Читать книгу Rescate al corazón - María Jordao - Страница 9
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Richard Langton estaba en el salón con su esposa, esperando la llegada de su Danielle y Diana. Comenzaban a inquietarse, para ese momento esperaban que ambas hubieran llegado. Solamente se les ocurrió que Danny había convencido al cochero para que parasen en el pueblo a descansar un rato o comprar algo, aunque la idea les resultaba insólita. Danny solo compraba en Nueva York, decía que en el viejo y salvaje oeste no había nada a su gusto. Hacía casi una hora que tendrían que estar en casa. Pudo haber sido que la diligencia se había retrasado, pero si salieron una hora más tarde de la indicada desde Albuquerque, Danny debió de avisarle del retraso. No hubiera mandado a John buscarlas tan temprano. Entonces Richard se preocupó por el cochero, que tenía que estar esperando por ellas sin saber nada, en el caso de que fueran ciertas sus sospechas.
De pronto oyeron voces en el porche del rancho. Richard y su mujer se miraron, habían llegado. El señor Langton iba en dirección hacia la puerta cuando John entró con rapidez. Se detuvo de pronto y vio con horror la indumentaria el cochero y detrás de él, a Diana. Ambos reflejaban en sus caras el cansancio, el polvo del camino y, en el caso de Diana, ojeras bajo los ojos a causa del largo viaje.
Amanda se adelantó y mandó llamar a dos criados para que atendieran a los recién llegados. A Diana la subieron hasta una habitación para que descansase y John se quedó en el salón para explicar todo lo sucedido. Richard se sentó frente a él mientras que su mujer había subido a atender a Diana.
—¿Qué ha pasado, John? ¿Dónde está mi hija? —preguntó Richard con el ceño fruncido. John cogió aire y relató todo lo que recordaba y todo lo que le había contado Diana. Richard se levantó, furioso. La terquedad de su hija la había llevado a nada más y nada menos que a un secuestro. ¿Qué le harían? ¿Qué debía hacer él? Estaba asustado. Si llegaban a tocarle un pelo, se encargaría él mismo de que no quedara ni rastro de esos hombres. Dejó que John se refrescara un poco y le mandó que descansase mientras él reunía a sus hombres para ir en busca de Danielle. El cochero le pidió ir con él y Richard asintió a regañadientes.
—Reúne a diez hombres en el patio delantero, partiremos en diez minutos. Manda también a alguien para que recoja las pertenencias de Danny y Diana. El señor Langton subió a ver a Diana que estaba tendida en la cama con Amanda y una criada a su lado. Diana Relataba todo a su mujer con lágrimas en los ojos. Por fin se había desahogado. Dejó escapar el llanto que la había amenazado desde que el coche había sido asaltado. Richard les informó qué iba hacer y partió de inmediato.
Diez de sus mejores hombres partieron detrás de él y a su lado, John. No solo Richard y John estaban furiosos con lo que había pasado a Danielle, también el resto del personal. Para ellos, la señorita Danny era sagrada y nadie debía de tocarla. Estarían siempre para defenderla, como debía ser. Llegaron al pueblo e informaron en la comisaría de lo ocurrido e inmediatamente, el sheriff, James O’Rourke, los acompañó. Cabalgaron hasta el coche volcado y siguieron las huellas de los caballos. Se habían dirigido hacia el este atravesando el desierto que se abría frente a ellos, interminable. Richard sabía que era muy difícil seguirles la pista. Ni él ni ninguno de los hombres que le acompañaba eran buenos rastreadores. Podían haber ido a cualquier lugar. No muy lejos porque había pasado poco más de una hora, pero también dependía del ritmo que llevaran. Emprendieron camino hacia donde las huellas los dirigían. Llegaron a la entrada de un valle en el que se ocultaba de un pequeño bosque. Tendrían que pasarlo, aunque no estaban seguros, las huellas habían desaparecido hacía rato. Richard miró al bosque con furia y dio órdenes de volver a casa. Esperaría hasta que pidieran un rescate por su hija. Danielle sabía que su padre la rescataría. Si esos tipos querían dinero, su padre tenía de sobra y no se lo pensaba dos veces cuando se trataba de su querida hija. La incertidumbre que tenía era cuánto tiempo pasaría hasta que la rescataran. Diana y su cochero tenían que llegar al rancho y contarle todo a su padre, pero viendo cómo había quedado el carro, tendrían que ir andando. Aun así confiaba en que a esas horas ya habrían llegado y ya la estarían buscando.
La llevaron a lomos del caballo durante más de una hora. Se adentraron en un bosque. Lo atravesaron y llegaron a un claro donde había una cabaña. Estaba tan bien escondida que pensó que nunca la encontrarían. El bosque le daba tanto miedo que pensó que nadie se atrevería a cruzarlo. La buscarían durante días, tomando caminos equivocados sin obtener nada. Se darían por vencidos y suspenderían la búsqueda. Todas sus esperanzas se desvanecieron al pensar en eso y sintió ganas de gritar.
La cabaña donde la tenían era pequeña, olía a mugre y tenía muy poco mobiliario. Una mesa baja, tres taburetes y un colchón, viejo y roto. También había una chimenea. La dejaron en el colchón que se hundió bajo su poco peso y notaba el suelo frío bajo su trasero. Le ataron las muñecas y los tobillos y, por si se le ocurría hablar, la amordazaron.
Los dos tipos mugrientos salieron de la cabaña para atender a los caballos dejando solos a Danny y al hombre de negro. No sabía su nombre, tampoco le interesaba. Lo miró directamente mientras él cogía un taburete y se sentaba junto a ella. La miraba atentamente, como si quisiera memorizar toda su anatomía. Danny se sintió acorralada y temerosa. Si ese hombre se le ocurría tocarla, ella no sabía de qué sería capaz. Así, atada y amordazada, lucharía hasta el último momento. Él le acarició una mejilla con el dorso de su áspera mano.
—De verdad eres una joyita, preciosa —dijo y Sonrió—. Nunca pensé que la hija de Langton fuera tan hermosa. Eres una pieza única.
Danny apartó la cara de la caricia del hombre y lo miró echando chispas por los ojos. Si pudiera hablar, lo hubiera humillado de la peor forma posible. Sabía cómo acobardar a un hombre usando su ingenio y su afilada lengua como armas. —Veamos, ¿cuánto podría pedir a tu padre? ¿Cuánto estaría dispuesto a pagar para rescatar a su adorable hija? Sonrió y luego río. La cifra que pensaba era muy alta, pero creyó que merecía la pena. Se levantó y la miró desde lo alto. Ella levantó la cabeza y le sostuvo la mirada, fría, penetrante y vacía. Lo miraba con tal furia que, de haber podido, lo hubiera quemado con solo echarle un vistazo. ¿Qué se creía ese hombre para hacer semejante cosa? ¿Cómo habría podido enterarse de su viaje? No es que fuera un secreto, pero no veía a sus padres divulgando que ella iría tal día y a tal hora, aunque era lo que hacían los bandidos; investigaban como podían dónde habría un botín valioso y atacarlo. Ese día le había tocado a Danielle. Si solo se hubieran llevado el dinero y las joyas, si ella hubiera dicho que las joyas valían mucho, quizá no hubieran tomado la decisión de secuestrarla. Pero no, tuvo que decir lo contrario y salvaguardar las joyas antes que su vida. Al fin y al cabo, se habían llevado las joyas y a ella misma. No le había servido de nada. Vio cómo el hombre salía de la cabaña sonriendo y se quedó en la más absoluta desolación, pero no la verían derrotada y vencida. Tampoco la verían llorar. Danielle Langton prefería que la golpearan antes que demostrar debilidad ante nadie. Siguieron dos días más de búsqueda incansable cuando una nota llegó al racho Langton. Era de los secuestradores. Pedían diez mil dólares a cambio de la libertad de Danielle. El intercambio se haría en El Paso, justo donde Río Grande tocaba frontera con México. En cuatro días se haría lo pactado. Richard arrugó el papel y lo tiró lejos. Amanda lo abrazó y lloró desconsoladamente. Diana, al ver la escena, y cogió el papel, lo leyó y se llevó la mano a la boca, desconcertada. ¡Oh, Danny! ¿Adónde fuiste a parar? Tiró la nota y echó a correr por las escaleras, llorando.
Richard se irguió después de consolar a su mujer y emprendió camino hacia el pueblo. Iría al banco y sacaría la cantidad mencionada en la nota. Pagaría lo que fuera por tener a su hija con él. Antes de coger el dinero se dirigió al bar donde estaban algunos pocos hombres. Jugaban a las cartas y bebían whisky barato para pasar el tiempo. Las chicas permanecían en sus habitaciones hasta la noche. No había movimiento a primera hora de la tarde, pero a él no le importó. Pidió un whisky al camarero y lo bebió de un trago. Pidió otro más.
De repente, se fijó en un hombre que estaba sentado solo en una mesa con una botella de licor y un vaso encima. Lo miró a través del espejo que había en la barra y reparó en que también lo miraba. Sus ojos estaban fijos en él sin pestañear. Richard se sintió intimidado. Tenía un aspecto peligroso y pensó que podría ser el secuestrador de su hija. Habría venido al pueblo para cerciorarse de que retiraba el dinero del banco. Richard se puso nervioso y pidió otro trago. Siguió mirándolo por el espejo sintiendo cómo una furia se apoderaba de su cuerpo. ¿Y si era él? Sintió ganas de darle un puñetazo a ese hombre.
Cuando iba a darse la vuelta para ir hacia él, el sheriff entró en la cantina y, después de echar un vistazo, se dirigió hacia Richard.
—Menos mal que lo encuentro, señor Langton. James era un tipo alto, fuerte y con el pelo canoso.
—¿Qué ocurre? —preguntó Richard con el ceño fruncido. Ya no hacía caso al hombre que lo había estado mirando.
—Verá, he planeado algo que puede dar resultado. Algo que podrá recuperar a su hija y no pagar por ello.
Richard lo miró con extrañeza.
—¿Cómo? —Venga, le quiero presentar a alguien —dijo el sheriff y se dirigió hacia el hombre que estaba sentado solo.
Richard Langton se dejó conducir y se sentaron en la mesa junto a aquel tipo. El camarero trajo dos vasos más y los llenó.
—Señor Langton, este es Dave Holt. Es el mejor rastreador que hay por los alrededores. Yo confío en él y a veces me ayuda a resolver casos. Es muy bueno y puede ayudarnos a encontrar a su hija. Dave levantó la cabeza y volvió a clavar su mirada en Richard, que lo miró con recelo. Había algo en su porte que no le gustaba. Llevaba un sombrero negro y un pañuelo del mismo color atado al cuello. Su camisa era gris oscuro y sus pantalones eran grisáceos también. Sus botas de piel brillaban pulcras y en sus espuelas uno podía reflejarse sin problemas. Su tez era morena y su pelo, debajo de su sombrero era negro. Lo que inquietaba a Richard eran sus ojos. Tenían un color gris que podía atemorizar a cualquiera. ¿Ese hombre podía ayudar a Danny?
—¿Cómo lo logrará? —preguntó Richard directamente a Dave, aunque quien respondió fue James.
Lo primero que hará sería ir al punto donde todo comenzó y de allí, rastrear las huellas hasta dar con más pistas que le lleven al lugar donde está su hija.
—No sé, ¿cómo podré confiar en él?
—Señor Langton, le estoy diciendo que es muy bueno. Una vez encontró a un niño que se había perdido durante dos semanas. Partió desde aquí y siguió su rastro hasta que halló con él. Apareció cerca de las Rocosas, al parecer lo habían recogido unos bandidos y lo habían dejado allí. Después, logró dar con el paradero de los tipos y ahora están tras las rejas.
Richard escuchó con atención la historia. No le impresionó mucho, pero no tenía otra alternativa. Tampoco confiaba en que después de pagar el rescate le devolvieran a su hija. Si ese hombre era el único recurso que le quedaba, no tendría más opción. Se apoyó sobre un brazo y se inclinó hacia delante, mirándolo fijamente a los ojos.
—Si trae a mi hija sana y salva a casa, le prometo que haré cualquier cosa que me pida. Dave sopesó lo que había dicho el viejo y con una sonrisa pícara, tendió una mano al hombre que tenía frente a él y este le correspondió estrechándosela.
Dave estuvo diez minutos más explicándole el plan que tenía hecho y después desapareció, diciendo que al día siguiente se presentaría en el rancho antes de partir. Se fue hacia la tienda de provisiones del señor Higgins y compró pólvora, comida para el trayecto, cuerda, un cuchillo, cebos para pescar y una manta nueva. No sabía por qué, pero presentía que la iba a necesitar.
Salió de la tienda y se fue a su cuarto en el hostal de Tucson. Era grande y espacioso, aunque a él no le importaba, estaba allí por asuntos que le importaban más.
Ahora tenía una nueva misión y más dinero para seguir con su búsqueda personal. La señorita Langton sería un trabajo más. Sonrió. Imaginó que sería el rescate más fácil al que se había enfrentado. Creía conocer a la persona que había secuestrado a Danielle y sabía dónde la habría llevado. A partir de ahí, partiría hacia El Paso. En cuatro días arreglaría las cosas y en cuatro días más, su vida cambiaría para siempre.
Danielle despertó a lomos de un caballo. La habían sacado de la cabaña y cabalgaba con sus secuestradores hacia algún sitio. Tenía el cuerpo entumecido y se sentía sucia. Estaba hambrienta y sedienta, aunque sus secuestradores no se portaban muy mal con ella en ese sentido. Querían que no muriera para cobrar el rescate. No sabía nada de lo que ocurría, solo sabía que el hombre de negro había enviado una nota a su padre para pedir por la liberación y de eso hacía ya dos días. En total, llevaba cinco secuestrada y sabía en cualquier momento que se volvería loca. Nunca en la vida pensó que podía pasarle una cosa semejante y toda la culpa la tenía ella, por insistir en viajar sola. Quizá si el señor Whitman hubiera venido… pero tampoco podía pensar en lo que hubiera pasado. Por primera vez sintió miedo de lo que podría sucederle.