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Recuerdos estampados en el papel

Alida Mayne-Nicholls

He mantenido una relación cercana con Visiones de infancia desde hace unos doce años, cuando lo elegí de entre varios libros para poder hacer mi seminario de titulación. Había algo en el título, algo en el nombre de la autora, que me hicieron preferirlo. ¿Los otros libros de la lista? Ni siquiera los recuerdo, porque este texto realmente me cambió la vida. Así que decir que tengo una relación cercana con él tal vez sea insuficiente. Su lectura y su presencia física me han acompañado a través de cambios de carrera, la formación de una familia, estudios de posgrado y, ahora, incluso a través de una pandemia.

Por eso, la noticia de que esta edición estaba en proceso fue una gran alegría. He pasado años contando acerca de este libro y de su autora. El tener que explicar, en primer lugar, quién era María Flora Yáñez comenzó a tornarse entre agotador e irritante. Decir que era la hija de Eliodoro Yáñez o la hermana de Juan Emar conducía la conversación por esos derroteros sexistas en los que las escrituras de mujeres terminan encerradas y menospreciadas a priori como si los parentescos fueran un punto en contra. En el caso de María Flora, me parecía especialmente injusto, teniendo en cuenta que se esmeró en una carrera a pesar de las circunstancias. Publicó su primer libro a los 35 años, un año después de la muerte de su padre en 1932. Yáñez, el político y fundador del Diario La Nación, no quería que su hija se involucrara en la literatura: “Te harán añicos”, le decía Yáñez a su hija, según comenta Carlos Droguett en Historia de mi vida, la autobiografía que María Flora Yáñez publicó en 1980, poco antes de morir, después de casi cincuenta años de carrera literaria.

Incluso si superaba el referenciar a la autora con sus familiares (también con su hija, la escritora Mónica Echeverría), había un problema insalvable: estar hablando de un texto antiguo y fuera de circulación. Ese “es imposible de conseguir” no motiva a los futuros lectores, sino a futuros investigadores. Ni mis exaltadas palabras de elogio podían contra ese problema, que ahora Ediciones UAH subsana. Para mí es una deuda tremenda que, de alguna manera, se corrige. Porque Visiones de infancia no es un libro para mantener como tesoro oculto (aunque eso me haya encantado hasta cierto punto), sino para que su lectura se difunda y extienda. Contribuir en algo para que eso sea posible es impagable.

He estado escribiendo acerca de Visiones de infancia, aunque el libro que tienen entre las manos se llama Comarca perdida. Pero esto tiene explicación. María Flora Yáñez publicó Visiones de infancia en 1947. Es decir, ya llevaba un buen trecho de carrera. Había publicado las novelas El abrazo de la tierra (1933), Mundo en sombra (1935), Espejo sin imagen (1936) y Las cenizas (1942). Sus primeras obras se vinculaban al criollismo; luego, más que el espacio del campo, lo que le interesó fue el desarrollo psicológico de sus personajes protagónicos. En ese contexto emerge Visiones de infancia, en el que mira hacia su propio pasado para traer al presente relatos, recuerdos, olores, sabores, risas y dolores de sus primeros años de vida. La escritura de este libro es episódica, es decir, cada capítulo está dedicado a un episodio de su niñez o a un personaje. Pueden parecer, incluso, apuntes, porque más que historias muy definidas, nos encontramos con una corriente de recuerdos y sensaciones, que son tratados con mucho cuidado y delicadeza, como si la explicitación exhaustiva de los recuerdos de infancia fuera una amenaza a la esencia de lo que se rememora. “Solo he vertido en este libro los [recuerdos] menos frágiles, aquellos cuya luz puede impresionar el papel sin quebrarse”, es la manera en que Yáñez explica el tipo de escritura que encontraremos al abrir las páginas de su libro. A partir de eso, y la característica fragmentaria de su narración, es que he leído sus capítulos desde la metáfora de la estampa. Y la razón de esto se asienta en el hecho de que Yáñez se ha formulado la tarea no solo de rememorar su pasado, sino de regresar hasta la niñez más lejana.

Pocas tareas son más infructuosas que aquella, porque los recuerdos de esos primeros años son imprecisos; pertenecen a una época en que se vive solo el presente, en que las experiencias ocurren en el ahora y no se hacen anotaciones para preservar nada para el futuro. El intento por recordar, entonces, solo trae de regreso fantasmas, sensaciones abstractas en vez de relatos concretos. En sentido estricto, las estampas son reproducciones que se marcan en el papel a partir del grabado realizado en una placa de madera o metal; es también la huella, la marca que deja el pie en la tierra. Es decir, no son la cosa misma, sino la impresión de lo real y verdadero, la marca que queda en otro soporte y que se asemeja al original, pero de manera difusa y que se va degradando, así como la huella en la tierra desaparece con el tiempo o es tapada por otra; o como el grabado que queda levemente estampado en la hoja, ya sea porque la tinta se ha ido acabando o por la porosidad del papel. Esa idea acerca de la estampa es la que me hace pensar en los recuerdos que se guardan en la memoria como imágenes que son estampados en la hoja de papel o, más exactamente, en la narración que hace María Flora Yáñez. Tal como sucede con los grabados, las estampas que compone Yáñez no son el original, sino una reproducción que ha ido perdiendo nitidez. En ese sentido, el primer título que la autora dio a esas páginas tenía mucho sentido, convocaba experiencias de las épocas de la infancia, y a lo que lograba acceder era a estas visiones, estas especies de imágenes traslúcidas que van dejando su marca, primero en nuestra memoria, y luego en el relato que hacemos de esas memorias. Lo sabemos, volver a la infancia es imposible, por más que lo intentemos. Yáñez lo tenía claro. Visiones de infancia tiene un tono autobiográfico, que es provisto por unas breves líneas introductorias que, a modo de declaración de intenciones, nos aseguran que lo que leeremos son recuerdos y no invenciones, pero que, por lo inefable de la materialidad, se convierten en “reflejo impreciso”. Y aquí nos encontramos con el título de esta edición Comarca perdida.

Después de trabajar con Visiones de infancia, hice una costumbre buscar relatos de María Flora Yáñez. A pesar de haber desarrollado una escritura prolífica y haber escrito prácticamente hasta su último año de vida, no había reediciones ni reimpresiones. Sus libros estaban o en bibliotecas o en librerías de viejos. Fue en una de esas librerías donde, en 2008, di con Comarca perdida; un libro sobre el cual no había encontrado mención alguna. La librería, ubicada en Valparaíso, era una habitación más bien pequeña, llena de estantes de madera en que los libros usados no parecían tener un orden en particular. Al abrir las páginas de esa edición fue fácil notar que, en realidad, se trataba de Visiones de infancia, pero con otro título. Sin embargo, la lectura continua de esa edición que por supuesto llevé conmigo como un tesoro, hizo que me diera cuenta de que, en realidad, no era el mismo libro. Aquel libro Visiones de 1947, que había tenido varias ediciones y ganado, incluso, el Premio Atenea a la mejor obra del año (1948), no había quedado fijo ni siquiera sobre la hoja de papel. Años después, Yáñez lo retomó e hizo un trabajo de escritura apasionante: fusionó capítulos, dándole mayor coherencia a ciertos episodios; reescribió otros, editó largos pasajes, incluyó algunos capítulos nuevos y reestructuró el orden de las estampas, de los capítulos. Ese libro renovado se convirtió en una edición publicada en 1960, todavía con el título de Visiones de infancia. De todos los cambios realizados por Yáñez, destaco dos. El primero tiene que ver con el orden de los capítulos. Solo como ejemplo, en 1947, el libro comenzaba con “El primer miedo”, el relato sobre un fuerte temblor, en que la niña María Flora es arrancada de la tranquilidad del hogar. Es interesante que ese se levantara como un primer recuerdo, por cuanto implicaba un quiebre en la rutina, un salir del yo, de alguna manera, y darse cuenta del exterior. En 1960, la primera estampa es, en cambio, “La calle de mi infancia”, que no nos habla ya del momento de entendimiento de que la infancia no es un fluir, sino que convierte a la infancia en un territorio, al mismo tiempo que nos sitúa como lectores.

El segundo gran cambio es la aparición de la estampa “Personajes”, en la que Yáñez reúne pasajes de distintos capítulos de la primera edición y que estaban enfocados en gente que conoció. Este gesto implica varias cosas interesantes. Por un lado, que la misma Yáñez realizaba una lectura crítica de su obra. La escritora detectó estos episodios y los supo visualizar como una sola estructura. De hecho, no se limita a juntarlos, sino que hay un proceso de reelaboración, que da a lugar no a un pegoteo de anécdotas, sino a una construcción coherente en la que destaca la mirada sobre los personajes, más que las particularidades de ellos.

La edición de 1960 transforma el texto, especialmente al quitarle las palabras introductorias que nos conducían a leer Visiones de infancia como un texto autobiográfico. Sin embargo, el libro contiene la etiqueta de “Memorias”, lo que nos sigue empujando por el camino de lo real, de lo acontecido. Comarca perdida, en cambio, no hace referencia alguna al contenido autobiográfico de sus páginas. Publicado en 1971, esta nueva edición da cuenta de algo que ya he mencionado: que no es posible recuperar la infancia porque es algo que se ha extraviado entre las imprecisiones de la memoria. Y más todavía, la infancia es un lugar, esa comarca, que ha quedado perdida, extraviada, porque no podemos volver a ella. Pero posiblemente el cambio más relevante —además del nuevo título— es que Comarca perdida pone el acento en la creación literaria. Si leemos este libro no es por las anécdotas que se puedan encontrar acerca de la familia Yáñez (aunque las hay), sino por el trabajo literario que hace María Flora. Desprendida de la carga autobiográfica, las páginas del libro se independizan, puesto que su valor no reside en que hayan sido vividas, sino en la capacidad literaria de Yáñez, en las construcciones sensoriales que arma de manera sencilla, es decir, sin pretensiones de grandeza, y poética. Luego, por supuesto, está su perspectiva acerca de la infancia y, mejor todavía, acerca de la infancia de una niña.

Otros y otras escritores y escritoras lo habían visto también: la infancia como un territorio que se convierte en inaccesible apenas damos nuestros primeros pasos de adultos y empezamos a hacer anotaciones sobre lo vivido y a interrogarnos todo el rato sobre el futuro. La infancia se acaba en el preciso momento en que olvidamos vivir el presente, porque nos encontramos en esa tensión entre el pasado (el peso de lo que hicimos) y el futuro (la ansiedad de lo desconocido), que pareciera no desaparecer más. Eso queda perfectamente planteado en Comarca perdida. En su narración, María Flora Yáñez nos presenta su comarca, a la que llama “la calle de mi infancia”, ubicada en “pleno corazón” de Santiago. Ese primer capítulo es la estampa perfecta. La narradora no precisa de qué año está hablando ni cuántos años tenía la niña de esos recuerdos; ni siquiera nos dice cómo se llama, no se presenta en absoluto. Ese primer capítulo no tiene una historia definida ni presenta elementos concretos. Pero sí construye un tono de narración que se mantendrá coherente a lo largo de todo el texto. Ese tono permite conectar con los lectores a través de sensaciones y percepciones que podrían ser familiares, que podrían gatillar nuestros propios recuerdos. Así, en vez de nombres y datos, nos encontramos con una ambientación a partir de los “jardines olorosos a azahares”; las calzadas suaves que se convierten en “pista de patines… durante las tardes”; los reflejos del sol que las ventanas “vuelcan hacia afuera”; el silencio apenas interrumpido “a intervalos” por los tranvías; el sonido de las campanas que estremecen “el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios”.

Todo se trata acerca de lo visto, lo escuchado, lo tocado, lo olido, lo sentido. Y así será a lo largo de todo el relato. No hay una progresión aparente, porque no sabemos cuánto tiempo ha transcurrido desde la primera estampa hasta la última. Pero sí podemos notar dos aspectos que nos hablan de una cierta progresión. La primera es la que ya había insinuado. La niña está creciendo y alejándose cada vez más de la comarca de la calle de infancia. La otra es que este relato sensorial que construye María Flora Yáñez se torna más elaborado y se va complementando con una perspectiva crítica hacia la institución familiar en general, y hacia la familia de María Flora en particular; hacia el paso del tiempo; hacia la sociedad que está cambiando; y, especialmente, sobre el estatus de la infancia. En la actualidad, las visiones acerca del desarrollo en etapas definidas que los niños y niñas debieran atravesar para convertirse en adultos es —afortunadamente— mediada por otras que, en vez de ver a niños y niñas siempre como seres en proceso de convertirse en adultos, los considera seres en sí mismos, en que sus juegos, actitudes, lenguaje, no están puestos en la potencialidad del futuro, sino en la experiencia del presente.

En el relato de María Flora Yáñez esa concepción de la experiencia de infancia en el presente conlleva un elemento de fragilidad importante, en el sentido de que considera la infancia como algo precario e inestable. No me refiero a la fragilidad del cuerpo infantil, aunque sí es un tema presente en este libro, sino a la facilidad con que la infancia se escapa de las manos, porque todo lo exterior pareciera presionar para que niñas y niños se conviertan en mujeres y hombres. No es de extrañar que el miedo sea una sensación recurrente en Comarca perdida. El miedo se presenta por primera vez en el capítulo sobre un terremoto, el que es descrito por la autora como “una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro, con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo”. Este extracto define la manera en que el miedo cobra vida en el relato: es lo que invade el espacio familiar protegido, el espacio del hogar; y, al mismo tiempo, es el miedo que sacude el presente eterno y perfecto de la infancia sin preocupaciones. Porque no hay infancia sin preocupaciones. Esa infancia idealizada, de niños construidos desde la inocencia, es constantemente cuestionada en el relato. Y la experiencia del temor pone en duda esa creencia: el temor a lo desconocido, a lo que habita afuera, a lo que se encuentra en las sombras; pero también a lo que se espera de una, a las expectativas de los padres, a los modelos de niñez que no pueden ser llenados por niña alguna.

Para dar cuenta de lo anterior, Yáñez toma un camino interesante. Porque no usa la voz de la niña, ya que la narradora es claramente una adulta que recuerda. No trata de simular la voz de la infancia con juegos retóricos; sino que trata de comunicar una percepción de infancia, la que por definición es única y personal. La narración entonces no tiene que ver con una reconstrucción del lenguaje, sino con una reconstrucción de la mirada de infancia, una en que cada vez que se observa algo se hace como si se lo estuviera viendo por primera vez. A diferencia de la mirada adulta en que el mundo ha sido traducido a códigos conocidos y aprendidos, la mirada de infancia se renueva cada vez, porque el mundo que se está percibiendo no es estático, sino vibrante y lleno de vida. De esa manera, “la vieja carreta hortelana” (en “Sentimientos y plumas”) que puede hacernos pensar rápidamente en algo común y corriente, utilizado por años, es descrito por la narradora como “olorosa y crujiente”, lo que habla del contenido de la carreta y del sonido; tal vez se trata del sonido de la madera que cruje mientras la carreta avanza; tal vez se trata del sonido que produce el contenido de la carreta (cada vez que lo leo, la imagino repleta de zanahorias). Hay una invitación, entonces, a remecer las formas repetidas que acumulamos en la memoria.

Esa mirada de infancia es como la que Mistral construye en su jugarreta “La pajita”, en que lo visto es siempre nuevo y diferente. En el poema, la voz poética parece cambiar constantemente de opinión acerca de qué es lo que está viendo: primero dice ver una niña de cera; pero se retracta. Después le parece que es una gavilla en la era, luego la flor de la maravilla; luego, un rayito de sol. Una fiesta de visiones y sensaciones, que terminan cuando la voz poética se da cuenta de que solo era una pajita en el ojo. El elemento de esa pajita nos hace darnos cuenta de que no se trataba de lo que se veía, no se trataba de las cosas más allá de nosotros, sino de la forma en que se veía. Perder esa pajita en el ojo tiene que ver, entonces, con perder esa mirada de infancia que siempre se renueva. Lo mismo ocurre en Yáñez. Su pajita en el ojo —su mirada de infancia— tiene que ver con encontrar estas nuevas maneras de describir y relatar aquello que es inefable y, aparentemente, incomunicable. Es decir, Comarca perdida no es un libro que transmita realmente recuerdos de infancia, esto es anécdotas e historias que pueden contarse una y otra vez. Lo que Comarca perdida transmite es una mirada sobre la infancia.

La mirada de infancia que presenta María Flora Yáñez es una mirada marginal. Aunque la narradora es una adulta, trata de empatizar con la que ella recuerda que fue. De alguna manera, está tratando de poner la pajita de la infancia en el ojo una vez más. Lo que captamos a través de esa posición es que la niña retratada en estas páginas es casi un personaje invisible y que solo es vista cuando se sale de los límites establecidos para ella, cuando no es la niña tranquila que aprende a bordar y tejer al lado de su madre. El libro presenta recuerdos de las primeras décadas del siglo XX, en que el estatus de los niños era marginal y enfocado en una perspectiva futurista, es decir, los niños siempre serán (adultos), pero nunca son (simplemente niños).

En la literatura chilena, los niños han estado presentes, aunque siempre desde una mirada muy adultocéntrica. Como dice Lorena Amaro, no hay una voz de infancia en la narrativa de esas primeras décadas, sino una representación objetivada. Esto tiene sentido, puesto que en la historia, tanto de Chile como de Occidente en general, los niños han sido objetos, posesiones, pertenencias. Los padres y cuidadores han decidido durante siglos qué es de los niños en función del futuro esperado. La educación se ha organizado, de esa manera, en concordancia con el tipo de sociedad que se quiere. Es inevitable pensar en la estructurada organización del sistema educacional que tenemos en Chile en el sentido de mecanismo de control. El problema es ¿qué pasa con la subjetividad de los niños? No tenía cabida en la vida cotidiana y tampoco en la literatura en aquellos años en los que Yáñez vive su propia infancia. Por el contrario, la infancia había sido establecida como una concepción estática y llena de lugares comunes. Al objetivarlos, se logra que todos los niños y niñas sean iguales, que cumplan con las mismas expectativas. En cambio, reconocer la subjetividad de cada uno y de cada una implica desarmar esas construcciones ideales de niños inocentes que necesitan ser guiados constantemente y dejar el espacio para que ellos y ellas actúen por sí mismos.

En varias de las líneas de más arriba me he referido a los niños como plural solo lo masculino; porque en el caso de las niñas, estas ocupaban un sitio todavía más marginal y objetivado: su estatus siempre dependía de otra persona, perteneciéndole al padre hasta el matrimonio. La niña María Flora es parte de esto, preparada para ser siempre la gran mujer detrás del gran hombre y nunca para exponerse. Yáñez denuncia esa situación apuntando justamente hacia la subjetividad de la niña, pero sin robarse su voz; es decir, sin tratar de hablar como niña. No es raro ver narradores “hablando como niños”, usando mal las palabras o malentendiendo las situaciones. El problema de esas estrategias es que parten desde un prejuicio: los niños no saben o no entienden, porque no son adultos (todavía). En Comarca perdida, no hay un interés en mostrar cómo la niña no sabe o no comprende, porque, de hecho, sí sabe y sí comprende; lo que pasa es que no está “domesticada”. Es decir, su mente todavía no ha sido institucionalizada ni conquistada; piensa con libertad. Hacia el final del libro la narradora dice: “A veces se obtiene más sabiduría en mirar cómo tiemblan las hojas que en leer textos complicados. Así pienso, ahora, a menudo”. Yáñez apela con esas palabras a la recuperación de la mirada de infancia, al ir a la experiencia, a las fuentes directas, al vivir plenamente. Veo ahí un cierto rechazo a introducirse en la lógica adulta, en la que todo está mediado por el lenguaje, mientras que los niños están fuera de ese lenguaje, y, en vez de introducirse en divagaciones acerca de cómo son las cosas, van a ellas directamente.

Esta mirada que le parece a la narradora tan cristalina, que puede ser crítica o compasiva, incluyendo los matices que hay entre uno y otro extremo, es construida como marginal. La infancia de Comarca perdida no ocupa un lugar protagónico dentro del ambiente familiar, sino uno que se vale de los intersticios y de los pliegues para dar cuenta de su posición. Es en ese sentido que la niña María Flora que vive en las páginas es prácticamente invisible, aunque siempre está atenta, escuchando, observando, llegando a conclusiones, formando su propia opinión. Como lectores, tenemos la gran oportunidad de reconocer que esta niña, que las niñas del pasado, que las niñas de hoy, las que vendrán, no son invisibles, sino que tienen su propio ritmo, su propia manera de hacer las cosas a pesar de las limitaciones. En el caso de la María Flora de las páginas, se trata de una niña que vive su subjetividad en el encierro, siempre entre cuatro paredes, siempre teniendo que contentarse con mirar el mundo (el afuera y todas sus posibilidades) por la ventana; anhelando siempre, pero sin participar; criada para aceptar las paredes del hogar como el entorno natural, como millones de mujeres fueron criadas. Lo que nos muestra Yáñez, sin embargo, y he aquí el cambio de postura con respecto a la narración de la infancia, es que puedes encerrarlas, pero no te pertenecen. Al invitarnos a compartir la mirada de la niña, Yáñez nos deja ver todos esos pequeños pero gigantes momentos en que la niña reafirma que se pertenece a sí misma.

En Comarca perdida, hay una insistencia en la representación del encierro, pero este no redunda en la inmovilidad de la niña, sino en su capacidad de actuar de forma independiente, de dejar su marca sin que los demás la vean. Por supuesto, como lectores somos espectadores de cada una de esas actuaciones, a través de las que la niña María Flora enfatiza su derecho a ser niña en un mundo regido por adultos. En ese contexto, la narración le otorga una nueva significación a los terrores nocturnos y a la soledad que experimenta la niña, los que se elevan como instancias en que deja volar su imaginación, lee libros prohibidos y toca cada mueble en el despacho del padre como huellas de que ella también pasó por allí. De esta manera, se representa una niña que necesita del secreto para expresarse. La niña que Yáñez nos muestra en las páginas de su libro no es como las que bailan en las rondas de Gabriela Mistral, que se dejan llevar por la locura del baile hasta despegarse del suelo; el desvarío de la ronda hace que las niñas dejen de ser invisibles, como se aprecia en los poemas de Mistral, en que los corros de niñas son observados a la distancia por madres y padres; no pueden evitarlo, esas rondas brillan y remecen el suelo.

La niña de Yáñez no es como las niñas mistralianas; no está lista para dejarse llevar por el desvarío, no está lista para ser notada. Y, sin embargo, nosotros la notamos, la seguimos, la acompañamos. La última estampa del libro, “Visiones en la oscuridad”, deja eso en claro. Volvemos a la idea de la infancia como presente, de María Flora sola, penetrando cada vez más al interior de la casa. En este capítulo, la familia Yáñez está lista para ir al circo, pero ella ha olvidado su sombrero de paja sobre la mesa de la sala. La autora nos regala una narración en el tono del relato fantástico, con portales que se cruzan, creaciones de mundos secundarios y la relatividad del tiempo. De la misma manera que la extendida visita de Lucy Pevensie a Narnia en El león, la bruja y el armario solo ha sido un segundo en el mundo primario —en la casona inglesa que la cobija a ella y sus hermanos—, la prolongada internación de María Flora hacia las profundidades del hogar familiar ha sido efímera para quienes la esperaban: “¡No tardó ni un segundo!”, es la exclamación de los niños, los únicos que perciben la complejidad de lo que pasó, posiblemente porque son los que realmente observan. Parafraseando a Yáñez, pareciera que de verdad se obtiene más sabiduría al mirar cómo tiemblan las hojas que al buscarla en los libros.

Este capítulo presenta otra serie de peculiaridades que se enfatizan justamente porque cierra el relato (y lo ha hecho desde aquella primera edición de 1947). Primero, el hecho de que la niña que vive en la casa familiar deba internarse incluso más, descubriendo que la casa tiene un rostro distinto, oscuro y terrorífico. Segundo, que la niña logra hacerles frente a sus miedos, lo que es especialmente relevante al pensar que ella es capaz de ver realmente las cosas. “Felpas rojas caen pesadas como cuerpos dormidos. Ojos adustos me observan desde el misterio de la pared. No me atrevo a estirar el brazo porque mi mano, en el trayecto, puede encontrar la blandura de otra mano. Permanezco inmóvil, temblando”, pero solo un momento; nuevamente la niña es capaz de actuar de forma independiente cuando solo los/as lectores la estamos mirando. La representación de la niña que construye Yáñez muestra cómo el patriarcado ha encerrado a las mujeres desde su nacimiento. En ese sentido, llama mi atención que la casa familiar sea representada como un espacio muchas veces atemorizante, como se observa en el uso de imágenes espectrales y monstruosas que atormentan el reposo de la niña y que Yáñez construye a partir de estas imágenes más sensoriales que descriptivas. Justamente el objetivo del monstruo es provocar temor y evitar que los niños y niñas actúen. Es cosa de recordar a la Caperucita Roja: ¿quién querría ser el plato principal del lobo simplemente porque el bosque era más atractivo que el camino? La niña María Flora no quiere ser comida por los monstruos que ve al ingresar en el pozo profundo de la casa y, sin embargo, entra. El bosque vale la pena.

El tercer y último elemento que quiero destacar de este capítulo de cierre es que está narrado en tiempo presente. La narradora adulta se las ha arreglado para actualizar el pasado a través de un relato fantástico, sí, pero lleno de detalles. ¿Ha recuperado su mirada de infancia? Al menos en el contexto del mundo creado en las páginas de Comarca perdida, sí lo ha hecho. Lo que me maravilla, finalmente de este texto, es que sin desconocer los miedos, los dolores, las pérdidas y las preocupaciones de las cuales la infancia está repleta, sino unificando esas experiencias a los juegos, las alegrías y la calma, María Flora Yáñez ha construido un texto sustancioso, que logra representar la complejidad de una infancia (la suya) y, con ello, reconocer que cada infancia es única e irrepetible. En ese sentido, muestra, en 1947, una perspectiva refrescante con respecto a la infancia. En el último capítulo, nunca vemos la visita al circo, porque no es (necesariamente) en esos momentos preestablecidos en que la infancia se hace presente, sino en cada pequeña decisión, en cada pequeño paso, en cada espacio que es apropiado por las niñas y los niños —a través del juego, del tocar las cosas, de verlas atentamente y de cerca— que los niños y niñas pueden ser ellos y ellas mismas; como María Flora al ir a buscar su sombrero. Al mismo tiempo, es un texto esperanzador. He insistido en la idea de la niña encerrada en la intimidad de la casa —aun cuando hay estampas que ocurren en el exterior—, pero Yáñez ha construido ese espacio privado en uno lleno de ventanas, a través de las cuales la niña María Flora observa y espera por las ocasiones precisas para dejar su marca en los espacios que parecen prestados por el mundo adulto. En ese sentido, la vida siempre se abre camino.

Comarca perdida

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