaba las descripciones de los parques de la ciudad llenos de niebla por la noche y de las “cabezas grises” sobre las tazas de té que alcanzaba a ver cuando me asomaba por las ventanas de las residencias. Me interesaba todo lo que me resultara exótico: una niña gitana que vendía limones en la vereda, los carros de reparto tirados por caballos con ruedas que brillaban a la luz del sol, un gaucho asando cabras enteras en la ventana de un restaurante, pero extrañaba a mis amigos y no siempre sabía qué hacer con mi tiempo.
Los recuerdos de esa época, aunque escasos y fragmentados, siguieron vivos en mi memoria, y un año después, cuando ya había terminado el primer año de la facultad, escribí un relato breve ambientado en la ciudad tal como la recordaba, donde describía el tipo de vida que me imaginaba allí.
Escribí “Caminos” durante el verano de 1966, cuando estaba por cumplir los diecinueve, para un taller de ficción de verano de la Universidad de Columbia. Los talleres de ficción eran mucho menos comunes en aquellos días, y ese fue el único al que me inscribí, aunque cuando cursaba el último año hice un taller de escritura creativa. No existía nada similar a una especialización en escritura creativa en Barnard ni en la mayoría de las universidades. En ese momento, lo lógico para quienes querían “ser escritores” era especializarse en literatura inglesa y, ya con el título, buscar trabajo en una editorial. Creí que yo seguiría esos pasos: qué consejo o ayuda me dieron ya no recuerdo.
Estaba a punto de decir que elegí un camino bastante diferente en los años posteriores a la universidad, pero, de hecho, es cierto que después de trabajar como empleada temporal durante un breve período, fui asistente editorial en W. W. Norton & Co. y trabajé allí unos meses, para ahorrar tanto dinero como me fuera posible. Después me fui a vivir a Francia y no volví al mundo editorial.
Aquí están los primeros párrafos de “Caminos”, que bastan para mostrar lo tradicional que era mi estilo:
Esta tarde el viento soplaba en ráfagas a lo largo de la calle. Las mejillas de las mujeres se encendían de rubor y se les despeinaba el pelo, los hombres se cubrían los hombros con sus bufandas tejidas de flecos. Hoy fue domingo: los puestos de frutas estaban tapiados, las rejas bajas en la entrada de todos los negocios. A medida que caía la noche, solo breves destellos del crepúsculo asomaban en cada cuadra. En la esquina, hay una confitería1 con las puertas de vidrio cerradas y adentro los hombres cabizbajos miraban el té, bufanda arrugada al cuello, mientras movían las manos o acunaban las tazas bajo la luz fría y blanca. Aquí y allá por la calle, en los puestos ubicados entre tienda y tienda, florecían sobre las bandejas golosinas dispuestas en fila. Encima, colgaban tiras de boletos para la lotería nacional. El puestero estaba sentado en un taburete detrás del mostrador, leyendo un periódico doblado. En la esquina opuesta a la confitería, un letrero de neón relucía en la fachada de una parrilla, donde se vendían bistecs grillados.
Un hombre viejo cruzó la calle adoquinada para contemplar la parrilla. Los manteles blancos relucían y algunos mozos con chaqueta blanca conversaban detrás de la barra. Recién anochecía: los comensales no empezarían a llegar hasta las nueve. Mientras miraba a través del cristal, los ojos del viejo se iluminaron un instante bajo las pobladas cejas. Poco a poco, se llevó las manos al cuello del abrigo y lo levantó. Ya lejos del cristal, apoyó las manos sobre los suaves flecos de su chal, hizo una breve pausa y retomó la marcha.
Qué cosa más difícil de decidir, se puso a pensar. No lo quiero en casa conmigo. No se queda quieto como un viejo, sino que come y toma mucho. Nunca se contentaría con tortilla y verduras. Frunció el ceño y luego se puso a pensar en otras cosas. ¿Debería tomar el té en la esquina o volver a casa y tomar un poco de maté? Caminaba solo a paso lento e imaginaba con detalle cada experiencia. Lo consolaba sostener el maté plateado entre las manos, remover las hojas con la larga bombilla plateada. Sentarse en silencio con sus reflexiones, con sus propios olores a humedad, con los sonidos a los que estaba acostumbrado, el ruido metálico de los ascensores al abrirse y cerrarse detrás de la puerta en el pasillo y un murmullo ocasional de voces, el tic tac de un pequeño reloj despertador en su habitación, las otras habitaciones en silencio. Podía sentarse a la mesa de la cocina con La Prensa plegada ante los ojos y volver a mirar la reseña de la primera aparición de Ricci en la ciudad. Estaba a gusto tomando la amarga bebida caliente mientras leía sobre la brillante cadencia que abría el concierto de Ginastera, mientras recordaba la perfecta entonación del violín. Ricci parecía solo al borde del escenario, con la orquesta silenciosa a su espalda. El viejo volvió a fruncir el ceño y se frotó los ojos; se sintió avergonzado, humillado por el ataque de tos. Quería escuchar cada secuencia y cada intervalo, pero resollaba y se atragantaba. Las otras tres mil personas estaban en silencio. Se dijo enojado a sí mismo: Soy un viejo ridículo, estoy arruinando la música.
Según recuerdo, no consideraba a Hemingway una de mis influencias, pero ahora noto las semejanzas: el lenguaje simple, la repetición, las descripciones concretas, la ambientación en un lugar foráneo de habla hispana, los nombres de las cosas en su lengua.
Aquí, a modo de comparación, está el primer párrafo de “Un lugar limpio y bien iluminado”, que, aunque suele incluirse en antologías y abordarse en la escuela o la universidad, no ha perdido para nada la eficacia a la hora de describir, con gran belleza, un lugar y tres personajes. La empatía con que Hemingway retrata al viejo puede haber inspirado incluso, en parte al menos, al viejo de mi cuento. Me pregunto si es posible (aunque se me acaba de ocurrir ahora, al analizar la conexión con Hemingway) que ciertos materiales narrativos o ambientaciones desencadenen en el escritor una reacción y se despierten recuerdos subliminales de reacciones anteriores a un texto importante que ha leído en el pasado. Es decir, ¿será que la ambientación exótica de Buenos Aires, el idioma español, la imagen de cierto tipo de hombres en la calle, en su conjunto, provocaron una conexión sináptica en mi cerebro que me llevó a “Un lugar limpio y bien iluminado”?
Era tarde y el único cliente que quedaba en el café era un viejo sentado a la sombra que las hojas del árbol proyectaban al interceptar la luz eléctrica. De día la calle estaba llena de polvo, pero por la noche el rocío impedía que el polvo se levantara, y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia. Los dos camareros que había dentro del café sabían que el hombre estaba un poco borracho, y aunque era un buen cliente, sabían que si se emborrachaba demasiado se iría sin pagar, por lo que no le quitaban el ojo de encima.
Las diferencias también son evidentes, por supuesto. En el pasaje de Hemingway hay un uso más deliberado de la repetición: “Los dos camareros […] sabían que el hombre estaba […] borracho, y […] sabían que si se emborrachaba demasiado”; también está el uso atípico e intencional de las “y” reiteradas en el párrafo –“y al viejo le gustaba sentarse hasta tarde porque era sordo, y por la noche había silencio y él notaba la diferencia”–, al tiempo que resulta llamativa la ausencia de comas donde otro escritor podría incluirlas; además, se insiste a lo largo del cuento en ciertos elementos de la descripción física: la luz, las sombras, las hojas y el árbol, el polvo y el rocío, la tranquilidad. La recurrencia de las imágenes y la sencillez de la sintaxis se suman a la claridad con la que se imprimen en nuestra mente.
Unos cuantos años después de la universidad, cuando ya estaba instalada en Francia, escribí otro relato basado en mis experiencias en Buenos Aires. Necesito explicar, primero, que el departamento que mis padres subalquilaban incluía los servicios de una madre y una hija, cama adentro, que cocinaban y hacían los quehaceres domésticos. Y, como era tradicional en un gran departamento de lujo, sus habitaciones estaban al fondo de la cocina. El alquiler del departamento, incluidas la cocinera y la mucama, debía ser mucho más económico de lo que hubiera sido en Estados Unidos, porque, me apresuro a decirlo, no vivíamos así en casa. Al principio, los cuatro, y después los tres, vivíamos en un departamento bastante apretado pero bastante cómodo cerca de la Universidad de Columbia: cocina angosta, sofá cama, sin mucama, sin cocinera, sin balcón.
Si bien a mi madre un poco la cautivaba la vida lujosa, y en ese momento sin duda le gustaban las fiestas y tomarse unas largas vacaciones de la cocina familiar, al final se le escapó de las manos: no tenía idea de cómo supervisar el trabajo de las empleadas de casa, porque había crecido en una familia modesta encabezada por una maestra viuda y ahorrativa.
La cocinera argentina era una mujer corpulenta y segura de sus opiniones a la que le gustaba discutir enérgicamente con mi madre. La empleada joven, su hija, era ácida y colérica.
A pesar de lo desconcertante y frustrante que fue para mi madre, la situación me fascinó precisamente porque no se parecía en lo más mínimo a la vida que llevábamos. La madre y la hija desaparecían por la puerta de la cocina a la noche, y reaparecían a la mañana. Nunca vi sus habitaciones. También había una niña muy pequeña que vivía con ellas, de cabello oscuro y ojos oscuros, pero no estaba claro quién era la madre. La niña se escabullía en mi cuarto para verme tocar el violín. La mucama, bastante simplona y siempre de malhumor, venía a buscarla en algún momento: entraba a mi cuarto y la sacaba a la rastra por el bracito.
Al cabo de varios años, escribí un relato llamado “La criada”. Aunque la madre y la hija se basaban en las mujeres de Argentina, no estaba ambientado en un departamento de Buenos Aires, sino en una gran casa solariega de piedra como las que había visto entretanto en la campiña irlandesa, con un amplio pasillo de losas y depósitos encalados en el sótano, y arriba, una sucesión de salones formales vacíos, ventosos y de techos altos. La madre y la hija del relato cuidaban de un hombre solitario llamado Mr. Martin, de quien la hija estaba enamorada a su manera. Es posible que el personaje de Mr. Martin se haya inspirado en el ejecutivo británico que les había subalquilado el departamento de Buenos Aires a mis padres. Pero por sus acciones se parecía más a un protagonista de Edgar Allan Poe, extrañamente silencioso y sombrío. Quizás, aquí también, el personaje elegido se relacionaba con las lecciones que había aprendido al leer a Poe.
Así comienza “La criada”:
Ya sé que no soy linda. Tengo el pelo castaño y muy corto, y es tan escaso que apenas me oculta el cuero cabelludo. Camino con paso veloz y torcido, como si fuera renga de una pierna. Cuando me compré los anteojos pensé que eran elegantes (el marco es negro, con forma de alas de mariposa), pero ya entendí que no me favorecen y debo resignarme, porque no tengo dinero para comprarme un par nuevo. Tengo la piel color panza de sapo y los labios finos. Pero no soy, ni de lejos, tan fea como mi madre, que es mucho más vieja. Tiene la cara pequeña y arrugada, negra como una ciruela pasa, y la dentadura se le mueve en la boca. Apenas soporto sentarme frente a ella durante la cena y me doy cuenta, por su expresión, de que ella siente lo mismo al verme.
Hace años vivimos juntas en el sótano. Ella es la cocinera; yo soy la criada. No somos buenas sirvientas, pero nadie nos despide porque igual trabajamos mejor que la mayoría. Mi madre sueña con ahorrar el dinero suficiente algún día para dejarme e irse a vivir a la campiña. Yo sueño prácticamente lo mismo, aunque cuando estoy enojada y triste la veo sentada al otro lado de la mesa con las manos como garras, y espero que se atragante con la comida y se muera. Así, ya nadie podría impedirme que le revisara el armario para abrirle la alcancía a la fuerza. […]
Siempre que imagino esas cosas, sentada sola en la cocina bien entrada la noche, al día siguiente caigo enferma. Y es mi madre quien me cuida, quien me da de beber agua y me abanica con un matamoscas, sin cumplir con todas las tareas de la cocina, y yo me esfuerzo para convencerme de que no se alegra en silencio por mi debilidad.
Las cosas no siempre fueron así. Cuando Mr. Martin vivía arriba del sótano, éramos más felices, aunque casi nunca nos dirigíamos la palabra.
Y de los últimos párrafos:
Esta es una casa de alquiler. Mi madre y yo venimos con la renta. La gente va y viene, y cada un par de años hay un inquilino nuevo. Tendría que haber sabido que Mr. Martin también se marcharía algún día.
Al releer el cuento, noto que también expresa la típica ambivalencia de una adolescente hacia su madre: puede que le guarde resentimiento, puede que albergue fantasías violentas, pero luego, en tiempos de enfermedad o desesperación, a menudo termina recurriendo a esa misma madre en busca de ayuda.
Décadas después, tras la muerte de mi madre, encontré una carpeta guardada entre sus cosas, donde registraba los problemas que había tenido con la cocinera y la mucama en Argentina. Incluía copias de cartas para amigos y borradores de cartas para la cocinera. A veces le resultaba más fácil poner sus ideas por escrito que tener una conversación directa, fuera su antagonista la cocinera o, de hecho, su propia hija adolescente. Encontré varias hojas en las que había anotado oraciones aisladas en español para usar en la siguiente pelea, junto con las correcciones hechas por una amiga suya, hispanoparlante.
Los materiales que había encontrado me conmovieron y causaron gracia a la vez. Como tantas veces sucedió, mi cuento se inspiró en una mezcla de patetismo y humor, a la que se suma el papel que tiene la lengua, en este caso, las dificultades de mi madre para expresar sus deseos y problemas en español.
Pero, pasadas tantas décadas, mi método para abordar los materiales era ya muy diferente al de “La criada”. En aquel cuento, había tratado de seguir el consejo que se suele dar a los escritores jóvenes: recurre a materiales que conozcas para crear personajes de ficción y una situación ficcional con una trama que surja naturalmente de los personajes y la situación.
En cambio, en esta ocasión no quería procesar los materiales primero y luego crear un cuento tradicional, como había hecho antes: quería preservar los materiales intactos en su mayoría, con su fragmentariedad. Vislumbré la posibilidad de una forma que reflejara la naturaleza intermitente y continua de la batalla de voluntades tal como había sido en la realidad. No inventé nada, simplemente reorganicé lo que había encontrado. Digo “simplemente”, pero desde ya la organización fue un proceso largo: seleccionar, ordenar, recortar, hacer mínimas modificaciones, releer, decidir cuánto del español dejar sin traducir, decidir si usar cursiva para los diálogos, dejar todo reposar un rato y volver a reorganizar.
Al cuento le puse el título “Las mucamas odiosas”, que era como mi madre las había empezado a llamar en cierto momento, aunque no a la cara, por supuesto.
Lo escribí en pasajes muy breves, y uno de los más largos se encuentra cerca del comienzo:
Son mujeres de Bolivia muy rígidas, obstinadas. Resisten y sabotean siempre que pueden.
Vinieron con el departamento. Fue una ganga porque el coeficiente intelectual de Adela es bajo. Es tontísima.
Al principio, les dije: “Me alegra mucho que puedan quedarse, y estoy segura de que nos llevaremos muy bien”.
He aquí un ejemplo de los problemas que tenemos últimamente. El incidente que acaba de ocurrir es típico. Tenía que cortar una medida de hilo y no encontraba la tijera. Abordé a Adela y le expliqué que no encontraba la tijera. Alegó que no la había visto. Fui con ella a la cocina y le pregunté a Luisa si podía cortar el hilo por mí. Me preguntó por qué no lo cortaba con los dientes y ya. Le dije que no iba a poder enhebrar la aguja si lo cortaba con los dientes. Le pedí que por favor buscara alguna de las tijeras y lo cortara, de inmediato. Le dijo a Adela que fuera a buscar la tijera de la señora Brodie, y yo la seguí al estudio para ver dónde la guardaba. La sacó de una caja. De pronto, vi un cordel largo y destejido prendido a la caja y le pregunté por qué no recortaba el extremo deshilachado, ya que tenía la tijera en la mano. Me gritó que de ninguna manera. Quizás algún día hubiera que usar el cordel para atar la caja. Admito que me reí. Le saqué la tijera y lo corté yo. Adela chilló. Su madre se apareció por detrás. Me reí otra vez y entonces chillaron las dos. Y enseguida se callaron.
Ya les dije varias veces: “Por favor, no hagan las tostadas hasta que les pidamos el desayuno. No nos gustan las tostadas tan secas como a los ingleses”.
Ya les dije varias veces: “Por las mañanas, cuando hago sonar la campanilla, por favor tráiganos el agua mineral de inmediato. Después, hagan las tostadas y al mismo tiempo preparen el café con leche. Preferimos el ‘Franja Blanca’ o el ‘Cinta Azul’ de Bonafide”.
Me dirigí a Luisa con amabilidad cuando vino a traer el agua mineral antes del desayuno. Pero cuando le recordé las tostadas, soltó un sermón: ¿cómo se me ocurría que ella iba a dejar que la tostada se enfriara o se endureciera? Pero casi siempre estaba fría y dura.
Ya les dijimos varias veces: “Preferimos que compren siempre leche ‘Las Tres Niñas’ o ‘Germa’ de Kasdorf”.
Adela no sabe hablar sin gritar. Ya le pedí varias veces que hable despacio y que me diga señora, pero jamás me hace caso. También hablan muy fuerte entre ellas cuando están en la cocina.
Muchas veces, antes de que termine de decir dos palabras, Adela me grita: “¡Sí…, sí sí sí…!”, y se marcha del cuarto. La verdad, no sé si podré aguantar más.
Había ensayado algo parecido antes, mucho antes incluso: usar materiales encontrados y dejarlos casi intactos. Las historias de “Los viajes de lord Royston” y “Extractos de una vida” estaban compuestas por textos de otras personas, pero editados y reorganizados con un propósito muy distinto. La primera tenía su origen en una serie de cartas enviadas a Inglaterra por el joven lord Royston desde los lugares exóticos que recorría. La segunda abrevaba de un libro autobiográfico de Shinichi Suzuki, lectura obligatoria para los padres cuyos niños estudiaban un instrumento según el método Suzuki. El elemento de ficción ingresa, en el caso de “Los viajes de lord Royston”, con la transformación de una serie de cartas en texto narrativo único y sin interrupciones y, en el caso de Shinichi Suzuki, con la transformación de una autobiografía de lo más sencilla, escrita en primera persona, a una narración estilizada en primera persona a cargo de un personaje ficticio (ficticio porque ha dejado de ser Suzuki). A su vez, mi intervención (además del cambio de forma: de la narración continua a secciones cortas, con título, casi epigramáticas) modificaba la personalidad y la mirada del narrador.
También usé materiales encontrados, reorganizados y con intervenciones insignificantes, hace muy poco, cuando escribí varios cuentos a partir de las anécdotas que figuran en las cartas de Gustave Flaubert, pero volveré sobre eso más adelante.
Además de esos dos cuentos, “La criada” y “Las mucamas odiosas”, hay un tercer cuento, bastante chiquito, que se inspira en lo que sucedió en Buenos Aires con la cocinera y la mucama. Mientras revisaba el material de la carpeta, vi que uno de los textos podía ser una historia que constara de unas pocas líneas. Por su brevedad, el efecto que produce se aleja mucho de aquel del cuento tradicional y cohesivo “La criada” y del más fragmentario y extenso “Las mucamas odiosas”:
EL PROBLEMA CON LA ASPIRADORA
Un cura está por venir a visitarnos, o quizás sean dos.
Pero la mucama dejó la aspiradora en el recibidor, justo frente a la puerta de entrada.
Ya le pedí dos veces que la sacara de ahí, pero no hace caso.
Y yo no pienso hacerlo.
Uno de los curas, lo sé, es el rector de Patagonia.
Ya es hora de trasladarse a otro país, a otra ambientación, a otra época, mucho después de mi experiencia en Argentina. En los años que siguieron, fui a la universidad, pero también viví en Francia e Irlanda, durante períodos más largos o más cortos. Después, cuando tenía veintiocho, me volví a instalar en Estados Unidos. Viajé a Canadá un mes o dos y me quedé en una casa prestada. Los días transcurrían igual que en Francia e Irlanda: me sentaba en el escritorio para trabajar en un encargo de traducción y, además, en alguna tarea que me había inventado, por lo general escribir algún texto pero también estudiar intermitentemente el alemán, otra constante en mi vida, aunque sin un objetivo inmediato. Me sentaba en el escritorio y miraba por la ventana de vez en cuando. Siempre tengo un cuaderno al lado cuando estoy trabajando o tratando de trabajar, y se convierte en el depósito de cuanta idea o descripción aleatoria se me ocurra. Y trato de registrarlas todas. En aquellos años usaba mucho el cuaderno porque estaba nerviosa: si tenía problemas con un texto (y los tenía a menudo), al menos podía escribir algo en el cuaderno. Aunque sea podía registrar en el cuaderno cuántos problemas tenía con lo que estaba tratando de escribir. O podía anotar una idea para otro cuento, como acostumbraba a hacer Kafka en sus cuadernos. A veces no avanzaba con el cuento, a veces avanzaba enseguida o después. Otras veces el cuaderno albergaba el germen de una idea que más tarde se colaba en un cuento, sin que yo me diera cuenta de que había venido de allí.
Copio aquí una de esas anotaciones de cuaderno o de diario, que data de 1975, y luego dos cuentos a los que dio origen muchos años después. Primero, la entrada del diario, que es relativamente poco distinguida. (Aunque debo hacer una digresión aquí para decir que me parecía muy importante que la entrada estuviera bien escrita, y si la releía, siempre corregía detalles hasta que fuera tan buena como era posible, sin importar su valor. Sigo haciendo lo mismo).
Mi entrada de diario, bastante crítica, consta solo de un par de oraciones largas (decidí cambiar el apellido de la familia en nombre de la discreción):
Una mezcladora de cemento va y viene de la casa de al lado, donde viven los Charray, que están construyendo una cava como la gente porque, con la cava de ahora, les cuesta muy caro el seguro contra incendios para las miles de botellas de vino que tienen. Tienen vinos muy buenos y algunos cuadros extraordinarios (muchos de Riopelle y uno de Joan), pero en lo que hace a la ropa, los muebles y al estilo de vida son aburridos, mediocres, bien de clase media.
Quién diría que una observación tan acotada podía servir para algo, pero cuando la releí años, o más bien décadas, después, debe haberme sorprendido. Tal vez por el tono crítico: aunque yo era joven y muy poco excepcional, tenía una opinión muy definida y me sentía en condiciones de juzgar. Quizás también por la idea de la vecina chismosa, o de cualquier vecino, que espía por la ventana y mira a la familia de al lado, e incluso de a ratos vive su vida por intermedio de esa familia. Tal vez también por lo absurdo y extravagante de la situación, si bien lo absurdo viene determinado por el punto de vista o por la situación de cada personaje: a los ojos de la joven observadora sin mucho dinero y sin carrera, construir una cava nueva resultaba absurdo; en cambio, en el contexto del médico exitoso con ingresos altos y una buena colección de vinos, construir una cava nueva tenía mucho sentido.
Al cabo de unos treinta años, la entrada de diario se convirtió en este cuento:
CÓMO REDUCIR GASTOS
Es un problema que podría tener cualquiera en algún momento. Es el problema que tuvo una pareja que conozco. Él es médico, pero no sé a qué se dedica ella. No los conozco muy bien. Es más, ya ni los conozco. Pasó hace años. Me tenía cansada una excavadora de la casa de al lado que iba y venía, así que averigüé lo que estaba sucediendo. El problema era que el seguro contra incendios les costaba mucho dinero. Querían pagar menos por las primas del seguro. Era una buena idea. No conviene tener gastos fijos muy altos, o más altos de lo necesario. Por ejemplo, no conviene comprar una propiedad con impuestos muy altos, porque no hay manera de reducir el costo y habrá que pagarlos siempre. Trato de tenerlo siempre presente. Cualquiera puede comprender el problema de esta pareja, incluso quienes no gastan mucho dinero en el seguro contra incendios. Aunque no hayamos tenido exactamente el mismo problema, algún día podríamos encontrarnos en un problema parecido, con gastos fijos que aumentan demasiado. Y el seguro les costaba mucho porque tenían una gran colección de vinos muy buenos. El problema no era tanto la colección en sí, sino dónde la guardaban. En realidad, tenían miles de botellas de vino muy bueno y de vino excelente. Las guardaban en la cava, que sin duda era la decisión correcta. Tenían una cava en su casa, sí. Pero el problema era que la cava no era óptima o era demasiado chica. Nunca la vi, aunque una vez vi otra que era muy chica. Era del tamaño de un armario, pero igual me impresionó. Eso sí: probé algunos de sus vinos. Sin embargo, no distingo entre una botella de vino que cuesta 100 dólares, o incluso 30, y una que cuesta 500. En esa cena quizás hayan servido vinos más costosos todavía. No por mí en particular, sino por alguno de los otros invitados. Estoy convencida de que la mayoría de la gente, incluida yo misma, no sabe apreciar los vinos muy caros. En ese momento, yo era muy joven, pero creo que ahora tampoco sabría apreciar un vino costoso. La pareja se enteró de que si ampliaban la cava y le hacían mejoras, pagarían menos por las primas del seguro. Les pareció una buena idea, aunque en principio hacer las mejoras también representaría un gasto. Por lo que vi desde la ventana del lugar donde yo vivía entonces, una casa que me había prestado una amistad en común, la excavadora y otras máquinas y los obreros debían de costar miles de dólares, pero estoy segura de que recuperarían el dinero gastado en unos pocos años, o incluso en un año, con lo que ahorraran en las primas. Así que me pareció una decisión inteligente de su parte. Era una estrategia que se podría aplicar a otros asuntos, y no necesariamente a una cava. Toda mejora que a la larga sirva para ahorrar es una buena idea. De esto ya pasó mucho tiempo. Deben haber ahorrado mucho dinero en total, a lo largo de los años, gracias a las refacciones que hicieron. Ya pasaron muchos años, igualmente, y ya habrán vendido la casa. Quizás con la nueva cava haya subido el precio de venta de la casa y hayan ganado dinero. Yo no era joven sino muy joven cuando vi la excavadora por la ventana. El ruido era lo que me tenía cansada, porque me molestaban muchas otras cosas siempre que me ponía a trabajar. De hecho, quizás me alegraba al ver la excavadora. Estaba impresionada por el vino, y los cuadros excelentes que tenían. Eran agradables y simpáticos, pero no me gustaban ni su ropa ni sus muebles. Pasaba mucho tiempo mirando por la ventana y pensando en ellos. No sé para qué. Probablemente fuera una pérdida de tiempo. Ahora soy mucho mayor. Pero aquí estoy, todavía pensando en ellos. Me olvidé de muchas cosas, pero no de la pareja ni de su seguro contra incendios. Debo haber pensado que podía aprender algo de ellos.
La historia tiene solo un párrafo. Existe una enorme diferencia entre el efecto que produce un único párrafo, sobre todo cuando es largo, y una secuencia de dos o tres párrafos, incluso en un relato corto. En el caso de tres párrafos, el primer párrafo es el comienzo. El punto y aparte del primer párrafo implica que ya nos hemos adaptado medianamente a la historia y podemos avanzar. Después del segundo párrafo, tomamos otro respiro y por fin pasamos al tercer párrafo para llegar al desenlace. Una serie de párrafos también puede implicar que el narrador es organizado, controla la situación. El párrafo ininterrumpido, por otro lado, sugiere más pasión y menos organización: crea la ilusión de que el narrador se ha lanzado a disertar o sermonear casi sin querer y apenas es consciente de ello. Y antes de que se dé cuenta, ha terminado, se detiene en seco, se queda sin aliento. El párrafo único tiene la capacidad de ser más inmediato.
En cuanto a la narradora de esta historia, la veo como una pobre mujer: o no es muy inteligente, o es un poco despistada, o quizás simplemente sea desorganizada e improductiva; es el tipo de persona que, aunque no tenga mucho amor propio, se considera capaz de opinar y dar consejo, que pierde mucho tiempo, que se propone hacer cosas pero no las hace, que tiene ideas pero no las materializa. El personaje me resulta muy claro apenas empiezo a hablar con su voz. Probablemente sea una exageración o una distorsión de la joven que yo era entonces, si bien la percibo mayor ahora, quizás de cuarenta y tantos.
Casi siempre me resisto a la etiqueta de “experimental” que a veces se aplica deliberadamente a toda forma poco tradicional de ficción o poesía, o a toda forma que desconcierte, que parezca rara o extraña. Para mí, experimental significa que el escritor tiene por objetivo poner a prueba una estrategia de escritura concebida de antemano y ver si funciona; que el resultado quizás demuestre algo y quizás no, que tal vez funcione y tal vez no. Para mí, en el experimento hay un plan establecido de antemano, deliberado, conceptual y, al mismo tiempo, bastante incierto. Como por lo general prefiero comenzar los textos sin muchos planes y nunca estoy segura de lo que estoy haciendo exactamente, considero que mis cuentos no son experimentales en ningún aspecto.
Pero hay excepciones. Surgió un segundo relato a partir de esa breve entrada del diario, y en este caso sí sería preciso llamarlo experimental: quería ver si podía usar una cantidad limitada de material para contar la misma historia tanto prospectiva como retrospectivamente. La primera mitad sigue de cerca la entrada, mientras que la segunda mitad cuenta la misma historia, pero presentando el contenido en el orden inverso.
HISTORIA REVERSIBLE
Gastos necesarios
Una mezcladora de cemento de la casa de al lado va y viene. Mr. y Mrs. Charray están construyendo una cava nueva. Tienen miles de botellas de muy buen vino. Por ese motivo, el seguro contra incendios les cuesta mucho dinero. Sin embargo, con una cava mejor, el seguro les costará menos. Tienen vinos muy buenos y algunos cuadros extraordinarios, pero en lo que hace a la ropa y los muebles son bien de clase media baja.
Necesarios gastos
En lo que hace a la ropa y los muebles, el estilo de los Charray es aburrido y bien de clase media baja. Sin embargo, también es cierto que tienen algunos cuadros extraordinarios, muchos de pintores contemporáneos de Canadá y Estados Unidos. También tienen buenos vinos. De hecho, tienen miles de botellas de muy buen vino. Por ese motivo, el seguro contra incendios les cuesta mucho dinero. Pero si amplían la cava o le hacen algunas mejoras, el seguro contra incendios les costará menos. Una mezcladora de cemento fue y vino de su casa, que está aquí al lado.
Mientras analizaba la forma de “Las mucamas odiosas”, con sus secciones cortas, recordé los libros escritos en entregas breves que había leído al comienzo de mi carrera. Ya he mencionado los diarios de Kafka. Por supuesto, Kafka no concibió los diarios de antemano como una obra formal, sino que los compuso entrada por entrada: llegaron a su forma por acumulación. Y luego, una vez que existieron en esa forma y se publicaron, ejercieron su influencia en las generaciones sucesivas de escritores como modelo de esa forma.
Los dos volúmenes de los Diarios, que cubren solo catorce años, reúnen más de 660 páginas en la edición que tengo: una enorme cantidad de material, y muy interesante de indagar. Abro al azar y encuentro tres tipos de entradas en una extensión de dos páginas. Uno de los tipos corresponde a la notación fáctica abreviada, en este caso, una extraña yuxtaposición de hechos actuales sumados a las actividades del propio Kafka (estas páginas fueron escritas en 1914, durante el primer año de la Primera Guerra Mundial):
2 de agosto.
Alemania ha declarado la guerra a Rusia.
Por la tarde, Escuela de Natación.
Otro de los tipos parece dar inicio a una historia impulsivamente, que se abandona con la misma rapidez:
30 de julio.
Cansado de servir en negocios ajenos, había abierto una pequeña papelería propia. Como mis medios eran escasos y tuve que pagar al contado casi todo […]
Y un tercer tipo parece marcar el inicio de una historia, pero más lograda, con las características típicas de Kafka en la elección del tema, la confianza, el carácter incisivo, el uso de la repetición, la estructura bien equilibrada, la negatividad, la conclusión paradójica y el humor:
[30 de julio].
El director de la compañía de seguros El Progreso estaba siempre sumamente descontento con sus empleados. Ahora bien, todo director está descontento con sus empleados, la diferencia entre empleados y directores es demasiado grande como para que pueda ser compensada por meras órdenes por parte del director y por mera obediencia por parte de los empleados. Solo el odio recíproco equilibra las cosas y redondea la empresa entera.
A mis veintitantos, solía estudiar los diarios de Kafka. Eran importantes para mí por varias razones: porque tenían muchos textos bien escritos; porque me permitían entender lo que pasaba con los textos antes de que estuvieran terminados (los ensayos toscos, los ensayos más logrados, la reflexión, la persistencia y la ventana que abrían al pensamiento de Kafka); porque lograban integrar la ficción y las preocupaciones cotidianas más mundanas y, en particular, porque la ficción emergía orgánicamente de las ocupaciones diarias. Y, además, quizás me resultaran más accesibles que la obra terminada, tan breves e inacabadas como eran las entradas.
Si los diarios de Kafka crecieron por acumulación y no se concibieron en su origen como una obra única, otros escritores como Blaise Pascal, y sus Pensamientos, sí se propusieron esa forma desde el comienzo. Otro caso interesante es el del escritor catalán Josep Pla. Desde los veintiún años y durante un período de tiempo relativamente corto, de marzo de 1918 a noviembre de 1919, llevó un diario tradicional. Luego, durante los siguientes cuarenta y tantos años, en medio de muchos otros escritos, regresó a esas entradas de juventud y las amplió. Al final, el libro, en la edición que tengo, cuenta con 638 páginas. Todavía se leen las disyuntivas y los cambios abruptos de tema del diario original, pero incluye largos pasajes secuenciales de anécdotas, comentarios, historias, reflexiones morales, y demás. Entre sus numerosas obras, me atrevo a decir que El cuaderno gris (traducido al inglés por Peter Bush), descripta por un crítico como “una autobiografía construida a partir de fragmentos”, se ha convertido en su obra más destacada.
Descubrí a Josep Pla hace poco, pero hay otro libro de un joven escritor, basado en las anotaciones de un cuaderno de hojas sueltas, que leí de joven, más o menos cuando se publicó por primera vez. Se trataba de un autor estadounidense esta vez, Kenneth Gangemi. El libro es The Volcanoes from Puebla, publicado en 1979, y habla de sus viajes en motocicleta por México. Gangemi también consultó su cuaderno en busca del material para hacer su libro, pero decidió incluir secciones organizadas alfabéticamente: Acapulco, Aguas, ¡Alarma!, Amecameca, Americanos Parte I, Americanos Parte II, Antiamericanismo, Azotea, Bach, y así. Me pareció un método atractivo e inspirador para organizar un libro. Gangemi es franco y crítico, claro, intenso e ilustrativo.
Cuando pienso en los textos experimentales en el sentido estricto de la palabra, pienso en escribir con restricciones impuestas artificialmente. Por algún motivo, las restricciones alfabéticas me vienen a la mente primero, y el libro de Kenneth Gangemi cuenta como uno de esos casos, si bien la restricción es muy flexible y permite incluir secciones de cualquier longitud y un número variado de entradas por letra.
Otro libro que recurre a la restricción alfabética es Alphabetical Africa, de Walter Abish, pero tiene límites mucho más marcados: en el primer capítulo solo se pueden usar palabras que comiencen con la letra “a”; en el segundo se agregan palabras que comienzan con “b”; en el tercero, palabras que comienzan con “c”; y así sucesivamente. En el capítulo veintiséis, el último de la primera mitad del libro, Abish ya emplea palabras que empiezan con cualquier letra del alfabeto. En la segunda mitad del libro, invierte el proceso y cuando llega al último capítulo ya solo usa palabras que empiezan con “a”.
El que tiene un poema alfabético es David Lehman, un poeta neoyorquino de mi generación que a menudo se somete a restricciones (por ejemplo, escribió su libro Daily Mirror a partir de un desafío que se propuso: escribir un poema cada día, un desafío que podría darle buenos frutos a cualquiera).
El poema alfabético de Lehman, “Anna K.” –sobre el personaje Ana Karenina– de su libro de 2005, When a Woman Loves a Man, tiene dos partes, que operan bajo la condición de la secuencia alfabética, es decir, la letra inicial de cada palabra sigue el orden del alfabeto. Y también se impone una segunda condición, que es la limitación de palabras por verso:
1.
Ana, benévola, creía.
Demorar era fatal.
Galante heroína,
infiel jugaba Karenina
lamentando mientras
noviazgos otrora presentes.
Qué resplandeciente,
satisfactoria trampa
utilizaba Vronsky,
ya zarpado.
2.
Asustada, burlada.
Cómo divorciarse.
Emergen falsedades,
gris heroína,
inseguridades justifica Karenina,
lujuria. Misericordia ninguna.
Opulenta provocación
quiere romperla:
suicidio turístico,
últimas vacaciones.
Yaciendo, zozobra. 2
Y también está la novela La disparition de Georges Perec, escrita sin usar la letra “e”. La ingeniosa traducción al inglés, también escrita sin la letra “e”, fue realizada por el novelista escocés Gilbert Adair y lleva por título A Void. En esta versión y para replicar las parodias desprovistas de “e” que hace Perec a una serie de famosos poemas franceses, Adair trabaja con “El cuervo” de Poe (allí, el “símbolo” se refiere a la letra “e”).3
Pero en el caso de la novela de Georges Perec, con nada menos que cuatro “e” en su nombre completo, la eliminación deliberada de la letra quizás no fue solo una travesura conceptual, sino que tuvo una fuente emotiva y un efecto emotivo. La ausencia jugó un papel importante en la vida de Perec: se llevaron a su madre cuando él tenía seis años y es probable que haya muerto en Auschwitz; su padre ya había muerto luchando por los franceses. Se ha sugerido que la desaparición silenciosa de la letra “e” de su novela podría simbolizar la experiencia de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. (También ha incluido referencias al Holocausto y la vida en un campo de concentración en su novela semiautobiográfica W, o el recuerdo de la infancia, que entrelaza dos hilos narrativos: el retrato de la vida en una isla bajo un régimen totalitario ficticio, y los recuerdos de su propia infancia, o recuerdos ficticios de su infancia soñada).
Ahora, para regresar (de la digresión a las restricciones alfabéticas experimentales) al tema de los textos encontrados, me gustaría concluir hablando un poco sobre las cartas de Gustave Flaubert y cómo se convirtieron en mi inspiración para una serie de cuentos.
Mientras trabajaba en el primer borrador de mi traducción de Madame Bovary, decidí leer las cartas que Flaubert había enviado al tiempo que estaba escribiendo la novela. Por suerte para la posteridad, en ese período tuvo una amante con la que mantuvo una gran correspondencia, durante un tiempo, y con quien comentó, entre otras cosas, el proceso de escritura. Él y su amante, la poeta Louise Colet, no vivían en la misma ciudad, así que se mantenían en contacto por carta: Colet estaba en París, y Flaubert compartía casa con su madre y su sobrina pequeña en un pueblo a las afueras de la ciudad de Ruan. De vez en cuando, Flaubert y Colet se encontraban a mitad de camino, en Mantes, y pasaban unos días juntos en un hotel. Después cada uno viajaba en tren, en direcciones opuestas, para volver a su hogar. Desafortunadamente para la posteridad, y en particular para los investigadores de Flaubert, la pareja se peleó y se separó cuando faltaba un tercio para completar la novela. Pero mientras todavía le escribía a Louise Colet, Flaubert describió en detalle las escenas en las que estaba trabajando, y sus dificultades y logros. (Hay que agregar que también dedicó un esfuerzo considerable y muchas páginas, durante ese período, en hacerle a Colet críticas reflexivas, llenas de admiración, a sus poemas y sugerencias de revisión).
Recurrí a las cartas de Flaubert por unos cuantos motivos: para conocerlo mejor; para saber lo que sentía y pensaba sobre la obra y sobre sus personajes; para buscar información sobre la composición de la novela; y para ver cómo era su estilo cuando escribía con más espontaneidad, sin revisar, y en qué se diferenciaba de su estilo más trabajado.
Muchas de las cartas no me interesaban como material (a menudo hablaba sobre polémicas literarias que involucraban a personalidades que muchas veces yo no conocía), pero escribió mucho sobre Madame Bovary y, en el curso, reveló el cariño que sentía por sus personajes. Por ejemplo, mostró cierto afecto a regañadientes por el intrigante farmacéutico Homais y describió el malestar que experimentó cuando trabajaba en la escena de la muerte de Emma Bovary por envenenamiento por arsénico.
Mientras leía la correspondencia, de vez en cuando me encontraba con alguna historia que le contaba a Louise, algo que le había sucedido el día anterior o recientemente. Me gustaban mucho, y después de un tiempo se me ocurrió que podía extraerlas y modificarlas un poco para crear cuentos independientes. En las cartas, se perdían o quedaban desaprovechadas. Primero tomé las historias más acabadas y, más adelante, volví al material menos acabado para ver qué podía hacer con él. Traté de preservar el texto original de Flaubert tanto como pude. No agregué nada de ficción. Dejé afuera cosas, escribí transiciones, convertí dos oraciones en una, o viceversa. En un caso, combiné dos anécdotas separadas. En otro caso, investigué un poco sobre un hombre que mencionaba para completar el relato y agregarle un poco de color. A menudo, Flaubert terminaba sus anécdotas con una exclamación. Las mantuve. Había una exclamación muy críptica: “¡Oh, Shakespeare!”. Esa la conservé aunque no sabía bien lo que quería decir.
He aquí uno de los primeros cuentos, “La lección de la cocinera”:
Hoy aprendí una gran lección; la cocinera me la enseñó. Tiene veinticinco años y es francesa. Cuando le hice una pregunta, descubrí que ella no sabía que Luis Felipe ya no es rey de Francia y que ahora tenemos una república. Y, sin embargo, han pasado cinco años desde que dejó el trono. La cocinera dijo que no le interesa en lo más mínimo que ya no fuera rey: esas fueron sus palabras.
¡Y yo me considero un hombre inteligente! Pero comparado con ella soy un imbécil. (87 palabras)
Aquí está el pasaje original, de una carta a Louise Colet fechada el 30 de abril de 1853:
Hoy he aprendido una gran lección de mi cocinera. Esta chica, que tiene veinticinco años y es francesa, no sabía que Luis Felipe ya no era rey de Francia, que había una república, y demás. Todo eso no le interesa (en sus palabras). ¡Y yo me considero un hombre inteligente! Pero no soy más que un imbécil a la enésima potencia. Hay que imitar a esa mujer. (67 palabras)
Los volví a comparar hace poco: había olvidado todos los cambios mínimos que introduje, si bien no modifiqué mucho el contenido ni el orden en que se desarrollan las ideas. Tampoco modifiqué la exclamación que aparece hacia el final: “¡Y yo me considero un hombre inteligente!”. Eso sí: investigué un hecho, la fecha en que Luis Felipe dejó el trono, para poder detallar los “cinco años”. Para comprender la sorpresa de Flaubert, es necesario tener en cuenta que no es que la república no existe desde hace unos meses, sino desde hace cinco años, información que Flaubert y Colet sabían, pero que quienes lean mi versión de la historia no sabrían de otra manera. Además, termino el cuento con la palabra “imbécil” (un final fuerte) en lugar del comentario más moderado de Flaubert: “Hay que imitar a esa mujer” o, como dice en realidad: “C’est comme cette femme qu’il faut être” (“Como esa mujer hay que ser”).
Cuando fui a dar una charla al campus no hace mucho, una profesora de francés comparó las dos versiones de la historia y me dijo que, en su opinión, no debería haber descartado el “demás” de Flaubert: para ella, resumía todo lo que Flaubert le había dicho a la cocinera sobre Francia y la república. Entendí su lectura y estuve de acuerdo, y también me divirtió darle tiempo y atención, en medio de un auditorio bastante cavernoso, a una palabra tan modesta.
Aquí hay otra historia, “Las lavanderas”, que extraje, más tarde, de una de las cartas de Flaubert:
Ayer volví a un pueblo que está a dos horas de aquí y había visitado hace once años con el bueno de Orlowski.
No había cambiado nada de las casas, ni del acantilado ni de los barcos. En el lavadero, las mujeres estaban arrodilladas en la misma posición, en la misma cantidad, golpeando la ropa sucia en la misma agua azul.
Llovía un poco, como la vez anterior.
En ciertos momentos, pareciera que el universo ha dejado de moverse, que todo se ha convertido en piedra, y solo nosotros seguimos vivos.
¡Qué insolente es la naturaleza!
En este caso, le hice muy pocos cambios al original. Pero una de las pocas cosas que hice fue dividir el párrafo único de Flaubert en muchos párrafos cortos: a veces lo hago para que la lectura sea más pausada y el ojo se detenga entre oración y oración, y así cada oración reverbere y tenga su propio impacto.
Pero ¿en qué se diferencian mis cuentos de una traducción directa de las cartas de Flaubert? Bueno, en principio, no tomo la carta completa, sino un fragmento; además, presento el material como un cuento, no como una carta; y transformo y reescribo, en mayor o menor medida, lo que extraigo. Jamás afirmaría que esos cuentos son de mi autoría y de nadie más: son “cuentos tomados de Flaubert”, en otras palabras, que primero se formaron en su mente a partir de la materia de su vida.
No lo había pensado, pero tal vez haya cierto paralelismo entre mis cuentos tomados de Flaubert (ya tengo trece, más una diatriba) y los Cuentos basados en el teatro de Shakespeare de Charles y Mary Lamb, escritos en 1807. Puede que conozcan ese libro como no, pero formó parte de las lecturas escolares durante más de cien años, y todavía se lo considera un clásico. Los hermanos Charles y Mary Lamb adaptaban todas las obras de Shakespeare y mezclaban sus palabras con las de Shakespeare para que les resultara más fácil de entender a los estudiantes, y también a los adultos en realidad. Lo que los autores decían sobre su libro podría aplicarse a mis adaptaciones de las anécdotas de Flaubert:
Se utilizan sus palabras siempre que es posible incorporarlas; y en todo lo que se ha agregado para darles la forma regular de una historia conectada, se ha tenido cuidado diligente para seleccionar las palabras que pudieran interrumpir menos el efecto de la hermosa lengua inglesa [léase, en el caso de Flaubert, “lengua francesa”] en la que escribió: se han evitado en la medida de lo posible las palabras introducidas en nuestro idioma desde su época.
Las historias escritas por los Lamb no reemplazaron las obras de teatro de Shakespeare, pero sin duda fueron de ayuda a la hora de leerlas o verlas representadas. Mis cuentos tomados de Flaubert no son del todo míos y no reemplazan la correspondencia del autor: cuando las anécdotas aparecen en las cartas, su sentido cambia ya sea mucho, ya sea poco, lo cual ofrece pruebas, una vez más, de lo importante que es el contexto.
2012
1 [Todas las notas pertenecen a la traductora].
Todas las palabras que están en bastardillas aparecen en castellano y en bastardillas en el original.
2 En la traducción aquí propuesta, adaptada a la frecuencia de uso de las letras de nuestro alfabeto, han quedado excluidas la “w” y la “x”, presentes en los poemas alfabéticos de Lehman:
1. Anna believed. / Couldn’t / delay. / Every / Friday / grew heroic / infidelity just / knowing love / might never / otherwise present / queenly resplendent / satisfaction trapped / under / Vronsky’s / wild x-rated / young zap.
2. Afraid. Betrayed. / Can’t / divorce. / Envy follows / grim heroine, / inks judgment, / kills lust. / Mercy nowhere. / Opulent pink / quintessence radiates / suicide trip– / unique vacation– / worst Xmas, / yesterday’s zero.
3 Aquí la parodia de Adair:
“Sybil,” said I, “thing of loathing–Sybil, fury in bird’s clothing! / By God’s radiant kingdom soothing all man’s purgatorial pain, / Inform this soul laid low with sorrow if upon a distant morrow / It shall find that symbol for–oh for its too long unjoin’d chain– / Find that pictographic symbol, missing from its unjoin’d chain.” / Quoth that Black Bird, “Not Again.” […] / And my Black Bird, still not quitting, still is sitting, still is sitting / On that pallid bust–still flitting through my dolorous domain; / But it cannot stop from gazing for it truly finds amazing / That, by artful paraphrasing, I such rhyming can sustain– / Notwithstanding my lost symbol I such rhyming still sustain– / Though I shan’t try it again!
Por cierto, la también ingeniosa versión en castellano, donde no se utiliza la letra “a”, estuvo a cargo de cinco traductores (Arbués, Burrel, Parayre, Salceda y Vega) y se llama El secuestro. Allí, los traductores presentan versiones sin “a” de poemas famosos en castellano, incluido el siguiente de Lorca:
VERDE QUE TE QUIERO VERDE. Verde que te quiero verde. / Verde viento. Verde helecho. / El velero en el confín / y el corcel en el sendero. / Vestido el perfil de noche / cubre su porche de sueños, / verde cuerpo, pelo verde, / con ojos de fríos reflejos. // Verde que te quiero verde. / Con luz del nocturno espejo, / los seres lo ven de lejos / su rostro no puede verlos. / Verde que te quiero verde. / Enormes flores de frío, / vienen con el pez de humo / que sigue el orto en el cielo. / Con los brotes de su tronco / el olivo pule el viento, / y el monte, zorro furioso / yergue sus picos violentos. / Pero ¿y si viene? ¿Y por dónde? / Sigue de pie en su otero / verde cuerpo, pelo verde, / con sueños de inmenso cielo. FEDERICO.