Читать книгу Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz - Страница 8
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ОглавлениеCuando llegué a la Sala de Esgrima para la siguiente sesión, Luther ya estaba allí y había vuelto a cerrar las cortinas, dejando un par de candelabros encendidos en el suelo.
—Buenos días —lo saludé quitándome la chaqueta.
—Hoy intentaremos repetir el mismo ejercicio que el otro día —me dijo, impaciente—, para comprobar si fue solo la suerte del principiante, o si tienes algo de talento real.
—De acuerdo —acepté, intentando no sentirme ofendida.
Me acerqué a él y Luther repitió los mismos pasos que en la primera sesión. Dirigió mi respiración con su voz suave y aterciopelada, aunque, al contrario que unos días antes, no conseguía relajarme. No podía dejar de pensar en la advertencia de Jane Durant y en lo que Sara me había dicho. La Guerra de las Dos Noches, los rumores que había en la frontera, lo que Luther podía saber sobre ello que fuera de ayuda para el Gobierno… ¿Habría tenido algo que ver con el hechizo que creó Mikke?
—Aileen, tienes que concentrarte —me dijo, con dureza.
Abrí los ojos y suspiré con fuerza.
—Lo siento —murmuré.
Luther me miró con el ceño fruncido. Fue a decir algo, pero pareció pensárselo mejor.
—Una vez más.
Roté los hombros, cerrando los ojos, intentando olvidarme de todo. Luther comenzó a susurrar de nuevo y me obligué a concentrarme en su voz, sintiendo la magia fluir por mi cuerpo. Antes de que pudiera abrumarme como en la sesión anterior, Luther me indicó que abriera los ojos, despacio, y obedecí.
—Pon la mano derecha ante ti, boca arriba.
Alcé mi mano, lentamente.
—Ahora intenta dirigir tu magia hacia tu palma, como si pudieras verla.
Hice lo que me indicaba y pude sentir el peso de mi magia sobre mi mano, como si hubiera una bola de metal sobre ella. Bajé el brazo sin darme cuenta y Luther extendió su mano para corregirme.
—No, no la…
No pudo decir nada más porque, en el momento en que me tocó, se oyó un crac y noté una fuerte corriente en la piel. Me aparté de un respingo, llevándome la mano al pecho. Luther también parecía sorprendido, mirando su mano por un lado y por el otro.
—¿Estás bien, Aileen? —me preguntó con el ceño fruncido—. Déjame ver.
Dudé un instante, pero finalmente le ofrecí mi mano. Luther la cogió con cuidado y solo sentí su piel cálida contra la mía. Tenía la sensación de que debía haber alguna marca en mi piel, una rojez, una quemadura, algo, pero no había nada.
—¿Estás bien? —volvió a preguntarme Luther soltando mi mano.
—Sí, creo que sí. ¿Qué ha sido eso?
—A veces la magia reacciona de forma inesperada al entorno, no es nada de lo que preocuparse. Podemos dejarlo aquí por hoy.
Luther abrió de nuevo las cortinas con un gesto mientras yo flexionaba varias veces los dedos.
—¿Seguro que estás bien?
Metí las manos en los bolsillos, alzando la mirada.
—Sí, sí. No ha sido nada.
Luther asintió y me marché, apretando el frío metal de mi reloj contra los dedos, intentando borrar la extraña sensación de la magia. No quería darle importancia, aunque tampoco terminaba de creerme sus palabras. Todo el mundo me había asegurado que las técnicas norteñas no tenían nada que ver con la magia oscura, pero… Tal vez la reacción se debía a que él sí la usaba y mi magia había reaccionado así a la suya. Sabía que muchos norteños utilizaban magia oscura, que allí era algo prácticamente normal, pero solo pensar en ello me hacía sentir sucia. Y si lo ocurrido no fuera extraño, Luther no se habría sorprendido, ¿no?
No ayudó a tranquilizarme que esa misma tarde se presentara en mis habitaciones.
—Hola —lo saludé, extrañada, al abrir la puerta.
—Aileen.
Después de un largo momento, reaccioné y me aparté.
—Pasa.
Luther entró en la sala y cerré tras él.
—¿Quieres un té? —pregunté, al ver que no decía nada.
—Sí, gracias.
Le indiqué que se sentara en el sofá y puse la tetera a calentar en la chimenea. Podría haberlo hecho con magia para acelerar las cosas, pero no quería usarla para algo tan sencillo delante de Luther.
—Quería asegurarme de que estabas bien —dijo él—. Tras lo de esta mañana.
—Sí, ha sido raro, pero no he vuelto a notar nada.
Luther asintió y esperamos en silencio hasta que la tetera empezó a silbar. La puse sobre la mesa, saqué mi caja de tés y se la ofrecí.
—Elige el que quieras.
Yo cogí una de mis mezclas y me serví. Él curioseó la caja e inhaló el perfume del té blanco con una sonrisa.
—Buen té del norte. A veces se me olvida que eres m-mitad de allí.
Lo miré sin poder evitar una sonrisa, algo incrédula por su titubeo.
—Mestiza, quieres decir.
Antes de que pudiera negarlo, seguí hablando, removiendo mi cuchara infusora.
—Puedes decirlo, no me molesta en absoluto la palabra —insistí.
Luther dio un toquecito a la taza con un dedo y su té estuvo listo al instante. Yo seguí removiendo mi cuchara con deliberada lentitud.
—No es una palabra apropiada para una Thibault.
—No soy una Thibault, soy una Dunn —repliqué, cortante—. Como mi padre. Nacida y criada en Olmos.
Luther se llevó su taza a los labios y dio un breve sorbo.
—Y, sin embargo, es el dinero de los Thibault el que te mantiene en la corte —me contestó, clavando sus fríos ojos en los míos.
Le aguanté la mirada, apretando los labios.
—Si tienes algún problema conmigo, puedes dejar esto cuando quieras. No sé qué esperabas, porque mis abuelos saben perfectamente quién soy y en qué creo.
—Si tan claro tienes que eres sureña, ¿por qué quieres aprender nuestras técnicas? ¿Para poder prohibirlas en la corte también? —me espetó.
Respiré hondo varias veces, conteniéndome. Lo fácil habría sido no darle explicaciones, dejarle creer lo que le diera la gana sobre mí, pero estaba harta de que la gente intentara simplificar mis ideas. Que quisieran obligarme a elegir un lado del río.
—Como tú mismo has dicho, soy mestiza. Me crie en Olmos, pero vine a estudiar a la corte para aprender todo lo posible, distintas formas de hacer las cosas, y no solo lo que enseñan allí. Porque creo que el conocimiento no tendría que estar limitado por tu lugar de nacimiento.
Luther me miró en silencio, bebiendo su té. Yo saqué el infusor de mi taza y di un primer sorbo. El té me había quedado insípido y amargo a la vez.
—Estoy a favor de estudiar la magia en todas sus formas —dijo al fin—, pero nuestra manera de usarla no es algo que analizar y catalogar para poder juzgarlo. Es una forma de vida. Es nuestra forma de ser.
—Lo sé.
—No estoy seguro de que sea algo que se pueda enseñar, no a alguien que no se ha criado en el norte.
Respiré hondo de nuevo.
—Pero estoy dispuesto a intentarlo —añadió tras un largo momento—. Si tú estás dispuesta a hacer un esfuerzo. No solo practicando, sino entendiendo lo que supone la magia para nosotros.
—Lo estoy. Y no sé si servirá de algo, pero… mi interés va más allá de lo académico. Siempre he querido conocer mejor el norte por sí mismo, y no solo por su educación.
Luther asintió, aunque no parecía completamente convencido.
—Está bien. Te veré dentro de tres días, entonces.
Dejó su taza de té encima de la mesa y se puso de pie. Lo imité.
—Allí estaré.
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La postura empezaba a resultar incómoda para mí, que estaba tumbada en el sofá, con una mano detrás de la cabeza y una pierna flexionada, así que prefería no pensar en lo incómodo que debía estar Ethan. Él estaba reclinado sobre mí, sosteniéndose sobre las manos, una a cada lado de mi cabeza. Podía sentir el peso de su cuerpo entre mis piernas y la magia con la que se ayudaba, pulsando a mi lado, tan personal como el olor de su colonia.
Me fijé en sus pequeños pendientes de oro y en sus ojos color avellana, que parecían más claros por el contraste con su piel oscura, casi negra en la semioscuridad de la habitación. Pensé en lo parecidos que éramos: ambos siempre conscientes hasta del más mínimo detalle de nuestra apariencia, para dar imágenes totalmente diferentes. Me resultaba curioso cómo, pese a su timidez, nunca se esforzaba en pasar desapercibido.
Ethan me miró a los ojos mientras yo reflexionaba sobre todo eso y, antes de darnos cuenta, estábamos riéndonos como idiotas.
—Va, chicos, cinco minutos más —nos pidió Noah.
Carraspeé y me mordí el labio inferior, intentando concentrarme en la música que sonaba en el gramófono. Ethan cerró los ojos y, cuando los abrió de nuevo, volvía a estar serio.
Noah, sentado en el suelo, esbozaba con rápidos trazos sobre un papel. Se había recogido un par de largos mechones de pelo negro con horquillas para que no le molestaran, y tenía los labios manchados de carboncillo, de tanto llevárselo a los labios mientras pensaba.
El disco que estaba sonando terminó y Sara, que estaba leyendo junto a una ventana, se levantó para cambiarlo.
Aún no habían pasado los supuestos cinco minutos cuando Liam entró en la salita, seguido de Claudia. Ambos nos miraron un momento, pero ninguno dijo nada sobre la extraña situación.
—Ey.
—Buenas tardes —saludó Claudia, algo cortada.
—¿Queréis té? —nos preguntó Liam.
—Por favor —contestamos Ethan y yo a la vez, lo que hizo que volviéramos a reírnos.
Noah resopló, pero siguió dibujando, sin decir nada. Claudia cogió la tetera del armario y se dirigió a la chimenea, lo que hizo que me preguntara cuántas veces habría estado ya en las habitaciones de los chicos.
—¿Estás nerviosa por lo de mañana? —le preguntó Liam mientras sacaba las tazas.
—No mucho —le contestó Claudia.
—¿Qué pasa mañana? —intervine desde el sofá.
—Es mi mayoría de edad.
—¡Enhorabuena! —exclamé con sincera alegría—. ¿Quién va a dirigir la ceremonia? ¿El presidente Lowden?
—Sí.
—Qué suerte. Yo la hice en Olmos y la dirigió mi padre, que ya era gobernador. Que prefiero que fuera él, pero bueno, estando en la corte es genial tener a Lowden.
Los sureños celebrábamos la mayoría de edad al cumplir los dieciséis años, y lo hacíamos con una ceremonia en la que nos comprometíamos ante el resto de la comunidad a hacer un uso responsable de nuestra magia. El presidente Lowden no era solo el líder del Consejo, sino uno de los miembros más destacados de la comunidad sureña, lo que lo convertía en la persona perfecta para dirigir la ceremonia.
—No pareces muy emocionada —comenté tras un momento.
Claudia se encogió de hombros.
—Al final, mis padres no han podido venir. Sé que celebrarlo en la corte y con Lowden es especial, pero… no sé. Es raro no tener a gente conocida cerca. Aparte de Liam, claro.
Por muy insufrible que pudiera llegar a ser, sentí una punzada de empatía por Claudia. Recordaba lo difícil que era llegar a Rowan y conocer a tanta gente nueva, con costumbres tan diferentes a las mías. Y eso que yo al menos ya conocía a Sara. Miré a Ethan, que seguía inmóvil sobre mí, y vi su pequeña afirmación.
—Me gustaría ir —le dije a Claudia—. Si no te importa.
—¿En serio?
—A mí también —añadió Noah, sin alzar la mirada del papel—. Las de Liam y Aileen nos gustaron mucho.
—Bueno… Si queréis… —contestó ella, azorada—. A mí me gustaría que vinierais, claro.
Sara cerró el libro y se puso en pie.
—Pues entonces mejor voy sacando la ropa, que se tiene que airear. Aileen, ¿saco tu traje?
—Sí, gracias, ya sabes cuál es.
Sara apenas había cerrado la puerta cuando Noah dejó la tabla de madera sobre la que sostenía el papel junto a él.
—Ya he terminado.
Ethan se dejó caer inmediatamente a mi lado, casi aplastándome. Me aparté para hacerle sitio y me senté.
—No siento los brazos —protestó Ethan.
Noah se incorporó sobre sus rodillas y se acercó a él.
—Ya será para menos —le respondió frotando uno de sus brazos entre sus manos, intentando hacer algo de magia curativa con poco éxito—. Lo siento, no es lo mío.
—No importa. Me ayuda igual.
Yo me estiré y fui a la mesa, donde me esperaba mi taza de té recién hecho.
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La ropa que debíamos vestir para la celebración de una mayoría de edad era la ropa de gala sureña, que se usaba solo para las más extraordinarias ocasiones. En la corte se celebraban bastantes bailes y recepciones de gala, pero eran vistos como algo ajeno a nosotros y muy pocos sureños asistían a esos eventos, prefiriendo aquellos que eran más informales. E incluso cuando asistían, lo hacían casi siempre con un estilo algo menos formal, reservando la ropa de gala para los eventos sureños. No pretendía ser un desprecio hacia el norte y no se entendía como tal, aunque Sara hubiera preferido que todo el mundo fuera de gala norteña a los bailes que organizaba.
Noah, Ethan y Sara, por supuesto, no llevaban las mismas ropas que nosotros. Ellos vestían sus trajes de gala habituales, pero los habían encargado en colores apagados, y el vestido de Sara no tenía cancán, para ser algo más sencillo. Mi ropa de gala, sin embargo, consistía en pantalones largos ajustados, botas de cuero altas, blusa, corpiño y casaca; todo en verdes y marrones oscuros. Las prendas eran de lana virgen y tenían intrincados bordados, pero los colores eran los mismos para todo el mundo, buscando dar una imagen de unidad entre los asistentes.
El pelo, aunque suelto, me lo había encerado hacia atrás, y el kohl lo había aplicado en abundancia, cubriendo desde mis sienes hasta el puente de mi nariz y dejando los bordes emborronados. Por último, Sara me ayudó a teñirme las manos con ceniza.
—¿Vamos? —me preguntó cuando terminamos.
—Vamos.
Fuimos a recoger a los chicos, cuyas habitaciones estaban más cerca del salón donde se iba a celebrar la ceremonia. Cuando los vimos, Sara y yo no pudimos evitar sonreírnos.
—Tengo los amigos más guapos de todo Ovette —dijo ella cogiéndose del brazo de Ethan, que sonrió, avergonzado.
Con la ropa oscura, en vez de los tonos claros que solía usar para destacar el color de su piel, Ethan no llamaba tanto la atención como de costumbre, y Liam, aunque se había peinado mejor de lo habitual, tenía aún el aspecto desgarbado de la adolescencia. Sin embargo, Noah, tan alto como mi primo, estaba insoportablemente guapo. Se había hecho varias trenzas en el pelo, apartándoselo de la cara, pero sin recogérselo del todo.
—Vosotras estáis espectaculares —nos dijo Noah ofreciéndome su brazo.
Lo acepté y seguimos a Liam, que ya se dirigía al salón, retorciéndose las manos cubiertas de ceniza.
—Es adorable —oí que Sara le murmuraba a Ethan—. No lo había visto nunca así.
Aunque Claudia apenas acababa de llegar a la corte, muchos sureños habían decidido asistir a la ceremonia para celebrar con ella su mayoría de edad. Saludé rápidamente a Ane, la encargada de los invernaderos, que iba acompañada de su mujer Itxa y sus dos hijos pequeños, y fui a colocarme con mis amigos junto al podio.
Apenas nos habíamos situado cuando el presidente Lowden entró en la sala y todos los sureños nos dejamos caer sobre una rodilla, dejando en pie solo a Noah, Ethan y Sara, que inclinaron la cabeza. Arrodillarse no era una señal de respeto reservada al presidente del Consejo, sino a los líderes sureños más destacados. Lowden era la única persona ante la que nos arrodillábamos entonces.
Después de unos momentos, volvimos a ponernos en pie y Lowden se acercó al podio. Intenté no sentirme intimidada, pero entre sus facciones duras, el pelo salpicado de canas y el parche que cubría su ojo izquierdo, cegado durante la guerra, resultaba difícil.
—Hoy —comenzó Lowden, con su voz grave reverberando en las paredes de piedra— una joven sureña se convierte en una persona adulta, con las responsabilidades que eso conlleva. Claudia Maine, acércate.
Claudia entró en la sala. Iba vestida como el resto de sureños, pero su kohl era más discreto que el mío y llevaba una diadema de flores en el pelo. Sus manos, por supuesto, estaban limpias.
Tras acercarse a Lowden, este siguió hablando. Sobre cómo la magia no era un bien inagotable, cómo debía ser usada de forma responsable y nunca para hacer daño, cómo era nuestra responsabilidad devolver a la naturaleza parte de lo que esta nos entregaba, ayudando a que los cultivos crecieran sin problemas y que ninguna cosecha se echara a perder. Lowden cogió un cuenco y metió la mano en él para sacar un puñado de cenizas, símbolo del final de la vida. Claudia le ofreció sus manos limpias.
—Recuerda siempre que la naturaleza nos lo da todo —siguió Lowden manchando las manos de Claudia con cuidado —. Nos da la vida, nos da la magia y, cuando mueras, te dará un lugar en el que descansar. —Lowden cogió una pequeña semilla y la colocó sobre las palmas de nuestra amiga—. Hasta entonces, no temas nunca ensuciarte las manos. Bienvenida.
Claudia se giró hacia los que estábamos observando la ceremonia y nos enseñó sus manos manchadas, como las nuestras. Nosotros aplaudimos con fuerza, emocionados.
Después de hablar un rato con la gente que se había congregado, decidimos irnos a cenar al pueblo, así que nos despedimos de todo el mundo y nos dirigimos a los establos para coger un par de carruajes. Sin embargo, antes de salir del castillo, nos cruzamos con Luther Moore que, tras mirarnos, sorprendido, me saludó con una inclinación de cabeza.
—Ahora os alcanzo —le dije al resto.
Me acerqué algo nerviosa a Luther, que me miró de arriba abajo con las cejas alzadas.
—¿Una ocasión especial? —me preguntó.
Metí las manos en los bolsillos de la casaca y asentí.
—La mayoría de edad de una amiga. De hecho…, vamos a ir ahora a celebrarlo y no sé a qué hora volveremos… ¿Te importa si retrasamos la próxima sesión hasta pasado mañana?
Pude ver en su cara que sí le importaba tener que cambiar sus planes, pero esbozó una sonrisa de todas formas.
—No, claro que no. Allí te veré.
—Gracias. Hasta luego.
Me di prisa para alcanzar a mis amigos, que ya habían preparado los carruajes, y nos dirigimos al Aguadero, nuestro lugar favorito de Rowan. Siempre hacíamos lo mismo: hablar, beber y bailar; pero era nuestro sitio especial.
—Me ha dicho Liam que vais mucho al Aguadero —comentó Claudia.
—Va mucha gente de todos sitios, incluso extranjeros. Tiene un estilo muy particular —le expliqué.
—¿Pero es un local sureño o norteño?
Sara, sentada junto a mí, intentó compartir una mirada conmigo, pero resistí la tentación de girarme hacia ella.
—Ninguno de los dos. O los dos a la vez. Es una mezcla y también… es algo diferente. Tocan música del norte y del sur, aunque también cosas nuevas, o de otros países.
Claudia frunció el ceño y supe que le era difícil comprender lo que le explicaba. Recordaba haber sido una recién llegada a la corte, creyendo que el mundo se dividía en norte, sur y todo lo demás. Para mí había sido un alivio descubrir un sitio en medio, figurada y literalmente, ya que Rowan se había construido en la antigua frontera, cuando norte y sur habían decidido unirse por fin. Pese a las disputas entre ambas comunidades, después de siglos de comercio y diplomacia, todo el mundo nos conocía ya como Ovette, el nombre del río que nos separaba. Y una vez construidos los puentes, había sido más fácil defender nuestras fronteras naturales y construir Rowan junto al agua, con el castillo en la otra orilla.
Pocos habitantes de Rowan eran verdaderos mestizos, pero la mayoría tenían una forma de pensar y un estilo mucho más neutral que en otros lugares, lo que me había ayudado a desprenderme de la definición binaria de norte y sur. A sentir que podía encontrar mi lugar.
Entramos en el local, oscuro y ruidoso, y buscamos un sitio donde poder sentarnos todos. Encontramos enseguida una mesa redonda rodeada por un banco acolchado y pedimos varias jarras de cerveza y algo para comer. Bebimos, acompañados por la música que un grupo tocaba al fondo y pronto tuvimos que rellenar las jarras. Sara y yo nos entretuvimos un rato intentando adivinar el país de origen de los cantantes por lo que podíamos escuchar de sus acentos; y cuando terminamos de cenar fue la primera en ponerse en pie para ir a bailar, llevándose a Ethan, Liam y Claudia con ella. Yo decidí quedarme con Noah.
—Estás poco hablador —le dije.
Él se giró hacia mí y apoyó la cabeza en la mano.
—¿Tanto se me nota?
Me encogí de hombros y rellené nuestras jarras de cerveza.
—Te conozco bien.
Noah sonrió con melancolía. Sus ojos verdes reflejaban la luz de las velas que había sobre la mesa.
—Mi madre va a volver a casarse.
Di un largo trago a mi bebida, sin decir nada. Los padres de Noah se habían separado hacía varios años, algo mucho más raro en el norte que en el sur.
—Va a dejar el Comité Político y se va a mudar a Nembro para presentarse a gobernadora en las próximas elecciones. Su prometido es de allí. Tiene bastantes negocios, y no le importa cambiar de apellido.
Noah dejó que yo rellenara los huecos. Su madre había conseguido el rango social que deseaba al desarrollar su carrera política en la corte. Pero en el norte, si querías ser alguien, tenías que tener dinero, y no solo el apellido adecuado. Sabía que en otros lugares la gente no se lo cambiaba al casarse, pero en Ovette podías elegir tu apellido. Mi madre, por supuesto, había renunciado a ser una Thibault. Supuse que al prometido de la suya le interesaría convertirse en un Sauvage.
—¿Crees que se quieren? —murmuré.
Noah suspiró.
—Creo que pueden ser felices juntos.
Clavé una uña en la madera de la mesa, intentando quitar una pequeña astilla.
—No la juzgo —continuó Noah—, es solo que… Nunca he entendido esa forma de ver la vida.
—Tienes corazón de sureño —bromeé.
Noah sonrió una vez más y bebió de su cerveza. Dejé pasar un largo momento antes de volver a hablar:
—Creo que Sara no tardará en casarse.
Él me miró de nuevo, esperando a que siguiera hablando.
—Al principio, pensaba que era por sus padres, que eran ellos los que querían ese tipo de vida para ella. Un buen matrimonio norteño, carrera en la corte…, pero es ella quien lo quiere.
Tragué con fuerza, intentando deshacer el nudo en mi garganta.
—Y ahora ya no solo tiene su apellido y su dinero, sino su propia carrera en el Comité Social. Y creo que querrá casarse pronto y…
No sabía cómo terminar la frase. No era capaz de poner en palabras el tipo de vida norteña que mi mejor amiga anhelaba.
—Sara siempre ha sido ambiciosa —dijo Noah—. Lo quiere todo. Y lo tendrá.
Asentí, y ambos nos quedamos un rato en silencio, dejando que el ruido de las conversaciones ajenas y la música sustituyeran nuestras palabras. Quise preguntarle a Noah qué era lo que él quería, pero no iba a hacerlo entonces, después de tanto tiempo. Y no iba a hacerlo sabiendo que podía devolverme la pregunta y no sabría la respuesta.
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Cuando volví a la Sala de Esgrima para la siguiente sesión con Luther Moore, las cortinas estaban descorridas y la sala, iluminada por la luz del sol.
—Deberías recogerte el pelo —me dijo Luther como respuesta a mi saludo, ofreciéndome una cinta de tela.
—¿Perdona? —le pregunté, ofendida.
El pelo corto o recogido era algo típico del norte y yo solo me lo recogía en ocasiones muy especiales.
—Para hacer esgrima —me aclaró, antes de que pudiera seguir protestando—. ¿Sabes esgrima?
—Algo —contesté cogiendo la cinta para hacerme un recogido—. Un par de años de clases.
—Será suficiente. Hoy intentaremos que mantengas la conexión con tu magia mientras haces otras cosas. Coge una espada y una máscara y ponte en guardia.
Obedecí y me puse en guardia frente a Luther, con los pies juntos, las rodillas flexionadas, una mano en la cintura y la otra ante mí, con la espada.
Luther asintió, dándome el visto bueno.
—Ahora haz las respiraciones que te he enseñado, concentrándote.
Me costó algo más que las veces anteriores, al tener tanta luz y encontrarme en otra postura, pero pronto sentí mi magia fluir.
—Posición de ataque.
Llevé el pie derecho hacia delante y estiré el brazo a la vez. Pude mantener la concentración con facilidad, y también durante los siguientes ejercicios.
—Bien —fue todo lo que dijo Luther.
Cogió entonces su propia espada con la mano izquierda, y se situó ante mí.
—No sabía que eras zurdo.
Luther golpeó su espada contra la mía y perdí el contacto con mi magia.
—No hables hasta que no puedas mantener la concentración —me riñó.
Me callé y seguí con los ejercicios en silencio. Eran posturas de ataque y defensa sencillas, y pronto pude mantener el contacto con mi magia sin problemas. Notándolo, Luther empezó a hacer uso de la suya en sus ataques. Eran cosas sutiles, que apenas creía ver por el rabillo del ojo, aunque pronto aprendí a distinguirlas. Cuando conseguí imitarlo y golpearlo al hacer que mi espada llegara algo más lejos de lo que habría llegado de forma natural, Luther dio por terminada la lección.
—El próximo día probaremos a hablar mientras practicamos, a ver qué tal se te da entonces.
En la siguiente sesión, sin embargo, no hicimos esgrima. Luther había traído una larga mesa a la sala y sobre ella había distintos objetos. Una maceta llena de tierra, un cuenco con agua, una vela…
—Vas a aprender a hacer magia del día a día como la hacemos en el norte. Empezaremos por pequeñas cosas.
—¿Hoy puedo hablar? —bromeé acercándome a la mesa.
—Puedes hablar siempre que quieras —me contestó con el ceño fruncido—, mientras puedas mantener la concentración. Al fin y al cabo, esto no es una clase, no soy tu instructor.
Luther dio la vuelta a la mesa y se colocó junto a mí.
—Voy a ayudarte a guiar tus movimientos para que puedas concentrarte en el flujo de tu magia. No solo tienes que conectar con ella, sino también controlarla, sin dejar que fluya demasiado y te agote.
—De acuerdo.
—Ven.
Luther se situó ante la vela y cogió mi antebrazo derecho.
—¿Puedo? —me preguntó con su mano sobre el puño de mi blusa.
Asentí y él soltó el botón de madera para subir mi manga hasta el codo. Luego se puso tras de mí, con una mano en mi cintura y la otra en mi muñeca desnuda.
—Este punto —me indicó apretando mi cintura— ha estado siempre asociado con la fuente de nuestra magia. Puede que sea solo superstición, pero utilizar siempre los mismos gestos, convertirlos en rutina, ayuda a acceder de forma más rápida a nuestra magia.
Asentí de nuevo y él se acercó a mí.
—Concéntrate en tu magia —me dijo al oído.
Instantes después, mi magia estaba fluyendo con fuerza. Podía sentirla en la mano derecha, intentando decirme algo.
—¿Qué es? —me preguntó Luther.
Fuego. Era fuego. Chasqueé los dedos, creando fricción y calor entre ellos, y la vela se encendió. Sentí la mano de Luther apretar mi cintura y, al momento, su mano derecha guiaba la mía. Seguí el movimiento, cortando la vela de forma instintiva en varios fragmentos y haciéndolos levitar. Chasqueé los dedos de nuevo y todos los fragmentos se encendieron a la vez. No pude evitar sonreír.
—Bien —dijo Luther soltándome.
Apagué las velas, haciendo desaparecer el oxígeno que rodeaba las mechas, y las dejé caer sobre la mesa. No había analizado la forma en que utilizaba mi magia desde hacía años, desde que había aprendido en la escuela. Era extraño volver a ser tan consciente de cómo funcionaba el mundo que me rodeaba cada día.
—Ahora el agua.
Nos pusimos ante el cuenco de agua y pronto estaba creando formas con ella.
—¿Por qué no es una clase? —pregunté, de repente, intentando mantener la concentración—. Quiero decir que… Podrías dar clase a más gente, no hay ningún otro experto sobre el tema en la corte.
Luther apretó mi mano, cerrando mis dedos, y el agua cayó al cuenco, salpicándome.
—Me lo han pedido —me contestó—, pero nunca he querido ser profesor, ese es mi padre.
—Yo creo que se apuntaría mucha gente.
—Tal vez.
Luther entrelazó sus dedos con los míos, elevándolos, y, con ellos, el agua. Después, soltando mi cintura, hizo un gesto con la zurda y acercó la maceta hacia nosotros. Luego bajó mi mano de nuevo y el agua empapó la tierra.
Hicimos que el líquido se repartiera por toda la maceta, despacio, y entonces Luther me empujó hacia delante, hasta que nuestras manos unidas tocaron la maceta y su pecho estuvo contra mi espalda. Podía sentir las semillas enterradas en la tierra. No entendía de magia norteña, ni de luchar o crear arte, pero sí entendía de plantas y de cómo funcionaban. Puse de forma instintiva mi mano izquierda sobre la mano de Luther que sostenía mi cintura, como quien se agarra a una cuerda para no caer, y puse la otra, aún entrelazada con la suya, en el lateral de la maceta, cerrando los ojos.
Esa era la más pura de las magias, aquella que simplemente aceleraba la forma en que la naturaleza funcionaba. Sentí cómo el agua empapaba las semillas, cómo estas se partían, cómo los brotes surgían de ellas… El olor fresco y húmedo de la tierra inundó mis sentidos, como una tormenta primaveral.
—¿Qué es? —susurró Luther en mi oído.
—Vida —le respondí abriendo los ojos.
Vi cómo los brotes rompían la tierra y crecían, crecían, crecían, absorbiendo la luz que entraba por los ventanales, verdes primero, abriéndose y dividiéndose, floreciendo después en multitud de pétalos azules.
Reconocí los nomeolvides y, cuando estuvieron en plena floración, me detuve y me giré hacia Luther. No fui consciente de lo cerca que estábamos, ni de cómo sus brazos seguían rodeándome. Lo único en lo que podía pensar era en la increíble sensación de haber llevado un puñado de semillas a florecer en unos momentos, de haber creado vida donde minutos antes solo había tierra.
—Gracias —le dije.
Él asintió, apartándose y estirándose el chaleco.
—Deberías empezar a practicar por tu cuenta —me dijo como despedida.
—Claro.
Cogí mi chaqueta, me despedí y salí del aula. Llegué a mis habitaciones, aún absorta en mis pensamientos, y Sara me miró, extrañada.
—¿De dónde vienes?
—De mi sesión con Luther Moore.
Sara comprobó su reloj.
—¿Todavía? ¿Y tan contenta?
Alcé las cejas y me dejé caer en el sofá.
—¿Se me ve contenta?
—Tienes un… brillo extraño en la mirada. Y juraría que hay incluso algo de color en tus mejillas.
Resoplé. Ni que ella fuera menos pálida que yo.
—Hemos estado practicando con plantas —le expliqué—. Ha sido increíble.
—Tú y las plantas —murmuró volviendo a sus papeles.
—¿Tú qué estás haciendo?
—Trabajo del Comité. Vamos a dar un baile pronto.
—¿De gala? —me quejé.
—Por supuesto que de gala —me respondió Sara, ofendida—. Pero no te preocupes, no te voy a hacer ir.
—¿Cuándo es?
—Dentro de diez días. Y nos han avisado hoy —protestó—. Se supone que es para integrar mejor a los recién llegados, pero Noah cree que es una maniobra de distracción, por los rumores sobre lo que están haciendo en Daianda.
—Tiene pinta.
—Pues ya podrían buscarse otra forma de distraer a la gente, organizar todo esto con tan poco tiempo es imposible.
—No te agobies, ya verás como en dos días lo tienes todo bajo control.
Dejé a Sara con su trabajo y me fui a mi cuarto.
Metí la ropa limpia en el armario, recogí los papeles que tenía sobre la mesa y me senté a leer junto a mis plantas. Pero no podía concentrarme en las palabras que había ante mí. Seguía pensando en la sesión con Luther, en lo increíble que había sido poder crear vida con mis propias manos, con mi magia. Quería intentarlo de nuevo, pero sabía que sería un derroche, porque mis plantas estaban perfectamente cuidadas y acababa de tener la sesión, por lo que no tenía sentido practicar cuando aún podía recordar el cosquilleo de mi magia contra mi piel.
Me pasé el día intentando pensar en otras cosas y distraerme, pero acabé saliendo de la cama a medianoche, convencida por el hecho de que Luther hubiera insistido en que practicara por mi cuenta. Y, de todas formas, se trataba de algo académico, así que realmente no era malgastar magia, ¿no?
Antes de cambiar de idea una vez más, saqué varias semillas de una caja y las puse en una maceta vacía. Regué la tierra con cuidado y, cuando estuvo lista, me situé frente a ella. Con una mano pegada a la maceta y la otra en mi cintura, me concentré en mi magia. Sin la voz y la presencia de Luther, tan lejos de la Sala de Esgrima, me resultó algo más complicado hacerla fluir, pero lo conseguí.
Busqué con mi magia entre la tierra hasta encontrar las semillas y empecé a llenarlas de agua poco a poco. Sin embargo, pronto sentí que no era suficiente. Canalicé más magia, notando que derribaba mis barreras naturales, pero apenas percibía algún cambio en las semillas. Decidida a no darme por vencida, seguí utilizando aún más magia y, por fin, sentí cómo las semillas se partían para dejar salir los brotes.
Estaba tan concentrada que no me di cuenta de que las piernas me fallaban hasta que caí al suelo de rodillas, sin poder siquiera sujetarme a la mesa. Sentí que se me aceleraba el corazón, incapaz de mover las manos ni de incorporarme. Corté inmediatamente el acceso a mi magia y, poco a poco, noté cómo las fuerzas volvían a mi cuerpo.
Me senté contra la pared, con la respiración todavía alterada. Luther me había advertido varias veces de que no podía dejarme llevar, pero en sus clases ni siquiera había llegado a cansarme. ¿Cómo podía haber ocurrido eso? ¿Cómo podía haber perdido el control de esa manera?
Cuando sentí que la habitación dejaba de dar vueltas a mi alrededor, me cogí de la mesa y me puse en pie, helada y dolorida. Me metí en la cama, me tapé con las mantas y me quedé dormida al instante.
A la mañana siguiente me levanté a oscuras para descorrer las cortinas de la ventana, asustada ante la idea de volver a usar mi magia para encender las velas. Después fui directa a la maceta que había utilizado la noche anterior, sobre mi escritorio.
Estaba vacía.
Ni planta frondosa ni brotes ni nada. Solo tierra. Con el corazón encogido, metí la mano en ella y la revolví hasta encontrar una semilla. La saqué y la acerqué a la ventana para verla mejor. Había un pequeño brote en ella, diminuto. Volví a meterla en la maceta y la tapé con cuidado.
Me dejé caer en la silla, intentando ordenar mis pensamientos. Había pasado años trabajando en el invernadero. Sabía que había gente con más talento para ciertas tareas, que Ane era capaz de hacer que un manzano diera fruto durante todo el año, que Liam conseguía que ningún brote perdiera fuerza mientras crecía. Pero todo el mundo tenía sus límites. La magia tenía sus límites. «¿Cómo mueves una montaña con tu magia?», nos habían enseñado en la escuela. «Piedra a piedra».
¿Cómo podía haberme parecido normal hacer crecer una planta en apenas unos momentos, yo sola? Iba en contra de todo lo que sabía sobre el funcionamiento de la magia, pero la única explicación posible era que se hubiera tratado de magia oscura. Siempre me habían dicho que consistía en todo aquello que era antinatural: romper un hueso separando sus fragmentos, en vez de uniéndolos; forzar una llama a arder donde no había oxígeno; extraer el agua de una planta, robándole la vida.
Tal vez esto era lo mismo. Tal vez, por mucho que insistieran, acceder directamente a tu magia no fuera natural. Y Luther Moore, por supuesto, había aprovechado la oportunidad para hacerme sentir el poder tóxico y adictivo de la magia oscura.
Había escuchado miles de veces las mismas historias. Sabía que solo generaba más y más adicción, hasta que tu propia magia se rebelaba contra tu cuerpo y te acababa destruyendo, por mucho que los norteños protestaran que eso dependía del carácter de la persona y no de la magia que se usara.
Pero a Luther Moore no le importaba lo que yo creyera, ¿no? Resoplé, incrédula e indignada por haber llegado a confiar en él.
Me vestí y salí de mi cuarto sin tan siquiera peinarme. No tenía ni idea de dónde estaban sus habitaciones, pero me dirigí a la zona más nueva del Ala Oeste, donde solían hospedarse los norteños con más dinero, y no tardé en encontrarlo, cruzando una sala de camino al comedor.
—¡Luther!
Se giró hacia mí, sorprendido, y debió notar algo en mi cara, porque frunció el ceño al verme.
—¿Qué pasa?
—Eso quiero saber yo —le dije acercándome a él.
Entré en la sala vacía en la que se encontraba y cerré la puerta tras de mí.
—¿A qué estás jugando? —le espeté en cuanto estuve junto a él.
—¿Perdona? —me preguntó marcando cada sílaba, manteniendo la calma.
—Lo de ayer. Fue magia oscura, ¿verdad?
Luther apretó los labios con fuerza y un suave rubor cubrió sus pálidas mejillas.
—¿Crees que sería capaz de enseñarte magia oscura sin decírtelo? —me replicó, lleno de indignación.
—¿Cómo explicas entonces la sesión de ayer? ¿La planta que creé de la nada y las semillas enterradas que hay ahora mismo en mi habitación?
Luther hizo entonces algo terrible, imperdonable. Alzó las cejas, me miró de arriba abajo y se rio de mí.
—¡Porque yo también usé mi magia! No esperarías hacer algo así tú sola —me respondió—. Pero si no eres más que una…
—¿Una qué? —le pregunté dando un paso más hacia él, con la vergüenza y la rabia consumiéndome—. ¿Qué es lo que soy?
Luther fue a contestar, pero no supe si pretendía llamarme mestiza, porque en ese momento se abrió la otra puerta de la sala y entró el presidente Lowden.
La fuerza de la costumbre me hizo reaccionar y me dejé caer sobre una rodilla inmediatamente. Luther, junto a mí, me miró por el rabillo del ojo.
—Señor Moore, señorita Dunn —nos saludó Lowden—. Disculpen la interrupción.
—En absoluto —contesté, aún arrodillada—. Ya habíamos terminado.
Luther no dijo nada.
—Les dejo de todas formas —dijo Lowden cruzando la sala.
Una vez nos había dado la espalda, yo me puse en pie y, sin girarme hacia Luther, me marché de allí.