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El desafío de los trastornos del neurodesarrollo

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Si ya resulta difícil delimitar lo que significa normalidad, definir lo que es un trastorno del neurodesarrollo (TND) tampoco resulta sencillo.

La palabra trastorno significa ‘que ha cambiado la esencia o las características permanentes de algo’ o ‘que se ha trastocado el desarrollo normal de un proceso’. También es una alteración ‘leve de la salud’. Referido al sistema nervioso, implica que sus funciones, ya sean las sensoriales, ya sean las motoras, cognoscitivas, conductuales o emocionales, están distorsionadas y, puesto que todas estas tareas se producen a través de los circuitos del encéfalo, se deduce que su estructura o funcionamiento no están bien. El término neurodesarrollo indica que estas diferencias surgen en la infancia y la adolescencia, mientras se están formando y desarrollando el cerebro y el resto del sistema nervioso. Modifican, pues, el tejido encefálico, y son de este modo constitutivos de la conducta de la persona, es decir, que no van a desaparecer nunca, y producirán un impacto significativo en las competencias personales, sociales y académicas del niño.

Así que los TND son retrasos o desviaciones del desarrollo esperado para la edad, asociados a una alteración crónica de la normal formación de los circuitos encefálicos que sucede durante su creación, progreso o maduración y que repercute en la actividad diaria del niño.

La complejidad del entramado de los circuitos nerviosos refleja lo intrincado de los procesos que albergan. En su continuo interactuar con el medio, adquieren y perfeccionan las capacidades necesarias para desenvolverse con eficacia, se adaptan a las circunstancias, se conectan y se hacen dependientes entre sí. Por ejemplo, para movernos con soltura necesitamos percibir bien el entorno —circuitos sensoriales de la vista, de la audición, del tacto…—, recordar qué son y para qué sirven los objetos que nos encontramos en nuestro camino —circuitos de la memoria— y utilizar los movimientos más adecuados a cada ambiente —circuitos motores—. De esta manera, el funcionamiento de cada circuito depende del de todos los demás, y la disfunción de uno de ellos repercutirá en el desempeño de los restantes, obligándolos a reorganizarse. Esta interdependencia es la base de la gran variabilidad en las manifestaciones de los trastornos del neurodesarrollo, tanto respecto a qué capacidades están afectadas como a la intensidad del desarreglo.

Pese a esta gran diversidad, podemos atisbar ciertas características que comparten los TND. Por definición, todos aparecen mien-tras madura el sistema nervioso (en la infancia o en la adolescencia) y su expresión dependerá del momento del neurodesarrollo en que se encuentre el niño. Es decir, resulta imposible detectar alteraciones de una facultad que aún no se ha adquirido y, como ocurre en el desarrollo normal, varía la habilidad con que se ejecuta esa competencia, ya que prospera en cada etapa. Pensemos, por ejemplo, en el control de la postura y en cómo avanza desde la inmovilidad absoluta del recién nacido hasta la fluidez del movimiento juvenil. Pues, en el caso de que haya un TND, el neurodesarrollo de la persona que lo tiene también progresa siempre hacia un mejor dominio de las habilidades afectadas, es decir, no sufre remisiones ni recaídas, aunque las diferencias en su pericia respecto a sus iguales en edad pueden evidenciarse cada vez más, ya que el problema no desaparece por completo.

Por otra parte, las conductas que aparecen en los TND se encuentran presentes en todos nosotros, pero será su grado de expresión y la falta de adecuación al contexto lo que dé lugar a que el niño tenga dificultades, que pueden ser escolares, sociales o de salud, y eso será lo que permita diagnosticar el trastorno. En un adolescente, una reacción impulsiva durante un juego de emociones intensas es probablemente normal, pero continuas respuestas irreflexivas en el aula suelen tener malas consecuencias y generan dudas sobre el origen de esta conducta, porque, como ya vimos en el capítulo anterior, puede resultar muy difícil establecer los límites entre la conducta apropiada y la disfuncional. Que los comportamientos no sean exclusivos de los TND los hace dependientes del ámbito en que se expresan, de lo permisiva que sea con el acatamiento de sus normas la cultura en que se manifiestan y también, por supuesto, de la valoración del profesional que los evalúa. He aquí por qué su diagnóstico genera controversia y a menudo no está exento de cierto grado de subjetividad. A esto tampoco ayuda que carezcamos de marcadores biológicos —alteraciones detectables mediante pruebas que exploran la anatomía o la fisiología corporal: análisis, pruebas de imagen, eléctricas…— específicos que permitan objetivar la presencia de anomalías patológicas.

Otro rasgo muy habitual es encontrar en un mismo niño pautas de comportamiento que corresponden a distintos trastornos. La comorbilidad, es decir, la concurrencia de dos o más trastornos en una misma persona, es casi la norma, porque a menudo los síntomas se asocian y se solapan, como sucede con la hiperactividad que presentan muchos niños con trastorno en el espectro del autismo (TEA). La dependencia recíproca de las redes neuronales podría explicar la asociación de síntomas y la confluencia de trastornos en una misma persona. Además de esta convergencia de síntomas, la ausencia de pruebas específicas que nos permitan emitir un diagnóstico explica por qué no es raro que no podamos determinar dónde acaba un trastorno y dónde empieza otro. Así puede suceder entre el TEA y el trastorno del desarrollo del lenguaje (TDL)3: como ambos comparten impedimentos en la comprensión y expresión del lenguaje, se resienten las relaciones con los demás y, en ocasiones, resulta difícil determinar qué fue primero, si los problemas del lenguaje, más propios del TDL, o la dificultad en la reciprocidad social, característica imprescindible para diagnosticar un TEA.

En resumen, cuando hablamos de TND nos referimos a aquellos trastornos que presentan las características que acabamos de describir: deben iniciarse en la infancia o la adolescencia, su expresión depende del momento de desarrollo en que se encuentre el niño, su curso es estable, suelen ser comórbidos con límites mal definidos entre distintos trastornos, carecen de marcadores biológicos, sus síntomas son rasgos normales que dan problemas por expresarse con demasiada intensidad o sin adecuarse al contexto, y su diagnóstico no resulta del todo imparcial.

Esta definición y caracterización de los TND es la más aceptada, pero resulta restrictiva al dejar fuera muchos otros problemas que interfieren en el neurodesarrollo y lo modifican. Como hemos dicho, y como ocurre en general, las manifestaciones de estas interferencias se observan en forma de retraso o en el ritmo lento en la adquisición de los aprendizajes. Un retraso que, para considerarse propio de un TND, debe avanzar hacia la mejoría, aunque con una velocidad variable para cada niño. Esta afirmación solo es válida para los trastornos asociados a un daño del tejido encefálico que esté causado por un agente lesivo puntual, es decir, que actúa una sola vez en el tiempo, ya que, si lo hace de forma continuada o repetitiva, provocará un deterioro progresivo de los circuitos neuronales y funcionales. Pero estas enfermedades regresivas o neurodegenerativas, aunque sucedan en la infancia o adolescencia, y por tanto es obvio que repercuten de forma negativa en el neurodesarrollo, no suelen considerarse TND. Tampoco se incluyen entre los TND los trastornos psiquiátricos de la infancia, como pueden ser las anomalías en el reconocimiento de la realidad —psicosis—, de la conducta —psicopatía— o de las emociones —ansiedad o depresión—, a pesar de que indudablemente interfieren en la buena marcha del desarrollo del sistema nervioso central. E incluso tienden a estudiarse aparte de los TND los trastornos lesivos estáticos, los no progresivos, cuando tienen una causa demostrable, como serían las secuelas de un traumatismo craneal.

Si nos fijamos, parece que el consenso actual deja fuera de los TND a las enfermedades que pueden considerarse netamente neurológicas, como serían las neurodegenerativas y lesivas que causan daño detectable en el tejido nervioso, y a las que competen a la psiquiatría. Por tanto, quedarían circunscritos a un grupo heterogéneo de problemas del sistema nervioso, de base orgánica, pero no demostrable, cuyas cualidades son difíciles de definir y que no encajan de modo inequívoco como neurológicos o psiquiátricos.

Al menos así queda reflejado en las últimas versiones de los dos métodos de clasificación de enfermedades más utilizados en el mundo. El de la Organización Mundial de la Salud (OMS), la undécima Clasificación Internacional de Enfermedades —CIE-11, de 2018—, y la quinta edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales —DSM-5 por sus siglas en inglés: Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, de 2013—, publicado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría. Ambos tienen por objetivo estandarizar los criterios diagnósticos para que los profesionales de distintos lugares y ámbitos de actuación puedan comparar y compartir datos de manera coherente con el fin de mejorar el estudio del enfermar humano. Mientras el CIE-11 es extensivo, se ocupa de las enfermedades de todos los sistemas corporales y tiene un consenso internacional, el DSM-5 es de ámbito más restringido, está dedicado a los trastornos mentales y fue diseñado por psiquiatras estadounidenses para la población estadounidense, si bien, por la enorme influencia de la medicina de Estados Unidos, lo utilizan profesionales de todo el mundo. Sus últimas versiones incluyen por primera vez los trastornos del neurodesarrollo (TND) en una categoría propia que a su vez agrupa los trastornos del desarrollo intelectual, los del desarrollo del habla o del lenguaje, los del espectro autista, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), los específicos del aprendizaje, los del desarrollo motor y otros TND especificados y no especificados. La categoría de los TND excluye de forma explícita los que tienen una causa conocida, para agruparlos en otra sección independiente.

Pero ni estos ni otros sistemas clasificatorios son concluyentes. La principal crítica que se les puede hacer es que centran sus esfuerzos en ordenar fenómenos intangibles, como la cognición, la conducta o las emociones, como si fueran categorías. Es decir, manifestaciones o síntomas separados de la normalidad y alejados entre sí. Cuando en realidad, como ya hemos explicado, son características que siguen un continuo en su expresión, y donde la intensidad y el contexto en que aparecen son lo que permite diagnosticarlas como trastorno. Es decir, siguen un espectro, lo que en psicología y psiquiatría se llaman dimensiones. En el DSM-5 se intenta solventar esto enfatizando la realidad dimensional de los síntomas, para lo cual se introducen cuestionarios de detección de problemas y se usan escalas de gravedad que miden su alcance en distintos entornos. Se pretende así contextualizar mejor los atributos de los trastornos y no hacerlos tan absolutos. En contrapartida, esto ha rebajado el umbral necesario para dar un diagnóstico por válido y podría ser una de las causas del aumento del número de niños con TND.

Otra cuestión que causa rechazo tanto en el DSM como en el CIE es que, hasta ahora, la organización y agrupación de los síntomas para definir un trastorno se basa en el consenso de los profesionales que abordan estos problemas, puesto que la escasez de datos biológicos objetivos dificulta seriamente el uso de otros parámetros que no sean los clínicos. De este modo, se han establecido criterios diagnósticos que, una vez más, comprimen la realidad y no recogen el característico solapamiento de síntomas con que se presentan estos trastornos. Para intentar reorganizarlos con más lógica, DSM-5 y el CIE-11 han eliminado algunos diagnósticos y reagrupado otros.

Todas estas controversias generan la falsa idea de que el DSM y el CIE inventan diagnósticos, cuando en realidad suponen un intento científico de recoger y agrupar con cuidado datos clínicos que la investigación ha demostrado lo bastante relevantes como para considerarlos un trastorno. Su plena aceptación entre clínicos e investigadores los convierte en un referente común que permite homogeneizar el lenguaje científico y pone trabas a la subjetividad diagnóstica. La posibilidad de agrupar pacientes, aunque solo sea porque comparten características fenomenológicas, facilita el avance científico.

«La realidad desborda este sistema clasificatorio y no respeta sus categorías».

Pero, como ya he apuntado antes, la realidad desborda este sistema clasificatorio y no respeta sus categorías. Por ejemplo, una lesión demostrable por neuroimagen que afecta a los circuitos motores puede acompañarse de rasgos de autismo o de discapacidad intelectual, entorpeciendo todo ello el neurodesarrollo, y por tanto deberíamos considerarla un TND per se. Por eso opino que es un error excluir o relegar a una sección aparte —«síndrome de neurodesarrollo secundario»— los TND con base neurológica demostrable, ya que el estudio de sus causas y de los mecanismos que producen la enfermedad son precisamente los que podrían ofrecernos alguna pista sobre qué alteraciones del neurodesarrollo son responsables de los síntomas.

Es de esperar —y deseable— que, ante los avances médicos en el conocimiento de la fisiología del sistema nervioso, en las técnicas diagnósticas genéticas y de neuroimagen, y en el desarrollo de la neuropsicología4, se abran nuevas posibilidades de abordaje de los TND que aporten más y mejores pruebas científicas que permitan mejorar su conocimiento, definición y caracterización.

Por ahora parecería que nos empeñamos en reservar el concepto trastorno del neurodesarrollo (TND) a las dificultades en el crecimiento y maduración del sistema nervioso central cuyas causas y modo de adaptarse seguimos desconociendo. O, dicho de otro modo, a aquellas de las que solo podemos describir sus síntomas. Este empeño es perjudicial, no solo para el estudio de las patologías del neurodesarrollo, sino también para el mejor conocimiento del proceso que sucede sin interferencias. Además, como hemos visto, esto genera muchas dudas, y por tanto reticencias, entre profesionales y pacientes, en cuanto a su definición, descripción y conceptualización.

El cerebro en su laberinto

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