Читать книгу Otro dios ha muerto - María Casiraghi - Страница 7
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Tengo en mi puño una araña. La elegí de entre todos los rincones que tiene la casa. La vigilé mientras tejía, una y otra vez, su hilo de infinito. Es la más jovencita, a la que menos se le nota el tiempo cuando teje. Para tener su secreto la miré durante rato, me entretuve en sus dibujos, en la elegancia con que hila su refugio, sin saber cuánto vivirá en él. La interrumpí en pleno trabajo, porque así es que se hace, para pasarse a uno la destreza. Ahora, con mi puño cerrado la voy dejando sin aire, sin luz, la apoyo en mi pecho, donde acaba mi piwke (corazón), y la dejo morir.
Es la primera vez que sigo esta costumbre sin tener que hacer un poncho, una faja, una manta. Ser arañas para hilar, nos enseñaba la tía María, la machi de nuestras rukas. Ahora, con la araña entre mis dedos, con toda su vida y su muerte sumida en mí, les voy a contar mi vida.
Hay verdades que uno aprende de grande, las que más duelen, las que no tienen regreso. Cuando uno es joven tiene tiempo, pero el tiempo es poca cosa si no lo acompaña el conocimiento. Como uno encuentra fallas en un trabajo terminado, y teje y desteje hasta que esté bien hecho, pasa también con nuestra vida. Pero hay que tener buen ojo para saber cuándo es posible, cuándo no es tarde, si ese pequeño error que dejamos sin tratar no está ya convertido en una mancha, de esas que empiezan adentro del cuerpo y terminan desparramadas por toda la piel. Hacer y deshacer nuestra historia, deshilacharla hasta encontrarle las fallas, ahí mismo se está trabajando en la mejora, en la limpieza de la propia persona, si es que una ha alcanzado a ser una persona ya. No todos llegamos a serlo. Hay quienes nacen y mueren como bestias.
Para empezar, mi nombre es Petrona. Así me llamaba Margarita, mi madre, mitad india, mitad blanca. Mi padre, el lonco (cacique) Emilio Prane, era mapuche, enteramente. Se tenían un cariño sincero, no como en tiempos antiguos, que se arreglaban los matrimonios entre familias y se quitaban la vida las jovencitas para que no las obliguen a casarse. Los huincas hablan en sus libros de que éramos primitivos por tener esas costumbres, pero me contaban mis patronas que antes los blancos también se casaban por arreglo. Si una cultura no cambia es porque está enferma, igual para ellos como para nosotros; pienso yo que el amor y el matrimonio, así, de la mano, son un invento moderno, pero es tan difícil juntarlos, que casi es algo imposible.
Nací con el corazón delicado, dicen que es por lo que pasó en tiempos de mi nacimiento. Cuando uno es chico vive según lo que ve, para mí no había otro lugar que el que vivíamos. Pensaba que el hambre era normal como el frío, como tener los pies de piedra si no los ablandaba el calor del fuego. En ese entonces vivíamos en un lugar donde el invierno duraba siete meses, sin campos de veranada, muy duro el suelo para la siembra, los animales morían bajo la nieve. Creía que así había sido desde siempre; inocentes somos de niños, y es esa inocencia la que nos protege.
Pero Dios sabe cuando es el tiempo de abrirnos los ojos. A mí me llegó una mañana, a mitad de mis siete años. Desperté, por primera vez en la vida, toda mojada y con un sueño para contar. Esa mañana, en la ronda de los sueños que hacíamos al costado de las casas, participé con un relato propio. Era de siempre el juntarse comenzado el día a decir en voz alta lo soñado la noche pasada. Una persona que no sueña es como una que no suda, se guarda adentro una cantidad de veneno, nos decía la machi. Ella dirigía la ronda, ¡Peuma, peuma! (¡Sueño, sueño!) decía, y de a uno, en orden, iban respondiendo quienes algo habían soñado. A cada relato le iba indicando a su ayudanta, que entonces era la prima Ana, lo que tenía que apuntar en su libro de los sueños mapuches. Después la machi hacía un trabajo de analizarlos. Ella los estudiaba a cada uno y después decía: esto va a pasar, esto no va a pasar.
En mi sueño había luz, pero no era del sol. Estaba sola, andando en un campo sembrado, desde lejos me llegaba la voz de mi familia, pidiéndome que saque las papas del suelo, que las coseche. Yo me agachaba, contenta, me sentía importante de tener esa tarea, como todo niño al hacer cosas de adultos. Pienso que crecer es parte del juego, solo que entonces no nos damos cuenta. Metí por fin mis manos en la tierra, pero no eran papas lo que saqué de ella, era otra cosa, bolas rojas, redondas y brillosas, parecía que eran para comer. Llené una bolsa y las llevé a la ruka. Llegué gritando que traía comida arrojada por Ngenechen para aliviar el hambre de los mapuches. Al abrirla frente a los ojos de mi familia, las bolas habían desaparecido, y de la bolsa salieron un montón de piedras. Ahí fue cuando desperté.
La ayudanta anotó mi sueño. La machi quedó pensando un rato y después dijo: no podemos saber qué quiere decirnos tu peuma, no todavía. Vigílate las próximas noches, y tráenos tus próximos sueños. Petrona, no tienes que hacer otra cosa que estar alerta.
Una semana más tarde volví a soñar la misma cosa, y así una y otra vez, exacto el sueño, sin cambiar nada. Entonces la tía me dijo: es hora Petrona. Y me llevó a su ruka, alejada de las nuestras.
Vivía sola, como todas las machis. Cruzamos un río ancho, caminamos en silencio, yo la seguía, le copiaba los pasos, me parecía una diosa. Conocía el dolor como todos, pero estaba siempre más arriba. No la conformaban las respuestas fáciles; hablaba con una serenidad contagiosa, aún en los momentos más negros.
La tía me mostró un dibujo, montañas de bolas rojas, igualitas a las de mis sueños, dispersas por todo un largo campo verde. Me preguntó si las bolas que soñaba eran como las del dibujo y yo le dije que sí, que eran las mismas; ya lo temía, me respondió María.
-Eso que soñaste, Petrona, son frutas, se llaman manzanas, las teníamos de a miles, allá en el país de los mapuches, a los que vivían allí les decían manzaneros, el gran Lonco Sayhueque era el jefe de todos, un hombre como ninguno, yo estuve con él al final de su camino, cuando, como pasa en tu sueño, las manzanas ya estaban convertidas en piedras.
Después de un descanso, siguió.
- Tu sueño nos devuelve un pasado que todavía no está sano, que nos duele a los mapuches. Tu sueño es una pregunta. Para empezar a responderla, tienes que conocer la verdadera historia de tu gente.
Así empezó mi tía a despertarme, a sacudir mi inocencia, contándome trabajosamente la triste historia de mi familia. Dijo que sabiendo este relato entendería más tarde el de todo el pueblo mapuche.
“En tiempos antiguos vivían los ancestros en las Tierras de Pran, una región del Neuquén que hoy no existe en los mapas argentinos; de ahí sale el nombre nuestro, que le agregaron una “e” en el registro de las personas, “Prane”. Cuando tu abuelo Eduardo nació, por 1850, vivían ya en Río Negro, ahí en Chinchinales, estábamos emparentados con el lonco Valentín Sayhueque y todas las decisiones las consultábamos con él.
Para cuando el siglo llegaba a su fin, tu abuelo que ya tenía cuarenta años, fue despedido de su tierra, con su gente, con algunos hijos, hermanos míos, tu papá y yo todavía no éramos nacidos. Fueron tiempos de mucha guerra, dos de nuestros hermanos murieron en mitad de la lucha. Después de merodear sin ruka fija, se fueron a vivir junto a otras tribus, dirigidas por el lonco Francisco Nahuelpan, en las cercanías de Esquel, tu abuelo Eduardo se convirtió en segundo lonco. Al tiempo nomás de llegar hubo un conflicto de fronteras entre Argentina y Chile. Un coronel inglés dirigía el debate, les hizo a todos los caciques del Boquete la pregunta de si querían vivir allí como argentinos o chilenos, y ellos contestaron argentinos. Ya de esto tengo algún recuerdo, tenía tu edad cuando pasó. La pregunta del inglés no tenía razonamiento porque nosotros vivíamos como argentinos desde largo tiempo, así y todo, los mapuches del lado chileno eran hermanos nuestros, no había pelea entre unos y otros. Pero al gobierno no le gustaba unir la palabra indio con la palabra argentino.
Cuando al fin el inglés tuvo que decidir si la zona de Esquel era para un país o para otro, quedó para la Argentina, gracias, sobre todo, a la respuesta de tu abuelo y de todos los loncos del Boquete; Masía, Basilio, Herrera, Ainqueo, Tucumán, Huichaqueo.
No tardó el gobierno en premiar a los indios; por un decreto nacional nos dio a todas las familias una parte grande de la Colonia 16 de Octubre, bajo el nombre de la tribu de Francisco Nahuelpan, como tierra definitiva de nosotros. De eso me acuerdo muy bien, nos reunimos todos a celebrar. Primero escuchamos los sabios discursos de los jefes. Decían los viejos que la voz de los mapuches tenía que ser larga, espesa, como esos ecos que viajan desde las rocas hacia el aire, para hacerse oír en todas las distancias. Ser buenos para hablar, manejar las palabras, poder tejer en el otro nuestra manera de pensar, era y sigue siendo, el más alto honor de un mapuche.
Así, cuando le tocó el turno a tu abuelo, me puse más atenta. Dijo que para celebrar este histórico Non (éxito, para los huincas) había que comprender el significado profundo de esa palabra: “pasar a otra orilla” pues ahora estábamos del otro lado, luego de muchas correntadas.
-No se pasa a otra orilla sin trabajo-, reflexionó el lonco, invitando a todos a pensar en eso, en lo que el cadau (trabajo) implica para los mapuches.-Es trabajo sólo lo que le cuesta a uno, lo que es difícil, si no presenta dificultad no es trabajo-, repitió y enseguida aclaró: -Pero dificultad no es sufrimiento, nadie debe sufrir cuando trabaja, sólo sufre quien no tiene nada para atravesar en la vida, ese es el verdadero sufrimiento de un hombre.
Después de los discursos, hicimos una gran fiesta, se bailó, se bebió, alegres estábamos esa noche, parecía que el cielo se nos caía encima, las estrellas estaban pegaditas a nuestras cabezas. Pero el tiempo avanzó, callado como sabe hacerlo solamente el tiempo, y treinta años más tarde a tu abuelo le llegó la hora, con los huesos cansados juntó a los cuatro hijos que quedábamos vivos, y lo nombró a tu padre como el más capacitado para sobrellevar la tribu Prane.
Recién estaba casado con Margarita que era de Cholila. Tu madre, bien lo sabes, no era enteramente india, era hija de madre blanca y esto al principio le trajo algunos problemas a tu padre. Pero con el tiempo las diferencias dejaron de importar. Cuando se matrimoniaron fueron a vivir con toda su familia al Boquete, los sobrinos, yernos, todos, así nos fuimos haciendo más. Éramos muchos y en sentimiento unidos, con todas las otras familias del Boquete también. La tierra era muy buena, y la vida era feliz, pero según contaba mi padre, la amenaza del huinca era constante, nunca más, después de todo lo sufrido, de la derrota y la entrega de Sayhueque, se podía vivir tranquilo.
Antes, los mapuches ganábamos todas las batallas, así nomás, con la pura fuerza, con el conocimiento de los antiguos, los huincas tenían armas más poderosas, pero no podían vencernos. Por siglos no pudieron, fue el mismo argentino que al final nos derrotó”.
Desde la cordillera se levantó un viento helado. La tía dejó de hablar y dijo que era hora de regresar a las rukas. Sin discutir me di vuelta y volví corriendo hasta mi madre. El viento iba en dirección contraria a mi destino, mi corazón latía tan rápido que creía que iba a pararse rendido al final del sendero, era un latido confuso, por una parte triste, por la otra, entusiasmado; así es como uno siente cuando comienza a conocer.