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Clasificar lo impreciso

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Vamos a buscar entonces una aproximación más realista a los trastornos del neurodesarrollo (TND) que nos permita comprenderlos y estudiarlos mejor, aunque para ello debamos saltarnos la rigidez de las clasificaciones propuestas por la OMS y la Academia Americana de Psiquiatría. Considero que la forma más objetiva y honesta de hacerlo es a través de los conocimientos que tenemos sobre el neurodesarrollo normal y el alterado.

Lo primero que podríamos intentar es clasificarlos según sus causas. A pesar de que los progresos en el estudio de la etiología y de la fisiopatología de los TND siguen siendo escasos, se distinguen tres grandes grupos según los trastornos tengan una alteración genética definida, procedan de una causa ambiental conocida o carezcan de un origen bien identificado.

Los TND que tienen una alteración genética definida se corresponden con síndromes5 causados por anomalías en la información contenida en el material hereditario de nuestras células. Además de provocar cambios en la anatomía y funcionamiento del encéfalo, dan lugar a manifestaciones en otros órganos y sistemas corporales. En general, se manifiestan en niños cuyo aspecto físico es tan característico que, sin estar emparentados, se parecen más entre sí que a las personas de su propia familia. Quizá el ejemplo más conocido sea el síndrome de Down, cuya alteración genética, además de su reconocible fisonomía y sus dificultades en la cognición, puede ocasionar problemas cardíacos, inmunológicos, endocrinos, musculoesqueléticos, etc.

El segundo grupo estaría vinculado a ciertas circunstancias, de origen no hereditario, que sabemos que pueden producir un TND. Tal es el caso de la exposición intraútero al alcohol, que causa el síndrome alcohólico fetal (SAF), o a fármacos como los usados para tratar la epilepsia que causan malformaciones y dificultades cognitivas y de conducta. También interfieren en el normal desarrollo del sistema nervioso nacer de forma prematura, sufrir un infarto cerebral —antes, durante o poco después del nacimiento— y padecer una infección o un traumatismo craneal. En estos y otros síndromes encontramos que los niños con dichos antecedentes presentan no solo dificultades en su neurodesarrollo, sino también una apariencia física singular. De manera que los rasgos del SAF o los de la embriopatía por valproato6 son inconfundibles. Los niños nacidos prematuros se reconocen con facilidad en sus primeros años de vida, y las secuelas que deja una lesión cerebral suelen apreciarse incluso a simple vista. Es más, igual que sucede en los TND de causa genética, en los de causa ambiental es bastante frecuente la afectación de otros sistemas corporales.

Por último, estaría el grupo de TND sin una causa específica identificada. Se les supone un origen genético, por ser habitual que haya en una misma familia varias personas con TND sin filiar y que esta coincidencia se encuentre con más probabilidad en gemelos idénticos. Pero cuando esta «predisposición genética», por así llamarla, se hace manifiesta, se suelen encontrar circunstancias ambientales concurrentes que facilitan su expresión y esta convergencia dificulta poder atribuir a un solo factor la causalidad del TND. Aquí los atributos físicos no llaman la atención y, si hay afectación de otros órganos, es sutil y difícil de demostrar más allá de las manifestaciones clínicas. Se trata de un grupo formado por TND excluidos de los otros dos y, por esta razón, más o menos coincidente con el CIE-11 y el DSM-5.

A todo esto, no hay que olvidar la constante y recíproca dependencia entre genética y ambiente en el proceso del neurodesarrollo. De manera que, aun en los TND con causa genética probada, el ambiente —facilitador o entorpecedor— en el que sucede el neurodesarrollo influye en sus manifestaciones, sobre todo si no son muy graves. A su vez, tampoco puede excluirse la contribución de los genes en la expresión de TND con una causa ambiental demostrada. Así sucede en el síndrome alcohólico fetal (SAF). La presencia y gravedad de las manifestaciones de este síndrome no guardan relación con la cantidad de alcohol que consumió la madre durante el embarazo, e incluso se desconoce si hay una cantidad de alcohol mínima que la madre pueda ingerir sin dañar al bebé que está gestando. Buscando una respuesta a esta incertidumbre, se ha encontrado que ciertas variantes raras de genes que están implicados en el metabolismo del alcohol favorecen el desarrollo de SAF en los niños portadores de estos genes, mientras que, a igual ingesta materna de alcohol, los que no tienen estas alteraciones genéticas no desarrollarían un SAF. De esta manera, un síndrome con una causa ambiental clara tendría también un componente genético nada desdeñable, y es probable que estos no sean los únicos genes implicados en su fisiopatología.

En definitiva, no parece demasiado atrevido afirmar que todos los TND son trastornos complejos o multifactoriales. Esto quiere decir que la aparición e intensidad de sus manifestaciones resulta del efecto de múltiples genes —trastornos poligénicos— en combinación con el estilo de vida y las circunstancias ambientales. Así pues, no difieren de la mayoría de problemas médicos comunes, tales como la enfermedad cardiovascular, la diabetes del adulto o la obesidad, que también son multifactoriales. Por el contrario, hay muy pocas afecciones causadas por la mutación de un solo gen, de las que la anemia de células falciformes7 y la fibrosis quística8 serían dos ejemplos.

Vemos que, cuanto más se investiga, más evidente se hace la presencia de un componente genético en muchas enfermedades y trastornos. La primera vez que se logró aislar el gen causante de una enfermedad fue en 1983, cuando el equipo de James Francis Gusella, biólogo molecular y genetista canadiense, descubrió el gen de la proteína huntingtina cuya alteración causa la enfermedad de Huntington9. Desde entonces y hasta la actualidad, se han descrito las alteraciones genéticas de más de seis mil enfermedades. Estos continuos hallazgos de genes implicados en tal o cual dolencia producen un efecto retroactivo que a su vez impulsa líneas de investigación dirigidas a encontrar los genes contribuyentes a estos trastornos complejos comunes. Un entusiasmo que puede inducir al error, pues, como acabamos de ver y no nos cansamos de repetir, las enfermedades son el producto de un complejo entramado de factores hereditarios y ambientales que interactúan de forma tan intrincada que resulta muy difícil estudiarlos de manera independiente. A esto se añade que, mientras los genes y sus mutaciones son tangibles, la influencia de elementos inmateriales —culturales, psicológicos o socioeconómicos— en la expresión clínica de los trastornos es aún mucho más difícil de valorar y demostrar.

El siguiente gráfico [figura 3.1], modificado a partir del original del neuropediatra argentino Natalio Fejerman, nos lo explica con gran elocuencia, mostrando los fundamentos que influyen en el neurodesarrollo y la relación que se establece entre ellos. Dividido en dos mitades, en la superior encontramos los agentes que inciden en la biología del individuo, tanto los contribuyentes a la constitución personal —endógenos— como los orgánicos, químicos o físicos extrínsecos al individuo —exógenos—. En el sector inferior se postulan las principales circunstancias culturales, psicológicas y socioeconómicas participantes. Unos y otros repercuten directamente en el crecimiento y la maduración del sistema nervioso, pero a su vez las coyunturas ambientales pueden actuar a través de las biológicas y viceversa.


Figura 3. 1. Factores que influyen en el neurodesarrollo. Fuente: Modificada de N. Fejerman en el libro Neurología pediátrica.

Tal sería el caso de las comunidades en las que sus miembros se emparejan entre sí, lo que aumenta la probabilidad de que los progenitores estén emparentados. Cuanto mayor sea este grado de consanguinidad, más factible será que compartan la misma información genética que, si es portadora de mutaciones, agrava el riesgo de aparición de enfermedades hereditarias. El aislamiento geográfico —las islas, el desierto, la alta montaña, etc.— favorece este tipo de uniones por accidente, pero también puede haber una endogamia buscada.

A lo largo de la historia, la política matrimonial de las casas reales europeas ha propiciado la unión entre personas de un mismo linaje con el fin de garantizar el poder de las diferentes familias. No es que se casaran entre primos una vez, sino que las sucesivas generaciones también contraían matrimonio entre sí, de manera que el hijo de primos hermanos, podía a su vez desposarse con su sobrina, y los hijos de esta unión podían emparejarse de nuevo con primos hermanos. Esta endogamia repetitiva aumenta enormemente el riesgo de transmitir enfermedades hereditarias. La consanguinidad en la familia de los Habsburgo llegó a ser tan extrema que en diez años la mortalidad de su prole se incrementó en un 14 %. Su rama española, la Casa de Austria, reinó en España desde 1516 con la proclamación de Carlos I y finalizó el 1 de noviembre de 1700 con la muerte de Carlos II. Al último de los Austrias españoles se le apodó el Hechizado, pues sus múltiples dolencias se atribuían a la brujería y a influencias diabólicas. Ahora sabemos que en realidad su genoma era un cúmulo de enfermedades infrecuentes y graves, de las que requieren dos copias de un gen anormal para manifestarse, como la acidosis tubular renal10 y el hipopituitarismo11 padecidas por el rey. Hasta el 25 % del genoma del monarca lo formaban copias idénticas de sus dos progenitores. Porque no solo ocurrió que su padre, el rey Felipe IV, era tío carnal de su madre, Mariana de Austria, sino que además sus abuelos paternos —Felipe III y Margarita de Austria-Estiria— y maternos —el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Fernando III, y María Ana de Austria— eran primos segundos entre sí, y el bisabuelo paterno, Felipe III, se había esposado con Margarita de Austria, que era su prima tercera por línea masculina y también prima hermana por línea femenina. Ni siquiera los hijos que son fruto de uniones incestuosas entre hermanos tienen tanta coincidencia genética. Sin embargo, no nos consta que su hermana Margarita Teresa, la protagonista de Las meninas de Velázquez, tuviera ninguna de estas enfermedades, ni tampoco sus hijos, fruto de su matrimonio con su tío por parte materna y también primo por la paterna, Leopoldo I de Austria. Lo que podría indicar que en la delicada salud de Carlos II debían de influir también causas ambientales y efectos genéticos no asociados a la consanguinidad.

Para nuestra mirada occidental contemporánea, todos estos embrollos familiares parecen abominables, y además son totalmente desaconsejables; sin embargo, la consanguinidad regia no es tan excesiva cuando se compara con la de las grandes poblaciones humanas actuales de Asia y África, donde entre el 20 y el 50 % de todos los matrimonios son consanguíneos. Las tasas más altas se encuentran en Pondicherry, al sur de la India, con un 55 % de matrimonios consanguíneos, sobre todo entre primos hermanos, pero también entre tíos y sobrinas, y alcanzan hasta el 77 % del total de matrimonios entre las familias del ejército en Pakistán, la gran mayoría entre primos hermanos.

La perpetuidad del poder no es la única razón por la que en la búsqueda de pareja surge el parentesco entre cónyuges: también motivos religiosos o étnicos obligan a menudo a contraer matrimonio con un miembro de la propia comunidad para ser respetable. Cuando un culto o una etnia es minoritario en una región, el casamiento fuera del grupo puede resultar misión imposible, y al final, sin quererlo o sin saberlo, no es de extrañar que se acabe teniendo hijos con quien se comparte demasiada información genética.

Es así como factores intangibles, tales como las costumbres sociales o el mantenimiento de un estatus socioeconómico, acaban incidiendo en factores biológicos concretos, sobre la información genética del individuo. Lo mismo ocurre con el resto de los agentes sociales o ambientales que no solo influyen directamente en el neurodesarrollo, sino que actúan también a través de los biológicos. Esto sucede, por ejemplo, cuando la alimentación es deficiente y no proporciona todos los nutrientes necesarios para que el sistema nervioso crezca sano. También la enfermedad materna o infantil y los modelos patológicos de crianza contribuyen a una falta de estímulos sensoriales y afectivos y a una relación distorsionada madre-hijo que perjudican al sistema neuroendocrino del niño. Las hormonas y otras sustancias se producen en el cerebro y son imprescindibles para un sano crecimiento del encéfalo, por lo que su déficit tiene consecuencias deletéreas y perdurables sobre la cognición y la conducta.

Lo contrario también sucede. Es decir, que los condicionantes biológicos ejerzan un efecto sobre el neurodesarrollo a través de los factores culturales, psicológicos y socioeconómicos. El nacimiento prematuro, la enfermedad y la presencia de malformaciones físicas en el recién nacido no siempre se han aceptado culturalmente, por lo que en otras épocas se confinaba con frecuencia a estos niños en instituciones, privándolos del cariño de una familia. Hoy en día interfieren en el establecimiento de un vínculo adecuado con la madre, tanto por la separación física que la necesidad de cuidados hospitalarios imponga como por el desafecto comprensible que puede experimentar la madre que piensa que puede perder a su hijo. Y no digamos el coste socioeconómico que suponen los tratamientos y cuidados continuos que necesita un niño con un TND. La familia se ve obligada a redistribuir sus recursos, lo que repercute en el bienestar de cada uno de sus miembros y del grupo en su conjunto.


Figura 3.2. Niveles de causalidad para los trastornos del desarrollo. Fuente: Modificada de D. V. M. Bishop, 2004.

En conclusión, todos estos ingredientes biológicos y culturales que participan en el neurodesarrollo contribuyen al diseño y ajuste de la estructura encefálica que será única para cada ser humano y condiciona su funcionamiento, de modo que su actividad nerviosa genera procesos mentales personales que a su vez resultan en comportamientos particulares. La conducta es la única parte observable de este proceso de base orgánica indiscutible, que debemos contemplar y estudiar como un todo.

Por tanto, son muchas las circunstancias que pueden interferir en el neurodesarrollo y modificar la formación de los circuitos cerebrales que sustentan las funciones nerviosas. Pero, más allá de la naturaleza de la interferencia, podemos tomar en cuenta el impacto que tenga sobre el neurodesarrollo e intentar categorizar los TND por su gravedad y por la extensión de sus manifestaciones.

Para la gravedad, importa más el momento del neurodesarrollo en que sucede la injerencia que su índole. Así, las que ocurren en un momento temprano tendrán un impacto mucho mayor, puesto que un sistema nervioso inmaduro es muy vulnerable y aún debe adquirir muchas de sus funciones. También hay que considerar la intensidad y la repetición del fenómeno que obstaculiza, ya que, cuanto más potente y reiterativo, más probable es que tenga un efecto agravante. Por último, la extensión del daño hará que se impliquen más o menos circuitos y que las manifestaciones alcancen a una o más de las áreas en las que solemos dividir las capacidades del sistema nervioso para poder estudiarlas mejor durante el neurodesarrollo —control de la postura y del movimiento, manipulación, lenguaje y sociabilidad—.

En resumen, la idea principal es que los TND tienen causas de un origen variado que inciden en el tejido nervioso encefálico mientras se está formando y así modifican su biología, lo que da lugar a conductas diferentes a las de la mayoría de niños. Son, pues, trastornos de base orgánica cuyas manifestaciones modula el ambiente.

«Importa más el momento del neurodesarrollo en que sucede la injerencia que su índole».

El cerebro en su laberinto

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