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UN PATO MUY QUERIDO ACABA EN LA OLLA:
FORMAS E INFLUENCIAS I
ОглавлениеLas formas literarias tradicionales (la novela, el cuento, el poema), por más que evolucionen, no desaparecen jamás. Pero hay una gran cantidad de formas menos tradicionales que los escritores han adoptado a lo largo de las décadas y los siglos, formas que resultan más difíciles de definir y se encuentran con menos frecuencia, ya sean variaciones de las formas más conocidas, como el microrrelato, o intergenéricas, en la frontera entre la poesía y la prosa, o la fábula y la narración realista, o el ensayo y la ficción, y así.
Me gustaría analizar algunas de estas formas más excéntricas, y en particular las que me dediqué a leer y a estudiar a lo largo de los años a medida que evolucionaba mi propia escritura. Así que en este ensayo habrá referencias a lo que he escrito, pero ante todo como una excusa para comentar y leer los textos de otros, en poesía y en prosa.
Me considero una escritora de ficción, pero mis primeros libros, que tenían pocas páginas y fueron publicados por editoriales pequeñas, solían terminar en los anaqueles de poesía, y lo cierto es que a veces todavía me clasifican como poeta y me incluyen en antologías del género. La confusión es entendible. Por ejemplo, mi libro de relatos Samuel Johnson se indigna contiene cincuenta y seis textos, entre ellos, lo que rudimentariamente podrían describirse como meditaciones; parábolas o fábulas; una narración oral con hipo; un interrogatorio para la selección de jurado; una historia tradicional, aunque breve, sobre un viaje familiar; un diario del hipotiroidismo; pasajes de una mala traducción de una biografía mal escrita de Marie Curie; una narración bastante clásica sobre mi padre y su caldera, aunque termina en un poema accidentado; y, dispersos aquí y allá, textos breves de solo una o dos líneas, así como uno o dos textos de oraciones a medias.
Cuando comencé a escribir, “en serio” y con cierta continuidad en la universidad, pensé que mi única opción eran los cuentos tradicionales. Mis padres habían sido cuentistas y mi madre todavía lo era. Ambos habían publicado relatos en The New Yorker, que ocupaba un lugar preponderante en nuestra vida, como una suerte de modelo, aunque no sabría decir exactamente modelo de qué: ¿de la buena escritura y edición, del ingenio cosmopolita y la sofisticación? A los doce años, ya sentía que estaba destinada a ser escritora, y si querías dedicarte a la literatura, las opciones eran limitadas: primero, había que decidir si poeta o prosista; después, en el caso de la prosa, si novelista o cuentista. Nunca quise ser novelista. Escribí poemas desde joven, pero por algún motivo ser poeta no me parecía una opción. Entonces, si, cada tanto, parte de mi obra llega hasta la frontera (si acaso existe) que separa la prosa de la poesía, e incluso la cruza, es porque el acercamiento se da a través del territorio de la ficción breve.
En la universidad, cuando con confianza y exuberancia le dije a un amigo mío, muy inteligente, que mi ambición era escribir cuentos y, puntualmente, escribir un cuento que The New Yorker aceptara, le sorprendió mi convicción. También fue un poco despectivo y sugirió que tal vez debía aspirar a más. Me chocó tanto su reacción que la esquina de Manhattan donde estábamos conversando quedó grabada en mi memoria: Broadway y la 114. Había hecho tambalear mis ideas.
Aunque ya no tenía la misma confianza en The New Yorker, no vislumbré enseguida una alternativa a la escritura de cuentos, así que seguí cultivando esa forma y avanzando en ese camino durante los siguientes años, no obstante los temas que elegía se fueron alejando poco a poco de lo más convencional. Me resultaba difícil escribir: solo de a ratos se me hacía agradable o me entusiasmaba. Le dediqué meses y meses a un solo cuento; invertí como dos años en otro. Seguía el consejo, tantas veces repetido, que consistía en combinar material inventado y material extraído de mi propia experiencia.
En mis lecturas, podría haber encontrado otras posibilidades. Además de una dieta sana de cuentistas clásicos, como Katherine Mansfield, D. H. Lawrence, John Cheever, Hemingway, Updike y Flannery O’Connor, en esas épocas ya leía autores que eran menos típicos en lo formal y lo creativo, como Beckett, Kafka, Borges e Isaak Bábel.
Debía de tener trece o catorce años cuando vi por primera vez una página de Samuel Beckett. Me quedé helada. Llegué a Beckett después de leer las acaloradas novelas de Mazo de la Roche (aunque no tan acaloradas como para que no pudieran formar parte de una biblioteca escolar muy decente para niñas) y las novelas románticas más clásicas, como Jane Eyre y Cumbres borrascosas, así como los textos de impronta social de John Dos Passos, el primer autor cuyo estilo noté y disfruté con plena conciencia. De pronto, tenía entre manos un libro, Malone muere, en el cual el narrador pasaba una página entera describiendo su lápiz y el primer desarrollo de la trama era que se le caía el lápiz. Nunca me había imaginado algo semejante.
Cuando pienso en Beckett hoy, para tratar de identificar en detalle las cualidades que continuaron despertando mi interés mientras leía su obra a lo largo de los años y hacía todo lo posible por aprender de él, descubro al menos lo siguiente:
El uso preciso y sonoro del léxico de origen anglosajón. En particular, en este ejemplo, cómo le da a una palabra tan conocida como dint [“fuerza”] una nueva vida y un uso desconocido: “ante su puerta la baldosa que a fuerza y a fuerza su pequeño peso ha desgastado”.
La utilización de las palabras de origen anglosajón y la aliteración para producir lo que prácticamente parecen poemas en inglés antiguo: “dignas de las usadas por algunos recién muertos”.
El empleo de una sintaxis compleja, intrincada al extremo de lo imposible, pero correcta, que empleaba por puro placer, aunque quizás también como una reflexión sobre el proceso de composición: “Así, pues, está claro que, si no es a él a quien habla, sino a otro, no es de él tampoco, sino de ese otro, y no otro, a ese otro”.
El dominio de las imágenes y el recurso del humor, casi sin duda para burlarse de la literatura romántica o lírica más tradicional, esa que yo disfrutaba bastante: “el cenador. Un hexaedro rústico”.
La manera en que lograba un equilibrio entre la sonoridad del ritmo y de la aliteración, y una empatía de lo más inesperada a la hora de describir a sus personajes: “Conque, con la razón que le queda, razona”.
Y, por último, el análisis psicológico agudo, tan exacto que llegaba al absurdo y, sin embargo, resultaba conmovedor al mismo tiempo: “No era que Watt se sintiera tranquilo, libre y feliz, porque no era el caso y jamás lo había sido. Pero creyó que tal vez se sentía tranquilo y libre y feliz, o al menos tranquilo y libre, o libre y feliz, o feliz y tranquilo, o si no tranquilo y libre, o libre y feliz, o feliz y tranquilo, al menos tranquilo, o libre, o feliz, sin saberlo”. (Aquí, sin duda, vuelve a burlarse de la literatura sentimental más convencional).
Si bien Beckett me interesaba más por la forma en que manejaba la lengua (la atención minuciosa a las palabras, la capacidad de explotar las riquezas del inglés, la distancia irónica del estilo en prosa, la escritura consciente) y menos por las formas que elegía, no obstante, su obra, al igual que la de Joyce, me sirvió de ejemplo para ver las diversas formas que se podían abordar a lo largo de una vida: los dos comenzaron escribiendo poesía, luego cuentos, después novelas y, más adelante, en el caso de Joyce, la novela más creativa e intrincada de todas, casi impenetrable: Finnegans Wake; y en el de Beckett, obras de teatro y ficciones más abreviadas y cada vez más excéntricas. Ambos evolucionaron hasta un punto en el que parecían dejar cada vez más y más lectores atrás y escribir cada vez más y más en función de su propio placer e interés.
Además, tenía a la mano ejemplos de escritores que trabajaban con las formas tradicionales pero en versiones más breves, como Isaak Bábel, que se caracteriza por la condensación, la intensidad emocional y la fértil imaginería, ante todo en los cuentos de Caballería roja. Uno de ellos, “El paso del Zbruch”, termina con la mujer embarazada de pie junto al cadáver de su anciano padre:
–Pan –me dice la judía y sacude el colchón–. Han sido los polacos, y mientras tanto él les suplicaba: matadme en el patio trasero, que mi hija no vea cómo muero. Pero ellos hicieron lo que les vino en gana. Expiró en este cuarto, y pensaba en mí... Y yo ahora quiero saber –dijo de pronto la mujer con una fuerza terrible–, quiero saber, en qué otro lugar de la tierra se podría encontrar un hombre como mi padre...
El final es abrupto; la historia, poderosa como es, apenas supera las dos páginas.
También contaba con Grace Paley como ejemplo, una autora que desafió el ritmo convencional y llenó cada oración con tanta perspicacia, personalidad y saberes mundanos que las líneas a menudo resultan explosivas. Su relato “Deseos” también tiene dos páginas. He aquí la primera:
Vi a mi ex marido en la calle. Estaba sentada en las escaleras de la nueva biblioteca.
Hola, mi vida, dije. Habíamos estado casados veintisiete años, así que me sentía justificada.
Él dijo, ¿Qué? ¿Qué vida? La mía desde luego que no.
Y yo, Bueno. No discuto cuando hay verdadera discrepancia. Me levanté y entré en la biblioteca a ver cuánto debía.
La bibliotecaria dijo que treinta y dos dólares en total, y lleva usted debiéndolos dieciocho años. No negué nada. Porque no entiendo cómo pasa el tiempo. He tenido esos libros. He pensado con frecuencia en ellos. La biblioteca sólo queda a dos manzanas.
Mi ex marido me siguió a la sección de devolución de libros. Interrumpió a la bibliotecaria, que tenía más que decir. En varios sentidos, dijo, cuando miro hacia atrás, atribuyo la disolución de nuestro matrimonio al hecho de que nunca invitaste a cenar a los Bertram.
Es posible, dije. Pero, en realidad, si recuerdas: primero, mi padre estaba enfermo aquel viernes, luego nacieron los niños, luego tuve aquellas reuniones de los martes por la noche, luego empezó la guerra. Luego, era como si ya no les conociésemos. Pero tienes razón. Debería haberles invitado a cenar.
(Por cierto, en este fragmento no hay que perder de vista cuánto le gustan a Paley las oraciones cortas, que suelen seguir el mismo patrón sintáctico, el más sencillo de todos: sujeto, predicado).
Pero, al parecer, yo no estaba lista para experimentar con la clase de cuento que Paley escribía. Y me tomó otra década darme cuenta de que se podía extraer gran parte del material para la ficción de la vida, como sospecho que hacía ella, o incluso, sabiendo seleccionarlo, casi por completo de la vida, como hice después.
También tuve por ejemplo las breves parábolas y paradojas de Kafka, algunas de las cuales no eran narraciones sino más bien meditaciones o problemas lógicos. Las estudié y analicé. Sin embargo, me daba la impresión de que solo Kafka, y ni yo ni nadie más en el mundo, podía escribir cosas tan raras.
Cada texto opera de una manera ligeramente distinta. Uno de ellos, “El silencio de las sirenas”, quizás sea la reinterpretación de una leyenda conocida:
Estas son las voces seductoras de la noche. Las sirenas también cantaban así. Sería injusto pensar que querían seducir: sabían que tenían garras y vientres estériles, y lo lamentaban a los gritos. No podían evitar que sus lamentos sonaran tan hermosos.
Otro, “Leopards in the Temple”, la creación de un ritual y su comentario:
Entran leopardos en el templo y se beben hasta la última gota de los cuencos de las ofrendas; esto se repite una y otra vez; al final acaba haciéndose posible calcular cuándo lo harán, y se convierte en una parte de la ceremonia.
Y un tercero, la reinterpretación de un momento de la historia (“Alexander the Great”):
Sería concebible que Alejandro Magno, a pesar de los éxitos bélicos de su juventud, a pesar del excelente ejército que había formado, a pesar de las fuerzas encaminadas a transformar el mundo que sentía en su interior, se hubiese detenido en el Helesponto y no lo hubiese cruzado jamás, no por miedo, ni por indecisión, ni por pusilanimidad, sino por la pesadez de la tierra.
(El mismísimo Kafka, se supone, se inspiró en dos contemporáneos o predecesores que utilizaron la forma muy breve: el suizo Robert Walser, también novelista, cuyos últimos textos, en caligrafía diminuta, casi ilegible, lograron descifrarse hace poco; y el vienés Peter Altenberg, el típico bohemio que frecuentaba cafés y escribió su obra a caballo entre el siglo XIX y el XX).
Durante mucho tiempo, no vi a Kafka como un modelo a emular, ni a otros escritores más excéntricos o poco tradicionales. Todavía no conocía la obra de muchos autores que luego, con el paso de los años, comenzaron a interesarme o ejercer influencia en mí: las singulares voces narrativas y las extrañas sensibilidades de la estadounidense Jane Bowles o la brasileña Clarice Lispector o la suiza Regina Ullmann (cuya colección de cuentos de 1921 no se tradujo al inglés hasta 2015, casi cien años después de su aparición en alemán); o las historias de El imitador de voces del austríaco Thomas Bernhard, desconcertantes y de una serenidad violenta, narradas en un solo párrafo pero de gran complejidad sintáctica, que descubrí por casualidad en una librería de aeropuerto; o los minúsculos capítulos de la novela Epitafio de un pequeño ganador del brasileño Machado de Assis; o los relatos autobiográficos de un párrafo del español Luis Cernuda; o los muchos, muchos cuentos cortos y caprichosos escritos en los años cuarenta, cincuenta y sesenta por el cubano Virgilio Piñera; o, por último, las historias reflexivas, a medias autobiográficas y brevísimas del holandés A. L. Snijders o del suizo Peter Bichsel, tan fascinantes para mí que he pasado los últimos casi cinco años traduciéndolas.
Pero esos descubrimientos aún estaban por llegar.
A la edad de veintiséis años, después de haber pasado por alto el modelo de Kafka durante tanto tiempo, sentí el impulso de tomar una nueva dirección, por fin, después de leer un libro de relatos del poeta estadounidense contemporáneo Russell Edson.
Hacía tiempo que trabajaba en una historia que se me resistía. Venía luchando contra mi inercia y desgano. Leía, salía a caminar, comía. En medio de la inercia, un amigo que fue testigo me dijo: “¡Te quedas sentada todo el día sin hacer nada!”. (No estaba haciendo nada, ¡estaba sufriendo!). Entonces encontré el libro de Russell Edson, The Very Thing That Happens.
Russell Edson es un escritor poco común: podría caracterizar muchas de sus historias como historias fantásticas, a menudo relatos breves y divertidos sobre el caos doméstico donde aparecen miembros de la familia, pero también, a veces, sus ollas y sartenes, sus animales, sus viviendas y edificios, y mucho más. Pero algunas de las piezas son meditaciones líricas, o cuentos con enseñanza moral un poco más optimistas. Edson los llama poemas, otras veces fábulas. He aquí un texto breve sobre las generaciones (“Waiting for the Signal Man”):
Una mujer le preguntó a su madre: ¿dónde está mi hija?
Su madre respondió: parte de ti, cruza por mí y sale por la abuela, recorriendo el camino a través de todas las mujeres, como un tren de trocha ancha, ondea lento el cabello castaño al viento que vuelve blanco el gris, mientras espera que el guardavías baje la barrera para poder entrar a la estación.
¿Y qué espera?, preguntó la mujer.
A que el guardavías baje la barrera para poder entrar a la estación.
Aquí, en “Dead Daughter”, hay una interacción familiar bastante brutal:
Despierta, escuché morir algo, le dijo una mujer a otra cosa.
La otra cosa era el padre.
No me digas “otra cosa”, dijo él.
¿Será algo que murió para el desayuno?, preguntó la mujer.
Siempre es algo muerto que le entrega tu madre a su marido –respondió el padre–, como mi hija muerta, muerta en su interior; nada sobrevive allí: no hay corazón, no hay bebé.
Mentira –dijo la hija–, aquí estoy tratando de vivir, pero tengo miedo de salir.
Si estás ahí, sal por favor, te esperamos con un manjar especial: una hija muerta para el desayuno, una hija muerta para el almuerzo y una hija muerta para la cena. Es más, una hija muerta por el resto de nuestras vidas.
Y aquí hay un drama del que participan objetos inanimados y seres humanos (“When Things Go Wrong”):
Una mujer acababa de tender la cama. Una pared se recostó y se quedó dormida en la cama. Entonces al techo también le dieron ganas de dormir. La pared y el techo comenzaron a forcejear. Pero se decidió que el techo dormía mejor en el suelo.
Entonces el suelo dijo: Quítate de encima porque estoy enojado contigo. Y se fue de la casa para echarse sobre el pasto.
¡La pueden terminar todos!, les gritó la mujer.
Pero las demás paredes bostezaron y dijeron: Nosotras también estamos cansadas.
¡Basta, basta, basta! –gritó ella–, está saliendo todo mal, mal, mal.
Cuando el padre regresó, le preguntó: ¿Por qué está destruida mi casa?
Porque todo salió mal de repente, gritó la mujer.
¿Por qué gritas y por qué está destruida mi casa?, preguntó el padre.
No sé, no sé. Y grito porque estoy muy alterada, padre, respondió la mujer.
Qué extraño –dijo el padre–, si me voy quizás, a la vuelta, las cosas hayan cambiado.
Padre –gritó la mujer–, ¿por qué me dejas sola cada vez que pasa esto?
Porque cuando regrese las cosas habrán cambiado, dijo el padre.
Creo que Edson me abrió el camino por varias razones. Una, que no todos sus relatos funcionaban. Algunos eran ridículos y nada más. Quizás tenía que ver con su proceso de escritura.
Aquí hay una descripción de cómo trabajaba Edson, según lo cuenta Natalie Goldberg en su libro El gozo de escribir:
Nos explicó que se sentaba a la máquina de escribir y redactaba unas diez frases. Luego las ponía a un lado, y después de un rato las volvía a leer. Podía darse el caso de que, entre diez, una le pareciera lograda, y entonces la conservaba. Edson decía que una vez encontrado un buen comienzo, normalmente también el resto de la pieza funcionaba. He aquí algunas de sus frases iniciales:
“Un hombre quiere hacerse querer por un avión”.
“Un pato muy querido acaba en la olla por equivocación”.
“Marido y mujer descubren que sus hijos son falsos”.
“Dos viejos, gemelos de verdad, se turnan para vivir”.
Algunos de sus relatos me parecieron geniales, pero otros no me terminaban de cerrar. Sin embargo, los que no estaban del todo logrados me enseñaron dos cosas útiles para una escritora joven: me permitieron entender mejor cómo estaban armados y me mostraron que se puede intentar, fallar, volver a intentarlo, lograrlo a medias y volver a intentarlo. La tercera cosa que me enseñaron sus relatos, tanto los geniales como los que no me terminaban de cerrar, fue cómo valerse de emociones muy complejas y plasmarlas en una forma inesperada, cruda, a veces absurda; que quizás, de hecho, proponerse temas absurdos o imposibles hacía más fácil que afloraran las emociones complejas.
Después de leer el libro de Edson, comencé a escribir textos de un párrafo, a veces solo uno por día, a veces más.
Y también provenían de fuentes diversas y operaban de diferentes maneras. En uno, “En una casa sitiada”, usé el paisaje del lugar donde vivía en aquel momento. Tomé características reales, pero las combiné de manera tal que la pieza terminada sonara como una fábula o un cuento maravilloso:
En una casa sitiada vivían un hombre y una mujer. Desde la cocina, donde se habían refugiado muertos de miedo, el hombre y la mujer oyeron estallidos distantes. “El viento”, dijo la mujer. “Los cazadores”, dijo el hombre. “La lluvia”, dijo la mujer. “El ejército”, dijo el hombre. La mujer quería volver al hogar, pero ya estaba en su hogar, ahí, en medio del campo, en una casa sitiada.
Otro, “La madre”, era totalmente inventado, pero se basaba en emociones reales:
La niña escribió un cuento. “Pero sería mucho mejor que escribieras una novela”, dijo la madre. La niña construyó una casa de muñecas. “Pero sería mucho mejor que fuera una casa de verdad”, dijo la madre. La niña fabricó un almohadón para su padre. “Pero ¿no habría sido más útil un edredón?”, preguntó la madre. La niña hizo una pequeña zanja en el jardín. “Pero sería mucho mejor que hicieras una zanja enorme”, dijo la madre. La niña cavó una zanja enorme y se acostó a dormir adentro. “Pero sería mucho mejor que durmieras para siempre”, dijo la madre.
Algunos de los textos quedaron sin terminar, torpes. Algunos llegaron a tener una página o dos, o más. Estos microrrelatos, tomados en su conjunto, tenían un tono diferente a los anteriores: más audaces, más seguros y más aventureros; se me hizo más placentero escribirlos y salieron más fácil. Mientras que hasta ese momento por lo general sentía que la escritura era una tarea agotadora, de pronto comencé a disfrutarla.
Uno de los relatos más largos de esa época es “El señor Knockly”, que comenzaba así: “Anoche mi tía murió en un incendio”. Recién mucho después me di cuenta de que un cuento de Edgar Allan Poe, “El hombre de la multitud”, seguramente había influido en el mío: en ambos, la trama principal desarrolla la obsesiva persecución del narrador a un hombre por las calles de una ciudad. Y con el tiempo observé que ciertas formas, incluso los poemas y canciones tradicionales, se nos quedan grabadas cuando las escuchamos o leemos y que la obra de madurez a veces regresa a esas matrices preestablecidas.
No me dediqué a leer todos los libros de Russell Edson después. Me bastó con uno (como, a menudo, basta con escribir una sola página) para cambiar de camino. Ya no sentía que tenía que escribir de acuerdo con las formas tradicionales bien establecidas. Aunque nunca abandoné el cuento tradicional y lo retomé de vez en cuando, me fui apartando para experimentar otras formas. En algunas ocasiones, las formas se me aparecían y, en otras, se inspiraban de lleno en un texto ajeno.
Por ejemplo, más o menos doce años después de leer por primera vez a Russell Edson, me puse a leer un poema del poeta estadounidense Bob Perelman mientras viajaba en un tren que recorría la costa de California. Me quedé sorprendida: ¡incluía reglas gramaticales en el poema! ¿Estaba permitido hacer algo así?
Así comienza ese poema, “Seduced by Analogy”, incluido en el libro To the Reader:
Con poder, querer y decidir, use infinitivos.
No quiero morir. Con parecer,
ser y estar, use participios o adjetivos.
Parecer vivo, igualmente, siempre está mal.
Los trenes, o cualquier medio de transporte público para el caso, suelen ser un buen lugar para pensar y escribir. Después de leer ese poema, me di cuenta de que se podía enseñar francés en un cuento. Se podía escribir la historia en inglés, pero incorporando palabras en francés y reflexiones sobre la lengua. Y empecé a escribir “Primera lección de francés: Le Meurtre” allí mismo, en el tren, sin más plan que ese:
Vean las vaches que suben la colina a paso lento, cabeza contra grupa, cabeza contra grupa. Aprendan lo que es una vache. Las vaches se ordeñan por la mañana y se vuelven a ordeñar por la tarde, mientras se les tira de la cola llena de estiércol y tienen la cabeza apoyada en una valla. Al aprender un idioma extranjero, empiecen siempre por los nombres de los animales de granja. Recuerden que un animal es un animal, pero cuando hay más de uno son animaux y terminan en a u x. No pronuncien la x. Estos animaux viven en una ferme.
Y la lección continúa e incluye un breve glosario al final.
Es decir que un buen poema casi siempre ofrece algo sorprendente sobre la lengua y el pensamiento, por más que no se alcance a comprender por completo.
El contemporáneo estadounidense Charles Bernstein es otro poeta interesante y uno de los primeros, así llamados, Poetas del Lenguaje. Bernstein es de los que se aventuran en todo tipo de nuevos territorios formales: ha llegado a escribir el libreto de una ópera basada en la obra y la vida del crítico Walter Benjamin.
Uno de sus poemas organizados en secciones, “Safe Methods of Business”, incluye una carta de queja por una multa de estacionamiento. Un fragmento dice:
La citación me acusa de estacionar sobre la senda peatonal en la
esquina noreste de la calle 82 y Broadway en la noche del
17 de agosto de 1984. El espacio en cuestión está
al este de la senda peatonal de la calle 82 como lo indican
las líneas amarillas pintadas al otro lado de la calle. Este espacio
ha sido un espacio de estacionamiento legal durante los más de diez años
que he vivido en la cuadra. Siempre se estacionan autos en ese espacio,
hasta el día de hoy (sin multa en muchos casos
de acuerdo con lo que observé ayer y hoy). Al parecer, actualmente se están pintando
de blanco nuevas sendas peatonales en las calles 82 y
83. Al momento, el proceso no está terminado.
Cuando las nuevas sendas estén listas, quizás eliminen
varios espacios. Sin embargo, por lo que vi cuando me hicieron
la multa, no pisaba las líneas amarillas
así que estaba claramente en mi derecho a estacionar en el espacio.
Leo el poema de Charles Bernstein como un poema, de facto, en parte porque tiene saltos de línea, en parte porque es una sección (completa, tiene veintiséis versos) de un poema largo que se parece más a un poema, y en parte porque está incluido en un poemario y rodeado de otros poemas. No obstante, ¿cómo funciona como poema? Ciertamente, no sigue las mismas reglas que el poema de Bob Perelman ya citado. Sirve para demostrar que hay otros factores, aparte del estilo, la forma y el lenguaje, en particular el contexto de lectura, que pueden determinar cómo recibimos un poema… y eso, por sí solo, puede abrir nuevas posibilidades para un escritor.
Creo que esta forma atípica de “poema” se alojó en algún lugar de mi cerebro, porque años después descubrí que la carta de queja era productiva para las historias y escribí “Carta a una funeraria” para objetar el uso de la palabra cremanencias. En un principio, la carta era real y sincera, y luego se dejó llevar por su propio lenguaje, se volvió demasiado literaria y ya no podía mandarla.
Cuando la terminé, me di cuenta de que me quería quejar de otro montón de cosas y escribí tres más: “Carta al gerente de hotel”, donde señalaba que la palabra “scrod”, nombre de ese famoso pescado de Boston, estaba mal escrita en el menú del restaurante; “Carta a una fábrica de caramelos de menta”, una queja porque las costosas mentas que acababa de comprar solo traían dos tercios de la cantidad prometida en la lata; y “Carta a un vendedor de arvejas congeladas”, donde me quejaba por la imagen que ilustraba el paquete.
Ciertas influencias se revelan mucho más adelante, aunque algunas con bastante conciencia. Una vez, hace varios años, estaba leyendo Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace. Me costaba leerlo, porque los hombres son repulsivos de verdad. Pero la forma que emplea es poderosa: en cada entrevista, se ofrecen las respuestas, pero las preguntas quedan en blanco. No terminé el libro, pero no olvidé la forma. Y al cabo de un tiempo, cuando tuve la interesante experiencia de que me convocaran como jurado y me dieron ganas de escribir al respecto, sentí que era la forma perfecta. Extraje el contenido del cuento, que se llamó “Selección del jurado”, casi por completo de mi experiencia personal, pero se transformó en ficción gracias a la ilusión del interrogador o examinador.
He aquí el comienzo:
P.
R. Miembro del jurado.
P.
R. La noche anterior nos peleamos.
P.
R. La familia.
P.
R. Los cuatro. Bueno, hay uno que ya no vive en casa. Pero esa noche estaba. Tenía planes de irse a la mañana siguiente, la misma mañana que a mí me tocaba ir al juzgado.
P.
R. Nos peleábamos los cuatro, todos con todos. Estoy tratando de recordar cómo fue. Cuatro personas se pueden pelear en muchísimas combinaciones: uno contra uno, dos contra uno, tres contra uno, dos contra dos, etcétera. Estoy seguro de que nos peleamos en todas las combinaciones posibles.
P.
R. Ahora no me acuerdo. Qué raro. Sobre todo, considerando lo acalorada que fue.
La forma es divertida porque se pueden hacer muchas cosas con las preguntas en blanco. A veces, resulta obvio cuál fue la pregunta. Por ejemplo, sabemos que al examinador le cuesta entender el nombre Sojourner Truth (la activista por los derechos de la mujer que se escapó de su esclavista), porque el interrogado lo repite varias veces; pero en otros momentos de la historia no podemos adivinarla. Termino el cuento con la respuesta: “¡Sí!”, y nunca sabrán cuál fue la pregunta.
Hace unos cuantos años, durante el largo período que dediqué a traducir al inglés Por el camino de Swann de Proust, como no quería dejar de escribir pero tampoco tenía tiempo, ensayé otra forma que me intrigaba: tal vez porque me pasaba los días traduciendo oraciones muy largas y complejas (aunque la tarea me absorbía y hasta me resultaba emocionante), quería ver qué tan breve podía ser un texto sin perder todo sentido.
Puede que también me haya influido una postal expuesta en mi cartelera durante años. Tenía impreso un poema de tres líneas, una traducción del cheremis, del poeta finlandés Anselm Hollo:
no debería haber empezado a tejer estos mitones rojos.
ya están terminados,
pero también mi vida.
Aunque es muy corto, me sorprende cada vez que lo leo: algo que, en mi opinión, debería lograr todo buen texto.
Puede que, además, algunas entradas de los diarios de Kafka, que leí a los veinte, sembraran en mí la idea décadas antes. Por ejemplo, he aquí una de las entradas, de principio a fin:
La imagen de la insatisfacción que representa una calle en la que todo el mundo levanta los pies del sitio en que se encuentra para irse de él.
En unas pocas palabras, Kafka presenta una mirada diferente de algo muy común. Me pregunté si yo era capaz de escribir un texto así de corto (el título y una línea o dos) que no perdiera el poder de conmover, o al menos de desconcertar o distraer, sin que fuera del todo frívolo. También quería que la pieza estuviera claramente dentro del territorio de la prosa.
Aquí hay una, “Sola”, que evoca el ritmo del poema de Hollo:
Nadie me llama últimamente. No puedo escuchar los mensajes del contestador automático porque estuve aquí todo el tiempo. Si salgo, quizás llame alguien mientras no estoy. Así que, cuando vuelva, puedo escuchar los mensajes del contestador automático.
Hay dos que son más cortos:
MANO
Detrás de la mano que sostiene el libro que estoy leyendo, veo otra mano, libre y apenas fuera de foco: mi mano extra.
ENTRADA DE ÍNDICE
Cristiana, No soy
Dice la leyenda que Hemingway hizo una vez lo que llamó un cuento de una sola línea: “En venta: zapatos de bebé, sin usar”. En Internet, circula una variante efímera: “En venta: cuna de bebé sin usar”. Pero los escritores que cultivan las formas más breves suelen ser poetas. Está Samuel Menashe, quien escribía poemas de cuatro versos y cuya obra, muy interesante, suele pasarse por alto:
(SIN TÍTULO)
Compadécete de nosotros
por el mar
en las arenas
tan fugaz.
Otra poeta que es una experta en lo concreto y lo breve es Lorine Niedecker, una de las poetas menos conocidas del llamado grupo objetivista que vino una generación después de Ezra Pound. Aquí está uno de sus poemas cortos y concisos, sin título, sobre un objeto que regresa, o podría regresar, para perseguir a la poeta, un objeto dueño de una vida y voluntad propias.
¡El dueño del museo!
¡Ojalá se hubiera llevado la escupidera de papá!
Voy a sacar la escupidera de casa
y enterrarla y ponerle una piedra encima.
Porque sin la piedra encima
seguramente volvería.
También hay un poeta anárquico e intrigante que vive cerca de Woodstock, Nueva York, conocido solo como Sparrow. Hace algunos años llegó a la fama (al menos en algunos círculos reducidos) por armar, él solo, un piquete de varios días en la recepción de la revista The New Yorker, acusándola de publicar poesía sosa y predecible, en lugar de poesía excéntrica y poco convencional como, en particular, la suya. Y, de hecho, la revista le compró tres poemas y publicó al menos uno de ellos. (A veces vale la pena ser persistente y protestar).
Sparrow ha escrito muchos poemas muy pequeños, como el siguiente (“Poem”):
Este poema reemplaza
todos mis poemas anteriores.
Los que a mí me llaman la atención no son los líricos. Me gustan los que aportan una nueva mirada, como Kafka en algunas entradas de su diario, como yo en mi texto “Mano”.
Aquí hay otro pequeño poema de Sparrow llamado “Perfection Wasted”:
Lo malo de morir
es que ya no se puede
ser gracioso ni encantador.
Cuando lo leí, pensé que era un poema original de Sparrow, pero en realidad es una “traducción” de un soneto de John Updike que se publicó en The New Yorker. Lo encontré en una serie, “Translations from the New Yorker”. Estaba en un libro llamado America: A Prophecy: A Sparrow Reader.
Otra de sus traducciones es “Garter Snake”. Voy a citar primero la traducción de Sparrow y luego un extracto del original:
Una serpiente avanzó entre el pasto
y la observé.
Parecía una S.
Cuando se detuvo, se quedó muy quieta.
Con su movimiento, el pasto apenas se meció.
El original, de Eric Ormsby, tiene muchas más palabras, cosa que, supongo, Sparrow trató de evitar. Así empieza el original:
El majestuoso ondear de la culebra
en procesión sinuosa por el pasto
atrajo mi mirada. Quieta, alzó la cabeza
sobre la hierba, y la elegante curva
de su esbelto cuerpo formó la letra S
de “serpiente”, imagino, como si esa
majestad diminuta un signo fuera.
Más adelante, donde la traducción de Sparrow dice “Con su movimiento, el pasto apenas se meció”, el original reza:
[…] le dio al pasto, de piedritas regado,
y a la hondonada gris donde ondulando iba
centellas ágiles de exuberancia
y se movía igual que el gozo imprevisto
platea toda atención de la mente.
Y así termina el poema. Es posible que la versión de Sparrow, más sencilla, no funcione como poema, y que algunos lectores prefieran la riqueza del original. Pero las traducciones de Sparrow plantean varias preguntas atinadas acerca de la escritura y sobre la forma, que es lo he estado explorando hasta aquí.
Claro está, la pregunta más apremiante nos llevaría directo al ámbito de la teoría de la traducción y todas sus problemáticas, si decidiéramos ahondar en ella: ¿es posible decir lo mismo de maneras radicalmente distintas? Si se escribe con tantas diferencias, ¿se está diciendo lo mismo en realidad?
2007, 2012