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¿Quién es normal?

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Para entender lo diferente, necesitamos establecer qué es lo normal, y aquí empiezan las dificultades porque ¿quién es normal? Si todos somos el resultado de las experiencias en las que hemos desarrollado nuestras capacidades, ¿cómo establecemos la normalidad? Sería bastante apropiado decir que, en una situación dada, actuar de acuerdo con las capacidades de cada uno es lo adecuado. Pero, aunque las capacidades de dos personas fuesen genéticamente iguales, como sucede en el caso de los gemelos idénticos, parece imposible que perciban, analicen y, por tanto, reaccionen de la misma manera ante una situación concreta. Porque, por muy iguales que sean sus genes, sus experiencias no lo son e influyen mucho en su respuesta, y las de ambos se consideran normales. Quizá podamos decir que la reacción que tendrían la mayoría de las personas es la que daríamos por normal. Pero normal no en contraposición a anormal, sino como sinónimo de lo más común.

Y, en efecto, esta es la manera que utilizan las ciencias biológicas para definir la norma, mediante la curva de distribución normal o campana de Gauss.

Cuando la dimensión o parámetro que se observa puede expresarse con una medición física, el asunto se simplifica. Por ejemplo, la temperatura corporal, la altura, la tensión arterial y la cantidad de azúcar en sangre son magnitudes medibles y, por tanto, comparables entre individuos. La altura de la mayoría de las personas de una población estará entre unas medidas que llamaremos estándar. Cuanto más lejos de los valores habituales nos situemos, más difícil será encontrar a un individuo que los tenga. Así, en nuestro entorno, resulta rarísimo encontrar a una persona de veinte años que mida menos de ciento cuarenta centímetros o más de doscientos, pues la estatura media de las mujeres españolas en 2019 es de 163 centímetros, y la de los hombres, de 178.


Figura 1.1. Distribución normal

La cuestión se complica cuando intentamos medir cualidades, y no cantidades. ¿Cómo se miden la armonía del movimiento, la cognición o la conducta? Debemos también establecer qué movimientos, patrones cognoscitivos o patrones de conducta son la norma, los más frecuentes para una población determinada. Y para eso inventamos los test.

Un test tiene valor y su resultado es fiable si se ajusta a criterios científicos. Por eso componerlo es un proceso complejo que requiere varias fases sucesivas, en las que los resultados de cada una son la base para realizar la siguiente.

Para confeccionar un test, empezamos por especificar el atributo que queremos medir, lo cual supone el primer escollo, pues, aunque todos comprendemos qué es la inteligencia o la personalidad, por ejemplo, su definición es difícil y controvertida. Después hay que elaborar las preguntas o acciones que usaremos para evaluar dicha característica, así como para analizar la dificultad de completarlas y la potencia con que describen la variable que se valora. Lo siguiente es determinar la fiabilidad del test, es decir, que sus resultados sean coincidentes, o prácticamente coincidentes, cada vez que se usa para una misma persona. Tras esta fase, hay que controlar la validez del test aplicándolo a una muestra de personas que pertenecen a la población donde se utilizará —por ejemplo, vocabulario en niños españoles de tres años—. Los datos obtenidos se llaman normalizados, porque, como su resultado gráfico coincide con el de una curva normal [figura 1.1], se les pueden aplicar una serie de reglas matemáticas que permiten compararlos e interpretarlos de forma homogénea o estándar, en un proceso conocido por el nombre técnico de tipificación. Lo último que se hace es fijar las instrucciones que permitan su correcta administración.

Aunque todos los pasos son importantes, la validación de la prueba resulta fundamental, pues queremos medir cualidades que varían de una población a otra, de una cultura a otra. Se debe evaluar con fiabilidad a la población concreta que pretendemos estudiar. Por ejemplo, si un test está en inglés y se valida para la población británica, no servirá para la australiana, aunque compartan la misma lengua, ni podrá traducirse sin más para usarlo en la población española. Es necesario aplicarlo primero a una muestra de cada población —australianos o españoles— para que sea válido.

Ya he advertido que se trata de un proceso muy complicado. Se intuye que, por bien que lo hagamos, asumimos un margen de error en su fabricación, además de otras inexactitudes. Así, no se pueden explorar los rasgos cognoscitivos, emocionales o de conducta de una persona aislándola de sus circunstancias. En el momento de pasar la prueba, puede tener dolor o hambre, estar preocupada o eufórica, y verse envuelta en muchas otras situaciones que cambian con el tiempo e influyen en el resultado. También el examinador es un factor decisivo, tanto en la elección de la prueba que utilizar como en la interacción con la persona a la que examina y en la calificación de su respuesta. Por último, en los test cognitivos de opciones múltiples, la elección de la respuesta correcta puede deberse a que se sabe la solución o a que se elige por casualidad.

En cualquier caso, y aun teniendo en cuenta todos estos posibles equívocos, en la interpretación del resultado tendremos el mismo problema que con las mediciones de atributos cuantificables, ya que las respuestas siguen también una distribución normal y, por tanto, solo podemos decir que, cuanto más alejado de la norma se encuentre un individuo, más probable es que tenga un problema, pero no es seguro que lo tenga.

A esa misma incertidumbre se enfrentaba desde 1882 el Gobierno francés de la tercera república. Entonces, siendo ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes el por otra parte racista y colonialista Jules Ferry, se aprobaron las leyes educativas que establecían que en Francia la enseñanza primaria debía ser laica, gratuita y obligatoria para niños y niñas de seis a trece años. En 1886 se complementan con la ley Goblet, que excluía a las congregaciones religiosas de la docencia en las escuelas públicas. En un plazo de cinco años, los maestros religiosos, cuya falta de formación se subsanaba con una simple carta de obediencia al obispo, debían sustituirse por docentes profesionales con el título oficial de capacitación. A esta escasez de maestros preparados, se sumaba la dificultad de enseñar garantizando el otro gran principio republicano, la igualdad, pues los alumnos tenían unos niveles de formación tan dispares que era imposible organizarlos por edades, aparte de que había que detectar a los alumnos necesitados de apoyos especiales. Urgía encontrar una forma rápida y eficaz de facilitar la educación a todos los estudiantes en un momento en que, un siglo después de la Revolución francesa, los valores de la república seguían amenazados por los poderes del antiguo régimen. Se hacía imprescindible una escuela pública que formara ciudadanos militantes en las convicciones republicanas y, para que fuera exitosa, la clasificación del alumnado debía hacerse según criterios científicos. En este contexto, el Gobierno francés crea la Comisión para la Educación de Estudiantes Atrasados. Alfred Binet fue uno de los principales miembros de esta comisión.

Nacido como Alfredo Binetti en Niza, en 1857, fue hijo único de un médico y una artista. Empezó a estudiar Ciencias Naturales en La Sorbona, pero abandonó la formación reglada por la autodidacta y, a través de los escritos de autores como Charles Darwin, Alexander Bain y John Stuart Mill, se interesó por la psicología y por las teorías de la inteligencia humana. Entonces tuvo la oportunidad de entrar a trabajar en el Hospital de la Pitié-Salpêtrière a las órdenes del gran neurólogo Jean-Marie Charcot, bajo cuya dirección publicó varios trabajos sobre la hipnosis. Parecía que todo iba bien para Binet hasta que se descubrió que los sujetos supuestamente hipnotizados de sus estudios estaban en realidad advertidos de lo que iba a ocurrir y de las respuestas que debían ofrecer. Binet había seguido todas las instrucciones del neurólogo, pero Charcot le obligó a asumir toda la culpa, para así quedar exento del escándalo.

Tras perderlo todo, no volvió a La Salpêtrière ni a mencionar a Charcot jamás.

Con el nacimiento de sus hijas, Madeleine en 1885 y Alice en 1887, Binet siente la fascinación de cualquier padre al observar cómo, al crecer, sus hijas van adquiriendo nuevas habilidades, y empieza a interesarse por el estudio de la inteligencia y su desarrollo. De manera que, en 1904, cuando se constituye la comisión, Binet ya ha publicado un gran número de estudios sobre el desarrollo cognoscitivo.

Trabajando con Charcot había aprendido el método científico y, tras su mala experiencia, se había vuelto mucho más crítico con los resultados de las investigaciones. Descartó enseguida las teorías biométricas de la época que pretendían que el tamaño y la forma del cráneo —frenología— o la fuerza aplicada al cerrar el puño podían servir para evaluar la inteligencia de una persona. En su lugar, propuso calcular la capacidad cognitiva basándose en la correcta ejecución de tareas lingüísticas y de cálculo.

Centró sus esfuerzos en diseñar un test con el que podía detectar qué alumnos necesitaban un apoyo adicional y cuáles eran sus dificultades. En 1905, junto con su exalumno el psiquiatra Théodore Simon, publica la primera escala de inteligencia Binet-Simon. Diseñada en francés y validada para niños franceses, consistía en completar treinta acciones de complejidad creciente. Estos ejercicios eran representativos de las habilidades propias del niño en diversas edades y para seleccionarlos se basaron en las investigaciones previas de Binet, fruto de su observación del neurodesarrollo de muchos niños en su entorno natural. Las tareas más fáciles podían resolverlas todos los niños, incluso los más pequeños y los que tuvieran alguna discapacidad; sin embargo, las más complejas requerían niveles de neurodesarrollo y de experiencia mucho más avanzados.

Con este novedoso método, Binet y Simon pudieron comparar las capacidades mentales de los niños sin que su edad significase un factor limitante. De esta manera establecían su edad mental, lo que permitía determinar el nivel que les correspondía en el sistema educativo.

Por su sencillez y breve tiempo de aplicación, esta escala obtuvo muy buena acogida desde el principio. Revisada hasta en tres ocasiones por el propio Binet, pronto conformó la base de otras escalas validadas para otras poblaciones, como la Stanford-Binet, su equivalente para los estadounidenses. En la misma época en que Binet desarrollaba su escala, en los Estados Unidos surge la cuestión de cómo satisfacer las necesidades educativas de una sociedad cada vez más diversa. El psicólogo estadounidense Henry Herbert Goddard encuentra en las escalas de inteligencia la manera de abordar este problema, y traduce la de Binet-Simon al inglés con la idea de apli-carla para detectar a los alumnos más desaventajados. Poco después, Lewis Terman, profesor de Psicología de la Universidad de Stanford, California, empezó a utilizar esta escala traducida para clasificar a los alumnos californianos, pero se dio cuenta de que las normas desarrolladas en París no se adecuaban bien a los estudiantes estadounidenses, así que adaptó el test al estándar de su país, y además amplió el número de pruebas para que pudieran aplicarse también en adultos.

«La inteligencia no es un constructo unitario».

Pero la motivación de la escala estadounidense era la opuesta a la de Binet. Mientras el europeo la había diseñado como guía para ayudar a los estudiantes con necesidades especiales, los estadounidenses pretendían que fuera útil para medir la inteligencia heredada y promover el eugenismo del que eran abanderados. Así, demostrando científicamente la superioridad de la raza blanca, buscaban desalentar la procreación en otros grupos para «reducir en el futuro la debilidad mental, el crimen, la pobreza extrema y la ineficacia en la industria», en palabras del propio Terman. Binet se enteró tarde del uso pervertido que pretendía darse a su escala y lo condenó con dureza poco antes de morir en 1911.

Porque Binet era muy consciente de los límites de su escala. Su objetivo no consistía en «medir la inteligencia», pues, según él, no podía definirse como una medición numérica cuantificable, tal y como sí ocurría con la altura o el peso, sino como una capacidad abstracta que solo podía evaluarse de forma cualitativa. Porque la inteligencia no es un constructo unitario, sino un conjunto de cualidades de di-versa importancia según el ámbito en que se valoren. Binet pretendía detectar a los niños con dificultades en el desempeño escolar, y por eso las habilidades que intentó medir eran académicas, sobre todo de cálculo y lingüística, aun sabiendo que no son las únicas cualidades que definen la inteligencia. Observó que los retrasos podían mejorar con la intervención adecuada y reconoció la influencia del ambiente en el desarrollo intelectual, que por tanto no era solo cuestión de genética.

Estos problemas y controversias surgidos desde los primeros intentos de evaluar la inteligencia siguen preocupando a cualquier clínico dedicado a detectar, diagnosticar y tratar las dificultades en el neurodesarrollo y también a los docentes que deben diseñar los apoyos adecuados al alumno que los precisa. Por eso, sin menospreciar la fuente de ayuda que suponen las mediciones y los test en la valoración de las características de una persona, debemos tener en cuenta que por sí solos no determinan si un niño tiene dificultades o no. Su utilidad es incuestionable, pero su relevancia en el diagnóstico debe enmarcarse siempre en el contexto global de la historia personal del niño, el examen clínico y las demás pruebas complementarias.

El cerebro en su laberinto

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