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Capítulo 2

La enfermería era un espacio en blanco, a cualquier lado que mirases lo veías: paredes blancas, camas blancas, batas blancas... Los pacientes lo encontraban mareante en muchos casos y agónico en otros, pero nunca se quejaban, ya que era eso o no tener enfermería.

Pero eso era ajeno a Emma. Ella aún seguía profundamente dormida mientras Amanda la observaba.

Había ensayado en incontables ocasiones cómo explicárselo de una forma que lo entendiese o, al menos, que lo aceptase. Tenía que decirle la verdad, no más mentiras, pero no es tan fácil desmontarle la vida a alguien. Bueno, quizá sí, pero es difícil intentar explicarle que tus motivos son buenos.

Una enfermera la sobresaltó al pasar a su lado para quitar el sedante a Emma.

—¿Cómo está?

—Bien, solo necesita descansar.

—¿Tardará en despertar? —La chica, muy joven y atractiva, la miró serena.

—Bueno, eso nunca se sabe, depende del paciente.

Y con una sonrisa en los labios, se dirigió a otra cama.

Ella, Amanda. Ella, que había luchado en innumerables ocasiones y competido otras tantas, que había levantado la voz a quien no debía y le gustaba exigir el máximo a cualquiera, ahora se encontraba allí, mordiéndose las uñas, intimidada por una cría de quince años.

Pero tenía algo, algo especial, lo pudo sentir desde el segundo en que la vio inclinada sobre su pupitre, desde el segundo en que le sonrió mientras le contaba que no tenía amigos y que su hermana estaba triste. Aun así, no se vio capaz de verla despertar, desorientada y muy lejos de lo que ella le había dicho que era su hogar.

Puede que, después de todo, no fuese una mujer tan valiente.

* * *

Voces. Eso fue lo primero que llegó a los oídos de Emma. Sentía su cuerpo agarrotado bajo la suave seda de su cama, una cama que, sin necesidad de abrir los ojos, sabía que no era suya. Intentó moverse ligeramente, comprobando hasta qué punto estaba adormecida, y la tranquilizó saber que aún era capaz de moverse sin problemas. Acto seguido, abrió los ojos, y un segundo después, se arrepintió. Era como abrir los ojos para que fogonazos de luz le quemaran la retina. La segunda vez fue más precavida y primero los entornó, para luego abrirlos poco a poco.

Fue sencillo, y tras unos cuantos parpadeos, observó su entorno. Era una sala blanca, pero tan blanca que escocían los ojos; incluso, para su asombro, ella vestía una bata blanca. A su izquierda había una pared y a su derecha yacía una niña muy morena; respiraba de forma acompasada y sus labios sonreían, seguramente estaría soñando algo agradable.

—Ya estás despierta.

Emma pegó un buen bote al darse cuenta de su nueva compañía. Una enfermera rubia, con ojos verdes y con la piel más envidiable del mundo, le tendió la mano.

—Soy Marta, tu enfermera. Siento haberte asustado.

—Yo soy Emma.

En un vano intento de resultar agradable, Emma sonrió. Le resultó forzoso y sospechó que solo había conseguido formar una mueca desagradable.

—Llevas dormida doce horas. ¿Te acuerdas de todo lo que pasó ayer?

Ella asintió, antes, incluso, de procesar la pregunta. Mientras su enfermera, «alias Marta», tomaba apuntes en una pequeña libreta de color azul claro, ella meditó lo ocurrido: estaba en su cama, intentando dormir, cuando apareció Amanda y obligó a su padre y a su hermana a montar en un coche mientras a ella la llevaba en otro. Se levantó de golpe, haciendo que Marta soltara la libreta y esta cayera al suelo.

—Tengo que hablar con Amanda, ahora.

—Pero tienes que descansar, aún no has eliminado todo el suero y podría...

—Tengo que hablar con Amanda. Ahora —repitió más firme.

—Está bien, dame un segundo y te llevaré a su despacho.

Fue más de un segundo lo que tuvo que esperar Emma antes de salir de esa enfermería tan mareante. Al otro lado de la puerta se extendía un largo pasillo, con una alfombra sustituyendo al suelo, y una pared color gris bastante monótono. A decir verdad, entre un pasillo y otro la diferencia era nula, apenas unas puertas más en un lado, más o menos movimiento y algún que otro cuadro abstracto que aparecían y desaparecían a su merced.

—Es aquí. Si no está, espera en ese banco, no suele tardar mucho en aparecer alguien.

«Pero no quiero a alguien, quiero a Amanda», pensó para sus adentros Emma. Aun así, no dijo nada, despidió con una media sonrisa a Marta y giró el pomo convencida de que debía parecer segura y firme o, si no, no conseguiría nada.

Ante ella apareció un despacho tan igualito a la casa en la que estuvo que tuvo la sensación de que se había trasladado de lugar. Las paredes eran grises y sin decoración, pero, de nuevo, había un espejo en la zona izquierda que reflejó a una Emma mucho más pálida de lo que recordaba y con unas ojeras que hacían dudar de que hubiera dormido más de tres horas. Aun así, esa imagen no la hizo vacilar.

—Vaya, Emma, no esperaba que vinieses aún.

—¿Dónde están mi hermana y mi padre?

No la iba a dejar hablar. Quería coger a su familia —o lo que quedaba de ella—, largarse de allí y fingir que nada de todo aquello había sucedido. Sin embargo, la mirada de Amanda hacía ver que sus planes eran bien diferentes.

—Ambos están bien, y si lo deseas, mañana mismo los podrás ver. Pero lo primero es lo primero, Emma. Creo que te debo una explicación.

«¿Solo una explicación?».

—No quiero que me des nada, quiero ver a mi padre y a mi hermana e irme de aquí, ya.

—Por favor, Emma, cálmate, esto es importante.

Ella se sentó, más porque estaba empezando a marearse que por escucharla. Durante unos segundos miró a un punto muerto mientras Amanda se masajeaba las sienes.

—Necesito que abras tu mente e intentes entender... entenderme. —Silencio—. Esto es una base, no militar ni nada por el estilo, es más bien como una zona de entrenamiento. Aquí, gente como tú puede encajar, puede encontrar su sitio...

—¿Perdona? Me han llamado rara de muchas formas, pero esta... esta, desde luego, es el más original.

—No eres rara, eres diferente. Eres poderosa y muy pronto lo descubrirás, pero tienes que quedarte aquí.

Respiró hondo tres veces, calculando las posibilidades que tenía de perder los nervios, que, a decir verdad, eran bastantes.

—¿Me está diciendo que tengo poderes? ¿Se está oyendo?

La cara de Amanda no cambió, la mujer ya se esperaba algo así. Casi nunca una chica con un poder tan grande recibía la información necesaria tan tarde; pero mejor tarde que nunca, ¿no?

—Nos hacemos llamar progenies. Es una palabra latina que significa ‘descendientes’. Por nuestra sangre corre el poder de las personas más influyentes que siglos atrás nos han ayudado a sobrevivir a todo tipo de enfermedades, guerras, catástrofes... ¿Acaso crees que alguien se libra de la muerte en una guerra por suerte? ¿O que se cree que habrá un terremoto y luego no ocurre por el destino? Nada pasa por casualidad, Emma, la vida está escrita sobre papel eterno.

—Suponiendo que la crea, ¿qué es exactamente un progenie?

Un ápice de esperanza surcó los ojos de Amanda antes de continuar:

—Cada progeniem tiene un poder. Algunos pueden curar graves heridas gracias a su melodiosa voz; otros son capaces de controlar el bello arte del fuego y el agua; otro pequeño grupo es capaz de burlar al tiempo y vivir muchos más años que los mortales. Esos suelen ser los más sabios y, por lo tanto, los que forman el Consejo...

—¿Hay un Consejo?

Asintió, y le dio unos segundos de pausa para que captara toda la información. Se lo estaba tomando medianamente bien, pensó Amanda, mientras que la cabeza de Emma era una olla de preguntas incapaces de ponerse en orden.

—No espero que lo entiendas todo, ni siquiera que lo asimiles, pero aquí recibirás entrenamiento, descubrirás cuál es tu don y desarrollarás nuevas habilidades.

—¿Cómo sabe que llevo el don? Es más, ¿cómo me encontró?

Emma pudo ver cómo se mordía el interior de la mejilla. Solo tuvo que mirarla momentáneamente a los ojos para saberlo: le iba a mentir.

—Llevo años buscando nuevos progeniem. Estáis esparcidos por todo el mundo y sois más de los que creemos. Tenemos un sensor que os detecta. Además, después de tantos años, os suelo reconocer, no me preguntes cómo, pero es algo que siento.

No insistió en ese tema. Realmente, no tenía muy claro si creía o no a Amanda.

—Quiero ver a mi familia.

—Tu padre está sedado, no despertará hasta mañana... Tranquila, está perfectamente; simplemente, esta mañana se ha puesto un poco nervioso. Pero, si insistes, puedes ir a ver a tu hermana.

—Sí, quiero verla.

—Haré lo que quieras pero, Emma, las personas como ella cambian aquí dentro.

A diferencia de lo que esperaba Amanda, la chica no le preguntó qué quería decir.

—Es mi hermana.

Caminó a su lado en silencio, sumida en sus pensamientos, ni siquiera se percató del grupo de chicas que pasó a su lado al doblar una esquina ni de la mirada de curiosidad mezclada con sorpresa que le echaron; solo tenía ojos para ver a su hermana. ¿Estaría llorando? O, peor aún, ¿la odiaría? Siempre había hecho todo lo posible por agradarla. En innumerables ocasiones había visto cómo las pupilas de su hermana la observaban con un odio tan profundo que le daba miedo pero, aun así, nunca llegó a creer del todo que la odiase.

Al fin, llegaron de nuevo a la enfermería. Hasta ese momento no se había dado cuenta de la puerta lateral que había al final del todo. Para su sorpresa, no era blanca, sino de un tono grisáceo parecido al de las paredes de los pasillos. Emma se adelantó a Amanda y abrió la puerta con ansia. Al otro lado, varios rostros se giraron para ver al nuevo visitante; pero ella ya estaba centrada en encontrar a Clara. Había varias hileras de camas. En realidad, era un lugar muy parecido a la enfermería y, a la vez, muy distinto. Los pocos pacientes que estaban despiertos tenían las muñecas atadas a la cama y los ojos desorbitados. Era horrible. Absolutamente, todos parecían tan infelices como su hermana.

—Tu hermana está allí.

Caminó tambaleante hasta la cama que señalaba Amanda. Ella no la veía, estaba leyendo una revista o, más bien, pasando las hojas sin sentido. También tenía las muñecas atadas pero, a diferencia de cuando estaba en casa, aquí la habían duchado.

—Clara.

Se esperaba muchas cosas, muchísimas, pero no esa reacción. Primero tensó la mandíbula al reconocer la voz; luego, poco a poco, casi contra su voluntad, levantó la cabeza y clavó sus ojos en ella; acto seguido, enloqueció como jamás había imaginado Emma que lo haría. Empezó a mover los brazos en su dirección con la intención de atraparla y, seguramente, de estrangularla. Los barrotes se lo impedían, y a Emma le sentó como una patada que la aliviara la presencia de las cadenas. Mientras, Clara gritaba y escupía en su dirección.

No era ella. Esa no era su hermana.

—Clara, soy yo. Cálmate, por favor, estoy aquí.

La pared, de haber estado viva, le hubiera hecho más caso. Entonces arremetió contra la única persona que conocía allí presente.

—¿Qué le habéis hecho?

Amanda, más apenada que otra cosa, la miraba sin ápice de culpabilidad.

—Quizá todo esto es demasiado para ella. Sus pensamientos la confunden y a veces el miedo hace que odies a las personas, incluso aunque sean tu familia.

Por primera vez en su vida, Emma tuvo la necesidad de llorar, pero parpadeó varias veces y negó con la cabeza.

—Nunca, en toda su vida, había reaccionado así. ¡Pagaréis por esto!

—Emma, escúchame.

Ella se revolvió de su intento de detenerla y salió como un rayo por la puerta. Estaba cansada y harta, no tenía tiempo de compadecerse de sí misma, lo que tenía que hacer era sacarla de allí cuanto antes. Así que hizo lo único que podía hacer: frenó en seco y se encaró a Amanda, quien no se movió, sino que esperó a que ella hiciera el primer movimiento.

—Si accedo a cooperar, si me comprometo a quedarme, a entrenar y a ayudaros, ¿la dejaréis ir en cuanto se despierte mi padre?

Amanda pensó que en su vida había visto a alguien dispuesto a perder lo poco que le quedaba sin querer nada a cambio.

—Debemos hacerles una prueba y luego, si haces lo que has dicho, se podrán ir.

—Quiero estar presente en la prueba —no la dejó interrumpirla— o, si no, me negaré a cooperar.

Amanda suspiró, quería ahorrarle ese sufrimiento innecesario...

El resto del día fue como un sueño. Las sensaciones parecían reales pero, de vez en cuando, se daba cuenta de que no era plenamente consciente de lo que hacía. No recordaba nada, y eso que horas atrás había comido un plato de pasta delicioso y le habían dado un helado de chocolate, que, por cierto, era su favorito; recordaba a medias que se había quedado dormida en un banco de un pasillo y que la habían despertado un grupo de enfermeras diciéndole que su hermana se había quedado dormida; en el fondo, distinguió algo de preocupación tras los ojos color café de la enfermera más mayor.

Y ahora se encontraba tirada sobre una cama extraña, que no quería decir que no fuera cómoda, pero era, en cierto modo, ajena a ella: no conocía su cuerpo; no había pasado noches acurrucada en ella y tapada hasta arriba por las mantas; de algún modo, la almohada no resultaba agradable, le faltaba ese olor, ese olor que, de alguna manera, caracterizaba a la suya.

Por alguna razón pensó en su madre. ¿Sabría algo de esto? ¿Huyó al enterarse de lo que era? Quizá. Siempre había pensado que debería sentirse apenada de no tener madre, pero nunca la conoció y los vagos recuerdos que tenía la hacían sentir como si estuviese viendo una película y ella fuera la protagonista; así que nunca había tenido instinto maternal, porque para ella esa figura era inexistente.

También pensó en su padre y en cómo la había ofrecido. Seguramente, era su única opción. A lo mejor, él sí que sabía de la existencia de todo aquello y había intentado ocultarla. A lo mejor, por eso no la podía mirar a la cara y solo se centraba en Clara. ¿Le tendría asco? O, peor aún, ¿le tendría miedo?

Su último pensamiento estuvo dedicado a la persona que creía querer más, la que, a pesar de todo, había intentado proteger y cuidar, pero a su mente solo llegó una chica gritando y moviendo los brazos, una chica que lucía como su hermana pero que, definitivamente, no podía serlo.

Amanda movía el pie nerviosamente mientras dejó pasar a Gan al despacho. Hacía tiempo que no le caía bien ese hombre pero, claro, ¿cómo llevarte bien con el hombre que en su día consideraste el amor de tu vida pero que, en realidad, nunca te quiso? Ahora ya no sentía nada de todo aquello. Se había hecho una mujer ruda e independiente, y se había volcado totalmente en su misión: encontrar a Emma y, a partir de ahora, instruirla.

—¿Y bien? Me han dicho que querías verme.

Siempre utilizaba ese tono entre brusco y aburrido con él, era una forma bastante infantil de hacerle sentir culpable por no haberla querido; mejor dicho, por no haberle dicho la verdad.

—Ha llegado a mis oídos que ha accedido a entrenarse si su padre y su hermana se pueden ir. —Amanda asintió—. He pensado que podría empezar a entrenar mañana mismo.

—¿Qué?

—No me mires así, tiene mucho potencial. Tú lo sabes y yo lo sé, y creo que si la forzamos un poco, si la obligamos a sacar todo ese poder...

Ella negó con la cabeza.

—Es una cría, no un experimento.

—Se nos vienen encima grandes problemas si de verdad es quien creemos que es. Todos tenemos que hacer sacrificios, su madre los hizo, nosotros los hacemos, y ella los tendrá que hacer.

Se masajeó por quinta o sexta vez en ese día las sienes, se sentía mareada y, a decir verdad, no era muy consciente de lo que le acababa de decir.

—Está bien, pero con una condición.

—Soy todo oídos.

—No la someterás a la prueba hasta que te dé permiso.

—Tus deseos son órdenes para mí. —Y se adentró en el pasillo.

* * *

—¡Levanta!! ¡Ya!

De un salto salió de la cama. Lo hizo de forma inconsciente, como alguna vez había hecho si oía gritar a su hermana. Tardó varios segundos en darse cuenta de lo que estaba pasando. Frente a ella, un hombre de hueso ancho, brazos fuertes y mirada penetrante la observaba. A pesar de su buena condición física, Emma apreció que varias arrugas surcaban su rostro, y le resultó vagamente familiar. «Era uno de los que arrastró a tu padre».

—Tienes cinco minutos para vestirte, hoy empieza tu entrenamiento.

—Pero...

—No repliques. Amanda me ha puesto al tanto de tu situación y me ha pedido que te comunique que tus peticiones se llevarán a cabo si cumples con tu parte. ¡Te quedan cuatro minutos!

Sus manos se movieron solas hacia sus pantalones, se los puso a mayor velocidad de la que se creía capaz. Ni siquiera fue consciente de haberse atado las zapatillas y haberse puesto la camiseta. Para ser exactos, solo empezó a despertar una vez llevaba un rato caminando.

—Una cosa.

—No hay preguntas por ahora, progeniem. Te dirigirás a mí como jefe o instructor Gan, acatarás mis órdenes mientras estés siendo instruida y preguntarás cuando yo te deje.

El hombre estuvo tentado de girarse y decirle que estaba siendo demasiado duro, que no se preocupara por el esfuerzo, que lo soportaría, pero jamás en toda su vida le había dolido mirar tanto a alguien. Era igual a su madre, quizá un poco más rota o un poco más desorientada, pero, incluso de espaldas, era como estar siendo seguido por Esther.

—Comemos aquí.

No se paró a enseñárselo, se limitó a hacer un gesto con la mano hacia una puerta, como si se fuera a acordar de todo.

—Aquí entrenamos. Tu grupo es el 9. Te reunirás con ellos en aquella mesa, preguntarás por Bianca, y ella te dirá dónde dormirás a partir de ahora y supervisará tu entrenamiento, ¿entendido?

«Más o menos», pensó.

—Entendido.

Caminó lo más segura que pudo hacia la mesa que tenía puesto un «9» en cada una de sus sillas. Había cerca de veinte mesas, quizá más, y en varias había gente de su edad o más pequeños; pero hacia la que se dirigía, debían tener dieciocho la mayoría, eran los que mandaban allí, o eso parecía. ¿Por qué le asignaba ese grupo? ¿Por qué no uno de su edad, menos experimentado, más inseguro, más como ella?

—Busco a Bianca.

Nadie del pelotón se percató de su presencia. Contó hasta diez y esta vez alzó la voz:

—Busco a Bianca.

Las risas cesaron y todos los rostros de la mesa se giraron, ninguno lucía una expresión amable. Para ellos era como un mal bicho que había osado interrumpir su conversación.

—Soy yo.

Habló una chica de pelo corto, rubia, con unos pequeños ojos azules y una nariz aguileña. Era bajita en comparación con el resto del grupo, pero su físico la hacía abultar más. Desde luego, amigable no resultaba.

—¿Traes algún mensaje de Gan?

—En realidad, vengo a unirme a vuestro grupo.

Todos la miraron perplejos, algunos, incluso, rieron. Bianca no encontraba nada gracioso que una cría de catorce, quizá quince años se añadiera a sus filas.

—¿Estás segura? Este es el pelotón 9, ¿no te habrá mandado a otro?

—Sé contar.

Ahora sí que la había cagado. Por el silencio que se produjo, le dejaron clara una cosa: nadie vacilaba a Bianca.

—Por tu propio bien, espero que sepas hacer mucho más que eso, no quiero inútiles en mi grupo. ¿Qué se te da bien? ¿Cuál es tu don? ¿Sector que se te da mejor? —Emma se quedó callada, intimidada por la mirada de la chica—. ¿Te has vuelto muda?

—No sé aún mi don. Llegué hace dos días y ayer me explicaron de qué va todo esto. No sé qué es un sector.

La chica la miró de una forma… como si no se pudiese creer su mala suerte. Por su cabeza veía la buena posición que tenían en la calificación en ese momento y ahora... ahora aparecía esa.

—En pocas palabras: nos ha tocado una inútil.

Emma sabía que debía mantenerse callada, pero no pudo:

—Bueno, estoy segura de que tú serás doblemente buena, para compensar.

Acababa de entrar en un callejón sin salida, pero quien fuera el que se encargaba de anunciar que debían ir a entrenar le dio una tregua, pues acababa de anunciar que debían abandonar el comedor e ir a la sala de entrenamiento.

—Esto no acaba aquí.

Pero, por ahora, había una pausa. Nadie del grupo se acercó a ella lo más mínimo, fue de alguna forma como volver al colegio, donde sus compañeros la ignoraban allá donde iba, pero al menos la dejaron caminar en la zona final del grupo sin alejarse de ella.

La sala de entrenamientos era todo lo que te puedes esperar de una sala con tal nombre: máquinas allá donde mirabas, incluso donde creías que solo había una resultaba que había dos; otras, sin embargo, parecían de todo menos máquinas... También había una zona para practicar tiro con arco, con una diana enorme y varios arcos llenos de flechas al lado; debajo de ellos había cuchillos, y justo en la otra punta, había otra diana, pero esta vez para apuntar con pistolas.

Su grupo avanzó sin enseñarle nada, claro, por qué tener esa consideración. Por su camino se cruzó con varias chicas, eran más pequeñas, o quizá lo aparentaban, y miraban al grupo con sumo respeto. Muy de vez en cuando alguien reparaba en su existencia, pero acto seguido perdía el interés, como si no formase parte del grupo y solo fuese una molestia acoplada.

Al fin se detuvieron e hicieron un semicírculo alrededor de unas cuerdas. Bianca salió a la pequeña zona creada y la miró de una forma nada agradable:

—Bien, ¿cómo te llamas?

—Emma.

Asintió.

—Bien, Emma, no voy a permitir que arruines todo el trabajo que hemos hecho. Como te veo tan lanzada, vas a escalar.

Ni por asomo iba a demostrar algo cercano al miedo, al contrario; de la forma más indiferente posible dijo:

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

Emma se acercó con paso vacilante a la cuerda. Sus brazos eran escuálidos y no disponía de excesiva fuerza; sin embargo, tampoco pesaba mucho, cosa que sería una ventaja. Respiró hondo.

—No tenemos todo el día.

Quería callarle la boca, pero se mordió la lengua y agarró con fuerza la cuerda mientras se impulsaba con las piernas. Fue una sensación extraña al empezar a escalar, pero, poco a poco, le cogió el truco y empezó a subir. Los brazos le daban pinchazos y la cuerda, al ser rugosa, le irritaba las manos, pero no hizo caso a todo eso ni tampoco a las pullas que le lanzaba Bianca.

Cuando ya creía que había cogido la altura suficiente, la miró.

—¿A qué esperas? Sube hasta arriba.

No se esperaba aquello. Bien que Bianca parecía mala persona, pero ¿hasta arriba? Tragó saliva y continuó subiendo. Notaba un ligero mareo y que el estómago se le subía a la garganta. No tuvo la valentía de mirar hacia abajo cuando tocó el techo, sino que se armó de valor para empezar a bajar.

Cuando ya estaba a mitad del camino, notó un fuerte bamboleo en la cuerda que la hizo gritar. Oyó más abajo la risa de Bianca, que no se detuvo hasta que Emma no tuvo fuerzas de sujetarse a la cuerda y cayó a plomo, haciéndose un daño enorme en el brazo. Estaba tan desorientada que no tenía explicación a por qué le sangraba la nariz ni fuerzas para contestar a todos los insultos que le estaba diciendo Bianca.

—Bianca, para.

La voz salió de un chico. A través de la sangre de su nariz no lo podía ver, pero era una voz de lo más seductora, pensó Emma, e intentó, sin mucho éxito, aclararse la vista.

—Tú no eres el jefe, Derek, a veces pareces olvidarlo.

—Y tú a veces pareces olvidar que ser la jefa no te da derecho a abusar de una cría.

«Cría». No se consideraba una cría y menos cuando aquel chico de cabellos oscuros y ojos claros no debía sacarle tantos años, como mucho dos.

—Ana, soluciona su nariz y enséñale a hacer algo que no sea sangrar.

Emma decidió quedarse callada. El chaval no la miraba, pero lucía una expresión arrepentida que hacía sus rasgos incluso más bellos. No pudo evitarlo, le pareció que tenía los rasgos de un ángel esculpidos en el rostro de un diablo.

Ana resultó ser una chica de lo más agradable. Era asiática, pero llevaba toda su vida allí. Su don era la curación y Emma jamás se había sentido tan fascinada por nada. Tan solo con una simple nota había conseguido que el dolor en la nariz y en los brazos cesase del todo, había sido hermoso de una forma un poco abstracta.

—Es increíble.

—Sí, al principio yo tampoco me lo creía, pero siempre he tenido una predilección por la medicina, así que supongo que debería habérmelo imaginado.

Hablaba con un ligero acento, no sabría decir de dónde, pero era una voz tan dulce, perfecta para una nana, como si tan solo con hablar te curase todos los males.

En la zona de tiro con pistola estaba el chico que antes la había defendido. Derek creía recordar que se llamaba.

—Ese es Derek, es el más joven del grupo, bueno, hasta hoy. Él cumple los diecisiete este año. Yo que tú no perdería el tiempo. Como decía mi madre, «la belleza nos ciega hasta destruirnos».

—Yo no...

—Tranquila, de alguna forma todas hemos sucumbido alguna vez.

No siguieron con ese tema, ninguna de las dos se veía con ganas de hablar sobre chicos. Acabaron frente al tiro con cuchillos, Emma miraba cómo Ana tiraba cuchillos; no era muy buena, a decir verdad, y a ella le dieron unas ganas locas de intentar tirar alguno. Estaba a punto de hacerlo, pero el chico de antes, Derek, apareció, y decidió no volver a ponerse en ridículo:

—¿Te toca hacer de canguro, Ana?

—Yo también me alegro de verte, Derek.

El chico sonrió y Emma se obligó a apartar la vista.

—Hola, Emma.

—Hola —respondió acto seguido.

Sabía que quería impresionarla, dejarla sin habla. Había observado a suficientes chicos en el colegio como para detectar a un cretino.

—¿Está asustada la pequeña Emi?

—No me llames «pequeña Emi». Pronto cumpliré los dieciséis.

Él sonrió como se sonreiría a una niña pequeña cuando dice alguna tontería pero tienes que reírle la gracia, y eso la enfadó.

—¡Qué adorable! ¿No crees, Ana?

—Lárgate, Derek.

—Antes me gustaría ver a la pequeña Emi tirar algún cuchillo.

Ana se encogió de hombros. Todo eso la aburría, mientras que a Derek parecía resultarle gracioso. Lucía una mueca burlona, de esas que habrían derretido a más de una en el colegio de Emma, pero ese no parecía el mejor lugar para deleitarse.

—Está bien.

Se acercó a la zona de cuchillos y agarró uno con fuerza. A diferencia de con el ejercicio de escalada, no sentía la garganta seca o nervios, sino que el peso del cuchillo le resultaba cómodo, casi natural. Ana se apoyó en el alféizar de la pared y bostezó. En Derek, de haberlo mirado, habría visto un repentino nuevo interés, aunque, pensándolo bien, él lo hubiese ocultado a la perfección. Pero Emma solo tenía ojos para la diana, reguló su respiración y con un movimiento rápido y firme hizo que el cuchillo surcara el aire y se clavara, para su sorpresa, a tan solo unos centímetros del centro de la diana.

Con una sonrisa de suficiencia miró a Derek, que no parecía un ápice impresionado; es más, ni siquiera la miró, sino que alzó los ojos hacia alguien que debía estar tras ella.

—Bianca, la nueva no es una inútil del todo, tiene buena puntería.

Por la forma en la que se miraron, Emma sintió como si fuesen antiguos amantes, de esos que preferían no hablar de lo ocurrido porque a ninguno de los dos le hacía mucha gracia, pero dejando la puerta abierta para una posible segunda vez.

—Vaya, muy bien, Emma, al final vas a ser útil y todo.

Se mordió la boca mientras notaba que Ana se ponía detrás de ella en forma de advertencia. Bianca agarró el siguiente cuchillo y, a una velocidad inhumana, lo clavó en el centro de la diana:

—Cuando sepas hacer esto tres veces seguidas, me plantearé enseñarte a pelear.

Y una vez dicho esto, dio media vuelta y se fue.

—Yo te puedo enseñar a nadar, se me da muy bien.

—Yo te podría enseñar muchas cosas, pequeña Emi, pero me temo que eres demasiado vulnerable.

Emma lo perforó con la mirada, intentando con todas sus fuerzas intimidar a aquel chico.

—No soy vulnerable y no me llames «pequeña Emi» o...

El chico se acercó un paso.

—¿O qué? Venga, me muero de ganas por saber qué me harás.

—En realidad nada, no quiero perder el tiempo.

Y le dedicó una sonrisa antes de seguir a Ana hacia la piscina. El chico, que jamás había visto que alguien se tomara tan bien sus pullas, giró la cabeza para observarla marchar junto a Ana. Era una chica extraña, mucho, pensó Derek, pero también era bonita.

—Nos hundirá nuestra clasificación... todo. ¿Qué vamos a hacer?

—Bianca, aún tenemos una semana para conseguir que la cambien de grupo, y mientras, la entrenaremos.

La chica siguió su mirada y frunció el ceño.

—No te veo muy descontento. ¿No es un poco pequeña para ti, Derek?

—Bueno, ya sabes que no me gusta seguir las reglas.

* * *

El resto del día no fue mucho mejor para nadie. Amanda tuvo que irse a una reunión del Consejo y tuvo que dejar a Gan al cargo de todo, cosa que le gustaba más bien nada. Además, le hubiera gustado ver a Emma y preguntarle cómo le había ido su primer entrenamiento, pero, de haberlo hecho, se hubiese ido más preocupada aún. Por otro lado, Gan había ido a ver a Víctor, que ya había despertado, y este se había negado a decir ni una sola palabra; lo intentó de muchas formas, pero nada. Para colmo, Amanda lo había dejado al mando pero sin ningún tipo de libertad: todo estaba escrito y cada uno de sus pasos estaría supervisado por los ayudantes de Amanda; supuso que tendría que haberlo visto venir.

Por último, pero no menos importante, Emma había gozado de una sesión de piscina de tres horas con Ana; se roció, sin querer, su bebida en la hora de la comida y tuvo que aguantar otras tres horas de clase de lucha con Bianca, la cual, de habérselo puesto más difícil, la habría mandado directa a la enfermería. Aun así, al llegar a su nueva cama y desplegar sus cosas, se sentía orgullosa de sí misma. Había aguantado el primer entrenamiento, ahora sabía a lo que se enfrentaba y sabía que podría con ello.

—¿Cómo te ha ido?

—Estoy viva.

Ana sonrió y se acomodó a su lado en la cama.

—Yo duermo encima de ti.

Derek se sentó en la cama de al lado de Emma y empezó a desatarse los cordones. Ana, que solía lucir una expresión serena y tranquila, le echó una mirada furiosa; se notaba que no le acababa de caer bien el chico.

—¿Dormís chicas y chicos juntos? —preguntó Emma con una mezcla de horror y sorpresa.

Para su desgracia, no fue Ana quien le contestó:

—¿A la pequeña Emi le asusta dormir con chicos? Tranquila, tienes el privilegio de dormir a menos de tres metros de mí; media base mataría por esta gran oportunidad.

—Derek, ¿no puedes darle un respiro?

—Lo siento, a veces se me olvida que mi voz puede dejar sin respiración.

La chica rodó los ojos y Emma observó con detenimiento a Derek, intentado ver a través de él y encontrar el motivo que le hacía ser así; llevaba muchos años dedicándose simplemente a observar y había cogido la capacidad de encontrar el más mínimo detalle.

—Espero que por las noches no me mires así; sería, cuanto menos, escalofriante.

—Por las noches me suelo dedicar a dormir, perdona si eso te suena extraño.

A Ana se le escapó una risita enmascarada en una tos y Emma no pudo evitar sonreír. Derek la miró impulsivo, de tal forma que a ella le resultó imposible saber qué estaba pasando por su cabeza.

—Me muero de hambre, ¿podemos ir ya a cenar?

—Claro, vamos.

Las dos se alejaron todavía sonriendo. Ana empezó a hablar de su vida allí. Era lo más cercano a un hogar que había tenido, su familia viajaba mucho y su madre, igual que ella, tenía el poder de la curación; sin embargo, ni su padre ni su hermano eran progeniem; aun así, nunca rechazaron su naturaleza. También le contó que, años atrás, había habido guerras entre progeniems: algunos se consideraban superiores a otros y querían un entrenamiento más duro y especializado para poder ayudar de forma más eficaz a los humanos corrientes; pero sus métodos eran sádicos y crueles, la mayoría no estaba de acuerdo, y aunque muchos murieron, la calma volvió.

Emma jamás había podido imaginar la cantidad de cosas que desconocía. Todos los días de su vida se podría haber estado cruzando con un progeniem y, sin embargo, a pesar de creer que observaba con atención, sus ojos solo veían lo que creían conocer.

Progeniem

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