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II

¿Qué es desalojo, María? Cada vez que le preguntaba algo, mi finada tía dejaba lo que estaba haciendo y me levantaba del suelo como quien va a abrazar a alguien, pero no me abrazaba, sólo me tenía en sus brazos, me ponía alta para poder verme la mirada, para que yo se la vea cuando me explicaba. Siempre hacía la misma cosa, era como un secreto entre nosotras, cuando encontraba algo que me daba vueltas adentro, que no podía entender sola, cruzaba el río hasta la tía y buscaba en ella las respuestas a todas mis preguntas, no importaba mi edad, ella siempre contestaba.

Desde muy chica había oído a los mapuches usar esa palabra huinca sin entender nunca lo que hablaban. Me daba cuenta que no la decían todos de la misma manera, que se escuchaba diferente según quien la nombrara; bronca, pena, desesperanza, cada quien cargaba una cosa distinta en su voz cuando decía la palabra desalojo.

Una mañana acompañé a mi tía a buscar yuyos en los sitios sin nieve, para curar la fiebre de Margarita. Tenía puestos mis pantalones de cuero de chivo que ella me había hecho con el permiso de papá porque no era de mujer usar pantalones, pero a mí me gustaban porque daban más calor que las polleras. Arriba estaba cubierta con un rebozo tejido que había sido de mi finada hermana Juanita. Tenía los colores de la cordillera en otoño, y se sentía que uno andaba con una oveja sobre la espalda de lo caliente que era.

La tía sabía que después de mi primera pregunta, nunca más dejaría de averiguar. Cuando esta vez le dije ¿Qué es desalojo, María?, me levantó del suelo, y no me tuvo nomás en sus brazos, como las otras veces, me abrazó como lo hace una madre y dijo:

“Fue hace muchos años, después de una gran agua. El mar se salía, se desbordaban los ríos y toda la tierra se cubrió de lluvia.El Ten Ten aconsejó a los mapuches que subieran a un cerro cuando las aguas empezaron a llegar. Para protegerse se ponían cantaritos en la cabeza. Muchos no pudieron subir y murieron transformándose en peces. Llovió más de tres meses sin parar. Murieron los animales y todas las casas fueron llevadas por el agua. Los mapuches del cerro hicieron sacrificios y pidieron a Ngenechen que no lloviera más. Debe haberlos oído nuestro dios porque el agua se calmó, un poco volvió para los ríos y otra parte fue al mar. Los que se salvaron bajaron del cerro y poblaron la tierra. Así nacieron los mapuches al otro lado de la cordillera.

Eso, Petrona, es un desalojo; el primer desalojo mapuche fue su nacimiento. Después, vinieron muchos otros que hicimos frente hasta vencer. Así fue siempre, tenemos que usar lo que pasa alrededor para aprender sobre nosotros, sobre cómo manejarnos en la vida. Cada mapuche debe vivir su propio destierro, porque crecer nomás es ser desalojado. Hay que estar listo siempre para buscarle otra casa a nuestro cuerpo”.

Al poco tiempo, mi padre supo por su hermana que yo estaba empezando a hacer preguntas. El día que cumplí los ocho años, me dijo:

-Es tiempo de que hablemos de verdad.

Así lo había hecho con los hermanos más grandes cuando les llegó su momento. Esta vez, juntó a todos sus hijos y nos indicó que subamos a los caballos, mamá trajo unas pilchas con comida y ropa para los once, y nos llevó andando hasta una tierra que yo sólo recordaba por el nombre.

Desensillamos y frente a unos restos de casas humeadas, negras, con el olor de lo que nadie habita, nos sentó a todos, en ronda, como circundando un fuego, pero lo único que había en el centro de la ronda era una pila de cenizas. Pensé que así debía ser la soledad, no sé por qué pensé esto, nunca había estado sola, pero al ver esas cenizas en el medio de mi familia le puse sin más ese nombre, soledad, la que deja el fuego.

Pedro y Cipriano ya conocían la historia, los demás no recordábamos nada.

-Esta era nuestra casa -dijo mi padre, señalando la soledad-. Acá nací yo, y Petrona fue la última de ustedes que alcanzó a nacer también. Pocos meses tenía cuando vino el ejército. Desde entonces que seguimos peleando para que nos vuelvan a dar la tierra, que es nuestra por decreto huinca.

Como lo miraba hablar desde abajo, me parecía un gigante. Mamá me sentó en su pollera, y apoyada en su pecho sentí cómo le iba rápido el corazón a cada palabra de papá cuando empezó a contar la historia de nuestro desalojo más triste.

-Esa noche yo no estaba, ni ninguno de los jefes. Habíamos viajado a Buenos Aires a parlamentar con el gobierno, para que nos defiendan de las amenazas de Amaya, así era el nombre del que hacía tiempo nos venía matando animales, arruinando siembras, molestando para sacarnos de acá. Estábamos seguros de que el gobierno iba a ayudar a los indios del Boquete, porque en otros tiempos nosotros les habíamos ayudado a ellos para que esa tierra no se la lleven los chilenos. Ellos sabían eso, y agradecidos nos habían prometido los títulos, todo, para que nos quedáramos.

Mientras mi padre hablaba, yo seguía con mis ojos el dibujo que hacían las cenizas en el aire, estaba empezando a levantarse un viento frío, pero ninguno se movió, seguimos oyendo el relato de la noche en que fuimos desterrados, un relato que había existido siempre, fluyendo por dentro, como esas aguas que bajan la montaña sin que se las vea, pueden estar allí toda una vida y uno nunca alcanza a descubrirlas. Decía el lonco que había que estar maduro para escuchar la verdad sin destruirla, y que por eso no había conversado antes con nosotros de todo esto. Hablaba como si hubiese estado allí esa noche, sabía todos los detalles de memoria y decía que para conocer el tamaño de un ataque, hay que leer en el corazón de sus víctimas.

Nos contó cómo, al poco tiempo del desalojo, el gobierno hizo un segundo decreto anulando el que aseguraba que sería tierra de indios para siempre. Ahora eran de Amaya, explicó, el enviado para mejorar el sitio que según su opinión, los Prane no cuidaban, que nadie sembraba, que los animales tenían hambre, que éramos vagos como todos los indios. Pero ahí mismo, ya con la voz toda cargada de sentimiento, nos dijo:

- Que Amaya mentía lo dicen los papeles, lo dice este desierto. Hoy, donde la tierra tiene nombre huinca, sólo existe muerte, porque Amaya no sembró una papa, no trajo una vaca, no sabe lo que necesita la tierra, sólo sabe el dinero que vale.

En ese momento se acercó a la ronda un hombre grande, montado sobre un caballo lobuno. Se bajó al ver a mi padre y lo abrazó como quien abraza a un amigo que creía muerto. Era el viejo Nahuelpan, que vivía nuevamente en su antigua tierra con unas pocas familias, las únicas que recuperaron su sitio de manos del Estado arrepentido. No pude oír lo que hablaban, porque lo hacían en voz baja y el viento se llevaba casi todo. Al terminar, nos hizo un saludo, invitándonos a volver cuando quisiéramos.

Regresamos a la ruka callados. Esa noche, todo se cubrió de tormenta. Mientras miraba la infinita negrura del campo, empecé a entender que el cielo estaba lejos, que las estrellas eran débiles ante las nubes, que había una vida, la nuestra, de este lado de la tierra, y más allá había otra gente, otros lugares, donde el polvo, el viento, el frío, no eran más que paisaje. Con este pensamiento me acerqué a Margarita que preparaba el guiso para la noche y le pedí que me contara otra vez la historia del desalojo; para mí no era igual contada por ella. Quería saber cómo se podía ser madre y guerrera al mismo tiempo. Mamá dejó el guiso sobre el fuego y mientras mirábamos las llamas, recordó:

“Dormían todos cuando llegaron. Era madrugada, Emilio no estaba. Hacía mucho frío y el campo era blanco. Te hacía dormir pegadita a mi panza, pero yo no dormía, vigilaba algo, no sabía qué. Primero oí ruidos afuera, sonaban como truenos, pero eran disparos, ahí empezaron los gritos, todos gritos de hombres cada vez más cerca de la ruka. Te dejé en el suelo, destapada, de tan nerviosa que me puse. Empezaste a llorar, te cubrí con la manta pero seguiste llorando. Tus hermanos y hermanas despertaron. No alcanzamos a abrir la puerta que ya estaban adentro esos soldados gritando, incendiando la otra punta, empezaba a crecer el fuego adentro, ni tiempo nos dieron para responder. Así nomás como estábamos salimos de la ruka, los más grandes ayudaban a los más chicos, a mí me apretaban fuerte y me hacían preguntas pero yo no decía una palabra, todavía me dolía el parto, hacía tanto frío, te empezaste a poner morada, me asusté mucho, le rogué a uno de los hombres que nos dejaran, que no teníamos culpa, Pedro y Cipriano gritaban que se fueran, que esa tierra era nuestra, que estaban haciendo un crimen, los soldados prendieron fuego a todas las rukas, no pudimos resistir, porque al indio que no quería salir, que no quería abandonar, lo quemaban, con hijo, con mujer, con todo”.

Al terminar de hablar, su voz se hizo espesa. Juntó mi mano con su mano blanca y me dijo. ¿Sentís, hija mía? ¿Te das cuenta cuál es mi vergüenza?

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