Читать книгу Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz - Страница 6
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ОглавлениеNo era feliz cuando el verano terminó. No como debería haberlo sido, disfrutando de cada día, en vez de estar tan preocupada por mi futuro, pero tampoco era consciente entonces. Creía que era lo normal, mirar por la ventana del tren, observando cómo las llanuras cubiertas por viñedos daban paso a pequeñas arboledas, pensando en todo lo que podía cambiar en los próximos meses.
Mi primo Liam se había quedado dormido junto a mí pese al traqueteo y el ruido del tren que nos llevaba a la capital. Pero, aunque hubiera estado despierto, no habría compartido mis temores con él. ¿Eran quince años suficientes para olvidar? Yo apenas tenía siete cuando terminó la Guerra de las Dos Noches, y aun así recordaba el miedo con el que habíamos vivido entonces. No entendía por qué las cosas tenían que cambiar ahora, cuando todo marchaba a la perfección, cuando el Gobierno mantenía la paz dentro y fuera de Ovette.
—Mamá, ¿por qué el tren no llega hasta Olivares? —preguntó el niño que había sentado frente a mí.
Tenía los pies subidos al asiento, ya que no le llegaban al suelo. Su madre tenía sobre las piernas una pequeña tabla de madera con varias hojas, en las que iba haciendo anotaciones con su pluma.
—Porque el tren solo recorre el país de norte a sur, lo cruza por el medio —le explicó gesticulando con la pluma en el aire—. Más o menos. A veces se desvía un poco para pasar por los pueblos más grandes.
—¿Pero por qué no hay otro tren que vaya hasta Olivares? ¿Por qué tenemos que ir a caballo hasta Cabriel?
Me llevé una mano a la cara y volví a mirar por la ventana, ocultando una sonrisa mientras la madre cogía aire.
—Porque el tren funciona con… madera, y agua, y magia —simplificó—. Se mezcla todo para empujarlo. Si hubiera más trenes habría que gastar más madera, y los árboles no pueden crecer tan rápido, ni puede llover más.
—Pero hay muchos árboles y mucha agua.
—Y los necesitamos para otras cosas. Para construir casas, para mantenernos calientes cuando hace frío, para regar los campos…
—¿Y por qué no se usa más magia, entonces?
—Josh.
La madre silenció al niño con su tono de voz, negando rápidamente con la cabeza. Pude ver en el reflejo del cristal cómo me señalaba con disimulo y sentí el calor de la vergüenza en mis mejillas.
El tren había comenzado su recorrido en el extremo sur del país, y aún no habíamos llegado al río Ovette, que daba nombre al país que dividía en dos mitades. La gente que me rodeaba, por tanto, vestía de manera similar. Tejidos sencillos como el algodón y el lino, en tonos tierra, verdosos y anaranjados. Ropas que ahora solo eran un símbolo, un recuerdo de cuando era más importante que las prendas fueran cómodas y fáciles de lavar, porque sus dueños, sureños, trabajaban en el campo y vivían de forma humilde.
Mi falda, aunque de algodón, era de un llamativo color lavanda. Mi blusa, de un blanco impoluto. No importaba que llevara botas de cuero marrón o el pelo suelto. Solo con ver los colores de mi ropa, había temas que ella prefería no discutir delante de mí.
Quise pensar que era por los rumores. Porque tal vez quince años no eran suficientes. Que era por eso, y no porque nada fuera a cambiar nunca en Ovette.
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Cuando el tren empezó a aminorar su velocidad, a punto de entrar en Rowan, desperté a Liam con un codazo. Mi primo gruñó un momento, estirando sus largas piernas en el pasillo y frotándose los ojos. Cuando miró por la ventana se puso en pie de un salto y yo lo seguí riéndome, contagiada por su entusiasmo.
Cogimos nuestras maletas y nos dirigimos al final del vagón, ignorando las miradas de fastidio del resto de pasajeros.
Solo habíamos pasado un mes en Olmos, nuestro pueblo, pero en cuanto vimos a nuestros amigos esperando en el andén, empezamos a chillar y a saludar por la ventana como si lleváramos años sin vernos.
Al detenerse el tren abrí la puerta de un tirón y salté. Sara, tan digna como siempre, se apartó, así que caí sobre Noah, que me abrazó y empezó a dar vueltas. Cuando por fin paró, alcé la mirada para verlo mejor y le toqué el oscuro pelo ondulado, que le llegaba ya a los hombros. Él sonrió y se apartó un mechón de la cara.
—Pareces sureño con esa melena —bromeé.
—Hay cosas peores, Aileen —me contestó él, con fingido dramatismo.
Dándole un empujón con el hombro, me giré hacia los demás. Ethan estaba ayudando a Liam a bajar las maletas del vagón y Sara se había acercado para echarles una mano.
—No es justo, Liam —empezó a protestar Sara mirando sus pálidos brazos—. A ti te da el sol y te pones más rubio y más moreno, y yo solo me lleno de pecas.
—Es el sol de Olmos —intervine—. Si vinieras más a menudo, lo sabrías.
Sara se giró por fin hacia mí y aproveché para darle un corto abrazo.
—¿Me has echado de menos?
—Te vi hace un mes en Nirwan y solo llevo aquí dos días —me contestó ella.
—¿Solo me echas de menos cuando estás aquí?
—Solo te echo de menos cuando estoy sola —me corrigió—. Ethan y Noah llegaron anoche.
—¿Vamos? —preguntó Ethan—. El próximo tren está a punto de llegar.
Era obvio que estaba usando algo de magia para cargar con las maletas, pero ni mi primo ni yo dijimos nada. Nuestros tres amigos eran norteños y estábamos acostumbrados a la forma en que usaban su magia para las pequeñas cosas del día a día. Además, había cogido dos de mis pesadas maletas, así que no iba a quejarme cuando yo solo tenía que llevar mi cartera hasta el carruaje descubierto que habían traído.
Pusimos el equipaje debajo de los asientos e Ethan se subió al pescante mientras los demás nos sentábamos detrás. Liam le ofreció a Sara una mano para ayudarla, ya que llevaba uno de sus largos y poco prácticos vestidos, típicos del norte del país.
Miré a nuestro alrededor, notando que había más gente que otros años, pero, antes de que pudiera comentarlo, habló Noah:
—¿Cuándo empezáis el trabajo? ¿Mañana ya? —nos preguntó mientras el carruaje arrancaba.
—Tengo que hablarlo con Ane cuando llegue, aunque supongo que sí —contestó Liam jugueteando con la correa de una de las maletas.
—Yo este año no voy a trabajar en los invernaderos —dije—. Iré de vez en cuando a echar una mano, pero voy a centrarme en mis estudios e intentaré presentar mi tesis antes del próximo verano.
—Tus abuelos estarán contentos, ¿no? —bromeó Sara—. De que la gente vea por fin que no necesitas trabajar para vivir en la corte.
Resoplé y me recliné en el banco, poniendo un pie en el asiento de enfrente. Mis abuelos maternos eran los que pagaban mi estancia en Rowan, aunque mis padres habían puesto siempre como condición que yo trabajara para cubrir parte de mis gastos.
—Sí, no vaya a ser que alguien vea a una Thibault trabajando y se hunda la economía de todo Ovette —refunfuñé.
—Pero tú no te apellidas Thibault, tú eres una Dunn —intervino Noah con algo de burla, repitiendo las palabras que tantas veces me había oído decir.
—Es que los Dunn sí tenemos que trabajar —dijo Liam antes de que yo pudiera contestar—. Los Dunn-Thibault se pueden permitir tomarse un año libre.
Sabía que no lo decía en serio, pero le di con el codo de todas formas.
—Bueno, ya vale, ¿no? He ahorrado para mis gastos de este año y, si me hace falta, puedo volver a los invernaderos.
—¿Y vosotros? —preguntó mi primo, cambiando de tema.
Sara suspiró con dramatismo por encima del traqueteo del carruaje, alisando la falda de su vestido, que estaba tan impecable como su pelo recogido.
—Yo ya estoy agotada. Estamos preparando la recepción de bienvenida de esta temporada, por eso tuve que volver la semana pasada.
Antes del verano habían ascendido a Sara del Subcomité al Comité Social y no perdía ninguna oportunidad para recordarnos lo importante que era ahora su papel en las fiestas celebradas en la corte. Nosotros asentimos, comprensivos.
—¿En qué eventos vas a participar? —le pregunté.
—¿Aparte de los bailes de gala? Ayudaré con el Festival de la Cosecha, aunque lo llevan los sureños, claro. Luego no tenemos nada importante hasta el Solsticio de Invierno y después, el aniversario de la fundación de Ovette. Supongo que también me tocará echar una mano con la Llegada de la Primavera, pero aún falta muchísimo tiempo para eso.
Sonreí, sabiendo que la habían asignado a los eventos más relevantes. Bromeábamos mucho sobre el tema, pero no podía sentirme más orgullosa de ella. Noah se inclinó hacia delante.
—¿Y los espectáculos? ¿Habrá más programación norteña este año?
Sara alzó las cejas, algo confusa por su pregunta. Ethan, callado, miró por encima de su hombro, pendiente de la conversación.
—Pues no lo sé, no llevo nada de los teatros.
—¿Por qué lo dices? —intervine.
Noah se apartó el pelo de la cara y supe que estaba conteniendo su entusiasmo.
—Por los perdones. ¿No os lo ha contado tu padre?
Me incorporé de golpe, estirándome la falda. Mi padre era el gobernador de Olmos, y se había pasado el verano yendo y viniendo de la corte, reuniéndose con el resto de gobernadores y con el Consejo.
—Me dijo que todavía no era seguro del todo. Que seguían debatiendo.
—¿Qué perdones? —preguntó Sara.
—Quieren perdonar a algunas de las personas que estuvieron implicadas en la Guerra de las Dos Noches, permitirles volver a la corte —le explicó Noah.
Sara me miró un momento, clavando sus intensos ojos verdes en los míos, y luego volvió a mirar a Noah, como si estuviera decidiendo cuál debía ser su opinión.
—Bueno…, ha pasado mucho tiempo, ¿no?
Liam, cuya tía había muerto durante la guerra entre Ovette y Sagra, nuestro país vecino, respiró con fuerza junto a mí. Sara retorció las manos en su regazo.
—Aunque…, no sé. ¿Implicadas cómo?
—Indirectamente. Es un gesto simbólico, una maniobra política, nada más.
Noté la mano de Liam contra la mía y la apreté en silencio.
—¿Y crees que habrán empezado a dar los perdones para la recepción de bienvenida? —siguió preguntando Sara.
—Eso están diciendo —contestó Noah.
Tal vez por eso había notado que había más gente en la estación, porque había más norteños de lo habitual. Pero no dije nada, y nos quedamos en un silencio tenso e incómodo hasta llegar al pueblo. Liam no soltó mi mano, tamborileando sus dedos contra mi piel durante todo el trayecto.
Las tiendas a ambos lados del camino principal estaban llenas de gente y los niños, que aún no habían vuelto a la escuela, corrían por todos lados. Cuando Noah alzó el brazo para saludar a un conocido, vi un destello de color en su brazo.
—¡Noah! ¿Es una acuarela? —le pregunté cogiendo su muñeca para ver el tatuaje.
Él sonrió, subiéndose la manga de la camisa para que lo viera mejor.
—¿Te gusta?
Eran manchas de vivos colores, como salpicaduras de pintura. La magia hacía que algunos fragmentos brillaran, como si aún estuvieran húmedos.
—Me encanta. Siempre habías querido uno, ¿quién te lo ha hecho?
—Lo he hecho yo.
—¿En serio? —preguntó Liam con admiración.
Noah asintió, pasándose la mano por el tatuaje, algo avergonzado ante la atención. Podía hablar de política con un miembro del Consejo sin inmutarse, pero todo lo relacionado con su faceta artística le provocaba una extraña inseguridad.
—Empecé a practicar el año pasado. Cuando mi instructor de dibujo dio por terminada mi formación me sugirió probar y… No sé, me gustó la idea.
—Es precioso —le dijo Sara.
—Gracias —murmuró Noah.
Liam y Noah siguieron hablando sobre tatuajes mientras recorríamos los muelles a las afueras del pueblo, viendo cómo los barcos cargaban y descargaban sus mercancías con enormes grúas manejadas con magia. Mi madre me había explicado que los barcos que navegaban los mares del norte eran hasta diez veces más grandes que los que recorrían el río, pero me resultaba difícil imaginarlos.
Igual que me había costado imaginar cómo sería en realidad el puente de Rowan hasta que lo vi por mí misma. Después de tantos años, todavía seguía sintiendo un nudo en el estómago cuando lo cruzábamos. Aunque sabía que la magia que lo sostenía sobre el río, con apenas varios pilares hundiéndose en el agua, era totalmente segura, siempre me sentía más tranquila cuando llegábamos al otro lado.
Y allí, por fin, estaba el castillo, en medio de un inmenso prado que lo rodeaba en todas direcciones. La capital de Ovette se había construido hacía varios siglos en la antigua frontera entre el norte y el sur, lejos de posibles ataques extranjeros. Nunca había tenido murallas, por lo que, según nos acercábamos, pude ver la estructura principal, de piedra oscura, pero también las esbeltas torres construidas más tarde, e incluso el ala más reciente, con enormes cristaleras.
Por primera vez desde que me había ido a estudiar a la corte, tuve la extraña sensación de que estaba volviendo a casa.
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Aunque ahora Sara cobraba por su trabajo, había decidido seguir compartiendo las habitaciones conmigo. En realidad, solo compartíamos la salita de estar, ya que cada una tenía su propio cuarto con un pequeño baño; pero habría echado de menos las noches frente a la chimenea, unas veces contándonos cómo había ido el día, y otras, simplemente, haciéndonos compañía en silencio.
Sara y yo nos habíamos conocido en el norte, ya que su familia era de Nirwan, donde vivían mis abuelos maternos. Siempre nos habíamos llevado bien, pero, al llegar a la corte y vernos rodeadas de desconocidos, nos habíamos vuelto inseparables, pese a las diferencias entre nosotras.
Aun así, la vuelta a la rutina fue un poco extraña. Noah e Ethan estaban ocupados con el Subcomité Político, mientras que Sara dedicaba todo su tiempo a preparar la recepción de bienvenida. Yo siempre había tenido que trabajar para vivir en Rowan, por lo que, ahora que no tenía que ir cada día a los invernaderos, me estaba costando un poco acostumbrarme a tener tantas horas para dedicarme a mi investigación.
Estaba tomándome un descanso, regando y podando las plantas, cuando Liam llamó a la puerta de mi cuarto. Supe que era él por su forma rítmica de golpear con los nudillos, así que ni siquiera me giré.
—Pasa —le dije.
Liam entreabrió la puerta y se asomó por el hueco.
—¿Estás decente? Vengo acompañado.
—Sí, tranquilo.
Liam abrió la puerta del todo y vi que había una chica a su lado. Vestía una falda marrón con bordados verdes y parecía algo más joven que mi primo, tal vez de unos quince años. Llevaba una diadema de hojas secas en el pelo, que caía suelto por su espalda. Sonreí, sintiendo que un trozo del sur acababa de entrar en mi cuarto. ¿Cuándo había sido la última vez que me había puesto una diadema de flores? No lo recordaba.
—Hola, soy Aileen.
—Claudia.
—Acaba de llegar a la corte —me explicó Liam pasándose la mano por el pelo rubio, tan despeinado como siempre—. Está trabajando conmigo en los invernaderos. Le gustaría entrar en el Subcomité Político, pero de momento tiene que completar su educación con los instructores, claro.
Contuve una sonrisa y dejé la regadera junto a una enorme maceta.
—También me lo puede contar ella, ¿no?
Liam se sonrojó y miró a Claudia.
—Perdona…
—No pasa nada —le contestó ella, con una sonrisa.
—¿Queréis un té?
—Claro. Voy poniendo la tetera —dijo Liam dándose media vuelta, y salió rápidamente de mi cuarto.
—Tienes un montón de plantas —observó Claudia.
Se acercó a la pared, cubierta de enredaderas verdes y frondosas. No tenía plantas con flor, ya que, al tener poca ventilación, el aire se recargaría demasiado; pero me gustaba sentarme junto a esa pared, frente a la ventana, y tener la sensación de que me encontraba en mi propio jardín.
—¿No se mueren en invierno?
—Las protejo del calor de la chimenea.
—Hm.
Fruncí el ceño ante su ruidito, no del todo crítico, pero sí dando a entender que había algo más que quería decir.
—¿Por? —le pregunté al fin—. ¿Crees que no debería tenerlas dentro?
—No, no… Es solo que… No sé, sin ser hierbas medicinales ni nada por el estilo pensaba que usarías tu magia para los invernaderos o…
Hacía tanto tiempo que nadie me había acusado de malgastar mi magia que ni siquiera supe cómo reaccionar, así que aproveché que Liam nos llamó desde la salita para dejar la conversación ahí. Y también para salir de la habitación antes de que Claudia pudiera ver mi colección de velas norteñas y darme su opinión sobre ellas.
Liam estaba terminando de colocar las tazas sobre la mesa y Claudia aprovechó para mirar a su alrededor. La salita la había decorado Sara y, mientras que mi dormitorio estaba amueblado con sencillez, la mesa tenía las patas labradas y las sillas contaban con asientos tapizados en azul, a juego con los sofás.
—Voy a avisar a Sara —anuncié ignorando la manera en que Claudia fruncía el ceño.
Sara, que debía haber oído las voces, abrió apenas llamé a su puerta.
—¿Te apetece un té? —le pregunté con una sonrisa burlona.
—¡Justo estaba pensando en hacerme uno! —exclamó ella cerrando la puerta tras de sí—. Ah, hay visita.
Sara y Claudia se miraron de arriba abajo mientras Liam las presentaba, y fue un verdadero esfuerzo no devolverle la mirada a Sara cuando terminaron. Estaba claro lo que ambas pensaban de la otra.
—Me ha dicho Liam que tu padre es el Gobernador Dunn, de Olmos —dijo Claudia cuando nos sentamos, removiendo su té.
—Desde hace seis años, sí, este es su segundo mandato.
—¿Pero tú no estás en el Subcomité Político?
Intercambié una mirada con Liam, o al menos lo intenté, ya que él no apartaba los ojos de Claudia.
—No.
—He intentado un montón de veces que se una al Comité Social —dijo Sara—, y no hay forma tampoco.
Claudia esbozó una media sonrisa.
—Bueno, no es que sean precisamente comparables.
No sabía si Claudia estaba intentando ser maleducada adrede o si era simple ignorancia. No todo el mundo entendía la importancia diplomática del Comité Social y su influencia en la política de Ovette, por lo que decidí intervenir antes de que Sara pudiera ofenderse.
—Me gustan los dos —mentí—, pero no tengo tiempo para ninguno.
—Aileen está haciendo una tesis sobre sistemas educativos —le explicó Liam.
—¿Para ser Maestra?
—No —contesté—. No es que estudie todas las disciplinas, es más bien… Investigo cómo se enseñan distintas asignaturas en sitios diferentes. Soy del sur y fui a la escuela de Olmos, pero vine a la corte para seguir estudiando, ya que mi madre es del norte, y quería aprender lo mismo que había aprendido ella.
—¿Como a malgastar plantas en tintes? —preguntó Claudia mirando mi falda, por debajo de las rodillas como la suya, aunque de color amarillo pastel.
—¿Más té? —le preguntó Sara a Liam, intentando evitar cualquier discusión, sobre todo de política, a toda costa.
Liam asintió, haciendo girar la taza de porcelana.
—No todos los tintes suponen un despilfarro —repliqué de todas formas—. No todo es blanco o negro en la vida, o norte o sur. Acabas de llegar a Rowan, pero ya lo irás viendo.
Claudia tuvo la consideración necesaria para callarse y, en cuanto se terminaron el té, Liam y ella se marcharon. Sara me miró en silencio, con su taza aún entre las manos. Yo me levanté y empecé a recoger, aunque podía notar sus ojos clavados en mi espalda. Finalmente me giré hacia ella.
—¿Qué?
Sara se encogió de hombros.
—No, nada. A tu primo parece que le ha caído bien —dijo con una sonrisita.
—Por lo menos ya no es la persona más sureña de toda la corte —le contesté—. Pero espero que aprenda pronto, porque con esa actitud… no va a hacer muchos amigos en Rowan.
Fruncí el ceño, con la mirada clavada en la tetera y la extraña sensación de que había oído esas palabras antes.
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Sara se marchó al Salón Principal cuando yo aún estaba terminando de arreglarme. En realidad, no tenía por qué ir a la fiesta si no me apetecía, pero, además de querer apoyar a Sara, las recepciones de bienvenida siempre eran interesantes. Todo el mundo comentaba quién se había ido y quién llegaba a la corte, qué contactos tenían y cuánto durarían en Rowan. A mí no me importaba todo eso tanto como a mis amigos, pero al menos servían buena comida.
Entré en el inmenso Salón Principal sin prestar mucha atención a la gente que había a mi alrededor. Sabía que Sara me buscaría en cuanto acabara con sus tareas del Comité Social, así que fui directa a buscar una bebida con la que tener las manos entretenidas hasta entonces.
Me abrí paso entre la gente, con cuidado, esquivando los amplios vestidos de las norteñas. Yo misma los usaba en algunas ocasiones más formales, pero para una recepción llena de gente en la que no iba a ver a nadie especial había preferido una falda sureña, por debajo de la rodilla y con mucho menos volumen que sus vestidos.
Tal vez por eso me extrañó sentir que alguien rozaba mi espalda al pasar. No me molestó, aunque me dejó una extraña sensación, como cuando alguien te toca con las manos húmedas. Al girarme, sin embargo, no había nadie cerca. Me quedé quieta durante unos instantes, hasta que alguien carraspeó para que me apartara. Di varios pasos titubeantes y después, con algo más de seguridad, me dirigí hacia los enormes ventanales, sin saber muy bien por qué. Sin embargo, no llegué hasta allí, ya que, por encima del sonido de las voces y las risas, empecé a escuchar el de mis propios pasos y los de alguien más. Extrañada, miré a mi alrededor, buscando al dueño de esos pasos. Lo encontré alejándose de mí, así que lo seguí, sin esforzarme por darle alcance. Cuando se detuvo y yo ya estaba a pocos metros de él, Sara apareció junto a mí.
—¡Aileen! Ya he terminado.
Vi su mano enguantada sobre mi brazo, y luego mi propia mano, en la que había una copa de vino que no recordaba haber cogido. Di un paso hacia atrás, pero no pude escuchar el sonido de mis botas por encima del bullicio de la recepción, como era lógico. Parpadeé rápidamente, intentando despejar mi mente, y miré a mi alrededor.
—¿Qué le habéis echado? —le pregunté al fin a Sara, mientras alzaba la copa para olerla.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Está picado? —me preguntó ella, quitándomela de las manos para probar el vino.
—No. No sé, ha sido rarísimo, no sé qué ha pasado…
Me giré hacia el hombre al que había seguido por el salón y descubrí que estaba en el mismo sitio, de espaldas a mí.
—Igual ha sido él. Algún tipo de hechizo. ¿Quién…?
En ese momento, el desconocido se giró, echando un vistazo a su alrededor. Cuando sus fríos ojos azules se encontraron con los míos se detuvieron un par de segundos que se me hicieron eternos. Luego parpadeó, me miró de arriba abajo y se volvió con el ceño fruncido hacia sus acompañantes.
Alcé las cejas, exagerando mi incredulidad.
—¿Quién es ese idiota? —le pregunté a Sara en un susurro.
—Luther Moore. Acaba de instalarse.
—¿Moore? ¿De los Moore de Luan? —pregunté mirándolo yo también de arriba abajo.
Llevaba un elegante traje con casaca larga y chaleco de raso, y estaba rodeado de otros norteños. Se volvió para hablar con uno de ellos y pude observar mejor su cara, fijándome en su nariz recta y su mandíbula marcada. Llevaba el pelo rubio con los laterales rapados y el resto, peinado hacia atrás, por supuesto.
Sara carraspeó y miró a nuestro alrededor, aunque nadie nos podía oír por encima de las conversaciones ajenas.
—Lo expulsaron cuando la guerra —me contó en voz baja—. Ha sido uno de los primeros perdones del Consejo.
Lo observé de nuevo por el rabillo del ojo, esa vez con más desprecio. Aparentaba unos treinta años, así que debía tener menos de veinte cuando ocurrió la Guerra de las Dos Noches. Tal vez por eso solo lo habían expulsado de la corte y no lo habían mandado al exilio. O tal vez había sido por ser un Moore, una de las familias más ricas de Ovette.
—Pues que le aproveche. Vamos a buscar a Liam.
Encontramos a mi primo con Claudia y algunos de sus amigos del Subcomité Político. Estaban discutiendo sobre los perdones, como muchos de los asistentes a la recepción, cada uno con una copa en la mano.
—Aileen, por favor, apóyame —me pidió en cuanto nos vio acercarnos.
Resoplé. Habíamos tenido ya esa conversación varias veces desde nuestro regreso.
—¿En qué parte de la discusión estáis? ¿Habéis llegado ya a la parte en que miles de personas murieron en una sola noche…?
—¿… sin poder defenderse ni rendirse? —dijeron Ethan y Noah a la vez que yo completaba la frase.
—Pues no entiendo qué otro argumento necesitáis.
—Si vais a decir lo mismo una y otra vez, yo necesito más vino —anunció Sara alejándose.
—Da igual que lo repitáis mil veces, habrán pasado quince años de todas formas —dijo Noah.
Ethan asintió, pero no añadió nada más.
—¿Y esa gente está menos muerta que hace quince años? —protestó Claudia.
—¡La gente a la que se ha perdonado ni siquiera estaba allí! Además, la mayoría no va a volver a la corte ahora, han rehecho sus vidas fuera y no tienen ningún interés político después de tanto tiempo.
—Claro, porque los perdones no han sido para nada por interés político —insistió Claudia.
—Bueno, es que ya es hora de que haya un poco más de equilibrio —contestó Noah.
Suspiré con fuerza y me llevé la copa a los labios, pero el vino se había calentado hacía rato. De repente, se me habían ido las ganas de volver a repetir por enésima vez la misma discusión sobre cómo el norte debía recuperar algo de poder y cómo el sur había aprovechado lo sucedido hacía quince años para imponer sus creencias… Me sentía incómoda e intranquila, así que me disculpé y me fui a buscar a Sara, que estaba junto a una de las mesas con bebidas.
—No entiendo por qué no podéis servir cerveza —me quejé.
Dudé un momento con la copa en la mano, pero, al final, preferí enfriar el vino con un gesto de mis dedos en vez de coger una nueva copa. Sara fingió no darse cuenta de que había usado magia para algo tan cotidiano y observó por encima de su hombro a los demás.
—¿No se cansan?
Le di un largo trago al vino y resoplé.
—No. Y ahora con Claudia no hay forma de dar por terminada la conversación, parece que siempre tiene algo que añadir.
Sara me miró un instante, mordiéndose el labio inferior.
—Me recuerda a alguien —dejó caer al final.
Me llevé una mano al pecho, dramática.
—Yo nunca he sido así.
—Igual en lo de la mala educación no, pero cuando llegaste eras mucho más… política.
Supe que quería decir sureña, y giré la copa entre mis manos, pensando en sus palabras. ¿De verdad había cambiado tanto desde que había llegado a la corte? Era cierto que había tenido que adaptarme, ya que en Rowan tenía que tratar con todo tipo de gente, pero… eso no significaba que hubiera cambiado de ideas, ¿no?
Sara debió adivinar mis pensamientos, porque enseguida puso una mano sobre mi brazo.
—¡No lo decía como algo malo! —me confirmó—. Es solo que antes hablabas mucho más de todas esas cosas y me reñías todo el rato por usar demasiada magia, y ahora simplemente te vistes como quieres y te dedicas a tus cosas…
—Claudia me echó en cara que usara mi magia para plantas decorativas.
Sara frunció los labios.
—¿Y qué más da lo que diga Claudia?
Negué con la cabeza.
—No es que me importe su opinión, es que… no me había parado a pensarlo, ¿sabes? Y ni siquiera me he informado bien de todo lo que hay detrás del tema de los perdones.
—Pero eso no es culpa tuya. No puedes estar al tanto de todo y, además, seguir con tus estudios y trabajar en los invernaderos…
—Ya no trabajo en los invernaderos —le recordé.
Nos miramos un largo momento a los ojos y sentí cómo Sara temía añadir algo más a la conversación.
—¿Cuándo es la próxima reunión del Subcomité Político? —pregunté al fin—. ¿Lo sabes?
Sara suspiró.
—Pasado mañana por la tarde, creo.
Asentí, y volvimos a quedarnos en silencio. No sabía si era el barullo de la gente o la conversación, pero la intranquilidad que sentía solo había ido en aumento, así que decidí despedirme de Sara y dirigirme a mi habitación.
Sin embargo, la sensación de desasosiego no desapareció. Tal vez era el hecho de que todo parecía estar cambiando en la corte, o el miedo a no saber qué más podía cambiar en los siguientes meses. Podía ser el vino, o ese hombre norteño y su extraño hechizo.
Al final decidí encender un par de velas relajantes y, tras un rato, conseguí dormirme.
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A la mañana siguiente, a las once en punto, alguien llamó a nuestra puerta. Sabiendo que Liam no llamaría a la puerta de fuera y al no esperar ninguna visita, no me molesté en alzar la vista de mis apuntes.
—¡Sara! ¡La puerta! —le grité.
La oí salir de su dormitorio y cruzar la salita de estar.
—Buenos días. ¿La señorita Aileen Dunn?
Noté que Sara titubeaba y me acerqué a mi puerta entreabierta para escuchar.
—No, soy Sara Blaise.
—Disculpe, me habían dicho que estas eran sus habitaciones.
—Lo son. Somos compañeras.
Tras un momento de silencio, el desconocido volvió a hablar:
—¿Y se encuentra aquí la señorita Dunn?
—Sí, disculpe. Pase, señor Moore.
Me quedé inmóvil durante un momento más y, cuando recordé de qué me sonaba ese nombre, abrí la puerta de un tirón. Luther Moore estaba de pie en medio de nuestra pequeña salita, mirando a su alrededor con ojo crítico. Él, al igual que el día anterior, vestía un traje norteño, con chaleco y casaca en distintos tonos de azul y botones de plata.
Al oírme entrar se giró hacia mí con una sonrisa cordial que flaqueó en sus labios por un instante al verme. Yo llevaba una amplia falda púrpura por debajo de las rodillas, con botas altas y blusa blanca. El estilo informal del sur, pero con los colores del norte.
—¿Aileen Dunn? —me preguntó.
—¿Y usted es…?
—Luther Moore. Los Thibault me han contratado para que la asesore en su investigación.
—Oh.
Así que Luther Moore era el experto en técnicas de desarrollo mágico que mis abuelos habían encontrado. Sabía que tendría que ser alguien del norte, pero no había esperado a alguien tan… del norte.
—A menos que haya cambiado de idea, señorita Dunn.
Estuve tentada de decirle que sí, pero llevaba meses buscando a alguien que me enseñara las técnicas norteñas, y si lo rechazaba tal vez mis abuelos no enviarían a nadie más.
—Llámeme Aileen —respondí al fin.
Luther asintió.
—Y tú a mí puedes llamarme Luther. Si vamos a trabajar juntos, no son necesarias las formalidades.
Asentí, sin saber qué más decir.
—Bueno, solo quería presentarme y saber si te parece bien que empecemos mañana.
—Claro.
—Te veré a las nueve en la Sala de Esgrima, entonces.
—De acuerdo.
Y, sin añadir nada más, se marchó.
—¡Luther Moore! —exclamó Sara en cuanto cerré la puerta.
—Luther Moore —repetí, con la mano aún en el pomo.
—Y vas a tener que trabajar con él —se burló, con una carcajada.
Yo también me reí, dejándome caer en el sofá.
—¿Podría ser más norteño? —le pregunté a Sara—. ¡Hasta lleva el pelo repeinado hacia atrás!
—Oye, mi padre lleva el pelo así.
—Pues eso.
Sara me tiró un cojín que me dio en la cara. Lo lancé de nuevo hacia ella, pero pasó muy por encima de su cabeza y solo hice que se riera de mí otra vez.
—¿Vas a saber portarte bien? —me preguntó, como si fuera una niña de cinco años.
—Yo siempre me porto bien —repliqué—. Será él, en todo caso, quien no se comporte, si me sigue echando esas miradas de desprecio.
—Bueno, tampoco es que tú vayas vestida de forma discreta…
—No empieces —le advertí.
Ella alzó las manos en señal de paz y dejó el tema.