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IV

Somos moros, Petrona, porque no llevamos una cruz en el pecho. Así te van a llamar cuando los veas, no es para ofenderte, sólo somos diferentes.

Cipriano hablaba bajito para que el resto de los hermanos no se despertara con nuestra conversación. Era muy temprano todavía y todos dormían, menos nosotros dos, que éramos siempre los primeros, él por su trabajo, yo, por mis ansias de empezar el día.

Cipriano era, después del lonco, el que más se ocupaba en traer crecimiento a la familia. Trabajaba, con Pedro y Asencio, en las casas de los ricos en los alrededores del cerro Cuche, que estaban apartadas de las rukas. Tenían todo cercado, los gallegos, los ingleses, dueños de las compañías grandes. Yo nunca los veía, porque no se acercaban a nuestras casas. Cuando mis hermanos mayores volvían de sus trabajos les preguntaba por ellos, que cómo eran, cómo vivían, qué cosas les gustaban. Todo lo que conocía de los blancos me lo contaban mis hermanos. Mi padre hablaba poco de huincas, personalmente les tenía rabia, pero yo me daba cuenta que esquivaba el tema, pienso que para no formarnos una idea que nos aleje de pensar por nosotros mismos. Así y todo, nunca dejó de enseñarnos el patriotismo por la tierra donde vivíamos. Decía que éramos mapuches argentinos y teníamos que amar a ambas patrias, porque eran una sola. Los días 25 de mayo, 9 de julio, o el día de la bandera, nos sacaba afuera y nos formaba en fila, y cantábamos el himno nacional de memoria, frente a la bandera argentina que habíamos hecho las paisanas y que flameaba en la punta de un palo de caña.

Ese día el lonco había viajado al pueblo a comprar lana y víveres para el resto del año porque no entraba vehículo en todo el invierno. En aquel tiempo andaba afuera todo el día, tenía que estar en contacto con los guardabosques, solicitar una guía para vender leña, hachaba y hachaba. Juntando esto con la venta de los telares y matrones que tejíamos las mujeres y los sueldos de los hermanos hacíamos la vida. Ya no podíamos sembrar porque la tierra era mala y para cazar era poco lo que había.

Después que Cipriano y mis hermanos salieron, me preparé para hacer mi ruego diario, como cada mañana antes de la salida del sol; era el único momento del día en el que Dios y yo estábamos solos. Una vez que el sol se mostraba por las casas, Dios era de todos, sin tiempo para escuchar mis ruegos.

Salí toda cubierta por el cuero con que dormía, di vuelta a las casas corriendo, me paré, como siempre, en dirección a donde el sol nace y, empecé a decir, en voz alta, con los brazos y las manos abiertas al cielo:

-Neuen e Lumon F´Tachau femechi q´me chi pai gañi, que en lengua huinca sería: me estoy criando, quiero que Dios me de los huesos derechitos, inteligencia y fuerza para correr, para trabajar.

Siempre que terminaba el ruego, mis piernas, si amanecían doloridas, dejaban de sufrir y enseguida recuperaba la fuerza que había perdido en la noche, robada quizás por algún mal espíritu de lo oscuro.

Pero esta vez, al terminar, mis piernas seguían doliendo. Entonces, di otra vuelta a la casa y fue en ese momento que escuché el ruido. Venía del camino, un ruido seco, desconocido, que empezó a asustarme mientras más fuerte se ponía. Entré a despertar a la gente, temblaba de no saber qué era lo que llegaba a la ruka. Cuando salí otra vez, el ruido estaba convertido en un automóvil. Era la primera vez en mi vida que veía uno, para ese entonces tan comunes en las ciudades. Frenó a unos pasos nomás de donde estábamos. Se abrieron cuatro puertas a la vez y de todas bajaron sin decir palabra cuatro hombres y mujeres vestidos de negro. ¡Huincas! Dije yo, entre asustada y emocionada de mi descubrimiento. Al verles la cara de cerca, me decepcioné, porque, después de todo, se parecían mucho a las nuestras. Las mujeres tenían cubiertas sus cabezas, sus rostros estaban serenos. Son curas y monjas, dijo mamá, y salió a recibirlos con dos de mis tías.

Por la hora del almuerzo los loncos y esposas, la machi, y el lenguaraz, se reunieron con esta gente nueva que estaba de visita. Los más chicos no sabíamos qué eran, para qué venían, y nos reunimos aparte, para jugar a adivinarlo. Por la tarde terminaron de hablar, saludamos a los huincas hasta que subieron al vehículo y los vimos irse, repitiendo ese ruido incómodo seguido de una larga polvareda.

Esa noche el lonco habló junto a la machi sobre las nuevas reglas de la comunidad. Los chicos de cinco a dieciocho años, a los que nos venían enseñando a leer y escribir, tomaríamos ahora clases de cristianismo. Todo terminaría en pocos meses con el bautismo huinca, que era algo que hacían los cristianos como nosotros después de nacidos.

Al decir esto, todos callamos. Nadie se animó a preguntar nada. Aunque no nos gustaran estas nuevas reglas las teníamos que aceptar. Yo miré a la tía buscando en sus ojos más palabras, algún consuelo, pensando que todo esto no era cosa que a ella le agradara. Pero la tía no estaba mirando a nadie.

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