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“El mundo, vasija espiritual, no puede ser formado.

Quien le de forma lo destruirá. Quien lo tenga lo perderá.”

Lao Tse

Avanzo en el aire, respirando un oxígeno artificial. No estoy sola. Somos trescientos individuos, cada cual en su sitio, testigos de ese mundo que se hace y deshace muy abajo, allá donde la gente duerme, agoniza, o se desnuda. Las personas no pueden verse desde tan arriba; se pierden, como el resto de los seres vivos en la inmensidad. Lo único que vemos es el escenario, diseñado minuciosamente, las curvas del agua y de la tierra, los campos yermos, hasta la interrupción deliberada y simétrica de una ciudad o de un pueblo, tan perfectos como el resto del paisaje.

Viajamos a Buenos Aires. Después, en tierra, un solo destino conocido se convertirá en trescientos destinos inciertos.

Ahí está mamá; vino sola, como le pedí. Me abraza y enseguida me dice, estás irreconocible.Habla mientras maneja, sin pausas, me cuenta de mis hermanos, mis sobrinos, del Alzheimer de mi abuela.Yo la escucho enternecida pero sin prestarle mucha atención, como si su voz fuera apenas un acorde de una melodía insípida, que creía olvidada. Miro por la ventanilla un paisaje gris, neblinoso, la costanera está vacía; todavía no han llegado los pescadores de siempre, ni los dueños de los carritos a vender el choripán de los domingos. Todo parece inamovible, salvo el agua extraviándose en la niebla, y dentro de ella, los bagres hambrientos.

Están todos en la casa cuando llegamos. Mi hermano mayor y su mujer, mis dos hermanas con sus maridos y sus hijos, mi abuela, la enfermera que la cuida, y mi tío, el hermano de papá. Desde que papá murió siempre viene en su lugar.A todos les parece normal, pero yo no puedo acostumbrarme. Tal vez porque estuve ausente el último año siento que todavía está vivo.

Mis hermanos se muestran felices de verme y yo intento responder con la misma felicidad. Cuando me acerco a mi abuela, aparta la cara y me mira con desdén, sin preguntar ni siquiera quién soy, por qué estoy acá. Acostumbrados a su enfermedad, todos se ríen intentando aliviar la situación, pero a mí me incomoda y no puedo disimularlo.

-Soy yo, abuela-, le digo. -Tu nieta preferida, la que tiene tus ojos.

Pero ella no hace caso, está vacía. Al verla así pienso en ese síncope de la muerte que es el olvido. ¿Si mi origen puede ser olvidado por alguien de mi sangre, ¿existe entonces tal origen? ¿O acaso todo es un fantasma que pasa por las neuronas, y todas las dinastías, todos los linajes son simplemente ficciones reemplazables?

Nos sentamos en el living a la espera del almuerzo. Aquí, todo sigue intacto, los sillones de terciopelo azul que papá compró en remate cuando yo tenía diez años, las alfombras verdes con búlgaros incombinables, las cortinas tristes como siempre, de un amarillo transparente y desolado, que deja ver a trasluz aquel jardín donde la infancia y la adolescencia no tenían frontera. Finalmente, en las paredes, los mismos cuadros anodinos, malas réplicas de pinturas europeas a las que nunca nadie vio en su original.

Como si yo no estuviera acá, miro a cada uno de mis hermanos, y repito callada sus nombres: Esteban, Mercedes, Belén, y así, de pronto, me parecen todos nombres sin historia, solitarios, y pienso que el desamparo de sus nombres responde a otro vacío, más profundo e invisible, irremediable.

Para almorzar hay ravioles. Nadie se anima a hacer el asado ahora que papá no está, como si en algo se mantuviera todavía una perdida memoria tribal alrededor del fuego, o alrededor de la víctima propiciatoria del sacrificio. Sólo que ahora la víctima ya no es la carne vacuna sino el propio sacerdote, mi padre; el que hacía el fuego, ahora es ceniza. Pienso que era ese fuego tal vez el que hacía circular el diálogo. Sin él, la conversación es forzada, hablamos planos, como adheridos cada uno a su lugar en una fotografía familiar que ha comenzado a ponerse amarillenta y en la que aún no entra la infancia: mis sobrinos bulliciosos, ajenos al paso del tiempo, tapan con sus gritos nuestra desintegración.

De Petrona, no saben nada. De los mapuches tampoco. Mamá pregunta si voy a buscar un empleo fijo. Lo único que quiero es empezar mi tesis, buscaré algún trabajo temporal, contesto. Mamá quiere que me instale allí porque la casa es muy grande. Soy la única hija soltera, las más chica de los cuatro. Me da pena decirle que no, si estuviera papá sería más fácil, pero la verdad es que no quisiera quedarme.

Mis sobrinos me buscan para jugar en el jardín. Armaron una casa con cuatro sillas y unas sábanas viejas. Dicen que yo soy la mamá y ellos los hijos. Tenés que darle la teta al bebé, me dice Sabrina, la menor, y me trae el muñeco que dormía conmigo cuando era chica. Tomo al muñeco entre mis brazos, y pongo su boca en mi pecho, olvidando otra vez el límite entre el juego y la realidad. El muñeco está frío, no se pega a mi piel, no hay leche en mis senos para amamantar.

Quedamos solas, mamá y yo. Te extrañé mucho, Gabriela, me dice. La abrazo en silencio y me quedo así, un rato largo, queriendo reavivar un calor enterrado.Pero me es imposible; estoy fría, rígida, como el muñeco de mi infancia. Y, paradójicamente, esta impavidez afectiva me quiebra.Seco unas lágrimas en su camisa para que no se dé cuenta.

Me refugio en la ducha. Como quien ve irse a un país, me siento a mirar cómo decanta toda esa tierra que llevaba encima. Estoy tan cansada que me acuesto sin cenar.Doy vueltas sobre mí misma y sin hallar una posición para dormirme, desisto. ¡Trepelaimiduam!, me diría Petrona, si estuviera conmigo. “Debes tener tu mente despierta”, traduciría enseguida.

A veces me tuteaba, otras me trataba de usted. Cuando esto último ocurría yo sentía que Petrona se alejaba a una eminencia de su propia persona, más antigua que ella.

La mañana en que me fui, le prometí que volvería. Me tomó las manos y afirmó, con una serenidad desconcertante: usted no va a volver, Gabriela; los huincas nunca cumplen su palabra.

No tenía que irme, como se lo hice entender a Petrona, sino que quise hacerlo, todavía no puedo responderme por qué. En mis veintiséis años nunca me había sentido tan igual a mí misma, así y todo me fui. La vi tejer durante ciento ochenta noches enteras, sin interrupciones, algunas veces hasta con veinte grados bajo cero, no claudicaba nunca.

Una noche, mientras la miraba, le pedí que me enseñara. La verdad es que nunca me había interesado aprender un oficio manual; un poco por mi falta de habilidad y otro tanto por pereza. Pero se lo pedí, así, casi sin querer. Ella estaba deshaciendo una faja que decía le había salido mal y me hizo señas para que la ayude. Mientras la deshilábamos, vi todas estas piezas colgadas, mantas, alfombras, cintos, todos minuciosamente terminados y distribuidos en el espacio con absoluta prolijidad. Cuando terminamos, se sentó en su banquito de madera y empezó a rehacer la faja sobre el telar. “Trabajo mejor en compañía que sola”, me dijo, “además, si quiere tejer, primero debe aprender a mirar”. Me asombró la radicalidad de su entrega, como si el tejido fuera la materialización de algún ser perdido al que estuviera devolviéndole la vida. Cautivada por su perfil, desparejo, abismal, como esos altos acantilados de mar cuyas formas infinitas prueban que el tiempo devasta la intemperie, comprendí por fin lo que me seducía de ella; no me recordaba a nadie.

Mamá toca la puerta. Es Marcela al teléfono. ¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no avisaste? ¿Te olvidaste que queríamos ir al aeropuerto? ¿Estás bien? Respondo a cada pregunta con una mentira y después le digo que podemos vernos mañana a la tarde, si tiene ganas. La mentira es mi llave, no se saca uno las malas costumbres tan fácilmente, primero hay que poder decirlas en voz alta, repetirlas hasta sentir asco de uno mismo.

En este caso, lo que le contesté a mi amiga es lo que se dice cuando uno vuelve de un viaje. Hay dos tipos de viajeros, los que miran el mapa y los que miran el espejo: los primeros están viajando, los segundos, sólo están volviendo a casa.

Siempre pasa lo mismo cuando uno se va. Al principio disfruta, aprende, se siente libre. Después, pasado el primer momento, generalmente hacia la mitad del camino, empieza a cansarse, ya no tiene tantos deseos de conocer lugares nuevos, comienza a experimentar el anonimato como una verdad insoportable, y crece en uno el miedo de que la distancia sólo ayude para que los otros nos olviden. Si decidimos seguir andando, comenzamos a sentirnos livianos, mucho más que en el comienzo, sin deudas con nada ni nadie, nos da lo mismo llamar o no llamar, regresar o quedarnos para siempre, nos volvemos poderosos.

Esta es la primera vez que retorno de un viaje sin gloria, sin testigos, sin necesitarlos. Es como estar en otra piel, haber dormido y despertar con el cuerpo cambiado, las manos más grandes, la cara más ancha. Tal vez esté pasando al bando de los que al viajar miran el mapa, y el riesgo sea ese, justamente: no poder volver a reconocerme en un espejo nunca más.


Me levanto temprano con la idea de comenzar de una vez mi tesis. En la cocina está mamá que me recibe como cada mañana con su infinito caudal de noticias intrascendentes. Oigo sin escuchar y me encierro en mi cuarto a trabajar. Paso el día perdiendo el tiempo, frente a la computadora sin escribir una sola palabra. Hastiada, salgo a la calle. Camino unas pocas cuadras hasta llegar a una plaza. Me siento en un banco vacío y saco parte del material sobre historia mapuche que me traje del sur. Pienso que tal vez lo que me frena a escribir es que aún no he leído lo suficiente. Jorge, un antropólogo de Pico Truncado amigo de Petrona, me dio una serie de libros interesantes y una pila de artículos sobre el tema diciendo que me aclararían muchas cosas.

Tomo uno de ellos “Confinamiento, deportación y bautismos: misiones salesianas y grupos originarios en la costa del Río Negro (1883-1890)”, Walter del Rio es el autor. Abro el texto en cualquier página, dejando que el azar sea quien sugiera mi lectura. Me detengo en una cita del padre salesiano Domingo Milanesio: “...ellos creían que con ser argentinos bastábales para ser también cristianos,...”.

Milanesio, junto a otros curas salesianos, formaba parte de las llamadas misiones “volantes”, en 1887, en las cercanías de Chinchinales donde vivían los caciques Sayhueque y Ñancuche y un gran número de familias indígenas bajo el control del ejército argentino. Sayhueque era pariente lejano de Petrona.

Levanto la mirada, interrumpida por los gritos y risas de unos niños que juegan en un arenero en el centro de la plaza; están al cuidado de sus empleadas domésticas. Todas visten con un delantal que las identifica y a la vez les borra el nombre. Oigo hablar a dos de ellas, aunque no puedo escuchar lo que dicen por su acento, una parecería santiagueña, la otra es sin duda paraguaya; ambas tienen rasgos indios, no deben tener ni dieciocho años.

Los chicos corren y no sienten el frío, pero las empleadas tiemblan y se friegan los hombros y los brazos para entrar en calor. En estas lejanías, cada una de ellas se construye como una arquitectura dolorida. Aquí, ni la intemperie les pertenece. Pienso en esta plaza como un campo de concentración de sus tristezas. Al mirarlas, trato de imaginar sus casas natales, sus pequeñas nostalgias cotidianas, los hijos que han dejado atrás. Mujeres condenadas a hacer jugar y a no poder jugar nunca.

Al azar, otra vez, cambio de lectura, ahora son textos de Perito Moreno. En el sur leí muchas cartas que intercambiaba con los caciques, en especial con Sayhueque, parecía que se entendían muy bien. Era el padrino de un hijo de Sayhueque y se llamaban compadres.Se respetaban el uno al otro. Sin embargo, después de todo lo leído me pregunto: ¿acaso Perito Moreno no colaboró para que Sayhueque se vea obligado a entregarse? Jorge decía que habían existido dos Perito Moreno, el joven idealista, y el viejo desilusionado de la realidad que él mismo había ayudado a forjar. Transcribo para el capítulo histórico de mi tesis esta crítica de Perito Moreno a la Campaña del Desierto:

“Treinta y cuatro años han transcurrido desde que el cacique Ñancucheo desapareció defendiendo el suelo en que nació, desde que con medios violentos, innecesarios, quedó destruida una raza viril y utilizable, y desde esa fecha, aún cuando ya hay en la región florecientes pueblos y la cruza en parte el riel, estorban su progreso concesiones de tierra otorgadas, a granel, a potentados de la Bolsa, una vez que la frontera avanzó, lo que hace que decenas de leguas estén en favor de un solo afortunado. (…)

Leyendo, he perdido la noción del tiempo. Cuando vuelvo en mí es de noche, tengo que regresar a la casa. Pero necesito caminar, alejarme de esta ciudad, aún estando dentro de ella. Al tiempo de andar sin rumbo, las calles se vacían, ya estoy demasiado lejos como para volver a pie. Apuro el paso para tomar el último subte. Una vez adentro, me extiendo en una butaca, agotada.

Al final del trayecto me despierta un hombre mayor.

-¿Dónde estamos?-pregunto.

- Bajo tierra -responde.

-Tengo que subir- explico.

-Sus cosas- me dice, sin mirar atrás.

Tomo los libros que estaban desparramados en los asientos y sigo al hombre hasta la boca del subte.Con el aire frío de la medianoche me viene una inesperada desolación por la ausencia de mi padre.

Petrona me dijo un día que ella hablaba con sus antepasados. Yo respondí:

-Después de la muerte hay muerte, mi padre es polvo.

Siguió tejiendo silenciosa, como si no hubiese oído, pero nada se le escapaba, nunca. A mitad de la noche, dijo:

-¿Todavía piensas en él? Entonces, tu padre existe. Tú también eres tu padre.

Cuando abro los ojos, es mediodía. Otra vez me levanto para trabajar en mi tesis. Me dispongo a ordenar mis papeles de trabajo. Mi cuarto parece una biblioteca y al mismo tiempo mi casa. En la mesa, mi diccionario etimológico español está abierto en la letra “f”, sobre una bandeja llena de migas de pan. Me acerco y releo: “familia”, del latín famulus: esclavo, criado. Para la cultura grecorromana, familia es el “conjunto de los esclavos y criados de una persona”. Releo esta definición en voz alta, irónica, como si estuviera dando una clase de filología.

Hace tanto tiempo que no salgo, que no hablo con nadie. Siempre que veo a mi familia o a mis amigas, tengo la sensación de estar perdiendo el tiempo. No es culpa de ellos, ni siquiera mía, pero la realidad es que cada día que paso acá es como una hora en la Patagonia. No puedo explicarme por qué, estando allí me parecía que todo tenía sentido, aún si pasase el día entero mirando un mismo cerro o dando vueltas en el monótono pueblo de Pico Truncado.

Sobre mi escritorio hay una carta. Leo el remitente: “Petrona Prane”. Es la primera carta suya que recibo. Lamenta que no haya vuelto y me invita al próximo camaruco, a comienzos de la primavera. Faltan solo diez días, pienso, y no tengo plata para el pasaje.

Comienzo a trabajar hurgando en dos diccionarios etimológicos, uno de mapudungun de Erize y otro español de Corominas. Empiezo indagando las palabras claves: tejido, telar, tejer, y sus derivados.

Busco primero la etimología de la palabra tela en el diccionario español. Sus variantes me recuerdan su relación con la palabra telaraña, y por supuesto con esta cósmica criatura tejedora, la misma a la que se refería Petrona cuando tejía; así como texto y textil derivan del latín “texere”, que es tejer, en este texto está el tejido de la memoria de los mapuches. El termino español telar, o tela, ya no ofrece más secretos, pero el mapuche parece inacabable. Jorge me explicó que mapudungun significa “habla de la tierra”, es una lengua infinita, cuyas palabras se abren, permanentemente, a significados múltiples.

Tomo mi cuaderno de apuntes del sur para recordar el mito mapuche sobre el witral, o telar.Leo:

“En el mito cosmogónico mapuche, la Lalen Kuzé (araña madre) es la primera tejedora. Ella le enseñó a tejer a Ulche Domo que es la figura femenina mítica del origen, que a su vez le enseñó a las primeras mujeres mapuches. El telar reúne en sí mismo toda la cosmovisión y sabiduría de este pueblo.”

De pronto, un grito interrumpe mi lectura. Es mamá, que me llama sobresaltada desde el comedor. Ella, que nunca ve televisión, está pegada a la pantalla junto a Belén, mi hermana mayor.

Veo lo que están mirando. Las torres gemelas de Nueva York arden, estalladas por aviones suicidas. Me siento al lado de mi madre y le aprieto la mano. Juntas miramos, una y otra vez, la imagen que los medios repiten hasta volverla real. El fuego, hipnótico, nos enmudece. Un humo negro cubre la ciudad, la pantalla, y la sala. Ante el espanto y la alarma del presente, de la destrucción de una civilización soberbia en el símbolo de esas torres, se me sobreimprime la escena de las aldeas incendiadas de los mapuches. El pavor de la familia de Petrona al ver sus casas arder, y dentro a aquellos seres queridos que no quisieron dejar su lugar. El mismo caos en distintas proporciones para el mismo dolor individual, la misma injuria de un pueblo hacia otro pueblo.

Salgo al jardín, mi sobrina Celeste está allí, sola, tiene una rama angosta en la mano y juega a mojarla en un charco. Luego, con la punta húmeda traza dibujos sobre una columna de hierro rojo que sostiene el techo de la galería.

Mirá - me dice, señalando el dibujo de una bicicleta en la columna.

-Qué lindo- respondo.

-No -insiste-. Mirá lo que pasa ahora.

Veo entonces cómo desaparece la figura de la bicicleta súbitamente secada por el sol. Mi sobrina moja la punta, una y otra vez, haciendo un dibujo nuevo cada vez; un caballo, un pájaro, una mariposa, nacen para dejarse morir en un instante, por obra del sol. Podría pasar horas mirando estos dibujos aparecer y desaparecer como secretos de otro mundo. Pero a mi hermana se le ha acabado el tiempo.

- Nos vamos, le dice a Celeste. -Tenés que estudiar.

Y yo las veo partir, de espaldas, de la mano, y desaparecer en segundos, como caballos, pájaros, mariposas; y detrás, el sol, también se va, dejándome sola en la penumbra.

Equivocada, llego a la iglesia antes de tiempo para el bautismo del hijo de Mercedes. Me pidió que yo fuera la madrina y quise ser puntual.

Hay sólo diez personas adentro, todas mujeres, la mayoría ancianas, arrodilladas en los reclinatorios de madera. Está terminando la misa matinal.

Siempre me llamó la atención la mayoría femenina en las iglesias del mundo. Me crié en un colegio religioso, todas mis amigas fueron educadas en el catolicismo, así y todo, casi todos nuestros padres son ateos o al menos no practican, mientras que las madres siguen ciegamente los preceptos y dogmas de la iglesia. Son las mujeres las células reproductoras de la política clerical.

Más tarde, las viejas se van y llega mi familia y las otras familias. Se celebran tres bautismos simultáneos. Empiezan por el más pequeño, su madrina se adelanta para sostenerlo mientras el cura lo moja con agua bendita; como todos los bautizados, llora. Los otros niños se contagian. De pronto, parecería que toda la iglesia llora. El cura habla más alto, para que todos podamos oírlo. Insiste en la importancia del bautismo para la salvación eterna.

Por momentos me pregunto qué estoy haciendo acá. Me cuestiono incluso si soy yo la que está aquí. A veces me parece que nunca volveré a estar en ningún lado.

El que se vigila a sí mismo todas las horas del día, no necesita ninguna religión, decía Ceferina Huaquiful. Esta frase la descubrí hace unos días, en mis tantas lecturas sobre filosofía y cosmovisión mapuche. Me pareció reveladora. Vigilarnos incluso cuando dormimos, pienso.

Como veo que la ceremonia se alarga y que mi ahijado será el último, salgo al patio que hay detrás de la capilla. Hay un jardín pequeño y una huerta. Hace calor y aún hay sol, pero ya se ven venir unos enormes nubarrones como frentes de guerra en el cielo. Como si no los viera, un cuidador riega los canteros. Me gusta la imagen del agua saltando hasta las flores, con un breve arcoíris naciendo entre la pared y el pasto.

Con Petrona, nos turnábamos para regar por las mañanas. Mientras ella lo hacía, yo buscaba el arcoíris, y si la que regaba era yo, Petrona se sentaba hasta que los colores aparecían y les cantaba una canción en su lengua, decía que así le hablaban las viejas a los arcoíris de su tierra.

Ahora el cuidador que regaba se ha ido. Sólo se oye el canto de la gente dentro de la iglesia. Todoscantándole a un dios que jamás existió, pienso.

Algo me pasó en la Patagonia, no puedo explicar cómo, pero quizás con la misma ausencia de lógica por la que alguna vez creí, dejé de creer. Como decía un amigo mío, la existencia de Dios es una creencia y la no existencia de Dios también lo es. Lo que más me gustaba de los mitos que me contaba Petrona es que no intentaban explicar todo el mundo, sino el mundo de los mapuches; el diluvio mapuche le ocurría sólo a ellos, el diluvio cristiano se impone al mundo entero.

Entro otra vez a la capilla. Es el turno de mi ahijado. Ahora es él quien llora más fuerte. Lo que provoca el llanto es el nombre, pienso, no el agua.

Petrona decía que había tantos nombres como nacimientos, y cada uno de nosotros podíamos nacer una o más veces durante nuestra vida. Yo quería volver a nacer, por eso un día le pedí un bautismo indio. Ella me dijo: “puedo darte un nuevo nombre pero no un nuevo nacimiento. Eso sólo puedes dártelo tú misma.”.

Una mañana se acercó a mi cama para ver si dormía. Tenía los ojos abiertos ya, reconocía las paredes del recinto, y trataba de imaginar las paredes de mi infancia pero no podía. “¿Estás lista?” Preguntó. “Sí”, respondí.

Me vestí y salí al patio. El vasco, su pareja, había salido al pueblo temprano y estábamos solas en la casa. Petrona me esperaba vestida de azul, y cantaba en lengua india unas melodías dulces y monótonas. Absorta en la música, perdí el registro de lo que sucedía. Dejó de cantar y me dijo:

“Nuestros nombres nacen por miedo, un miedo viejo, de que todo oscurezca. Por eso, en mapudungun, al nombrar al otro encendemos su conciencia, le recordamos que arde, que existe”.

Hizo un nuevo silencio. Toda la casa era como un pozo de luz. Aunque era de mañana parecía la siesta, la ciudad había enmudecido y el aire tenía el color del silencio. Cuando los perros ladraron en las casas vecinas, Petrona me dijo: “Te llamaré Amui Leufu, que en tu lengua significa “arroyo que corre”. Bendigo todos tus viajes, como los viajes de los arroyos que bajan por la cordillera, nunca cesarás el camino y siempre te protegeré”.

Otro dios ha muerto

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