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La calle de mi infancia

En pleno corazón, Santiago tiene, sin embargo, el recogido y perezoso encanto de una calle de provincia y está poblada de mansiones bajas, macizas, que esconden en su regazo jardines olorosos a azahares y extensos patios con fuentes gemidoras. Es escaso el tránsito y no hay aún en ellas ni tiendas ni restaurantes de lujo, sobre todo en las cuadras cercanas al parque. La blanca calzada se extiende desnuda y amplia como una pista de patines. Y en ella patinamos, efectivamente, durante las tardes y las noches estivales, corriendo de una casa a otras, mientras las ventanas vuelcan hacia fuera el reflejo del sol en sus cristales y luego la amarillenta luz de las lámparas encendidas.

No hay rascacielos que detengan la vista y los ojos van a posarse tranquilos sobre las nevadas crestas de la cordillera por encima de los tejados de esas mansiones bajas que forman una línea uniforme, interrumpida de pronto por una esbelta torre de una iglesia. Solo los tranvías, a intervalos, turban el silencio. Y a la hora del crepúsculo cantan las esquilas de los conventos vecinos, llenando la calle, estremeciendo el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios.

Durante largo tiempo, los “entierros” son para nosotros visiones de infancia, porque la calle San Antonio es la calle de los funerales, los hay humildes y grandiosos, tristes y alegres. Junto con el desayuno, la niñera nos trae la noticia: “Hoy habrá entierro grande, con música y militares a caballo…”. Nos vestimos llenos de alborozo y pegamos nuestras caras al enrejado de las ventanas. La calle sonríe, repleta de muchedumbre que aguarda impaciente el cortejo. Se dejan oír los tambores y empieza el desfile de caballos enlutados y cascos con penachos. Viene más atrás el difunto, seguido de las carrozas cubiertas de flores. Y así la muerte, a nuestros ojos infantiles, se reviste de esplendor, de atónitas multitudes, de galones dorados.

Casi todos los “acompañamientos” de Santiago cruzan la calle San Antonio y dan vida al recogido sueño de sus calzadas y de sus mansiones. Pero son acontecimientos matinales y aislados. En las horas corrientes, el flojo ritmo de la calle, sus pulsaciones apacibles, nos pertenecen por entero. Y, desde las ventanas, hacemos farsas a los transeúntes y, al salir de paseo, vamos tocando sin necesidad las campañillas de las altivas viviendas del vecindario.

Oscurece. Soledad, silencio, bajo los altos faroles que súbitamente cobran vida. Se abren los salones para las veladas nocturnas, porque una placentera amistad une a casi todas las familias del barrio. Afuera se extingue el lento rodar de algún carruaje tardío. Medianoche. Todo rumor se apaga. Y solo de tarde en tarde corta el sueño de la calle dormida el silbido agudo, prolongado y triste del guardián de punto cuyo pito, como señal o como alarma, atraviesa la atmósfera para llegar hasta el guardián de la calle vecina, quien responde con otro silbido desmesurado y quejumbroso.

Comarca perdida

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