Читать книгу Comarca perdida - María Flora Yáñez - Страница 11

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El primer miedo

Retrocedo hacia la más lejana infancia, hacia esa zona de recuerdos que ha quedado detenida en un rincón de la mente, diáfana e imprecisa como aquellos paisajes envueltos en un velo de niebla.

Estamos en un cuarto de muebles sencillos y floreadas cretonas. Por la ventana abierta entra ancho rastro de sol que ilumina la alfombra. Solo turba el silencio la suave presencia de mi madre mientras ejecuta gestos insignificantes y habituales. Los pliegues de su vestido, al moverse, rozan los bordes de la mesa o de las sillas. Sus manos corren presurosas sobre el claro tejido. Madejas de lana…Ovillar. Ovillar y después tejer. La vida transcurre inmóvil, en rica y pausada cadencia.

De pronto, un estremecimiento sacude el ambiente. El suelo se torna inseguro. Oscilan las lámparas; las paredes parecen girar y estrecharse. Ondas extrañas electrizan la atmósfera. Mi madre se levanta de su asiento bruscamente, nos coge de la mano y nos arrastra hacia la calle a la vez que de su garganta brota un grito angustioso: “¡Temblor!”. Otros gritos, los de la servidumbre, le hacen eco desde el fondo de la casa. “¡Temblor!”. Ignoro el sentido de tal palabra que parece siempre preceder cataclismos, pero mi imaginación sobreexcitada sabe que ella está unida estrechamente a algo insólito y terrible. Al oírla, mis ojos de niña ven una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro, con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo, y que desaparece luego, no se sabe por dónde.

Nunca tuve tiempo de precisar si su rostro era de hombre o de pájaro. Tan fugaz es su aparición que apenas alcanzo a entrever la espectral palidez y las alas de muselina de aquella figura alucinante, incorpórea, y, sin embargo, enorme.

De cada casa sale gente a la calle. Y los umbrales, las veredas, contienen grupos inquietos. Voces entrecortadas y trémulas, agudos alaridos, desgarran como arañazos el espacio. Lo peor es que nuestro instinto presiente de que no hay de quien esperar auxilio, pues la angustia del grito que ha exhalado mi madre nos despoja de esperanzas. Nuestra fragilidad está fuera del mundo, en un clima de pánico. Solo breves instantes. Pasa el temblor, como un forastero temible, y entramos de nuevo a la casa. Pero aún se oyen gritos. “¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia, Señor!”. Es la “mama” Ismaela que yace de hinojos sobre las piedras del patio, con los brazos en cruz y la frente humillada. “¡Misericordia, Señor!”, balbucean sus labios histéricos, con acento más apagado cada vez, más débil cada vez, hasta imitar el sollozo contenido de un niño.

Luego todo se aquieta. La casa y los rostros recobran su serenidad estática. La visión gris, siniestramente gris, se ha esfumado en el aire.

Comarca perdida

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