Читать книгу Tormenta de magia y cenizas - Mairena Ruiz - Страница 7
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ОглавлениеHacía mucho tiempo que no tardaba tanto en decidir qué ropa ponerme y no me hacía la menor gracia. Estaba acostumbrada a las miradas de extrañeza de la gente, sobre todo de los recién llegados a la corte, y nunca me había importado lo que pensara nadie. No era que me importara lo que pensara Luther Moore. No exactamente. Era más bien que quería comportarme de manera natural y, de repente, se me había olvidado cómo hacerlo. Sentía la necesidad de vestirme como una sureña solo por llevarle la contraria, por fastidiarlo, pero todo mi armario era una extraña mezcla de colores y prendas de ambos estilos. A veces usaba tejidos elegantes y coloridos, y a veces prefería lana y algodón, en tonos apagados. Estaba acostumbrada a elegir la ropa según el humor con el que me levantaba cada día, nada más.
Al final, me decidí por ser práctica. Como no tenía ni idea de lo que íbamos a hacer y me había citado en la Sala de Esgrima, me puse unos pantalones claros y una blusa de color óxido. Lo compensé maquillándome los ojos con kohl negro y dejándome el pelo suelto. Cuando me contemplé en el espejo me sentí yo misma, capaz de enfrentarme a Luther Moore y a sus prejuicios.
Al salir de mi cuarto, Sara dio un respingo en el sofá. Fingió que no había estado esperándome, cerrando el libro que tenía en las manos y mirándome de arriba abajo.
—Bueno. Muy tú —me dijo.
—Gracias.
Sabía que no lo decía como un cumplido, pero decidí tomármelo así.
—Deséame suerte —le dije mientras abría la puerta.
—¡Pórtate bien!
Tuve que cruzar el castillo entero para ir a la zona más nueva, donde estaba la Sala de Esgrima, y al llegar comprobé mi reloj para asegurarme de que eran las nueve en punto. Sabía que Luther esperaría puntualidad norteña, por lo que había salido con tiempo. Aun así, se me había adelantado.
—Buenos días —saludé al entrar, observando la sala.
Era una habitación alargada, con una de las paredes cubierta desde el techo hasta el suelo por espejos y varios armarios llenos de espadas y máscaras al lado de los ventanales. Luther, que se encontraba en el centro de la sala, se giró hacia mí, mirando su reloj de bolsillo. Se había quitado la casaca y la había dejado en una percha.
—Bienvenida —me dijo cerrando la puerta a mi espalda con un gesto.
Fruncí el ceño ante el uso tan innecesario de magia, pero él no pareció darse cuenta.
—Comencemos. Acércate.
Me quité sin prisa la chaqueta y la colgué junto a la suya. Luego crucé la enorme sala y me situé frente a él, que me observaba con las manos a la espalda.
—¿Has estudiado con algún Maestro norteño? —me preguntó.
—No, solo con instructores, no ha habido ningún Maestro norteño en Rowan desde… que estoy aquí —me corregí al final.
No había habido ningún Maestro del norte desde la Guerra de las Dos Noches, pero prefería evitar mencionar el tema.
Luther suspiró con dramatismo.
—Así que no sabes nada —sentenció.
—Bueno, he leído todo lo que hay sobre las técnicas norteñas en la biblioteca, y los instructores con los que he estudiado me han contado algunas cosas.
—No, no hablo de las técnicas… ¿Cómo las llaman ahora? ¿Meditativas? Me refiero a lo que es en realidad: magia, sin más.
Me crucé de brazos, alzando las cejas.
—¿Me estás diciendo que no sé nada sobre la magia?
—¿De dónde viene?
—De la naturaleza.
—¿Cómo lo sabes? Nadie lo ha demostrado.
Parpadeé varias veces, confusa. El norte y el sur tenían diferentes formas de ver la magia, pero ni siquiera ellos negaban su origen natural.
—¿Cómo usas tu magia? —siguió Luther.
Chasqueé los dedos, haciendo aparecer chispas en mi mano.
—No, no quiero que me lo demuestres, quiero que me lo expliques.
—La uso manipulando los elementos que me rodean. Muevo el aire que hay junto a un objeto para poder empujarlo. Hago que la inflamación de una herida desaparezca al hacer que se enfríe y…
—Pero ¿cómo? —me interrumpió.
Cogí aire, frustrada ante su insistencia.
—¿A qué te refieres?
—En otros países usan la magia de forma distinta a nosotros. En Daianda, por ejemplo, siguen utilizando objetos para canalizarla, mientras que en Ovette empleamos gestos y nuestra propia voluntad. Decidimos qué queremos hacer con la magia en nuestra mente y la canalizamos con nuestro cuerpo, ¿verdad?
—Sí, para que los objetos no se interpongan entre nosotros y la naturaleza.
Luther esbozó una sonrisa burlona.
—Eso es pura superstición sureña. Como el origen de la magia, o negaros a usar magia oscura.
—No son supersticiones, son creencias, no es lo mismo —protesté, ofendida—. Y no es como si vosotros hubierais seguido utilizando objetos.
—No, eso es cierto. Al menos, tenemos eso en común. Vosotros os negáis a estudiar la magia en sí, pero, de todas formas, ambos la usamos de forma intuitiva, ¿verdad?
Me puse un mechón de pelo detrás de la oreja y asentí.
—Pues de la misma manera, todo aquel que ha sido educado en el norte tiene un conocimiento básico de nuestras técnicas; sin embargo, es más bien algo que se sabe hacer, no explicar.
—¿Cómo lo aprenden, entonces?
—Es algo innato, que va con nuestra forma de hacer magia. Es como… un acento. Lo adquieres cuando estás aprendiendo a hablar, pero tendrías que ser un experto en lenguaje para poder enseñárselo a alguien, para explicarle el origen de cada inflexión.
Asentí de nuevo en silencio, entendiendo la metáfora.
—Por eso creo que tal vez podré enseñarte a emplear estas técnicas. Puede que no de forma pura, pero sí lo suficiente para que puedas entender cómo funcionan. Tendrás innumerables tics debido a tu educación, aunque es posible que hayas adquirido algunos de tu madre. Los Thibault siempre han tenido un gran talento para el uso de la magia.
—Y para su abuso —repliqué sin poder contenerme.
Luther se tomó un momento antes de contestarme, mirándome a los ojos.
—¿Qué es abusar? ¿Quién decide cuánta magia es demasiada?
—Eso se sabe.
—¿Cómo? Los niños que no practican lo suficiente no aprenden al mismo ritmo que los demás. ¿Y si dejaran de utilizar su magia por completo? Dicen que hay lugares en los que ya no hay magia, en los que la gente ha perdido la conexión con ella. Podría terminar pasándonos lo mismo.
Yo resoplé, intentando no reírme. Ovette era un país muy aislado del resto del mundo, y a veces a la gente le gustaba fantasear y exagerar lo que ocurría en el extranjero.
—Eso es como que te preocupe dejar de respirar —le contesté—. Todo tiene su ritmo: si respiras demasiado rápido, te mareas.
—Y si aguantas la respiración también. Tal vez dependa de cada persona, ¿no?
—Qué casualidad que dependa de a qué lado del río hayas nacido.
Tras un momento, Luther sonrió con algo de condescendencia.
—Había olvidado cómo era hablar con sureños de estos temas.
Quise replicar que eso era lo que pasaba cuando vivías en una pequeña burbuja en el norte, alejado de la corte, pero supe callarme a tiempo y cambiar de tema:
—¿Cómo aprendiste tú las técnicas norteñas? ¿En la escuela?
Luther se estiró el puño de la camisa de forma despreocupada, evitando mi mirada.
—No. Mi padre es Maestro. Fue él quien se encargó de mi educación.
En el norte había más tradición de usar instructores especializados al llegar a la adolescencia para personalizar la educación, aunque solo las familias más tradicionales se negaban a que sus hijos fueran a las escuelas cuando eran más pequeños. Decidí no insistir en el tema, sabiendo que era algo bastante personal, y Luther se apartó y comenzó a pasear de un lado a otro.
—Lo primero que debes saber es para qué sirve exactamente esta técnica. Buscamos desbloquear el acceso a tu magia, que conectes de forma más directa con ella, lo que además te permitirá ampliar sus límites.
Me mordí el labio, intentando contener la pregunta, pero fui incapaz.
—¿No es peligroso?
—No más que correr durante horas sin estar acostumbrado a ello. Si eres débil y te dejas llevar, sin escuchar a tu cuerpo o a tu magia, acabas pagando el precio.
Todo eso sonaba a lo poco que sabía sobre la magia oscura, pero, antes de poder decir algo, Luther siguió hablando:
—Lo importante es que, si lo haces bien, consigues mejorar el uso de tu magia, hacerlo más eficiente para sacar más provecho de ella.
—Por lo que había leído, pensaba que tenía que ver más con… la manera de hacer magia en sí. Con el tipo de hechizo.
—A eso es a lo que me refiero cuando digo que es algo innato. La mayoría de la gente lo usa en su día a día, sin embargo, solo aquellos que hacen un uso muy específico de su magia lo estudian como una disciplina separada. Es como… encontrar el ritmo perfecto para el tipo de magia que quieres realizar. Un violinista, por ejemplo, es capaz de sentir el ritmo de la música en la magia que recorre su cuerpo. Un artesano se ve conectado con su obra, sabe cómo manipular exactamente un material para conseguir crear lo que desea. Un guerrero es capaz de adelantarse a los movimientos de su oponente, saber cómo se están moviendo sus enemigos a su alrededor, aunque no los vea.
Fueron esas palabras las que me devolvieron a la realidad. Me había quedado escuchándolo, fascinada, pero no pude evitar pensar que él debió entrenarse como guerrero durante la guerra. No pude evitar recordar quién era.
—Por eso estamos en la Sala de Esgrima —siguió Luther, ajeno a mis pensamientos—. Si consigues mostrar algo de talento, probaremos distintas disciplinas para que compruebes sus efectos. De momento, solo quiero intentar que entres en contacto con tu magia.
Con un gesto de su mano, que hizo que frunciera el ceño una vez más, las cortinas empezaron a cerrarse. Antes de que nos viéramos sumidos en la oscuridad, Luther cogió un candelabro de la pared, encendió las velas y lo hizo levitar a nuestro lado, creando una atmósfera algo siniestra.
—Quiero que cierres los ojos y te relajes.
Cogí aire y lo solté, despacio. Iba a ser bastante difícil relajarme con Luther haciendo magia de forma tan ostentosa y con tantas nuevas ideas en mi mente.
—Aileen —me dijo entonces—. Cierra los ojos.
Tal vez fue la sensación de oírlo llamarme por mi nombre por primera vez, pero le hice caso. Podía ver la luz de las velas a través de mis párpados, aunque era suave, como una presencia reconfortante.
—Respira hondo. Inspira —y tras unos segundos—, espira.
Su voz fue bajando de volumen y Luther me indicó que relajara los brazos junto a mi cuerpo, que intentara dejar la mente en blanco. Obedecí en silencio.
—Estás hecha de carne y sangre —me dijo entonces en un susurro—. Siente tu sangre fluyendo por tu cuerpo, bombeando en tu corazón…
Podía sentir el pulso en mis oídos, en la punta de mis dedos.
—También estás hecha de aliento. Respira despacio, y siente cómo tu pulso se vuelve más lento.
Me concentré en mi respiración, contenida, pausada.
—Con tu sangre fluye tu magia, la magia de la que estás hecha. Siéntela —terminó junto a mi oído.
El aliento cálido de Luther sobre mi piel hizo que un escalofrío me recorriera. Y con él, tan unidos que parecían lo mismo, mi magia. Circulando por mis venas, mi carne, mi piel. Pulsando contra mis dedos al ritmo de mi corazón.
—Abre los ojos y déjala ir.
Obedecí una vez más a la voz de Luther, sintiéndome como en un sueño. La magia me llenaba por completo, era lo único en lo que podía pensar, en cómo recorría mi cuerpo, cómo inundaba mis sentidos.
—Aileen —oí de nuevo, a mi espalda—. Déjala ir.
Alcé la mano derecha y la dirigí hacia el candelabro más alejado, encendiendo todas sus velas. Después moví la mano hacia el siguiente. Y el siguiente. Fui encendiendo todas las velas, un candelabro tras otro, hasta que la habitación estuvo iluminada como si del Salón Principal se tratara, y por mis venas solo corría sangre, nada más.
—¿Estás bien?
Asentí, observando mis manos. Parecían completamente normales, y no como si toda mi magia acabara de ser expulsada por ellas.
—¿Cómo te sientes?
Miré a Luther, parpadeando, y carraspeé para recuperar la voz.
—Bien —contesté—. Normal.
—¿Estás cansada?
—No. No, es… raro. Me siento normal. Pero a la vez es como si tuviera que sentirme… distinta.
Sabía que lo que decía no tenía sentido, aunque Luther pareció entenderme, porque sonrió.
—Puede que tengas más talento del que esperaba —me dijo como respuesta—. Al fin y al cabo, la sangre tira.
Quise replicarle, decirle que dejara de menospreciar el origen sureño de mi padre, pero aún me sentía extraña y confusa, así que no dije nada.
—Lo dejaremos aquí por hoy. ¿Nos vemos dentro de tres días?
Asentí en silencio y lo vi salir de la sala. Todavía perdida en mis pensamientos y en el recuerdo de la intensa experiencia, me acerqué a abrir las cortinas y luego soplé todas las velas, una por una.
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Llevaba tanto tiempo sin ir a una reunión del Subcomité Político que incluso aquellos a los que apenas conocía se alegraron de verme allí.
Los subcomités tenían un número fijo de miembros con voz y voto. En el político dedicaban la mayor parte del tiempo a debatir, aunque también se hacían informes y propuestas para el Comité Político, que era el que de verdad tomaba las decisiones y cobraba por su trabajo. En esos casos solo intervenían los miembros, pero cualquiera podía ir a los debates y era un prerrequisito no escrito para convertirse en miembro.
Pese a lo oficial que podía sonar todo, las reuniones en realidad solían consistir en discusiones acaloradas e informales con una bebida en la mano. Allí había aprendido lo equivocados que estaban algunos de mis prejuicios, y me habían ayudado a entender el origen de algunas tradiciones norteñas de las que nunca se había hablado en casa. Y es que, por mucho que mi madre fuera norteña, seguía todas las costumbres y tradiciones sureñas desde joven. Esa había sido una de las razones por las que su familia la había desheredado antes de la guerra, y no fue hasta que esta ya había terminado que se reconciliaron.
Ese día, por supuesto, estaban debatiendo sobre los perdones y, pese a lo repetitivo de los argumentos de ambos bandos, me alegré de haber ido. Tras mucho insistir una vez más en cómo tras la guerra contra Sagra el poder se había desequilibrado hacia el sur, lo necesario que era recuperar ese equilibrio y que los muertos seguían muertos, por fin Noah aportó algo nuevo:
—Mikke y su gente siguen en la Isla, ¿de acuerdo? —dijo, de repente, desde el otro extremo de la mesa.
Los demás nos callamos y nos giramos hacia él. Aunque no había presidentes en los subcomités, todo el mundo escuchaba siempre lo que Noah tuviera que decir.
—No van a volver del exilio —continuó mirando alrededor de la mesa—. Nadie los va a perdonar, porque fueron ellos los que tomaron la decisión y ejecutaron a miles de personas en Sagra. Eso nadie lo discute.
Liam me miró por el rabillo del ojo y me dio rabia notar que me estaba sonrojando. Seguimos en silencio, esperando el «pero» que debía venir tras mencionar cosas de las que nadie hablaba nunca, y menos en la corte. Mikke, su exilio y todo lo que había ocurrido durante la guerra eran temas totalmente tabúes.
—Dicho esto, hay rumores en el este. Y, si resultan ser ciertos, necesitaremos la ayuda de la gente que estuvo implicada en la guerra, aquellos que tenían alguna idea de lo que estaba pasando.
—¿Qué rumores? —preguntó una chica junto a Ethan.
Mi amigo tenía los brazos cruzados y la mirada clavada en la mesa.
—Uso de magia oscura en la frontera con Daianda —contestó Noah—. Intentos de replicar el hechizo que creó Mikke.
Hubo unos largos segundos de silencio.
—¿Intentos…? ¿Intentos por parte de quién? —preguntó un chico al fondo de la mesa.
—Por parte de Daianda.
—Pero eso es imposible —protestó Liam con vehemencia—. Solo Mikke conoce el hechizo y aun así le llevó años y años de practicar magia oscura poder hacer lo que hicieron aquella noche.
Noah se encogió de hombros.
—Yo solo os cuento lo que he oído. Sagra y Daianda han puesto a prueba ambos lados de nuestras fronteras durante siglos y ni siquiera la Guerra de las Dos Noches puede detenerlos para siempre. La gente tiene miedo y el Gobierno está intentando cubrirse las espaldas. No van a averiguar nada que no hayan averiguado en quince años, pero al menos podrán decir que lo han intentado.
Quise intervenir y decir algo sobre lo peligroso que era devolverle el poder a la gente que había creado el problema en primer lugar. Así era como había ocurrido todo durante la Guerra de las Dos Noches: el miedo y las amenazas de invasión por parte de Sagra hicieron que Mikke ascendiera rápidamente al poder, usando más y más magia oscura para protegernos, hasta que decidió reunir a sus consejeros más cercanos y acabar con todos los soldados extranjeros acampados en la frontera. Pero no dije nada, porque una de esas consejeras era Andrea Thibault, mi tía.
Al fin y al cabo, mucha gente, sobre todo en el sur, no había estado de acuerdo con el uso que el Gobierno estaba haciendo de la magia oscura. Con el tiempo, aquellos que habían hecho públicas sus opiniones habían sido acusados de traidores y perseguidos bajo una nueva ley marcial. Algunas de esas personas habían llegado a morir por sus ideas, por mucho que entonces culparan a los soldados enemigos de sus muertes. Y mi tía había sido la encargada de aplicar esa ley. No todo el mundo sabía que yo era su sobrina y nadie me lo había echado nunca en cara, pero era algo que me coartaba a la hora de hablar de la guerra y el exilio.
La reunión terminó poco después y Liam, siempre atento, dejó que Claudia se fuera antes y esperó junto a la puerta hasta que nos quedamos a solas.
—¿Estás bien? —me preguntó tirando de un hilo suelto en mi blusa.
—Claro que sí, no es nada nuevo. Deberías haberte ido con Claudia.
Liam se encogió de hombros.
—He quedado con ella más tarde, no te preocupes.
Intenté sonreír, pero no me salió demasiado bien.
—Aileen…
—Es solo que no estoy acostumbrada a que la gente hable de… de los exiliados. Al menos ahora entiendo mejor por qué han dado los perdones, pero…
Estiré la manga de mi camisa, evitando su mirada, no queriendo transformar mis miedos en palabras.
—Son solo rumores, Aileen, no va a pasar nada. La gente teme demasiado a Ovette después de… de lo que Mikke hizo.
—No fue solo Mikke —murmuré.
Él tiró de mi mano y me abrazó con fuerza.
Liam era mi primo por parte de padre, claro. Su familia era toda del sur, como casi todas las de Olmos. Los matrimonios entre gente del norte y del sur eran raros fuera de la corte y aún más en las circunstancias que habían rodeado el de mis padres. Mientras mi tía se había unido a Mikke cuando las tensiones con Sagra habían empezado a empeorar, con el apoyo de toda su familia, mi madre había rechazado el uso de la magia oscura, rebelándose contra las ideas y la forma de vida norteña. Se había fugado con mi padre a Olmos, donde después formaron parte de los grupos que criticaban las políticas del Gobierno. Habían sido años muy duros, y habían perdido a más de un amigo, incluida la tía de Liam.
De hecho, mucha gente consideraba que el exilio en la Isla era un castigo insuficiente, sin embargo, tras recuperar el poder y prohibir las ejecuciones y el uso institucional de la magia oscura, nadie quiso empezar la nueva etapa haciendo una excepción con Mikke y sus seguidores. Así que allí seguían, en una de las desiertas islas del mar del norte donde, según contaban, nada crecía y el frío era eterno.
Pensar en todo aquello siempre me llenaba de angustia y desasosiego. Me aterraba pensar en todo lo que mis padres habían pasado, en la gente a la que habían perdido, pero también me hacía dudar de todo lo que pensaba y en lo que creía.
Mi madre no podía evitar ser norteña por mucho que quisiera pensar y vivir como una sureña. Siempre me había percatado de pequeñas cosas que me dejaban entrever un mundo muy diferente al mío y, una vez mis padres y mis abuelos se reconciliaron, las visitas a Nirwan, donde ellos vivían, terminaron de abrirme los ojos. Al principio me parecía una forma de vida ostentosa aunque fascinante; pero, con el tiempo, adquirir algunas costumbres norteñas me había hecho encontrar mi lugar en el mundo, sobre todo cuando empecé a vivir en la corte, alejada de la burbuja sureña de Olmos. Me había convertido en lo que era en realidad: una mestiza. Y no me avergonzaba de ello, pese a los problemas que suponía.
Todavía estaba abrazada a Liam cuando Luther Moore apareció al final del pasillo. Al acercarse me sonrió y me saludó con una inclinación de cabeza, y yo me separé de Liam para responder a su saludo. Esperamos en silencio hasta que desapareció pasillo abajo y Liam sacudió la cabeza.
—Mi prima saludándose con Luther Moore. Añádelo a la lista de cosas que nunca pensé que vería.
—Dímelo a mí.
—¿Qué tal te está yendo con él?
Me encogí de hombros.
—Es… complicado. Es muy norteño.
Liam se rio.
—Se nota, sí.
—Aunque… me hace pensar, ¿sabes? Creo que voy a aprender mucho con él.
—Me alegro. Sé lo importante que es tu tesis para ti.
Echamos a andar en dirección a nuestras habitaciones.
—No solo para mí. Sé lo difícil que sería que el Consejo me hiciera caso, pero creo que de verdad se podrían cambiar muchas cosas. No digo que en todas las escuelas se enseñe lo mismo, solo que al menos sepan lo que están haciendo en las demás. No puede ser que medio país se niegue siquiera a ver lo que hace el otro medio.
Liam se encogió de hombros.
—Sabes que es un problema político, no educativo —me contestó—. Te he dicho mil veces que te unas al Subcomité.
Suspiré con fuerza, deteniéndome ante las escaleras.
—¿Y qué hago yo en política? Soy una Dunn y una Thibault. ¿Quién iba a apoyarme? ¿El norte? ¿El sur? No. Es mejor que siga el camino académico.
—Bueno, tú lo sabes mejor.
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Al día siguiente, cuando fuimos al comedor, mis amigos seguían hablando de lo mismo. Estaban sentados en la mesa alargada de siempre, algo a la izquierda de la tarima elevada donde comía el Consejo. El sol de finales de verano iluminaba el salón a través de las enormes cristaleras que había a ambos extremos, creando un extraño contraste con la conversación.
Sara y yo nos sentamos en un banco al lado de Noah, que estaba hablando en ese momento. Vi la forma en que se apartó el pelo de la cara con un gesto y supe que se le estaba agotando la paciencia.
—¿Cuántas veces lo tengo que decir? Lo que está pasando ahora no se parece en nada a lo que ocurrió entonces. Para empezar, Daianda no ha invadido Ovette.
—Bueno, no sé yo si lo que hizo Sagra puede contar como invasión —replicó Claudia.
Nos quedamos todos en silencio, mirándola. A mí no me había dado tiempo ni a coger la tetera, y dejé el brazo sobre la mesa, inmóvil.
—¿Perdona? —preguntó Ethan, junto a ella.
—Todo el mundo sabe que fue solo una excusa del norte —continuó Claudia ignorando la tensión en el ambiente—. Total, por un par de minas en la frontera que quisieron quedarse…
—Estoy seguro —la interrumpió Ethan, despacio, marcando cada sílaba con cuidado— de que hablas desde la ignorancia, y no con malicia.
Claudia frunció el ceño, pero, antes de poder replicar, Ethan siguió hablando:
—Por mucho que os guste llamarla así, la guerra no duró dos noches. No empezó y terminó aquel día en la frontera, empezó cinco años antes en Laiens. Sagra se quedó las minas, pero al pueblo le prendió fuego y mis abuelos murieron para que mi madre embarazada pudiera escapar. Así que no te atrevas a decirme que aquello no cuenta, que la guerra fue por un capricho.
Los demás apenas nos atrevíamos a respirar. Las dos mitades de Ovette llevaban siglos enfrentadas por lo mismo: en el norte tenían sus minas de oro y piedras preciosas que exportaban a otros países, mientras que el sur se dedicaba a alimentar al país a cambio de madera y productos extranjeros. No era una discusión nueva y, además, nosotros ya conocíamos la historia de Ethan. Pero el hecho de que, pese a su timidez, hablara tanto delante de alguien a quien apenas conocía… Incluso Claudia sintió la fuerza de sus palabras.
Por suerte, trajeron la comida cuando el silencio empezaba a hacerse incómodo, y Liam aprovechó para cambiar de conversación:
—Ane te manda saludos —me dijo dándome las tostadas—. Dice que a ver si vas por los invernaderos a dar una vuelta.
—Tengo que pasar, sí —le contesté.
Cogí una tostada y le pasé el plato a Claudia. Ella, con toda la naturalidad de la costumbre, partió un trozo de pan y lo mojó en su té. Sara se quedó mirándola fijamente mientras la chica cerraba los ojos un instante, antes de comerse el pedazo de pan. Al ver que Noah y Sara compartían una mirada de burla le di un codazo, pero Liam ya se había dado cuenta. Frunciendo el ceño, él también cogió un trozo de pan y lo mojó. Por un momento, dudé, sin saber si debía hacerlo yo también, pero Noah carraspeó y empezó a hablar con Ethan, por lo que supuse que el momento había pasado.
Cuando terminamos de desayunar me quedé sentada con Sara, que se había servido un segundo té, y en cuanto los demás se marcharon, se giró sobre el banco hacia mí. Los pequeños cristales que decoraban su pelo recogido tintinearon con el movimiento.
—¿La has visto? —me preguntó con un falso susurro.
—Sara.
—Como si fuese el Festival de la Cosecha, o algo.
Chasqueé la lengua y resoplé, aunque en realidad Sara tenía algo de razón. Incluso en el sur era raro ver a alguien mojando el pan en su bebida a menos que se tratara de una ocasión especial. Era una forma simbólica de consumir los tres elementos básicos de la vida: comida, bebida y magia. Pero era una de las costumbres más supersticiosas del sur y había caído en desuso en la vida diaria, sobre todo en un lugar como Rowan, donde llegaban a difuminarse las líneas entre un lado y otro del río.
—No seas mala —protesté al final.
Sara me miró, removiendo el azúcar en su té.
—Tú y Liam no sois así —se justificó.
—No del todo —repliqué—. Y, de todas formas, da igual. La chica es idiota, sea de dónde sea.
Sara negó con la cabeza, poniéndose seria.
—No, no creo que sea por ser sureña. Es cosa de su generación —dijo.
Solté una carcajada.
—¿Como que su generación? Tiene casi la edad de mi primo.
—Y tu primo con diecinueve años ve las cosas de forma distinta a nosotras con veintidós. En el norte es igual, Aileen. Siempre hemos pensado que no vivimos la guerra, que éramos demasiado pequeñas, pero… No sé, este verano nos juntamos con mis primos y tuve la misma sensación.
—¿Qué sensación?
—La sensación de que… —Sara buscó las palabras durante un largo momento—. De que nunca les ha preocupado dar su opinión. Que eso pudiera ponerlos en peligro.
Giré la taza de té entre mis manos, pensando en lo que había dicho y en lo que Noah nos había contado sobre Daianda, sobre Sagra, sobre cómo incluso el miedo tenía caducidad. Y, por un momento, sentí envidia de su infancia libre de conversaciones susurradas, del peso de secretos que podían costar vidas, de noches durmiendo en el sótano, con Liam abrazado a mí, llorando porque nuestras madres aún no habían vuelto. Y él ni siquiera sabía lo que hacían fuera de casa a medianoche. No sabía que su tía había salido una de esas noches para no volver.
Cogí aire y le di un largo trago al té.
—Mejor así, ¿no? No hay necesidad de que tengan miedo —dije al fin.
Sara apartó la mirada.
—No me preocupa el miedo, me preocupan las opiniones.
No supe que contestar a eso, pero Sara tampoco me dio opción a hacerlo, porque cambió de tema:
—Hablando de opiniones diferentes. ¿Qué tal con…? —Miró a nuestro alrededor para asegurarse de que nadie podía oírnos, como si esa conversación le preocupara más que la anterior—. Tu nuevo asesor.
Me encogí de hombros.
—Bien.
—Está muy solicitado estos días —me contó.
Dejé mi taza sobre la mesa.
—¿Y eso?
Sara se inclinó hacia mí y la luz del sol se reflejó en su pelo rojizo, dando color a los pequeños cristales.
—El Comité Político ha hablado ya varias veces con él —me dijo en voz baja.
—¿Sobre la guerra?
—¿Sobre qué si no? Para eso lo han perdonado.
Pasé los dedos por uno de los bordados de mi falda, una y otra vez, sintiendo su relieve. Sara no me había dicho nada nuevo, pero no me había parado a pensar demasiado en cómo encajaba Luther Moore en todo lo que estaba pasando. ¿Cuánto sabría de lo que ocurrió? ¿Hasta qué punto había estado implicado? Si no lo habían exiliado a la Isla y había sido uno de los primeros perdones, tampoco pudo hacer nada demasiado terrible, ¿no? Y aun así tenía información importante para el Consejo…
Intentando no darle más vueltas, me despedí de Sara, cogí mi cartera y me fui al despacho de mi tutora, Jane Durant. Llamé a su puerta con algo de nerviosismo, como siempre. Jane no solo era la tutora de mi tesis, sino también uno de los seis miembros del Consejo de Ovette, y, aunque me trataba siempre con cercanía, no podía evitar sentirme algo cohibida ante ella.
La mujer me abrió la puerta un momento después, con su largo pelo rubio canoso suelto y un sencillo vestido anaranjado.
—¡Aileen! —exclamó dándome un abrazo—. ¿Qué tal ha ido el verano?
—Muy bien, gracias.
Pasé al interior del despacho y nos sentamos a su mesa. Le enseñé los avances que había hecho en las últimas semanas y el plan que tenía para el siguiente año académico, con la idea de presentar mi tesis en primavera y conseguir el título de instructora.
—Hoy tengo mi última práctica obligatoria. Aún no he decidido si haré más durante el año o si me centraré en la investigación.
Jane asintió, devolviéndome las hojas.
—¿Has conseguido por fin un experto en técnicas norteñas?
Yo recoloqué mis papeles, alineándolos con la carpeta.
—Sí, mis abuelos han contratado a Luther Moore.
Jane me miró, muy seria, y luego se echó a reír.
—¿Te está dando clases Luther Moore?
—Solo una, de momento.
Jane volvió a reírse, pero con más incredulidad que alegría. Se apartó la melena de los hombros y me miró con seriedad una vez más.
—¿Habéis discutido ya?
Me encogí de hombros.
—Hemos debatido.
—Ten cuidado con él, Aileen. Luther Moore es un hombre complicado.
Me gustaría haber sentido condescendencia en sus palabras, en lugar de la sincera preocupación que había en ellas.
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Cuando salí del castillo, Ethan ya estaba esperándome con los caballos. Llevaba botas y pantalones de montar claros, con un chaleco morado que hacía destacar su piel oscura.
—Gracias —le dije cogiendo las riendas.
Aproveché las escaleras para subir con más facilidad a la silla y nos dirigimos hacia el puente que unía el castillo con el pueblo.
—¿Estás bien? —me preguntó Ethan después de un rato en silencio.
Me giré para mirarlo, sorprendida.
—¿Yo? Debería preguntártelo yo a ti.
Ethan se encogió de hombros.
—Sé que Claudia no tiene mala intención. Es… ignorancia, nada más.
Él siempre tan comprensivo, siempre justificando a los demás.
—No sé si eso es excusa suficiente —contesté.
—Bueno, para eso estás trabajando, ¿no? Para que la gente deje de ignorar lo que pasa más allá de su lado del río.
—¿Y tú? —le dije, cambiando de tema—. ¿En qué has estado trabajando estas semanas?
Ethan me habló de las últimas cajas de música y otros artefactos que le habían encargado en una de las tiendas del pueblo. Tenía un don para todo tipo de aparatos mecánicos, aunque aún no había encontrado una forma lo suficientemente norteña de aplicar un talento tan poco artístico. Sus padres no veían con buenos ojos que dedicara su tiempo a algo tan… manual. Por debajo de su clase social.
Lo dejé en la tienda, en la calle principal de Rowan, y seguí hasta el enorme edificio de la escuela, que estaba en la parte más tranquila del pueblo. Llevé el caballo a los establos y me tomé un momento para pasear por el jardín vacío antes de entrar.
Aunque había ido varias veces como oyente para estudiar el estilo de distintos profesores y ya había ayudado en lecciones sueltas, esa era la primera vez que iba a dar una clase de mi propio currículo.
Recorrí los silenciosos pasillos hasta el aula de Álex, un profesor que había dado clases en el sur antes de trasladarse a la corte, y que enseñaba a un grupo de alumnos de entre nueve y once años. Tal vez para un extranjero habría sido difícil diferenciar a los niños sureños de los norteños, ya que en Rowan los estilos solían ser más neutros, pero cuando entré en el aula supe con un solo vistazo que había más niños del sur.
—Esta es Aileen Dunn. Hoy va a estar un rato con nosotros.
—¡Buenos días!
Los niños me devolvieron el saludo con informalidad, dirigiéndose a sus pupitres, que estaban colocados en un círculo interrumpido solo por la pizarra.
Cuando había llegado a Rowan me había sorprendido ver a los niños sentados siempre en pupitres, en vez de compartir mesas o, simplemente, estar sentados en el suelo para ciertas lecciones. Había creído que ese era un estilo mestizo de enseñanza, que solo con eso podía ver la influencia del norte, pero con el tiempo me había dado cuenta de que, aunque en Rowan todo se entremezclaba, al final siempre acababa destacando el lado que tuviera el poder en ese momento.
—Todo tuyo —me dijo Álex entregándome una tiza antes de coger una silla y dirigirse al fondo de la clase.
Me giré hacia la pizarra y dibujé un triángulo equilátero en la parte superior. Después lo dividí en seis triángulos más pequeños.
—¿Quién manda en Ovette? —le pregunté a la clase.
Los niños se movieron en sus sillas, dudando. Una de las chicas más mayores levantó la mano.
—¿El presidente Lowden?
Apunté el nombre de Lowden en el primer triángulo, arriba del todo.
—¿Y quién ha elegido al presidente Lowden?
Los alumnos parecieron más inseguros esa vez.
—¿De qué es presidente? —los ayudé.
—Del Consejo de Ovette —contestó un niño enseguida—. Lo eligieron los consejeros.
—Eso es. De hecho, para ser presidente, primero tienes que ser consejero. Hay seis: Samuel Lowden, Jane Durant e Isel Evans, del sur; y Élaine Mirrell, Eloise Sargent y Adrián Tasse, del norte. —Apunté sus iniciales, con una «S» para marcar los que eran del sur y una «N» para los del norte—. Los seis votaron para elegir entre ellos al actual presidente.
—¿Son siempre seis?
—Sí.
—¿Son siempre tres del norte y tres del sur? —preguntó otra niña.
Yo sonreí.
—Exacto. Y el voto del presidente vale lo mismo que el del resto de consejeros, por lo que siempre se tienen que poner de acuerdo entre ellos.
—Pero… el presidente tiene más poder, ¿no?
—El presidente tiene más responsabilidad —aclaré—. Debe hacer propuestas y los consejeros suelen escucharlo, porque para eso lo han votado, pero, al final, tienen que votar los seis.
Pasé la mirada por el aula, comprobando que los niños seguían mi explicación.
—¿De dónde son tus padres? —le pregunté a un chico de pelo corto, al estilo norteño.
—De Luan.
—¿Y quién manda en Luan? Además del presidente y el Consejo.
—La gobernadora Poésy —contestó rápidamente.
—Muy bien. Así que tenemos catorce gobernadores en el norte, y doce gobernadores en el sur. ¿Cómo te llamas?
—Jaime.
—Jaime, ¿me ayudas a dibujar más triángulos?
Le di un trozo de tiza al niño, que me ayudó a dibujar un triángulo por cada uno de los gobernadores, poniendo una «S» o una «N» en su interior. Mientras, seguí preguntando:
—¿Quién elige a los gobernadores?
Varios contestaron al mismo tiempo:
—Nuestros padres.
—Los adultos.
—Más o menos. Los eligen cada cuatro años todos los mayores de edad que viven en esa gobernación. Vosotros también podréis votar cuando cumpláis dieciséis años —les expliqué terminando los triángulos. Me giré otra vez hacia ellos—. Y también podréis presentaros a las elecciones, si queréis ser gobernadores o miembros del Consejo. ¿Quién los elige a ellos?
Los niños dudaron de nuevo.
—¿Todos los mayores de edad de Ovette…?
Sonreí una vez más ante su miedo porque se tratara de una pregunta trampa.
—Eso es —contesté dibujando pequeños puntitos debajo de los triángulos hasta llenar la pizarra—. Así que tenemos a Lowden, elegido por los consejeros, que son elegidos por los ciudadanos de Ovette. Y tenemos también a un montón de gobernadores, que son elegidos por los ciudadanos de sus gobernaciones. Pero, si hacen mal su trabajo, saben que después de cuatro años no los volverán a votar. Con lo cual…, ¿quién manda entonces en Ovette?
—Los ciudadanos —respondieron los niños.
Sonreí, asentí y les di la razón.
Ojalá fuera verdad. Ojalá fuera tan sencillo y no importara dónde hubieras nacido, o el dinero que tuvieras, o quién fuera tu familia. Pero ese era un tema para otra lección.