Читать книгу Progeniem - María Cuesta - Страница 9
ОглавлениеCapítulo 5
Histérica. Así se sentía. Debería tener miedo, pensó, pero en su cerebro no había cabida para algo que no fuese emoción. En su vida no solían pasar cosas demasiado interesantes, era como un fantasma, y ahora se encontraba haciendo su sexta tanda de flexiones y con la cabeza en un plan suicida. También debería haber preguntado por su padre. ¿Dónde estaría? Allá donde estuviera, ¿la odiaría? Lo más probable es que sí, pero hasta esa idea se esfumó en cuanto entró en la ducha y el agua caliente la relajó por completo.
—¿Te has muerto? —gritó Ana.
—¿Qué?
—Que si te has muerto, llevas en la ducha media hora.
Rápidamente se secó y se puso la ropa interior bajo la atenta mirada de Ana. Era una chica exótica, al parecer de Emma: tenía unos ojos negros capaces de partirte el alma en dos, y unos labios finos pero atractivos; no tenía unos rasgos impresionantes, y a veces podía resultar un poco ruda, pero, definitivamente, no se podía considerar a Ana una chica fea.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
—Claro.
La chica empezó a doblarle la toalla, cansada de esperarla.
—¿Luis y tú estáis saliendo?
Ana dejó caer la toalla, destrozando la parte que ya estaba doblada. Emma, que no se vio capaz de sostenerle la mirada, se agachó para recogerla.
—¿Qué te hace pensar que sí?
—Es que a veces se te queda mirando.
«Y a veces tú te quedas mirándolo».
—No, es solo mi amigo.
—Y...
La chica la cortó:
—¿Acaso te pregunto yo por Derek?
Emma se sorprendió, en parte porque se pusiese a la defensiva y en parte porque no esperaba que nombrara a Derek, no era justo que lo nombrase.
—Podrías preguntarme, pero no estaría bien.
—¿Ah, no? ¿Y eso por qué?
—Porque tú tienes posibilidades.
Se miraron tres segundos de nada. Emma, avergonzada por su comentario, mientras que Ana sintió un profundo respeto por aquella cría, quince años y nadie en su vida había sido tan sincera con ella.
—Lo siento, tienes razón, no debería haber dicho nada.
—No importa. Si no querías hablar de Luis, solo tenías que habérmelo dicho.
* * *
Salir de la base sin permiso. De las pocas normas que le quedaban por romper. Nunca se imaginó que llegaría a romper esa, era la primera norma, no salir sin permiso. Algunos habían sido expulsados para siempre, pero no le importaba, nunca lo había hecho. Y a su lado, jugueteando con su camiseta, estaba la persona que tampoco había dudado jamás.
—Carlos, juguemos a un juego.
—No voy a cerrar los ojos y adivinar por dónde me va a venir el golpe, tienes un saco de boxeo a veinte metros.
Luis sonrió, era sorprendente la capacidad de Carlos para verlo venir. Aunque, teniendo en cuenta que llevaban sus dieciocho años de vida juntos, tampoco era tan sorprendente:
—¿Qué te parece lo de hoy?
—Alucinante. Ir a por los rebeldes es nuestro sueño.
—Podemos morir.
Carlos le miró con una ceja alzada y negó lentamente con la cabeza.
—Al Luis que yo conozco, la muerte le teme a él, no él a la muerte.
—Tienes razón, el único miedica aquí eres tú.
Golpe en el hombro, esperable, y otro en la barriga, que ya dolió un poco más; aun así, se rio mientras Carlos se levantaba a hacer pesas. Siempre hacía pesas, quería compensar su corta estatura con músculos. Estaba definido, la verdad, mucho más que él, que era un pino, cerca de dos metros de altura, y aun así, su pelo rubio y sus ojos azules a pocas chicas habían atraído. Solo les oía murmurar tres palabras: «Hala, ¡qué alto!».
—Eh, tío, deja de mirarme así, sé que estoy bueno, ¿vale?
Y una vez más, Carlos le salvaba de sí mismo.
* * *
Unas horas y saldría de allí, de aquel lugar infernal, cargado de recuerdos angustiosos por las paredes, cargado de gritos en los lavabos y palizas en las habitaciones, del lugar que debería haber considerado su hogar y que no era para él más que una pesadilla escondida donde menos se lo esperase. Si se concentraba mucho, aún podía ver la casa de la playa, con la brisa del mar e iluminada por el sol; si se esforzaba mucho, aún escuchaba a su madre llamarle y pedirle que pusiera los platos en la mesa mientras su padre, sentado en el sofá, leía el periódico.
«Ayuda a tu madre y te convertirás en un gran hombre». Eso le habría dicho él, o algo muy parecido. Si seguía esforzándose, vislumbraba a su hermano, un crío que jugaba en su habitación y le destrozaba cualquier cosa. «Deja mis cosas, pesado». Pero a pesar de fingir enfado, el chico habría corrido a su lado y se habría puesto a jugar con él sin pensárselo dos veces...
Pero no quería esforzarse mucho, quería irse, aunque seguramente no volviera, aunque perdiera la vida. Daba igual, ya no le quedaba nada...
«Emma».
Su nombre resonó. Era una cría extraña, una cría que tenía poco de niña, que le había descolocado la vida en una conversación, una cría que quería ir a la base de los rebeldes sola... Loca, eso es lo que estaba, loca, y le estaba volviendo loco a él.
—¿Necesitas algo más? —La pregunta la hizo Max, un hombre mayor, de piel curtida y morena. De primeras podía resultar intimidante pero, muy en el fondo, era afable.
—No, estamos en paz, ya no me debes nada.
—Niño estúpido, sabes que nunca estaremos en paz.
Ambos sonrieron y se dieron la mano, de alguna forma ese gesto dejaba el trato más zanjado. Puede que sí, puede que el hecho de que Derek salvara la vida a su hija jamás tuviese recompensa.
* * *
La cena le supo a poco. Ni siquiera se molestó al ver a Bianca, la que, por cierto, parecía más enfadada aún. Ana le había dicho que pocas veces alguien había osado siquiera llevarle la contraria; menos Derek, él parecía un caso aparte. Y a punto estuvo de preguntarle a Ana por qué no temía que Bianca utilizara su poder con él, pero se contuvo. Si alguien se lo tenía que decir, tenía que ser Derek.
—Emma, vengo de parte de Amanda. Debes acudir a su despacho.
Entre sorpresa y confusión, Emma caminó tras aquella chica. Era joven, veinte años, quizá más, pero su rostro la hacía parecer de catorce o quince; caminaba ligera para lo baja que era y la llevó hasta Amanda en menos de diez minutos. Según el reloj de la pared, eran las diez menos cinco. Fuera lo que fuese lo que Amanda quisiera, tenía que acabar en breve.
—Adelante. —La puerta se abrió—. Paula, puedes irte, muchas gracias.
El despacho de Amanda seguía igual que siempre, austero y soso. Lo único que emanaba vida y un profundo respeto era su dueña, sentada en su silla con la mirada sobre Emma y las manos juntas sobre la mesa, inquietantemente quieta.
—¿Cómo estás, Emma? ¿Te gusta el sitio?
Un gruñido, no quería hablarle, ella sabía lo que le pasaba a su hermana y no había intentado siquiera avisarla.
—Supongo que estarás enfadada por lo de tu hermana. Lo siento mucho, Emma. —Siguió sin abrir la boca—. Está bien, iré al grano. He estado hablando con el instructor Gan, me ha dicho que aprendes rápido y que en unos meses, serás una gran progeniem.
—Teniendo en cuenta que he visto a ese instructor una vez en la sala de entrenamiento, no creo que su opinión sea demasiado acertada.
La mujer asintió, ni un ápice afectada por la actitud grosera de Emma. La chica no solía ser así, pero una parte de ser sincera es responder de forma acorde a cómo te sientes.
—¿Por qué no he descubierto mi don? Mucha gente mucho más pequeña que yo ha descubierto ya cuál tiene.
—De eso quería hablarte. Si vemos a alguien muy bien preparado lo sometemos a un sector, supongo que ya lo habrás oído. Es un sector prueba, lo programamos para que te ponga al límite. En el noventa y nueve por cien de los casos, el don sale solo, ansioso por servir a su portador.
—Habla como si el don pensase.
—El don es parte de ti; por tanto, algo de tu esencia lleva. Si tú te sientes al límite, querrá conseguir vencer a lo que sea que te esté amenazando, de alguna forma evocas a tu don.
Tenía sentido y a la vez, no, en opinión de Emma. Aún no alcanzaba a comprender cómo podía haber dentro de ella algo tan increíble, tan poderoso. ¿Y si aquella mujer se equivocaba? ¿Y si los rebeldes se equivocaron al mandarle la presencia?
—¿Cuándo tendré que ir al sector?
Amanda no pudo ocultar su sorpresa, no esperaba tan buena predisposición, pero Gan ya le había advertido de que la chica accedería sin pensárselo.
—¿Te parece bien mañana?
Emma iba a decir que no; es más, durante unos segundos pensó que lo había hecho, pero si le decía que no, levantaría sospechas. ¿Por qué no?, le habría preguntado Amanda, y entonces tendría que inventarse una excusa y el reloj ya marcaba que las diez y media se acercaban.
—Sí, claro, cuando quiera.
De nuevo, la mujer pareció sorprendida y, al mismo tiempo, aliviada. Emma forzó una sonrisa, intentado con todas sus fuerzas que la dejase ir.
—¿Puedo irme ya?
No quería parecer ansiosa pero tampoco que sacase algún tema nuevo de conversación.
—Eh... claro. Vaya, es más tarde de lo que pensaba.
Amanda se levantó a la vez que Emma y la acompañó a la puerta. Era un gesto algo forzado para ella, pero lo hizo de todas formas, y con un ligero movimiento de cabeza, Emma salió de su despacho.
Se adentró en la oscuridad del pasillo sin echar la vista atrás. Sus pasos resonaron rápidos y concisos. Había tan poca luz que no vio venir el chico que giraba por la misma esquina que ella y ambos chocaron.
—Pero qué cojones... ¿Emma?
—¿Derek?
—Joder, ¿dónde narices estabas? Nos vamos ya.
—Amanda me había llamado para hablar, no he podido salir antes.
Pero él ya no la escuchaba, sino que caminó con paso ligero hacia donde Emma acababa de ir, el despacho de Amanda. Ninguno rompió el silencio, ni siquiera cuando Emma se empezaba a preguntar si realmente estaban yendo hacia alguna parte. Tampoco Derek comentó nada, no se le ocurría qué decir y tampoco estaba seguro de que fuera conveniente decir algo.
Al fin llegaron a una habitación iluminada por una gran bombilla que colgaba en precario equilibrio del techo; a la derecha, varios trozos de madera se amontonaban sin cuidado alguno, y frente a ella, un todoterreno negro con cristales ahumados los esperaba.
—¿Y los demás?
—Aquí —respondió tras ella Carlos.
Luis y Ana entraron unos segundos después cargados de armas. Emma echó una ojeada intentado ver para qué servían, pero solo veía metal y pinchos entremezclados.
—¿Lo tenéis todo? —Los tres asintieron—. Y no os han seguido, ¿verdad?
—No, aunque librarme de mis fans no ha sido fácil —comentó Luis.
Emma sonrió ante el comentario, y eso solo hizo que fuese víctima de la mirada de reproche de Derek. Se le veía tenso y cansado, como si todo eso le supusiese un gran esfuerzo, pero sus movimientos continuaron siendo gráciles y rápidos.
Abrió el maletero, un maletero enorme. Dentro había una caja de madera tapada en la que ponía «Comida» y sobre ella, un montón de vendas, jeringuillas, pastillas... Teniendo a Ana, ¿para qué llevar todo eso? Eso fue lo que pensó Emma, pero se calló; quizá la razón era obvia y no iba a empezar a parecer estúpida antes de ni siquiera arrancar el coche.
—Toma.
Derek le tendió un cuchillo enorme, casi tan largo como su antebrazo y muy afilado. Emma observó su vestimenta: unos pantalones cortos vaqueros y una camiseta holgada; también llevaba unas botas altas que, a pesar de no llevar tacón, resultaban demasiado elegantes para la ocasión; aun así, Derek había insistido en que se las pusiera, y la alivió ver que Ana también llevaba unas iguales.
—Métetelo aquí.
Con un paso y un movimiento casi imperceptible del brazo, Derek hundió el cuchillo en la bota. Ni la rozó, era como si tuviese la capacidad de que con esa bota ajustada y con ese cuchillo tan largo pudiese hacer que ni tocara su piel. Luego, sacó una pistola, pequeña y de aspecto ligero, y sin preguntar, le levantó ligeramente la camiseta y le colocó la pistola en la cadera. Su mano rozó su cadera; ella se sonrojó y bajó la cabeza, deseando que nadie se hubiese dado cuenta, deseando que arrancaran de una vez. Quizá si hubiese levantado la vista se hubiese topado con la mirada de Derek, que rara vez lucía tan vulnerable.
—¿Todo listo? —Volvió a preguntar.
Todos asintieron, incluso Emma, que, histérica, ya solo pensaba en salir de allí.
—Carlos, Luis y Ana, iréis detrás. Luis, tú sabías conducir, ¿verdad?
—Me las apañaré.
—Tú, Emma, irás delante y te ocuparás de que no me duerma. ¿Serás capaz? —Su tono fue mordaz.
—Confío en que mi presencia sea lo suficientemente insoportable para que no te duermas.
Y se subió al coche de un portazo. No le iba a arruinar el viaje. Ya de por sí estaba tensa, nerviosa porque su don apareciese de una vez y preocupada de que su falta de entrenamiento repercutiera en todos.
El resto tardó un poco en subir. La primera fue Ana, que la miró, esperando que se sintiera mejor; pocas chicas plantaban cara a Derek. En el medio se sentó Luis porque, a pesar de ser excesivamente alto, de ancho ocupaba mucho menos que Carlos. Emma se percató, por primera vez ,de lo azules que tenía los ojos y lo rubio que era; tenía mucho atractivo, a pesar de que ella no podía apreciarlo. Por alguna razón, cuando Derek se puso al volante y vislumbró sus angulosas y perfectas facciones, cualquier otro tipo de belleza le pareció insuficiente. Quizá el demonio lo creó, pensó ella, y lo dotó de esa belleza para castigar a los mortales.
Un chirrido rompió el silencio y a través del cristal, vio una puerta abrirse.La noche se tragó el coche y emprendieron el camino. Quizá no volvieran con vida, o quizá lo hicieran y no los aceptaran de nuevo, pero Emma cerró momentáneamente los ojos e intentó pensar en su hermana:
«Voy a volver y voy a sacarte esa cosa de ahí. Te quiero».
* * *
Llevaban de viaje dos horas más o menos. Al principio habían intentado hablar de cualquier cosa; Emma tenía la sensación de que no querían dormir, como si eso los dejara totalmente expuestos o no la vieran capaz de hacer bien la única cosa que le habían mandado: mantener despierto a Derek.
El primero en dormirse fue Carlos; fue muy de repente: estaba comentando que quería aprender a conducir y al segundo siguiente estaba dormido. Luis estuvo a punto de despertarlo solo para fastidiarle, pero Derek le dijo que si lo hacía, le tiraría del coche; y lo dijo totalmente en serio.
Ahora, sobre el hombro de Luis, descansaba la cabeza de Ana. Emma, a través de la ventanilla, había visto cómo la chica fue poco a poco acercándose a él, y el chico se dejó hacer con una sonrisilla asomando entre sus labios. Ambos seguían dormidos y no parecía que fuesen a despertar si no era estrictamente necesario.
—¿Quieres hablar?
Derek estuvo a punto de mirarla, pero tenía el coche en marcha y estaba conduciendo casi a ciegas, por lo que se contuvo.
—¿Perdona?
—Que si quieres que te dé conversación para que no te entre el sueño.
—A lo mejor tu conversación me da más sueño aún.
Cretino era un rato, aparte de borde y cruel. Emma no comprendía por qué la había puesto a ella delante si, de todas formas, no quería hablar con ella.
—La pequeña Emi se ha enfadado.
—No, simplemente no entiendo por qué me has puesto delante si no te caigo bien. Podría estar ahí detrás durmiendo.
—¿En los brazos de Carlos? No, gracias.
A Emma le sorprendió el tono, casi parecía enfadado. «¿En los brazos de Carlos?». ¿Qué clase de tontería era aquella?
—Sé dormir en un coche sin acabar en los brazos de alguien.
—Claro, igual que Ana. ¿De verdad crees que Ana está así accidentalmente?
Ambos compartieron una mirada cómplice. Los ojos de Derek relucían en la oscuridad de la noche. Y, de repente, ¡PUM!:
—¿Qué ha sido eso? —Emma miró a través de la ventana. ¿Tan pronto les iban a atacar?
—Un pinchazo.
Derek miró hacia atrás. ¿Cómo era posible que no se hubiesen despertado? Fue a despertar a Carlos, pero notó una mano en el hombro.
—No le despiertes, yo te ayudo.
—Pequeña Emi...
—Ni pequeña Emi ni nada. Soy más pequeña, no más inútil.
Y como ya veía venir el comentario sarcástico de Derek, salió del coche dejándolo con la palabra en la boca. Directamente, se encaminó al maletero y cogió la rueda que colgaba de la puerta. Pesaba bastante, así que no le quedó más remedio que dejarla caer al suelo y llevarla rodando.
—Es la rueda izquierda de la parte de atrás.
Mientras Derek quitaba la rueda pinchada, Emma miró a su alrededor. Quería ver qué les había podido hacer pinchar, pero estaba tan oscuro que temió que si se alejaba de los faros del coche, no podría volver.
—Pasa la rueda nueva.
La empujó ligeramente y rodó hasta posarse junto a él. Derek la empezó a insertar, pero Emma notó que no le vendría mal un poco de ayuda, así que se arrodilló y, sin hacer caso a la mirada que el chico le echó, empujó; a la tercera vez, lo consiguieron.
—Podría haberlo hecho solo.
—Lo que tú digas.
Un crujido, y Derek ya tenía el cuchillo fuera y estaba en posición de ataque. Emma, que no había tenido tiempo de procesar el sonido tan rápido, se limitó a quedarse quieta, intentando adivinar de dónde había podido provenir:
—Entra en el coche y avisa al resto.
Pero no hizo falta nada de eso. La puerta del coche se abrió, dándoles un gran susto, y salieron los tres.
—¿Por qué hemos...?
Carlos calló al ver la cara de advertencia de Derek. Los tres hicieron lo mismo, desenvainar los cuchillos (en el caso de Ana, la pistola). Tanto Luis como Carlos pronunciaron una palabra en un idioma desconocido, latín habría dicho Emma, y la hoja de sus cuchillos se tornó de fuego. Nadie pareció sorprenderse, pero ella no podía apartar la vista de ellos. Una palabra era todo lo que necesitaban y conseguían fuego.
—Emma, métete en el coche.
Ella, en vez de escuchar a Derek, sacó la pistola. Quizá el cuchillo era más mortal, pero no quería acercarse a lo que fuese que estaba ahí fuera más de lo necesario.
—Emma, lo digo en serio, entra ya.
—Escucha a Derek, Emma.
Le dolió que Ana apoyara a Derek. De todas las veces que podría haber estado de acuerdo con él, tenía que elegir esta. Pero no les dio tiempo a seguir insistiendo porque de las sombras aparecieron tres hombres; también iban armados y, aunque eran menos, había algo en la forma en que miraban que intimidaba.
El del medio era el más aterrador: le faltaba un ojo y varios dientes, tenía el pelo desgreñado y una mirada presa de la locura; paseaba su lasciva lengua por sus labios, parecía hambriento.
Los de sus laterales también estaban sucios y tenían aspecto enloquecido; sin embargo, el de la derecha era más joven y, porque no tenía tiempo de hacer especulaciones, bien podría ser hermano del de la izquierda.
—No hemos venido a pasar vuestra frontera, bordeadores. La rodearemos y continuaremos con nuestro camino, no queremos derramar sangre.
—Es bonita, ¿verdad, Peter? Al jefe le gustará, podemos salvar su vida.
Emma echó un vistazo a Ana, esperando que mirara con asco al hombre, pero la mirada de ella estaba fija en Emma. No le dio tiempo a girarse, ya sentía a alguien rodeándole el cuello; un segundo después veía todo desde otra perspectiva. Sus cuatro acompañantes estaban situados frente a ella con miradas horrorizadas. A su lado estaba el tipo al que le faltaba un ojo y podía sentir la hoja de la cuchilla besándole la garganta.
—Genial, se puede trasladar —murmuró sarcástico Luis.
Pero Emma solo tenía tiempo de respirar poco a poco, teniendo cuidado de no moverse lo suficiente como para que el cuchillo la cortase.
—Estáis quebrantando la ley, no hemos pasado las fronteras.
—Te equivocas, chico. Las habéis pasado hace un rato, pero hemos esperado a que retrocedierais, como gentilmente nos ha pedido nuestro jefe; sin embargo, eso ya no importa.
Pensar. Emma tenía que pensar. Ninguno de los cuatro estaba atacando por miedo a que le rebanasen el cuello a ella. Si se libraba de él, podrían ganarles... Y se le ocurrió.
—Matarla sería un crimen igualmente —dijo Derek.
—No lo sería. Pero tranquilo, su sangre no la derramaremos, nuestro jefe la querrá para muchas otras cosas.
Con una rápida mirada vio cómo de irritado se sentía Derek. Seguramente se estaría arrepintiendo de haberla llevado, pero le haría cambiar de opinión. Fingió que se rascaba la pierna.
—¿Qué haces, niñata?
—Me pica la pierna —dijo en el tono más infantil que pudo.
—Me da igual.
Pero para cuando le dio el tirón, ya tenía el cuchillo en su mano, lo empuñó con fuerza y respiró hondo. 3... 2... 1… y clavó la hoja en el muslo de su opresor lo máximo que pudo. Le sorprendió que fuese tan fácil, y lo fue... hasta que oyó el profundo grito de dolor. Eso la despertó: había hecho daño a una persona.
Derek ya estaba sobre él y le rebanó el cuello. «Estaba indefenso», pensó. Pero ella también estaba indefensa y la había capturado, así que, con un movimiento rápido, se puso de pie y miró a su alrededor. Ana y Luis se encargaban de uno.
—Vaya, hijo del fuego y del agua, si no te quisiese matar seríamos hermanos.
Pero no sirvió para intimidarlo, ya que tres segundos después, la hoja del cuchillo empuñado por Ana atravesó el pecho del hombre. Luis la felicitó y Emma no pudo evitar pensar que matar a alguien nunca debería ser digno de celebración. Carlos lo tenía más complicado; evitaba mirar a su oponente, así que Emma imaginó que tendría algún tipo de poder mental. Daba igual, porque el hombre corrió a una velocidad inimaginable y la noche lo engulló.
—No vayas tras él, Carlos, no podemos permanecer aquí más tiempo.
—Ese hijo de...
Derek le interrumpió:
—Ana, cúrale la raja del brazo en el coche, pero subid ya.
Efectivamente, Carlos tenía sangre bañándole la manga. Emma no quiso mirar; de algo estaba segura, curandera no podía ser, ni siquiera era capaz de ver sangre. Ella también se encaminó al coche, deseando salir de allí y hacer como que nada había pasado, pero una mano en el hombro la retuvo. A punto estuvo de desenvainar el cuchillo hasta que vio que era Derek. ¿Qué le pasaba? ¿Desde cuándo al mínimo sobresalto sacaba un arma? Se adelantó a sus palabras:
—Lo siento, no sé por qué dejé que me cogiese, pero no volveré a fastidiarla, solo necesito un poco de práctica.
Derek no la comprendía. ¿Una disculpa? ¿Por qué? ¿Por dejar a uno fuera de combate, por enfrentarse al peligro sin inmutarse? Era tal su asombro que solo fue capaz de decir:
—Tranquila, no pasa nada.
Ojalá hubiera sido capaz de decirle lo que pensaba.
* * *
Diez horas y treinta minutos hasta que volvieron a parar, ni siquiera para ir al baño o tomar algo de comida; solo bebían, y, muy de vez en cuando, alguien intentaba dar conversación. El brazo de Carlos se curó a una velocidad impresionante, quince minutos y ni rastro siquiera de una pequeña cicatriz.
—Si tú te hicieses una herida y cantases, ¿te curarías?
—Claro, no me curaría si me viese incapaz de cantar, lo que al mismo tiempo significa que estaría tan mal que moriría sí o sí.
Emma seguía queriendo saber el don de Derek. Podría habérselo preguntado, pero cuando estaba reuniendo el valor para decírselo, el sueño la venció.
Despertó horas antes de parar, ya había salido el sol y lo único que había era un campo de tierra. No había nada que diferenciase el horizonte de aquella tierra; de tanto en tanto, un cultivo junto con una casa de agricultor, pero ni se plantearon parar y pedir alojamiento.
Al fin, llegaron a un pequeño poblado; bueno, en realidad ni se podría llamar poblado, solo constaba de siete casas: una en ruinas; el restaurante oficial, que era más un basurero que un lugar para comer; un pequeño hostal; cuatro tiendas; y, al final, una casa de campo con tres plantas les cedió un aparcamiento.
Era antinatural allí. En un pueblo fantasma no tenía cabida una casa como aquella, con un jardín lleno de flores y una pared de tono amarillento muy vivo, casi mareante, por no hablar de la rimbombante campana que colgaba en la puerta.
La puerta la abrió una señora mayor en bata, con cara apepinada y los rulos puestos, además de un café en la mano derecha; no parecía un ápice impresionada de ver aparecer allí a cinco chicos totalmente desconocidos ni avergonzada de que la hubieran pillado sin ningún tipo de arreglo. Sus ojos color ámbar solo se iluminaron al encontrar a Derek.
—¡Derek! Creí que no llegarías nunca. Te he echado tanto de menos. Pasad, pasad.
Menos Derek, todos se miraron sin comprender: ¿De qué conocía a aquella mujer?
La estancia era igual que por fuera, llena de flores y jarrones de colores. La pared, para disgusto de Emma, también era de color amarillo chillón, y todo olía a una extraña mezcla de flores y humo. El suelo, no muy limpio, era de mármol, y en las paredes descansaban cuadros de la dueña con un bebé que, conforme se acercaban al salón, iba creciendo. Una madre soltera, pensó Emma, y casi se echó a reír al pensar que Derek podría ser el padre:
—Tomad asiento. ¿Qué te trae por aquí, Derek?
—No puedo decírtelo, Margaret. Lo siento, pero agradezco tu hospitalidad; te pagaré los gastos que tengamos.
—Tú no me vas a pagar nada, que te quede muy claro, para mí eres como de la familia.
Por primera vez pareció reparar en el resto.
—Conozco a Luis, a Carlos y a Ana, aunque supongo que ni os acordaréis. Os enseñaba idiomas cuando erais muy pequeños.
Los tres intentaron fingir entre sorpresa y reconocimiento, pero la verdad es que, de haber visto a aquella mujer por la calle, tan solo hubieran pensado en lo chillona que era su bata.
—Pero a ella no la conozco, ¿quién eres?
—Me llamo Emma, Emma Tare.
Abrió los ojos como platos y se llevó la mano a la boca mientras miraba a Derek.
—¿Es la hija de Esther?
La mención de su madre fue como clavar una astilla en un corte. ¿Cuánta gente la había conocido? Como hija suya que era, le hubiera gustado hablar sobre de quién era hija conociendo a su madre.
—Sí —respondió Derek.
—¿Conociste a mi madre?
—¿Que si la conocí? Fuimos buenas amigas, hasta… claro está, cuando abandonó a los orígenes. Entonces ya no la volví a ver. He de decir que me sentí entre sorprendida y traicionada, pero tranquila, por nuestra vieja amistad tú también serás acogida.
Le hubiera gustado preguntar más cosas, algo así como qué sabía acerca de su paradero, cómo era ella o si en alguna ocasión había hecho mención de su hermana o de ella, quizá, incluso, de su padre.
—Necesitamos ducharnos y comer. No conozco esta casa, ¿dónde dormiremos?
—Seguidme.
El segundo piso era más de lo mismo, pero en vez de cuadros, había espejos redondos, con bonitas decoraciones en los bordes y velas aquí y allá. Nada parecía tener sentido u orden en aquella casa, como si la dueña, cada vez que le apetecía poner algo en algún lugar, lo colocara sin mirar lo demás. No había muchas puertas para lo largo que era el pasillo: la primera daba a un pequeño salón de descanso; la segunda, a un baño; no fue hasta la tercera cuando pararon.
—Veamos. Carlos y Luis, ¿seguís siendo tan buenos amigos, no?
Los chicos se miraron.
—Lo puedo soportar una noche, si eso es lo que quieres decir.
—Luis, cada día estás más tonto, tío.
—Perfecto, pues podéis quedaros aquí.
Los chicos, enzarzados en una discusión sobre quién era más tonto, entraron y cerraron la puerta, dejando que sus voces, poco a poco, se apagaran.
—Con vosotros tres voy a tener un problema. Una tendrá que dormir conmigo en la cama de matrimonio. No es por nada, Derek, pero...
—No necesito detalles. —La mujer sonrió y luego las miró.
—En la otra habitación hay dos camas separadas, no creo que os muráis por dormir una noche con él.
Emma miró a Ana y Ana miró a Emma. No podía dormir con Derek, ¿qué pensaría Luis? Estaba a punto de dar el paso, ella lo sabía, o al menos así lo sentía, así que no iba a dejar que aquello lo arruinase. Además, Emma parecía deseosa de que se ofreciese voluntaria. Muy en el fondo, sabía que entre aquellos dos pasaba algo.
—Yo dormiré con usted, si le parece bien.
—Perfecto, tú ocuparás menos que ella. No te ofendas cielo, pero qué piernas más largas.
Avergonzada del comentario, a Emma no le vino bien que Derek sonriera y guiñara el ojo a Margaret, así que en cuanto esta le abrió la puerta de su habitación, entró como una exhalación.
Dos camas con sábanas blancas les esperaban. En seguida —antes de prestar atención a las numerosas fotografías que descansaban sobre el escritorio de madera o de verse reflejada en el espejo de cuerpo entero que esperaba al lado de la puerta del baño— se dirigió a la ventana y miró por ella. Nada, la misma tierra, la misma soledad... Qué lugar más triste para vivir. Por muy colorida y decorada que estuviera aquella casa, no se puede ignorar lo que te rodea. Por muy mayor que seas, no puedes no salir de casa nunca, ¿o sí que podía?
—¿Asustada, pequeña Emi?
—¿Podrías dejar de llamarme así?
—¿Cómo? ¿Pequeña Emi?
Rodó los ojos. Lo hacía para provocarla, estaba clarísimo, pero no iba a caer, no señor. Si quería guerra, iba a tenerla.
—No pasa nada, Derecito.
—¿Cómo me has llamado?
—Derecito.
Acababa de llamarle Derecito una niña de quince años. Bien, cierto es que él aún no había cumplido los diecisiete, pero daba igual. ¿En qué momento le había perdido el respeto de aquella forma?
—Si me vuelves a llamar así desearás haberte ido con el jefe de los bordeadores, pequeña Emi.
—¿Cómo? ¿Derecito?
Ni tres segundos y ya lo tenía detrás, en la misma posición que el bordeador hacía unas horas, con la diferencia de que Derek olía bien. Bueno, más que bien, olía a él, y ese era un aroma muy seductor. También estaba la diferencia de que Derek estaba definido y podía sentir sus brazos tensos a su alrededor. En definitiva, Derek era la gran diferencia.
—Pequeña Emi, aún tienes mucho que aprender.
—Yo también tengo un cuchillo.
La puerta se abrió, sorprendiéndolos a los dos.
—Chicos, una cosa... Joder, ¿ya estáis así? Derek, sería de gran ayuda que no intentases matar a Emma, ¿te ves capaz?
—Luis, es que no lo captas, es su forma de ligar. Hemos interrumpido una velada de...
Pero Derek interrumpió la broma:
—No termines la frase, Carlos, por tu propio bien.
Había notado cómo Emma se tensaba, y ahora que veía su cara, roja como un tomate y la mirada baja, sintió una oleada de rabia. Era pequeña, pequeña para que hiciesen bromas de sexo incluyéndola.
—¿A qué habéis venido?
—Traemos toallas para que os duchéis.
Luis, al parecer de Derek, siempre había tenido una sensibilidad especial con las personas, así que, entendiendo perfectamente la situación, dejó las toallas y arrastró a Carlos fuera a la vez que cerraba la puerta.
—No tomes en serio a Carlos, sabe perfectamente que...
Ella hizo como que no lo había oído.
—Me ducho yo primero, ¿vale?
Derek suspiró, ni dos minutos solos en paz.
—Vale.
* * *
Emma ayudó a preparar la cena, se sentía en su elemento. Ana, que era incapaz de hacer una tortilla, la miraba maravillada, como si fuese algo digno de observar y no aburrido hasta cansarse. Pero para Emma era especial. Aunque lo hiciese todos los días, aunque no fuese tan emocionante ni increíble como salir a la batalla, hay muchos tipos de batallas, y conseguir que tu hermana coma para que no se muera también era una lucha.
—Ya está todo listo. ¡A comer!
Los chicos aparecieron hambrientos y engulleron hasta la última miga, incluso pidieron más. Tanto ella como Ana comieron también con ganas. Esas diez horas sin comer habían sido como meses, y su estómago agradeció la comida más que nunca.
—¿Os ha gustado?
—Zi —dijo Luis con la boca llena.
—Rikízimo. —También balbuceó Carlos.
Emma aún no podía quitarse de la cabeza lo que había paado antes con Derek. Había sido bonito, sí lo había sido, hasta que Carlos insinuó otra cosa y la hizo sentirse sucia. ¿Por qué la gente tiende a malinterpretar las cosas? No es que estuviese enfadada con Carlos, sino con ella misma. Ella no había hecho nada malo, era joven, lo sabía, y Derek era más mayor y exageradamente guapo; y bien, estaban en la habitación solos, pero aun así, ¿por qué insinuar algo que sabes que no es así? Como si hubiese sido suya la idea de dormir con él. No, había sido de Ana, que se le había adelantado; y no porque quisiese dormir con Margaret, claro que no, ella prefería con Derek por razones más que obvias. Y por si hacía falta decirlo, esas razones no implicaban sexo.
Pero antes de replicar, había pensado en Ana y en qué pensaría Luis. A ningún chico de la tierra le haría gracia que la chica que le gusta durmiera con Derek. ¿Una tontería? Puede ser, pero ¿quién era ella para decir de qué tenía que tener celos Luis?
—Te ayudo a recoger —dijo ella.
—No, Emma, tranquila, tienes que descansar; todos, de hecho.
Era cierto. La ducha la había revitalizado, pero su tiempo de energía se estaba acabando. Subió las escaleras como un zombi y como le pareció infantil preguntar por un cepillo de dientes cuando todos ya estaban a punto de entrar en sus habitaciones, se calló y entró en la suya.
Derek ya estaba allí, ojeando una revista sin demasiado interés. En la portada, una chica con una buena delantera y formas increíbles miraba como solo una modelo puede mirar y que quede tan provocativo. Emma pensó en sus piernas y en lo largas que había dicho Margaret que parecían, y por primera vez reparó en cómo era su cuerpo. Ya no era ninguna niña y tendría que tener ya todas las formas de mujer, pero estaba poco desarrollada. Daba igual, quiso convencerse, «lo importante es la misión, no tu estúpido cuerpo».
—Emma, ¿te puedo hacer una pregunta?
—Supongo.
No quería hablarle hostil, pero todavía se sentía incómoda.
—¿Conociste a tu madre?
—Sí y no. Ella se fue cuando era muy pequeña, cinco años tenía yo; a veces sueño con ella, pero no podría ponerle una imagen clara. De todas formas, da igual, lo más seguro es que esté muerta.
Pero no lo sentía así, sentía que, de alguna forma, su madre estaba allí fuera, esperándola.
—¿Y tú? —La miró sin comprender—. ¿Conociste a tus padres?
—Sí, claro que los conocí; también tenía un hermano.
Y a Emma le bastó que el verbo tener estuviese en pasado para comprender que no debía seguir preguntando. Se tumbó en la cama y se empezó a cubrir, pero antes de perder totalmente de vista a Derek, le oyó reírse y no pudo evitar la pregunta.
—¿Por qué te ríes?
—Me sorprende que no hayas dicho algo así como «vaya, siento mucho que esté muerto» o «no debería haber preguntado, lo siento tanto». Es lo que la gente suele hacer.
Ambos, tumbados de lado, se miraron. Bajo la luz de la luna que se filtraba por la ventana, Derek parecía muy joven.
—La gente tiene una gran necesidad de fingir empatía; sin embargo, poca gente la siente de verdad.
—¿Y tú? ¿Sientes la muerte de mi hermano?
—Siento el dolor que te haya podido causar, pero no lo conocí, no puedo sentir el fallecimiento de un desconocido.
Y después de aquello, Derek se dio cuenta de que Emma no sería una anécdota en su vida. Pasara lo que pasase en un futuro, aquella chica que ahora cerraba los ojos exhausta estaba desordenando el caos.