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La iglesia

La veo llegar una noche, a las nueve, enjuta, apergaminada y rubia, con esa edad indefinida de algunas inglesas que fluctúan entre los veinticinco y los sesenta años. Llevaba en la mano una maleta vieja y sobre rizos, recién salidos del bigudí, un sombrero pasado de moda, amarillento y marchito.

—“Miss Hutchinson… Soy Miss Emily Hutchinson…”, balbuceó en inglés, con una pobre voz cohibida cuando, tras el campanillazo nervioso, nos precipitamos todos a la puerta de entrada. Sacudió la mano de mis padres en un “shake hand” vigoroso, y mirándome con simpatía me preguntó mi nombre. Guardé silencio:

—Conteste, ordenó mi padre, severo. Es la institutriz inglesa que llega de Europa.

—Nunca le contestaré —respondí tímidamente—. No me gusta…

Mis padres se miraron aterrados. Hoy pienso que los ojos de él decían: “He hecho un gran sacrificio pecuniario. La niñera ha venido en un barco caletero, barato es cierto, pero de todos modos demasiado costoso para mis entradas. Un gran sacrificio. Y esta niñita empecinada…”.

—Tiene demasiado sueño —explicó mi madre mañana será ya otra cosa.

Pasaron los días, los meses, un año. Y yo continué encastillada en mi actitud rebelde. “¿No entiende que es por su bien?”, exclamaba mi padre. “¿No ve el beneficio que trato de hacerle? ¿No siente que es necesario, indispensable, saber inglés? Una lengua más es como un alma”. Y ante mi cabeza gacha y mi expresión taimada, se cogía la cabeza a dos manos, murmurando: “¡Hay niños que son asnos! ¡Asnos! Yo, entretanto, envidiaba la suerte de mi hermano que, después del colegio y en compañía de dos primos, daba lecciones con Mr. Bingle, inglés exuberante, juguetón y pintoresco, quien, casi en seguida, fue también mi profesor.

—Bien, advirtió un día mi padre, mirándome tercamente. Se quedará sin postre mientras no cambie de conducta.

—Si quieren contestaré “yes”, pero nada más que “yes” —transigí, exhalando uno de esos hondos suspiros que en los niños preceden al llanto.

Aquel “yes” fue el único vínculo entre mi personita y la inglesa que cada día se fue sintiendo en la casa más desorientada, más sola, con esa tremenda soledad del destierro, a lo que se unía el aislamiento de no poder hablar y de no poder oír. Ella no sabía español y nadie en la familia hablaba inglés. Terrible forma de prisión. Hasta que un día, viendo la inutilidad de su presencia en nuestro hogar, mi padre la embarcó de regreso a su patria.

Pobre Emily Hutchinson. Hoy, cuando pienso en ti, algo vibra y se remueve en el fondo de mi corazón. Saliste un día de viaje, muy lejos, llevada por el urgente apremio de tu destino oscuro, dejando atrás los mínimos objetos y los recuerdos sin grandeza que hasta entonces te hicieron llevadera la vida. El cañamazo, con su punto cruz y aguja, quedó inconcluso en el viejo cajón del armario. Y el tosco reloj de sobremesa, heredado de la abuela, cantó solitario las horas en la casa de pensión. Partiste hacia ambientes y climas hostiles y tu historia se entrelazó a la de todos los seres malogrados y anónimos cuya insignificancia se arrastra muriente y escondida. Y —tú lo sabes, Emily Hutchinson— entre afanes y desarraigos, la vida pasa y se deshoja lentamente como un árbol olvidado del agua.

Los niños hacen sufrir sin saberlo. Más tarde, a través de un vidrio de aumento, miran el mal que causaron en su inconsciencia. Y darían un mundo por remediarlo. Pero no siempre pueden tocar las cenizas del pasado.

Hoy no sé por qué, veo llegar desde el fondo de mi infancia a la inglesa errabunda con su absurdo sombrero y su figura enjuta. Y una inmensa piedad, un anhelo de pronunciar la palabra que mis labios de niña no supieron decir, sube en precipitados latidos desde mi corazón.

Comarca perdida

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