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La violencia en la pareja

No es mi cumpleaños o ningún otro día especial; tuvimos nuestro primer disgusto anoche y él me dijo muchas cosas crueles que en verdad me ofendieron. Pero sé que está arrepentido y no las dijo en serio, porque él me mandó flores hoy.

No es nuestro aniversario o ningún otro día especial; anoche me lanzó contra la pared y comenzó a ahorcarme. Parecía una pesadilla, pero de las pesadillas despiertas y sabes que no es real; me levanté esta mañana adolorida y con golpes en todos lados, pero yo sé que está arrepentido; porque él me mandó flores hoy.

Y no es el Día de San Valentín o ningún otro día especial; anoche me golpeó y amenazó con matarme; ni el maquillaje o las mangas largas podían esconder las cortadas y golpes que me ocasionó esta vez.

No pude ir al trabajo hoy, porque no quería que se dieran cuenta. Pero sé que está arrepentido, porque él me mandó flores hoy. Y no era el Día de la Madre o ningún otro día. Anoche, él me volvió a golpear, pero esta vez fue mucho peor.

Si logro dejarlo, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo podría yo sola sacar adelante a los niños? ¿Qué pasará si nos falta el dinero? ¡Le tengo tanto miedo! Pero dependo tanto de él que temo dejarlo. Pero sé que está arrepentido, porque él me mandó flores hoy.

Hoy es un día muy especial. Es el día de mi funeral. Anoche por fin logró matarme. Me golpeó hasta morir. Si por lo menos hubiera tenido el valor y la fortaleza de dejarlo... Si hubiera aceptado la ayuda profesional... hoy no habría recibido flores.

Relato anónimo

«¡Crimen pasional!». Cada día, y desde hace muchos años, recibimos noticias tituladas de este modo a través de los medios masivos de comunicación. Pero sólo en los últimos tiempos comenzó a asociarse el mal llamado «crimen pasional» con casos graves de la violencia familiar que llegan al homicidio de la pareja y en algunos casos al posterior suicidio del agresor, además de las víctimas colaterales: femicidios vinculados, es decir, muerte de familiares, hijos que se quedan sin madre, o que también son muertos en la masacre. En esta misma semana fuimos sacudidos, en nuestro país con la noticia de un hombre que mató a sus cuatro pequeños hijos para luego suicidarse. ¿El motivo de tamaño horror? Castigar a la esposa que había abandonado recientemente la relación debido a los constantes malos tratos recibidos de su esposo. Estos hechos tienen una frecuencia alarmante. Se estima que en la Argentina cada treinta horas muere una mujer asesinada por su pareja, su ex pareja, o alguien muy próximo de su entorno. La mayoría de las veces se trata del hombre que, llevado por celos enfermizos y una ira incontrolable mata a su compañera, en muchas ocasiones cuando ésta se ha separado de él, haya o no formado otra pareja. También suceden casos muy aislados en que es la mujer la que mata a su pareja en defensa propia o empujada por el miedo y la desesperación al verse acorralada en una relación de maltrato de la que no puede ni sabe salir de otra manera. Y es cierto: el maltrato en la familia o en una pareja puede llevar a estos extremos.

Algunos datos estadísticos para ilustrar:

En Argentina

La Organización Civil Casa del Encuentro se dedica desde hace varios años a relevar los datos relativos a femicidios que llegan a las primeras planas de los medios de comunicación. Se descuenta que estas cifras sólo son una proporción menor respecto de las cifras reales difíciles de conocer. Un periódico local refiere:

Mientras se discute la efectividad de las medidas para proteger a las víctimas de la violencia de género, los femicidios siguen ocurriendo.

Durante 2015, 286 mujeres murieron en todo el país a manos de hombres que, en el 71% de los casos, tenían algún vínculo cercano con ellas. Los asesinatos, la mayoría cometidos con armas, dejaron a 214 chicos sin su madre.

Tal como ocurrió en otros relevamientos, la gran mayoría de los hechos de violencia de género se cometieron dentro del hogar. Setenta y seis de los crímenes sucedieron en la vivienda de las mujeres. En tanto, 72 de los homicidios ocurrieron en el inmueble que la víctima compartía con su pareja.1

Pese al esfuerzo de muchos sectores sociales que se movilizan para visibilizar y alertar sobre esta realidad, a la par que reclamar por los derechos humanos de las mujeres y su protección por parte del Estado, como las marchas promovidas por el colectivo “Ni una menos”, los femicidios en el país lamentablemente no han disminuido. Por el contrario, en 2016 se registraron 290 femicidios en el país y, como consecuencia, 401 hijos perdieron a sus madres (242 de ellos menores de edad). La mayoría de esas mujeres tenía entre 19 y 30 años (102 casos), y entre 31 y 50 años (103). Cada 30 horas en promedio, una mujer es asesinada en Argentina por su género. En lo que va del presente año -2017- incluso estas cifras han ido en aumento.

En el mundo

Los datos de una gama amplia de países indican que la violencia en la pareja es la causa de un número significativo de muertes por asesinato entre las mujeres. Estudios efectuados en Australia, Canadá, los Estados Unidos, Israel y Sudáfrica revelan que en 40% a 70% de los asesinatos de mujeres las víctimas fueron muertas por su esposo o novio, a menudo en el contexto de una relación de maltrato constante. Esto contrasta notablemente con la situación de las víctimas masculinas de asesinato. En los Estados Unidos, por ejemplo, sólo 4% de los hombres asesinados entre 1976 y 1996 fueron muertos por su esposa, ex esposa o novia. [...]

Los factores culturales y la disponibilidad de armas definen los perfiles de asesinatos cometidos por la pareja en diferentes países. En los Estados Unidos, el número de asesinatos de mujeres con armas de fuego es mayor que el cometido con todos los otros tipos de armas combinados. En la India, el uso de armas de fuego es raro, pero las golpizas y la muerte por fuego son comunes. Una treta habitual consiste en rociar a una mujer con queroseno, prenderle fuego y luego afirmar que murió en un «accidente de cocina». Los funcionarios indios de salud pública sospechan que muchos asesinatos de mujeres quedan ocultos por las estadísticas oficiales como «quemaduras accidentales».2

El concepto de femicidio permite visibilizar las muertes violentas de mujeres por razones de género y, de esta manera, alcanzar una comprensión más acabada del fenómeno y sus causas. En el marco de la “Declaración sobre el Femicidio” del año 2008, se definió este término como: la muerte violenta de mujeres por razones de género, ya sea que tenga lugar dentro de la familia, unidad doméstica o en cualquier otra relación interpersonal; en la comunidad, por parte de cualquier persona o que sea perpetrada o tolerada por el Estado y sus agentes, por acción u omisión.3

Estos no son hechos aislados, sino cotidianos y recurrentes, a los cuales tenemos que prestar mucha atención. Cerca nuestro puede que la vida de una mujer esté corriendo riesgo.

La opinión pública se conmociona ante estos casos límite y los supone extraordinarios. Sin embargo, por cada crimen conocido, hay millones de «crímenes ocultos» que no llegan a la muerte, al menos de esta forma, y que están silenciados e invisibilizados dentro de las cuatro paredes del hogar. Es que la violencia en la pareja, como los otros tipos de violencia en la familia, suele ser escondida, por distintos motivos, tanto por parte del agresor como de la víctima. Y no sólo por ellos; también la sociedad ayuda a negar la existencia de esta problemática. Hasta en las iglesias hemos intentado ignorarla, sobre todo a través de prejuicios tales como: «esto no sucede en las familias cristianas», «los cristianos soportan toda clase de malos tratos», etc., que hemos comentado en nuestra introducción.

Para tomar conciencia de la magnitud del problema, veamos algunos párrafos del Informe mundial sobre la violencia y la salud, publicado en inglés en octubre del año 2002 por la Organización Mundial de la Salud:

En 48 encuestas basadas en la población efectuadas en todo el mundo, entre 10% y 69% de las mujeres mencionaron haber sido agredidas físicamente por su pareja en algún momento de sus vidas [...] Para muchas de estas mujeres, la agresión física no era un suceso aislado sino parte de una pauta continua de comportamiento abusivo.

La investigación indica que la violencia física en las relaciones de pareja se acompaña a menudo de maltrato psíquico, y en una tercera parte a más de la mitad de los casos también hay abuso sexual. En el Japón, por ejemplo, entre 613 mujeres que en un momento dado habían sido maltratadas, 57% habían sufrido los tres tipos de abuso: físico, psíquico y sexual. Menos de 10% de estas mujeres habían experimentado sólo maltrato físico. [...]

La mayoría de las mujeres que son víctimas de agresión física por lo general se ven sometidas a muchos actos de violencia con el transcurso del tiempo. En el estudio de León (Nicaragua), por ejemplo, 60% de las mujeres maltratadas durante el año precedente habían sido agredidas más de una vez, y 20% habían experimentado violencia grave más de seis veces. Entre las mujeres que notificaron una agresión física, 70% denunciaron maltrato grave. El número promedio de agresiones físicas durante el año precedente entre las mujeres que actualmente sufrían maltrato, según una encuesta efectuada en Londres, Inglaterra, fue de siete, mientras que en los Estados Unidos, según un estudio nacional realizado en 1996, fue de tres.4

Una nota periodística de nuestro país sintetiza:

 En Brasil, cada 4 minutos una mujer es agredida en su hogar o por una persona de su entorno afectivo.

 En México, el 70 por ciento sufrió algún tipo de violencia por parte de su pareja.

 En Estados Unidos, cada 15 segundos una mujer es golpeada, por lo general, por su compañero íntimo.

 En Francia, cada mes mueren entre 10 y 15 mujeres por agresiones de su pareja.

 En Inglaterra, una de cada 10 sufre algún tipo de violencia física en una relación de pareja y una de cada ocho fue violada por su compañero.

 En España las estadísticas arrojan cifras de altísimo riesgo en las mujeres que se separan o en las etapas posteriores a la ruptura. En 2003, 68 mujeres perdieron la vida. Siete de cada 10 asesinadas estaban en trámite de divorcio.5

El maltrato familiar puede ser protagonizado, como víctima, victimario o testigo, por cualquier miembro de la familia, en cualquiera de sus roles. Sin embargo, debemos subrayar nuevamente que los miembros más vulnerables dentro de una familia por su género, edad o condición, son las mujeres, los niños, los discapacitados y los ancianos.

En este capítulo nos referiremos al maltrato que sucede dentro de la relación de pareja. En el concepto «pareja» incluimos noviazgos, matrimonios, uniones de hecho, concubinatos, y toda forma de convivencia en pareja más o menos estable.

Como ya se mencionó, el maltrato hacia la mujer es histórico, atravesó todos los tiempos y todas las culturas. Sólo en los últimos años se lo ha puesto de relieve como violación a los derechos humanos. La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha subrayado que a pesar de que cualquier mujer –de distintos rangos etarios, sociales, económicos, raciales– puede ser objeto de maltrato, reconoce que hay sectores como “las mujeres indígenas, las refugiadas, las mujeres migrantes, las mujeres que habitan en comunidades rurales o remotas, las mujeres indigentes, las mujeres recluidas en instituciones o detenidas, las niñas, las mujeres con discapacidades, las ancianas y las mujeres en situaciones de conflicto son particularmente vulnerables a la violencia”6

En la sesión plenaria de diciembre de 1993, la ONU dictó la Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, entendiéndola como:

Todo acto de violencia basado en el género que tiene como resultado posible o real, un daño físico, sexual o psicológico, incluidas las amenazas, la coerción o la privación arbitraria de la libertad, ya sea que ocurra en la vida pública o en la vida privada.7

Nuevamente nos conmueve que una relación tan íntima, tan comprometida, destinada a ser una fuente de placer y de crecimiento para ambos miembros, se convierta en un espacio destructivo y de tanto sufrimiento.

Porque no me afrentó un enemigo, lo cual habría soportado; ni se alzó contra mí el que me aborrecía, porque me hubiera ocultado de él; sino tú, hombre, al parecer íntimo mío, mi guía, y mi familiar; que juntos comunicábamos dulcemente los secretos, y andábamos en amistad en la casa de Dios.

Salmo 55.12-14 (RV60)

Estos textos son una alusión profética a la traición que Jesús experimentaría de parte de Judas, que nos muestra que el efecto del dolor es mayor cuando es causado por alguien en quien se ha confiado, del ámbito íntimo, o en quien se han puesto expectativas de cuidado, seguridad y bienestar.

Asimismo, porque sabemos que en nuestra sociedad la violencia en la pareja se subsume, en su mayor parte, bajo la violencia de género, en este capítulo usaremos deliberadamente el masculino para el agresor y el femenino para la víctima. Ser mujer, en este caso, constituye el primer factor de riesgo para ser víctima de violencia en la familia, en una sociedad en la que todavía el machismo está vigente en sus formas más crueles.

Ésta es una violencia con un componente específico que nunca se debe perder de vista. El factor riesgo es ser mujer y el mensaje que envía es de dominación o sumisión: es una estrategia necesaria para el sostenimiento de las relaciones patriarcales, tanto en el espacio público como en el privado.8

Para advertir sobre factores sociales que favorecen este tipo de violencia, la Organización Panamericana de la Salud expresa:

Los estudios en diversos entornos han documentado muchas normas y creencias sociales que apoyan la violencia contra la mujer, como las siguientes:

 El hombre tiene derecho a imponer su dominio sobre una mujer y es considerado socialmente superior.

 El hombre tiene derecho a castigar físicamente a una mujer por su comportamiento “incorrecto”.

 La violencia física es una manera aceptable de resolver el conflicto en una relación.

 Las relaciones sexuales son un derecho del hombre en el matrimonio.

 La mujer debe tolerar la violencia para mantener unida a su familia.

 Hay veces en las que una mujer merece ser golpeada.

 La actividad sexual –incluida la violación– es un indicador de la masculinidad.

 Las niñas son responsables de controlar los deseos sexuales de un hombre.9

No desconocemos que en una ínfima proporción son los hombres las víctimas de la violencia femenina (se considera en un 3% a 5% para la violencia física). Por razones de fuerza física, es más probable que, sobre sus parejas, ellas ejerzan maltrato emocional y verbal antes que maltrato físico. Recordemos que la violencia es propiciada por el abuso de poder de los más fuertes sobre los más débiles. En ocasiones, el «débil» es el hombre, en especial en estos tiempos de tanta desocupación que causa desvalorización y depresión en el varón. A esto se suma el avance de la mujer en el mercado laboral, lo que la pone a veces en situación de mayor poder que su marido.

En los casos de «violencia cruzada», ambos miembros de la pareja tienen conductas de maltrato, protagonizando episodios recurrentes y cíclicos para volver más tarde a etapas de mayor tranquilidad y calma. Cabe destacar que en la así llamada «violencia cruzada», ocasionalmente uno de ellos –generalmente la mujer– aprende a defenderse usando las mismas armas con las que fue atacada reiteradas veces. En lugar de salir del círculo abusivo, ahora ella también responde con violencia como respuesta al maltrato recibido por parte de su compañero y como modo de defensa frente al mismo.

Una de las formas más comunes de violencia contra la mujer es la infligida por su marido o pareja masculina. Esto contrasta sobremanera con la situación de los hombres, mucho más expuestos a sufrir agresiones de extraños o de conocidos que de personas de su círculo íntimo. El hecho de que las mujeres a menudo tengan vínculos afectivos con el hombre que las maltrata y dependan económicamente de él, ejerce gran influencia sobre la dinámica del maltrato y las estrategias para hacerle frente.

La violencia en la pareja se produce en todos los países, independientemente del grupo social, económico, religioso o cultural. Aunque las mujeres pueden agredir a sus parejas masculinas, y la violencia también se da a veces en las parejas del mismo sexo, la violencia en la pareja es soportada en proporción abrumadora por las mujeres e infligida por los hombres. Por este motivo, en el presente capítulo se abordará el tema de la violencia infligida por los hombres a sus parejas.

Desde hace mucho tiempo, las organizaciones de mujeres en todo el mundo han venido denunciando la violencia contra la mujer, en particular la infligida por su pareja. Gracias a sus esfuerzos, la violencia contra la mujer en la relación de pareja se ha convertido en un motivo de preocupación internacional. Considerada inicialmente como un tema sobre todo de derechos humanos, la violencia masculina en la pareja se ve cada vez más como un problema importante de salud pública.10

Tipos de maltrato

De acuerdo al tipo de fuerza que se emplee, la violencia puede ser:

 física;

 emocional o psicológica;

 sexual;

 patrimonial o financiera;

 simbólica.

Independientemente de la intencionalidad consciente del agresor, siempre que hay maltrato se produce un daño a la persona agredida. Por lo general, la relación abusiva incluye distintos tipos de maltrato, los que se superponen, refuerzan o complementan. El maltrato puede ser físico, psicológico o patrimonial, pero el daño común a todas las formas de maltrato es el emocional, el que deja en la víctima huellas a largo plazo, muchas veces invisibles pero no por eso menos reales.

Por lo común, la violencia comienza ya desde el noviazgo11, y se perpetúa y agrava en el matrimonio o en la convivencia.

Incluimos a continuación una lista descriptiva de variadas expresiones de maltrato, a fin de identificar con claridad los comportamientos violentos. De todos modos, la lista no agota todas las posibilidades de maltrato que encontramos frecuentemente al trabajar con personas que padecen violencia conyugal:

Violencia física: darle a la víctima golpes, pellizcos, cachetadas, empujones; producirle quemaduras con combustible o con objetos calientes; intentar estrangularla; tironearla o arrastrarla del pelo; escupir o ensuciar el cuerpo de la mujer; hacerle comer o tragar por la fuerza la comida u otros elementos; provocarle cortes y heridas con objetos útiles a tal fin; arrojarle objetos o pegarle con ellos; aprisionarla contra la pared o los muebles; encerrarla en el baño o en el dormitorio; mantenerla a oscuras; perseguirla por toda la casa; arrojarla del auto; abandonarla en lugares desconocidos o peligrosos; patearle el vientre durante el embarazo; despertarla a cada rato para no permitirle descansar; atormentarla físicamente con todo tipo de torturas; matarla.

Violencia emocional, psicológica y verbal: insultar y usar adjetivos degradantes; proferir amenazas (de muerte, de llevarse los chicos, de echarla); criticarla por todo cuanto ella dice o hace; gritarle y darle órdenes (frente a los hijos, y a veces frente a otros); humillarla, burlarse de ella y hacerle bromas que la hieren; culparla por todo lo que sucede en el hogar; no tomar en cuenta sus gustos, sus opiniones y sentimientos; mostrarse cínico, prepotente o insolente con ella; acusarla de traidora o desleal si ella cuenta lo que sucede a otros; manifestarle desprecio por ser mujer; humillarla y denigrarla de múltiples maneras; compararla con otras mujeres; confundirla con argumentos contradictorios y doble mensajes; hacerle creer que es ella la que está loca o trastornada; ignorar su presencia; no hablarle; mirarla con desprecio; reírse de ella; agraviarla al sospechar de ella continuamente; acusarla de infidelidad; querer tener la última palabra en todo; no admitir ser contrariado en nada; no permitir explicaciones ni reproches; ser negligente con respecto a las necesidades de ella; amenazarla con suicidarse o con matarla; mentirle; no cumplir las promesas o acuerdos matrimoniales; no responsabilizarse de sus errores; tomar a los hijos como aliados frente a la madre; desautorizarla frente a ellos; elogiarla y humillarla alternativamente, confundiéndola; exigirle sometimiento y obediencia; hacer que tema el futuro si no está con él; intimidarla de múltiples maneras (con amenazas, rompiendo objetos de valor para ella, etc.); criticar a su familia y demás relaciones todo el tiempo; expresar una moralidad religiosa rígida, perfeccionista, haciéndole sentir culpa y estar en falta; etc.

Violencia sexual (incluye todo tipo de contactos sexuales en contra de la voluntad del cónyuge, con o sin penetración): exponerla involuntariamente a pornografía; nunca aceptar un «no» como respuesta, tratarla de manera grosera e insultante durante el coito; burlarse de ella y descalificarla por su rendimiento sexual; obligarla a tener relaciones sexuales delante de los hijos o de otras personas; violarla cuando está dormida; pedirle que realice gestos o actitudes que la humillan o incomodan; acusarla de frígida; obligarla a hacer el amor cuando está deprimida, cansada o enferma, o incluso luego de golpearla; no mostrarse cariñoso con ella ni respetar su tiempo diferente; obligarla a tener relaciones sexuales amenazándola con armas; compararla con otras mujeres o hablarle de otras mujeres con las que se acuesta; etc.

Violencia financiera o económica: no proveer para las necesidades de la familia; no darle dinero o hacerlo bajo mucho control; acusarla de gastar mucho; tomar decisiones unilaterales con respecto al dinero; poner en riesgo el patrimonio de la familia; apropiarse fraudulentamente de los bienes del otro; destruir objetos valiosos para ella (diplomas, agendas, etc.); quitarle las alhajas; revisarle la billetera y cartera con frecuencia; jugar el dinero de la familia; ocultar el patrimonio familiar; dejar que ella se haga cargo de los gastos mientras él guarda lo que gana; tener cuentas en los bancos a su nombre; obligarla a vender bienes de ella y a entregar el dinero; no permitirle gastar en recreación ni regalos para la familia; apropiarse de la herencia que le corresponde a ella; no cumplir con la cuota alimentaria en caso de divorcio; etc.

A causa del abuso financiero muchas mujeres, al separarse o divorciarse, quedan desprotegidas junto con sus niños, y esto porque se vacían empresas, se traspasan los bienes a nombre de otras personas, y se realizan otras tantas maniobras fraudulentas tendientes a dejar desprovista de recursos materiales a la víctima. Este tipo de abuso complementa las otras formas de maltrato.

Violencia social: impedir que la mujer acompañe a su esposo a actividades sociales; prohibirle salidas laborales o amistosas; sabotear los cumpleaños y los encuentros familiares; impedirle trabajar o estudiar; abrirle su correspondencia postal o electrónica; controlar sus llamadas; revisar sus pertenencias; no hacerse responsable de los hijos; controlar todas sus salidas; impedirle tener contacto con otras personas (familia, iglesia, etc.); impedirle practicar su religión; decidir sin consultarla cuándo irse, o no, de los encuentros sociales de los que participan juntos; prohibirle hablar de ciertos temas; hablar mal de ella a otros y buscar aliados en su contra; secuestrar a los hijos; llamarla por teléfono continuamente; vigilarla; hostigarla; hacerse pasar como la víctima en público; criticarla frente a otros o, por el contrario, mostrarse solícito y amoroso con ella, dando una imagen pública que no corresponde con la privada; etc.

Violencia simbólica: Se trata de una forma sutil de maltrato de género presente en la cultura y en la idiosincrasia de los pueblos. Se vehiculiza, en forma imperceptible las más de las veces, a través la publicidad –por medios gráficos, televisivos, internet–, dichos populares, chistes, novelas, letras de canciones, y otros productos culturales. La violencia simbólica contiene y transmite mensajes descalificatorios hacia la mujer, estereotipos que de algún modo avalan o refuerzan la subestimación y la subordinación de la mujer, amén de justificativos para ejercer discriminación y maltrato por parte de los varones. No es muy fácil identificarla y mucho menos, erradicarla. En algunos países se han dictado normativas para prevenir y penar este tipo de violencia, pero hay dificultad para que se sancionen los actos que la exponen.

En ámbitos religiosos también podríamos hablar de abuso espiritual, lo que refuerza las otras formas de abuso. Se trata de la manipulación operada a través de argumentos supuestamente «espirituales» o «religiosos», con los cuales se induce a la víctima a sentirse culpable y merecedora del castigo divino, porque no ha actuado con «sujeción» o con la obediencia debida al marido, etc. Utilizando discursos cargados de condena que distorsionan la verdad bíblica, la víctima es sumida en mayor temor y angustia, dado que el agresor suele hablar «en nombre de Dios» o de la iglesia, que es su representación aquí en la tierra. Justamente, la iglesia muchas veces refuerza esta pauta abusiva a través de mensajes o consejos en tal dirección. En vez de ayudar a las personas a ser libres y disfrutar de la gracia, las atan y condenan como una forma más de castigo arbitrario e injusto. En el capítulo 5, «La familia de Dios y la violencia en la familia», y en el Anexo 1 de esta obra ampliaremos estos conceptos.

Ciclo de la violencia conyugal

Una de las claves para comprender algunas especificidades de la violencia en la pareja es saber que la misma cumple un ciclo: no se da todo el tiempo de la misma forma. Esta manera de entender la problemática tiene muchas implicancias prácticas que iremos mencionando.

Fue muy útil que en 1979 Leonore Walker12 describiera el ciclo en que la violencia conyugal se desarrolla. Ella habla de tres fases, que se suceden unas a otras con distintos intervalos y frecuencias:

 Fase de acumulación de la tensión.

 Fase de agresión o descarga.

 Fase de arrepentimiento y luna de miel.

Fase de acumulación de la tensión: Es una etapa caracterizada por irritabilidad fácil del varón, agresiones verbales (desvalorizaciones, menosprecio, insultos) y también por un control excesivo sobre la mujer (sobre el tiempo, las actividades, las amistades, el dinero, etc.). El hombre suele reforzar esta conducta con otras expresiones de abuso emocional: no hablar, irse intempestivamente de la casa, etc. En esta etapa la mujer tiene una actitud sumisa y temerosa; se siente culpable y trata de complacer lo máximo posible al hombre, quien se enoja fácilmente, se aísla y no pide ayuda. Experimenta una especie de parálisis compatible con el terrible miedo que siente y que a veces la hace torpe, insegura, vacilante, ansiosa o deprimida. Teme que cualquiera de sus movimientos, actitudes, palabras o miradas desencadene la violencia tan temida. Suele transmitir esto también a los hijos, que viven en el mismo clima de tensión y expectativa ansiosa. A veces, el carácter impredecible del próximo suceso violento se vuelve tan intolerable que madre o hijos pueden llegar a hacer algo que provoque, al fin, la violencia del hombre, para sentirse aliviados una vez pasada la tormenta. Esto refuerza, por otra parte, la hipótesis de la provocación y la culpa consecuente. ¡Algo se hizo para que el hombre actúe abusivamente!

Fase de agresión o descarga violenta: La tensión que se vino acumulando en la fase previa se descarga ahora en forma de insultos groseros, humillaciones, destrucción de objetos valiosos para la víctima (agendas, regalos recibidos, pertenencias, fotos, documentos), golpes, empujones, violación sexual, o cualquier otra forma de violencia. El desencadenante es intrascendente y no tiene una razón justificada, aunque el agresor aludirá a una «causa justa» (una demora en llegar a casa por parte de ella, el que la comida no estuviera a tiempo, la manera en la que ella lo miró, algo que ella haya pedido, etc.). Generalmente la verdadera causa está en que el agresor no puede manejar la frustración que experimenta en otros terrenos –por ejemplo, una dificultad laboral o el sentirse mal consigo mismo–, por lo que intenta obtener su «equilibrio» a través de la humillación y el sometimiento de la pareja. Desplaza sus tensiones de una manera inapropiada, descontrolada y violenta. Muchas veces la frustración del hombre proviene de sus celos enfermizos, a partir de «armar una película en su cabeza» donde ella supuestamente no lo ama lo suficiente o no lo considera de la manera que él supone ella debe hacerlo. Son sus propios celos, basados en su inseguridad y desconfianza, el motor de lo que siente como si proviniera de ella. Además, imagina que tiene toda la razón del mundo para castigarla porque ella lo ha provocado. El justificativo «provocación» termina siendo aceptado también por la víctima, que tratará de amoldar sus palabras, actitudes y conducta para evitar la próxima agresión. De hecho, personas ajenas al problema, que incluso no conozcan la problemática de la violencia familiar, probablemente le pregunten: «¿Qué hiciste para que él se ponga así?». Con ello refuerzan el sometimiento que lleva a un mayor maltrato. Con el tiempo, resulta claro que nada de lo que haga –o no– evitará el maltrato, con lo cual la hipótesis de la provocación queda descartada. En esta etapa muchas mujeres golpeadas deciden pedir ayuda si es que la vergüenza a admitir lo que les sucede, la culpa falsa que sienten por haber provocado la situación, o la depresión y la falta de fuerzas que sobrevienen a consecuencia del maltrato no les impide concretarlo. Si finalmente deciden pedir ayuda (hacer la denuncia policial, contarle al pastor lo sucedido, consultar en un centro especializado, a un psicólogo o a un abogado, etc.), muchas veces desmienten lo sucedido al pasar a la próxima etapa.

Fase de arrepentimiento y luna de miel: Una vez conseguida la descarga necesaria y la humillación de la víctima, el agresor suele «arrepentirse» de lo que hizo. A veces, en vista de los daños ocasionados, pide perdón por lo que sucedió alegando que no pudo controlarse, pero deslizando que no hubiera actuado así si la víctima se hubiera comportado de tal o cual manera. Nuevamente, vuelve a justificar su conducta. Asimismo, el agresor promete que no lo hará nunca más, que pedirá ayuda, que accederá a lo que ella pide, etc. El «arrepentimiento» del agresor en esta fase tiene más que ver con evitar las consecuencias no deseadas por él –por ejemplo: que la víctima decida contar lo sucedido, se vaya de la casa, amenace con romper el vínculo, etc.– que con una real toma de conciencia y un real arrepentimiento del daño producido por su conducta. El agresor suele usar todo tipo de armas (regalos, buenos tratos, mostrarse protector, arrepentido o seductor, etc.) como maniobras manipuladoras. El objetivo final es retener a la compañera, lo cual no deja de llamar la atención.

¿Por qué quiere quedarse con ella si es tan mala, ineficiente, desconsiderada, de tan poco valor, etc.? Hay hombres que pueden decir a otros cosas maravillosas de su mujer, pero por otro lado la denigran y no soportan que ella no actúe exactamente como ellos quieren. Estos hombres viven las diferencias normales entre las personas como amenazas a su propia autoestima e identidad masculina. No es amor lo que al victimario lo une a su pareja sino la necesidad de tener a alguien sobre quien «depositar» los aspectos no deseados de sí mismo y a quien someter a su poder. El vínculo se construye sobre una dependencia enfermiza, y no motivado por el amor y el respeto. Por su parte, la víctima también tiene una profunda necesidad de ser amada y de disfrutar de un tiempo de tranquilidad. Por eso suele aferrarse a las promesas de cambio, a pesar de que con anterioridad muchas veces haya experimentado alivio en esta etapa para luego pasar, con frecuencia variable, nuevamente a la fase de acumulación de tensión y posterior descarga violenta. Es como si olvidara lo que sucedió otras veces, pensando que esta vez sí, el arrepentimiento es sincero. Entonces, se atribuye nuevamente la culpa por haber provocado malestar en su pareja, soliendo arrepentirse de los cambios que había decidido hacer (denuncia policial, recurrir a centros especializados o al psicólogo, etc.). Es posible que el intento de salir del circuito de la violencia se produzca varias veces hasta que la ruptura sea definitiva. Cuando la violencia es grave y estas etapas se recorren cada vez en menos tiempo –o incluso la tercera ya no se produce– es posible que la mujer pida ayuda y se mantenga finalmente en esa posición. Esto último también puede suceder cuando la violencia llega a los hijos.

Es muy importante señalar que, de no mediar intervenciones específicas y adecuadas para interrumpir su curso, la violencia en la familia continuará en aumento progresivo. Es así como, por ejemplo, si en una relación se producen agresiones verbales en el noviazgo y no se limitan, es previsible que las agresiones se vayan incrementando, pasando por el maltrato emocional, agresiones físicas leves, luego más graves, hasta llegar incluso al homicidio:

Desde novios me ponía nervioso y la lastimaba verbalmente diciéndole barbaridades. Sólo después de un tiempo de casados volcaba mi frustración físicamente. Empecé a golpear y romper objetos hasta que empecé a golpearla a ella. La violencia física al principio era muy espaciada; rara vez la agredía físicamente. Pero después cada vez se hizo más frecuente. En el último tiempo, esto sucedía cada mes. (José, 47 años).

Por eso es tan importante romper el círculo violento, haciendo saber lo que sucede en la intimidad del hogar a personas que puedan ayudar efectivamente en este sentido.

Queremos resaltar, además, lo que ya hemos mencionado en la introducción, en el párrafo sobre mitos y verdades acerca de la violencia familiar. Nada justifica la conducta violenta. Caso contrario, todos podríamos dirimir nuestros conflictos y nuestras diferencias con otros de la misma manera.

Desde que dejé de ir a verte, nada ha mejorado ni nada ha empeorado... o sí... Estoy mucho más controlado en mis reacciones, pienso mucho antes de contestar. Y también es cierto que en estos últimos 6 meses, reaccioné mal por lo menos 3 veces: una en mayo, a nuestro regreso de Brasil, la anterior, en Brasil precisamente, y la otra ya ni recuerdo, habrá sido en enero. Antes nuestros «desencuentros» se producían dos veces por semana. Ahora, bimestralmente. El último fue así... Yo volví del trabajo. Llegué a casa para estar un rato con Betty. Ella estaba tirada en la cama leyendo, con cara de traste (pero de traste feo, feo, feo). Traté de entablar conversación con ella. Me cuenta que estaba mal por lo que le había sucedido en su trabajo con su jefa. Pero yo también necesitaba que ella me recibiera bien, me contuviera, quisiera estar conmigo. Pero claro, yo no le importo lo suficiente. Ni sé cómo, empezamos a discutir. Ella se quiso ir, bajó las escaleras en este estado de calentura de los dos, y lo que simplemente hice fue tomarla con una mano de su mandíbula inferior y taparle la boca. Ella se exasperó, reaccionó para defenderse de mi agresión, me empujó y se puso a gritar e insultarme. Entonces se me «escaparon» dos o tres cachetadas, que según ella habían sido «trompadas». No recuerdo haberle pegado trompadas, y si lo hice fue en raras circunstancias. No tengo derecho a trompear a mi mujer ni tampoco de cachetearla. Totalmente claro. Tampoco ella tiene el derecho de transferir sus problemas laborales a nuestra casa. Me di cuenta que ahora ella reacciona de la misma manera en que reaccionaba yo. Me la agarraba con ella, la trataba mal, la ignoraba, la insultaba, y de última, la golpeaba. (Joaquín, 45 años).

¿Qué consecuencias tiene la violencia en la pareja?

Sobre la salud de la persona maltratada se producen efectos indeseados de todo tipo. Recordemos que, en general, podemos decir que maltrato conyugal es cualquier forma de menoscabo a la integridad física, emocional, sexual, moral o patrimonial, que una persona sufre por parte de su pareja, y que le causa un deterioro más o menos grave, a corto, mediano y largo plazo.

A medida que el abuso se repite y se prolonga en el tiempo, se va produciendo un gradual descenso de las defensas psíquicas y físicas. A nivel físico, se experimenta toda clase de disfuncionalidades: dolores de cabeza, cansancio, trastornos gástricos, estrés, trastornos del sueño y de la alimentación, enfermedades recurrentes y variadas de mayor o menor gravedad. Muchas veces la persona consulta en diferentes servicios médicos por sus dolencias, pero no cuenta que sufre violencia en el hogar porque probablemente no asocie el maltrato a sus problemas de salud. Incluso, al ser interrogada específicamente al respecto por algún profesional de la salud que presume la verdadera causa, es posible que la víctima niegue lo que sucede en la intimidad. También es posible que cambie de profesional si siente que la violencia familiar está a punto de ser descubierta. Temores, vergüenza, desconfianza, etc., son la causa más frecuente de esta actitud. No obstante, y debido a la creciente discusión abierta de estos temas en los medios de comunicación, algunas mujeres estarían dispuestas a admitir que sufren maltrato –y hasta se sentirían aliviadas de poder hacerlo– si se les preguntara en forma directa pero no acusatoria ni intimidatoria.

Los efectos emocionales están siempre presentes, en cualquier forma de maltrato: baja autoestima, miedo, depresión y ansiedad suelen ser los más comunes. Las mujeres que viven maltrato conyugal se perciben a sí mismas como muy débiles frente a un poder del marido que sobreestiman; hasta pueden llegar a sentirse tontas o locas, confirmando lo que ellos mismos les dicen. Es muy frecuente que en la consulta expresen que no tienen claridad sobre lo que viven. Dudan de sí mismas y de sus percepciones, lo que las puede llevar a la idea de que están perdiendo la razón. También presentan irritabilidad, inestabilidad emocional, pérdida de la confianza en sí mismas, impotencia, desesperación, inquietud, profunda tristeza, culpa, vergüenza, desesperanza, sentimientos de desamparo, y hasta deseos intensos de morir, por suicidio o por algo externo a ellas. Este deseo de muerte aparece aun en las mujeres cristianas. Y no es porque les falte fe en Dios ni por fallas en su vida espiritual, sino por la pérdida de la esperanza de hallar una solución al sufrimiento, aumentado también por el aislamiento y la soledad en que viven la situación.

Para muchas mujeres, sin embargo, los efectos psicológicos del abuso son más debilitantes que los efectos físicos. Miedo, ansiedad, fatiga, desórdenes de estrés postraumático y desórdenes del sueño y la alimentación constituyen reacciones comunes a largo plazo ante la violencia. Las mujeres abusadas pueden tornarse dependientes y sugestionables y encontrar dificultades para tomar decisiones por sí mismas. La relación con el abusador agrava las consecuencias psicológicas que las mujeres sufren por el abuso. Los vínculos legales, financieros y afectivos que las víctimas de la violencia conyugal tienen a menudo con el abusador, acentúan sus sentimientos de vulnerabilidad, pérdida, engaño y desesperanza. Las mujeres abusadas frecuentemente se aíslan y se recluyen tratando de esconder la evidencia del abuso. No es sorprendente que dichos efectos hacen del abuso de la esposa un contexto elemental para muchos otros problemas de salud. En los Estados Unidos, las mujeres golpeadas tienen una posibilidad de cuatro a cinco veces mayor de necesitar tratamiento psiquiátrico que las mujeres no golpeadas, y una posibilidad cinco veces mayor de intentar suicidarse (Stark y Flitcraft, 1991) [...] La relación entre el maltrato y la disfunción psicológica tiene importantes implicaciones con respecto a la mortalidad femenina debido al riesgo aumentado de suicidio. Luego de revisar la evidencia de los Estados Unidos, Stark y Flitcraft llegaron a la conclusión de que el abuso puede ser el precipitante único más importante identificado hasta ahora relacionado con los intentos de suicidio femeninos (1991, p.141). Una cuarta parte de los intentos de suicidio de parte de mujeres estadounidenses y la mitad de los intentos de parte de mujeres afronorteamericanas están precedidos por abuso (Stark, 1984).13

El reciente informe de la OMS confirma estos datos:

La violencia de pareja y la violencia sexual producen a las víctimas sobrevivientes y a sus hijos graves problemas físicos, psicológicos, sexuales y reproductivos a corto y a largo plazo, y tienen un elevado costo económico y social. La violencia contra la mujer puede tener consecuencias mortales, como el homicidio o el suicidio.

Asimismo, puede producir lesiones, y el 42% de las mujeres víctimas de violencia de pareja refieren alguna lesión a consecuencia de dicha violencia.

La violencia de pareja y la violencia sexual pueden ocasionar embarazos no deseados, abortos provocados, problemas ginecológicos, e infecciones de transmisión sexual, entre ellas la infección por VIH…

La violencia en la pareja durante el embarazo también aumenta la probabilidad de aborto involuntario, muerte fetal, parto prematuro y bebés con bajo peso al nacer.

La violencia contra la mujer puede ser causa de depresión, trastorno de estrés postraumático, insomnio, trastornos alimentarios, sufrimiento emocional e intento de suicidio. Las mujeres que han sufrido violencia de pareja tienen casi el doble de probabilidades de padecer depresión y problemas con la bebida. El riesgo es aún mayor en las que han sufrido violencia sexual por terceros.

Entre los efectos en la salud física se encuentran las cefaleas, lumbalgias, dolores abdominales, fibromialgia, trastornos gastrointestinales, limitaciones de la movilidad y mala salud general.14

El daño moral tampoco es menor. La decepción, el sentimiento de haber sido traicionado, la pérdida del sentido de dignidad y valor inherentes a todo ser humano, entre otras cosas, caracterizan la vivencia de la víctima.

Aquellos que trabajan con víctimas de la violencia doméstica informan que, con frecuencia, las mujeres consideran que el abuso psicológico y la humillación son más devastadores que la agresión física. Un minucioso estudio realizado en Irlanda con 127 mujeres golpeadas que preguntaba: «¿Cuál fue el peor aspecto de la golpiza?», recibió las cinco respuestas principales siguientes: la tortura mental (30), vivir con miedo y terror (27), la violencia física (27), la depresión o la pérdida de toda confianza (18), los efectos sobre los hijos (17); (Casey, 1988).15

Como es lógico suponer, todo esto repercute en la vida total de la persona. Respecto de lo social, el aislamiento, el temor y la desconfianza son característicos. La vida social, aun en la comunidad religiosa, se empobrece o se anula directamente.

En cuanto a lo laboral, son bien conocidos los perjuicios económicos, tal que hoy en día se reconoce la violencia familiar como un problema de salud pública, ya que sus efectos trascienden con creces el ámbito puramente privado. Si una persona tiene un trabajo, el ausentismo y la falta de productividad son los síntomas. Si una persona no trabaja, su miedo a enfrentar la realidad y la baja autoestima, además del aislamiento a la que puede estar sometida, impiden que pueda acceder a la autonomía y al sentido de valor personal que le daría un empleo. Incluso muchas mujeres profesionales que padecen violencia en el hogar nunca ejercen sus profesiones. Todo esto, además, tiende a incrementar la dependencia con respecto al agresor.

Dejemos hablar a las cifras. Los devastadores efectos de la violencia doméstica en las economías impactan cuando se empiezan a conocer los millones de dólares consumidos por los gastos que demanda en salud, policía, justicia y merma de la productividad. Según un estudio del Banco Mundial, uno de cada cinco días activos que pierden las mujeres por problemas de salud se debe a manifestaciones de la violencia doméstica. En Canadá, un informe revela que este tipo de violencia causa un gasto de unos $1.600 millones de dólares anuales, incluyendo la atención médica de las víctimas y las pérdidas de productividad. En Estados Unidos, diversos estudios determinaron pérdidas anuales de entre $10.000 millones y $67.000 millones de dólares por las mismas razones. Para América Latina y el Caribe casi no hay cifras disponibles, ya que recién comienzan a realizarse estudios sobre el impacto económico de la violencia doméstica en la región. Los efectos en la propia mujer víctima de la violencia son los más inmediatamente visibles, gastos en salud, ausentismo laboral, disminución de ingresos para el grupo familiar. Pero ellos constituyen apenas la punta del «iceberg» frente a los costos que el problema tiene para la sociedad, como su impacto global en los sistemas de salud, aparatos policiales y régimen judicial. «Los costos indirectos pueden superar ampliamente a los costos directos», estima Mayra Buvinic, jefa de la División de Desarrollo Social del BID.16

Entre las mujeres cristianas que sufren distintos tipos de violencia también se producen efectos a nivel espiritual. Es posible que experimenten dudas sobre el carácter amoroso y misericordioso de Dios, desconfianza de Él, resentimiento, temor, distorsión de la imagen de Dios, sentimiento de encontrarse abandonada por Él, culpable, indigna de su amor y de la comunión con los hermanos. También se pueden sentir desamparadas por los pastores y líderes que no cuidan o que no ejercitan la justicia de Dios, abruman con mayores cargas a las víctimas y defienden a los maltratadores. En definitiva, también ejercen violencia sobre ellas.

Además de afectar a la mujer física y psicológicamente, también afecta su espiritualidad. Cuando la mujer vejada busca soluciones alternativas, asesoramiento o consuelo en dirigentes e instituciones espirituales, el trato inadecuado e ineficaz que se le reserva la hace sentir sola, traicionada y enojada. Entonces, en medio de su dolor se pregunta: “¿Dónde está Dios y para qué sirve la iglesia?”17

Me parece útil subrayar, en este apartado sobre los efectos de la violencia, qué se considera «grave» en violencia. Tendemos a pensar la gravedad de los hechos según las marcas visibles que producen. Si una mujer aparece con claros indicios de haber sido golpeada físicamente, entonces nos inclinamos a evaluar que el tema es grave y probablemente le prestemos más atención. Hasta podríamos considerar, desde los ámbitos religiosos, la posibilidad del divorcio o la separación. Lo mismo sucede al realizar denuncias. Pareciera que alguien tiene que «exhibir» marcas suficientemente claras para el observador, para que se le crea que es víctima de maltrato y se tenga compasión de ella, o se avale que se tomen medidas para terminar con la violencia. Sin embargo, está cabalmente demostrado que las consecuencias de orden emocional son gravísimas y a largo plazo en todo tipo de maltrato, y en especial en el de abuso sexual y psicológico, que no es fácilmente verificable a menos que el observador sea un experto en el tema o esté debidamente entrenado para «ver» más allá de lo evidente.

Centrarse exclusivamente en los actos también puede ocultar la atmósfera de terror que a veces impregna las relaciones violentas. En una encuesta nacional de la violencia contra la mujer realizada en el Canadá, por ejemplo, una tercera parte de las mujeres que habían sido agredidas físicamente por su pareja declararon que habían temido por su vida en algún momento de la relación. Aunque los estudios internacionales se han concentrado en la violencia física porque se conceptualiza y se mide más fácilmente, los estudios cualitativos indican que para algunas mujeres el maltrato y la degradación psicológicos resultan aún más intolerables que la violencia física.18

Nadie queda a salvo cuando hay maltrato en el hogar. También los hijos sufren cuando hay violencia en la pareja. Por un lado, la violencia en la pareja también suele ir acompañada de maltrato hacia los niños y hacia los ancianos, es decir, hacia los más vulnerables en la familia. A veces, una mujer maltratada por su esposo descarga su frustración y su impotencia sobre los hijos. Otras veces, el esposo puede castigar emocionalmente a la mujer golpeando a sus hijos o a alguno de ellos. Por otro lado, aunque no haya maltrato físico hacia los hijos por parte de los padres, el ser testigo de violencia es también una forma de abuso emocional que tiene consecuencias de efectos duraderos sobre ellos.

Es así que se producen efectos destructivos a largo plazo en relación al modelo de pareja que los niños y adolescentes van incorporando en su mente. Además de sufrir ellos mismos maltrato emocional al ser testigos de la violencia entre sus padres, o hacia la madre más frecuentemente, es muy probable que ellos «copien», involuntariamente, el modelo para sus futuras relaciones de pareja, ya sea que adopten luego el papel de víctima o de victimario. Así es como la violencia se perpetúa de generación en generación a través del aprendizaje cotidiano en el hogar de origen.

Los niños suelen ser utilizados como medio e instrumento para ejercer control y hacer daño a la madre y necesitan apoyo y ayuda específica para superar los miedos, inseguridades y traumas que les causa la situación. Para acabar con la violencia de género es necesario romper la cadena generacional que supone el que los niños repitan de mayores las conductas y modos que aprendieron de niños en un hogar en el que el padre trata con desprecio y violencia a su mujer.19

La nota descriptiva de la OMS citada en los párrafos precedentes expresa al respecto que “los niños que crecen en familias en las que hay violencia pueden sufrir diversos trastornos conductuales y emocionales. Estos trastornos pueden asociarse también a la comisión o el padecimiento de actos de violencia en fases posteriores de su vida”. El siguiente testimonio ilustra los efectos de la violencia doméstica en los niños:

Rompamos el silencio

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