Читать книгу Las heridas de la ausencia - Mª Jesús Rodríguez Hernández - Страница 12
Los sentimientos
ОглавлениеDesde el mundo grecolatino hasta bien entrado el siglo XX ha pervivido como hegemónica la tradición platónica que supedita las emociones a la razón, desdeñando la capacidad cognitiva de aquellas y gestionándolas como meras generadoras de opiniones imprecisas y subjetivas.1 El análisis de la poesía de nostalgia exige, por una parte, ahondar en una perspectiva que obstaculiza ese tipo de distancia tantas veces visible –como se ha explicado en las páginas de la introducción– entre la percepción poética y la teórica sobre los textos; y por otra, llevar a término un análisis que no escinda los sentimientos de la razón, ni la lingüística de la literatura, ni la memoria del pensamiento.
Por estos motivos, a la hora de abordar el análisis del vínculo entre poesía y nostalgia, resulta útil considerar algunos aspectos de particular interés y de nuevo impulso aportados por las teorías contemporáneas de los afectos. En ese sentido resultan relevantes aquellas que abren paso al progresivo reconocimiento actual de la estrecha imbricación entre razón y afectos: por ejemplo, la tesis de que para el sujeto, la carga emocional es lo que proporciona sentido a sus pensamientos y acciones, es decir, que los afectos moldean el conocimiento y la conducta; o la tesis de que las creencias, expectativas y compromisos generan que la experiencia se desarrolle en función de las necesidades. En la primera edición de Psychoanalytic Theories of Affect, Ruth Stein (1991) ya reconocía como concluyente ese importante giro respecto a la consideración de los sentimientos en el terreno de la investigación académica: “From the effort to understand the way affects work, there is but a small step to the cognitive dimension of affect, which is a very powerful notion in contemporary thinking on affect. The notion that our thoughts are steeped in feelings and have meaning for us only if they are accompanied by feelings and, on the other hand, the idea that feelings derive from and depend upon contents and fantasies (mostly of the self in interaction with objects) are now evident in psychoanalytic thinking” (177).
A partir de 1970, la teoría de los afectos se diversificó en múltiples tendencias, tanto en la psicología evolutiva del desarrollo como en el psicoanálisis. Fueron perdiendo importancia las teorías anteriores, eminentemente conductistas, que intentaban explicar los afectos en términos de pulsiones instintivas (William James, 1884), de energía psíquica (Philip Bard, 1938) o como despertadores de la excitación (Stanley Schachter y Jerome Singer, 1962.) En cambio han ganado relevancia las teorías que los consideran señales o representaciones de estados corporales (André Green, 1995), las que destacan su valor cognitivo como interpretaciones sobre el entorno y sobre uno mismo (Donnel Stern, 1997; Richard Lazarus y Bernice Lazarus, 2000), las que se centran en su aspecto de agentes motivadores para la acción, incluso determinando objetivos y medios apropiados a los fines (Virginia Demos, 1995) y las que priorizan la función de los afectos como moldeadores de la experiencia primaria, de la conducta y, por tanto, de las relaciones con las personas y las cosas (Joseph Sandler y Anne Sandler, 1998; Otto Kernberg, 2007).
La revalorización actual de los afectos en la cultura occidental tiene su antecedente en el debate sobre las pasiones iniciado en la segunda mitad del siglo XVI. Durante ese período se hace visible el desarrollo que ha experimentado la ciencia. Y, en torno a los avances logrados en Física matemática y Medicina – desde Nicolás Copérnico a Galileo Galilei y desde Andrea Vesalio a Thomas Willis– que inauguraron la ciencia moderna, surgen modelos científicos y racionalistas que comienzan a aplicarse también –por primera vez– al estudio de los afectos. Michel de Montaigne, René Descartes, Blaise Pascal y Baruch Spinoza son algunos de los pensadores que ejercieron mayor influencia en autores posteriores y que llevaron a cabo estudios que plasmaban enfoques ontológicos, taxonómicos y jerárquicos sobre las pasiones. A Montaigne le corresponde el mérito de haber aunado en la escritura lo literario y lo filosófico –base del estilo aforístico– y de enfocar con escepticismo –contra el que reaccionarán luego Descartes y Spinoza– los preceptos y verdades que la filosofía y la religión daban por absolutos. En sus Ensayos –publicados en 1580 y en 1588– hace referencia directa al asunto: “Dejo a un lado los esfuerzos que la filosofía y la religión procuran, por demasiado rudos y ejemplares […] ¿A qué vienen esos rasgos agudos y elevados de la filosofía, sobre los cuales ningún ser humano puede asentarse, y esos preceptos que superan nuestras costumbres y nuestras fuerzas?” (2003: 350).
Esa perspectiva inauguró lo que terminó conociéndose como filosofía de la subjetividad, por la minuciosa descripción tanto de sus ideas como de sus sentimientos y por su convencimiento de que el proceso creativo de la escritura le proporcionaría el conocimiento de sí mismo. Sus Ensayos, tres profusos tomos escritos desde la observación crítica y el análisis de sí mismo –una rareza en los textos filosóficos de la época, bastante más desapegados del relato de lo biográfico–, exhiben un obstinado interés por observar y comprender la conducta y las pasiones humanas en su propio entorno social y por la reflexión sobre las formas y apariencias de un cuantioso número de afectos, entre ellos, la vanidad, la pedantería, la mentira, la codicia o la crueldad. La extravagancia de incluir de manera explícita la experiencia propia en el conocimiento filosófico aportado por los clásicos, sumada a la del empeño de no partir de principios únicos, tuvo una influencia decisiva en las obras de François de La Rochefoucauld –Maximes et réflexions morales, 1664– y Jean de La Bruyère –Les Caracteres ou les Moeurs de ce siècle, 1688–, autores también lo suficientemente híbridos como para haber sido vistos durante largo tiempo como filósofos desde la literatura y como literatos a ojos de la filosofía.
Años antes, en 1649, Descartes había publicado Las pasiones del alma. En esa obra definió las pasiones como los efectos producidos en el alma por los movimientos y acciones del cuerpo, es decir, como la representación o la impresión que dejaban en el pensamiento las sensaciones y hechos físicos y corporales. No las concebía como cuestiones puramente sentimentales, sino como impulsos – prácticamente en el mismo sentido en que Freud utiliza la palabra pulsión–, derivados directamente de la percepción física. Por ejemplo, en el parágrafo 33 de dicha obra hace hincapié en ese aspecto y explica cómo las pasiones no residen necesariamente en el corazón: “En cuanto a la opinión de los que piensan que el alma recibe sus pasiones en el corazón, no es nada consistente, pues se funda sólo en que las pasiones hacen sentir en él alguna alteración […]: no es necesario que nuestra alma ejerza inmediatamente sus funciones en el corazón para sentir en él sus pasiones, como no lo es que el alma está en el cielo para ver en él los astros” (1997: 106).
Dicho de otro modo, las pasiones para Descartes eran la manera en que la mente entendía todo lo que le sucede al cuerpo. En cambio Blaise Pascal, en sus Pensamientos –publicados póstumamente en 1669–, invirtió la tradición platónica concediendo un valor cognitivo superior a las “verdades del corazón” sobre las “verdades de razón”, según él mismo las denominó. Las muestras de ello son numerosas; así, en el parágrafo 110, leemos:
Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino además por el corazón; de este último modo conocemos los primeros principios, y es inútil que el razonamiento, que no participa en ello, trate de combatirlos. […] Y tan inútil y ridículo es que la razón pida al corazón pruebas de sus primeros principios, antes de aceptarlos, como sería ridículo que el corazón pidiese a la razón un sentimiento de todas las proposiciones que ella demuestra, antes de admitirlas. (1981: 48)
Sin embargo, entre lo sentimental y lo racional, Pascal marcó una separación clara que procede directamente de la superioridad que le otorgaba a la fe –es decir, un sentimiento– sobre la razón. Por ejemplo, en el parágrafo 423 se puede observar el grado de escisión con que concibe lo sentimental de lo racional, una consideración que impregna toda su obra:
El corazón tiene razones que la razón no conoce. Se sabe esto en mil cosas. Yo digo que el corazón ama naturalmente el ser universal, y se ama naturalmente a sí mismo, en la medida que se entrega; se endurece contra el uno o contra el otro a su antojo. Habéis rechazado lo uno y conservado lo otro, ¿es que os amáis por razón? (131)
Por su parte, Baruch Spinoza, en su Ética –escrita entre 1661 y 1675–, siguiendo muy de cerca las premisas cartesianas, presentó las pasiones como los impulsos del cuerpo por perseverar en su ser: “Por afectos entiendo las afecciones del cuerpo, por las cuales aumenta o disminuye, es favorecida o perjudicada, la potencia de obrar de ese mismo cuerpo, y entiendo, al mismo tiempo, las ideas de esas afecciones” (1980: 183). De ahí que pensara que eran los apetitos corporales los que generaban en la mente el deseo –para él, la pasión más primaria, la que está tras cada sentimiento2–, estipulando que de él provenían las pasiones alegres y las tristes, a partir de lo cual desarrolló su catalogación según derivaran en éxito o en fracaso.
Todos estos autores concedieron a los afectos un estatus muy superior al que le habían otorgado los filósofos griegos. Es conocido que para Sócrates, Platón y Aristóteles, el sometimiento de las pasiones a la razón era una cuestión indiscutible, tan esencial como necesaria; y los estoicos llegaron incluso a considerar que debían ser extirpadas. En cambio, en el siglo XVII las pasiones adquieren un valor y una dignidad que no poseían hasta entonces. Y aunque, en general, mantuvieron el estigma de ser enjuiciadas como nocivas cuando desbordan el amparo y el control de la razón, aquel férreo sometimiento que caracteriza la tradición griega, ahora se relaja, porque se las considera parte necesaria del carácter y del cuerpo, connaturales a la vida misma.
Sin embargo, existen diferencias sustanciales dignas de mención entre los autores que hemos traído a colación: Montaigne y Pascal no conciben ni aceptan la doctrina platónica que subordina la pasión a la razón; el primero, por su escepticismo respecto al alcance del conocimiento humano sobre todo lo que sea exterior al yo; el segundo, por su desconfianza respecto al conocimiento humano, cuyo valor considera inferior al de la fe religiosa. En cambio, Descartes y Spinoza se mantienen fieles a esa tradición platónica. De hecho, a lo largo de Las pasiones del alma, los propios subtítulos con los que Descartes articula la obra revelan una evidente predilección por la supremacía de la razón en detrimento de la pasión, como si esta fuera un terreno fuertemente necesitado de guía racional: “Que no hay alma tan débil que no pueda, si es bien conducida, adquirir un poder absoluto sobre sus pasiones” –dice en el parágrafo 50 (Descartes, 1997, p.127)– o “Un remedio general contra las pasiones” –añade en el 211 (275). Y Spinoza no contradice en absoluto a Descartes en ese aspecto, más bien se reafirma en esa idea; por ejemplo, en el prefacio a la cuarta parte de su Ética, titulada “De la servidumbre humana o de la fuerza de los afectos”, donde declara: “Llamo servidumbre a la impotencia humana para moderar y reprimir sus afectos, pues el hombre sometido a los afectos no es independiente, sino que está bajo la jurisdicción de la fortuna” (Spinoza, 1980: 125). O también en el apéndice a los capítulos IV y V de la cuarta parte, donde se lee:
En la vida es útil, sobre todo, perfeccionar todo lo posible el entendimiento o la razón, y en eso sólo consiste la suprema felicidad o beatitud del hombre […] No hay, por tanto, vida racional sin conocimiento adecuado, y las cosas sólo son buenas en la medida en que ayudan al hombre a disfrutar de la vida del alma, que se define por ese conocimiento adecuado; en cambio son malas las que impiden que el hombre pueda perfeccionar su razón y disfrutar de una vida racional. (162)
Ambos filósofos llevan a cabo la intención de fundamentar sus respectivas teorías de los afectos en modelos científicos, ontológicos y epistemológicos; de ahí que Descartes desarrolle su teoría según las bases de la física mecanicista y que Spinoza lo haga al hilo de los procedimientos de la matemática deductiva. Ambos, también, comparten el objetivo de elaborar un sistema de las pasiones, tan racional como categórico respecto a la naturaleza y a la conducta humanas, útil tanto para la regulación de la vida como para la fisiología, es decir, tanto para la filosofía moral como para la Medicina.
El dualismo metafísico de Descartes, al separar radicalmente el alma pensante del cuerpo extenso, lo obliga a proporcionar dos fundamentos a su teoría de las pasiones: uno primario mediante la fisiología del cuerpo basada en su física mecanicista aplicada a los nervios, músculos y demás órganos; otro secundario, mediante la explicación metafísica de la conexión del alma con el cuerpo. Descartes hace uso de sus conocimientos de anatomía y fisiología, así como de su física mecanicista, que reduce todos los fenómenos a términos de materia y movimiento con la finalidad de establecer las relaciones que observa entre el cuerpo sintiente y el alma pensante. Aparte de alumbrar una valoración positiva de las pasiones, que rompe con la negatividad con que las afrontaron los filósofos griegos, su aportación más novedosa estriba en describir un extenso elenco de pasiones derivadas de las seis que postula como principales y primitivas: admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza.
Siguiendo muy de cerca esa misma línea de investigación, Spinoza se propuso el ambicioso objetivo de exponer el sistema de las pasiones mediante el método geométrico,3 y llevó a cabo una derivación lógica de un extenso conjunto de pasiones a partir de las tres que consideró primitivas: deseo, alegría y tristeza. Esta clasificación la desarrolla sin aceptar el dualismo cartesiano de la sustancia extensa y la sustancia pensante que escinde cuerpo y alma. Según él mismo reconoce en el prólogo de su Ética es prácticamente el único desacuerdo que encuentra respecto a las consideraciones sobre el tema que había expuesto Descartes en su obra.
Entre Descartes y Spinoza existe igualmente una diferencia que nos parece interesante, y que puede apreciarse incluso cuantitativamente: mientras que Descartes sólo dedica aproximadamente una sexta parte de su libro a la fundamentación fisiológica y metafísica y el grueso de su obra consiste en explicar el funcionamiento de un numeroso elenco de pasiones, Spinoza ocupa nada menos que la mitad de su libro a la elaboración de su fundamentación metafísica, lo cual indica su interés en establecer dicha fundamentación, que es monista, es decir, que consideraba al cuerpo y el alma como atributos distintivos, pero no escindidos, sino constituidos de una misma sustancia.
Para Spinoza sólo existe el cuerpo; el alma –una palabra que por el sentido en que la usa se asemeja mucho a lo que hoy referimos más como “lo mental”– es un correlato emocional que posee existencia mientras que el cuerpo la tenga: vive del cuerpo y muere con el cuerpo. El alma es afección, capaz de aminorar o vigorizar la capacidad física de actuar –él lo llama “la potencia de obrar del cuerpo” (1980: 203)–, de ahí que Spinoza contemple la oposición como herramienta fundamental para categorizar las pasiones. Así, las acciones resultan de las ideas adecuadas y las pasiones de las inadecuadas; la alegría y la tristeza son, según él, afecciones contrarias y opuestas porque la primera promueve la potencia del cuerpo y la segunda la disminuye4; y lo bueno es lo que se sabe con certidumbre que nos acerca al modelo ideal de la naturaleza humana, mientras lo malo es todo lo que nos impide reproducir el modelo. Literalmente, en su obra dice: “Entenderé en adelante por bueno aquello que sabemos con certeza ser un medio para acercarnos cada vez más al modelo ideal de naturaleza humana que nos proponemos. Y por malo, aquello que sabemos que nos impide referirnos a dicho modelo” (267).
En todo caso llama la atención que su discurso geométrico exponga que esos modelos son una construcción subjetiva, hecha y decidida por los sujetos, y no una cualidad intrínseca de las cosas, de manera que no son estas las que provocan los afectos, sino las imágenes o las ideas que nos hacemos de ellas, lo cual resulta interesante por la modernidad de su perspectiva. De hecho se anticipa a las conclusiones a las que llega Nietzsche en La voluntad de poder –publicada póstumamente, en 1906: “Solo hay hechos. Y quizá, más que hechos, interpretaciones […] Todo es subjetivo, os digo; pero al decirlo nos encontramos con una interpretación” (Nietzsche, 2009: 337); y sin duda, también conecta con las investigaciones sobre la percepción de la realidad en las distintas culturas que empezaron a proliferar sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX. Esa misma impresión cobra igualmente entidad a lo largo del libro de 1974 de Vladimir Jankélévitch (2011), L’Irréversible et la nostalgie, donde va mostrando cómo el nostálgico crea su objeto, de manera que es su propio lamento lo que convierte lo lamentado en lamentable.
Sea desde la voluntad racionalista de Descartes y Spinoza, sea desde la observación de la experiencia de Montaigne, no nos pasa desapercibido que las primeras obras que muestran interés en abordar intelectualmente las pasiones emergieran en un contexto de profundo escepticismo respecto al orden y los principios establecidos. La lectura de estas obras –divergentes en sus enfoques, como se ha explicado– alumbra claramente un punto de encuentro entre ellas: coinciden en ser escépticas y reaccionarias frente a los valores culturales heredados del medievo, frente a un mundo en el que la conmoción y el desconcierto producidos por los cientos de miles de muertos en nombre de la religión habían resquebrajado el hasta entonces incuestionable orden cristiano. El estudio de las pasiones parece haber surgido muy apegado al agudo escepticismo que conminaba a preguntarse qué clase de pasiones habían dado lugar a ese cataclismo histórico tan absolutamente repugnante a la razón, una cuestión que Stefan Zweig (1942) ratifica en relación a la obra que dedica a la vida y obra de Montaigne.
Hay otra línea de investigación muy distinta a la anterior, más reciente y seguramente de mayor interés para el análisis del vínculo entre poesía y nostalgia; en primer lugar, porque revela la existencia de pautas comunes en la expresión de las emociones, lo cual conecta con la expresión poética de la nostalgia en tanto que esta contiene elementos constantes a lo largo del tiempo y ampliamente compartidos en textos de culturas y nacionalidades muy diversas; en segundo lugar, porque trata de explicar las formas en que los sentimientos configuran la personalidad del individuo y su manera de ver e interpretar –y el poeta es una de las figuras por excelencia donde resalta la singularidad de su yo y una relación peculiar y personal con el mundo. Ese campo de investigación al que nos referimos quedó abierto a raíz de la publicación por Charles Darwin (1872) de La expresión de las emociones en el hombre y en los animales, donde considera las emociones como resultado de los mecanismos adaptativos de las especies a su entorno natural. Darwin no sólo muestra las similitudes de su expresión en sociedades muy diversas entre sí, sino que en su análisis añadió la importancia del lenguaje y el papel fundamental del grito en el origen y el desarrollo del mismo.
La influencia de dicha obra se dejó notar en los albores de la psicología como ciencia, y es manifiesta en autores como William James –What is an emotion? (1884) y The Principles of Psychology (1890)-, uno de los padres de la psicología funcionalista, y Sigmund Freud –Proyecto de una psicología para neurólogos (1895)-, fundador del psicoanálisis. Ambos coinciden en considerar las emociones como representantes mentales de los estados fisiológicos del cuerpo, cuya funcionalidad consiste en ser elementos dinamizadores de las acciones de respuesta a los estímulos externos o internos. Dichas tesis mostraban ya la relevancia irrefutable de las emociones, no solamente en relación a lo corporal y biológico, sino también en relación a las ideas y las conductas propias tanto sobre lo individual como respecto a lo social. A partir de entonces, la supremacía de la razón sobre la emoción empieza a considerarse un prejuicio inconsistente.
En la segunda mitad del siglo XX, la revisión de la mencionada obra de Darwin permitió avanzar en el estudio de las emociones desde la perspectiva biológica, es decir, observando si existían o no manifestaciones universales respecto a los sentimientos en numerosas culturas humanas y animales. Su incidencia se deja ver con claridad en los estudios que analizan las expresiones físicas inconscientes, como los llevados a cabo por Paul Ekman,5 quien desde los años 70 ha desarrollado numerosos estudios y trabajos de campo –tan influyentes como polémicos– acerca de qué emociones se expresan e identifican de igual modo en todo tipo de sociedades. Pero también en las obras de investigación que analizan el rol de las emociones en el desarrollo cognitivo; es el caso de los que giran en torno a la llamada “inteligencia emocional”, un concepto propuesto en 1990 por Peter Salovey y John Mayer que incide en la importancia vital de la comprensión de las emociones propias y ajenas. En la actualidad la neurociencia se encarga de las investigaciones alrededor de esa idea, que ya aparecía explícita en la referida obra de Darwin: “The movements of expression in the face and body, whatever their origin may have been, are in themselves of much importance for our welfare […] We have also seen that expression in itself, or the language of the emotions, as it has sometimes been called, is certainly of importance for the welfare of mankind” (Darwin, 1872:367)
Estas tesis son pertinentes al análisis que aquí se lleva a cabo, en tanto que permiten, por una parte, desestimar las consideraciones más tradicionales acerca de que la poesía es fruto de una inaprensible y misteriosa inspiración, y por otra, avalar un enfoque intelectual de la nostalgia que consiga desvelar su afinidad con la poesía mediante el estudio de su conexión con las pasiones inconscientes.