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ОглавлениеLIBERTAD Y DOMINACIÓN EN EL HOMBRE UNIDIMENSIONAL DE HERBERT MARCUSE
David García Díaz
El concepto de dominación en la obra El hombre unidimensional1 de Marcuse es utilizado como sinónimo de represión para hablar del poder que ejerce el sistema de organización propio de las sociedades contemporáneas sobre todos aquellos elementos incontrolables que ponen en riesgo la estabilidad de este. En la sociedad industrial avanzada sostenida por el sistema democrático se desarrollan una serie de estructuras que surgen con el fin de asegurar la sostenibilidad de su lógica de productividad a través y para la dominación.
Esa dominación se ejerce mediante la expansión de un pensamiento y una conducta, que el autor denominará unidimensional, a través de los medios de comunicación de masas y las acciones políticas que buscan la uniformidad y la identificación social, generando una estandarización en el pensamiento y en el estilo de vida. El pensamiento unidimensional, dirá Marcuse, «está poblado de hipótesis que se autovalidan y que, repetidas incesante y monopolísticamente, se tornan en definiciones hipnóticas o dictados»2 presentándose así el pensamiento unidimensional como un sistema cerrado sobre sí mismo y una forma de no-pensamiento. Así, en la sociedad unidimensional, todas las aspiraciones, objetivos e ideas que van más allá del sistema establecido son rechazadas o reconducidas dentro de los términos del sistema, no permitiéndose así que exista lo que no se adapta a su funcionamiento.
El pensamiento unidimensional está caracterizado por la lógica de la dominación establecida gracias a la reducción de la racionalidad a la racionalidad instrumental que viene reforzada por los logros y conquistas alcanzados por la civilización industrial. El resultado de dicha reducción «es una atrofia de los órganos mentales adecuados para comprender las contradicciones y las alternativas y, en la única dimensión permanente de la racionalidad tecnológica, la conciencia feliz llega a prevalecer».3 Ese estado de conciencia feliz no es otra cosa, según señala Marcuse, que la creencia de que el sistema social y político es el garante del bienestar de la sociedad. De este modo, el sistema se ve sostenido y legitimado por una superestructura productiva que aliena y cercena la naturaleza humana, reduciendo el concepto de felicidad a mero bienestar, con el beneplácito de una sociedad que parece estar demasiado satisfecha como para preocuparse.
De este modo, el pueblo que antes era el fermento del cambio social, señala Marcuse, se ha convertido ahora en el elemento de la cohesión social, pues este legitima la lógica de la utilidad y de la eficacia en aras de un bienestar social que cercena toda posibilidad de cambio y transformación social.4 El sistema es legitimado, pues cualquier cambio o alteración en el sistema puede poner en riesgo el estado de bienestar actual.
Así, la dominación se presenta como una especie de alienación del sujeto dentro de una sociedad que no es abiertamente represiva. Dirá Marcuse: «Los esclavos de la sociedad industrial desarrollada son esclavos sublimados, pero son esclavos, porque la esclavitud está determinada no por la obediencia, ni por la rudeza del trabajo, sino por el status de instrumento y la reducción del hombre al estado de cosa».5 De este modo, el hombre-objeto se reconoce como una extensión del mundo material y su valor es reconocido como meramente instrumental. Así la gente se identifica con sus mercancías, pues su valor se fundamenta en el tener y no en el ser del hombre, generando una dependencia alienante del sistema productivo que convierte en necesidad lo accesorio.
Dentro de esta lógica, el trabajo se vuelve alienante al depositar su sentido en el consumismo y la acumulación de bienes materiales. Esto hace que el hombre dedique más tiempo a trabajar de lo que es estrictamente necesario para cubrir sus necesidades. Debido a esto, la vida del hombre se ve reducida al plano material, dejando fuera todas aquellas cuestiones que se ordenan a sus necesidades reales, aquellas que permiten al hombre desarrollarse y evolucionar: el tiempo libre, que es considerado como lo opuesto al ocio propio de las sociedades industriales avanzadas cuya función es entretener poniéndose al servicio de la mecánica del consumo;6 o el desarrollo de una verdadera actividad intelectual crítica.
Así, el sistema sostenido por la lógica de la productividad y la comodidad se presenta como veladamente alienante, pues la manipulación opera a través de las necesidades o intereses creados por el propio sistema, instaurando así un mecanismo de control que escapa a la conciencia del propio individuo, que es incapaz de trascender la lógica de este. De este modo, el sistema se presenta como perfectamente racional, pues la verdad se convierte en lo funcional y la realidad es reducida a su carácter cósico, lo que hace que toda oposición al mismo sea considerada como irracional e imposible.7
La manipulación de la conciencia individual se hace efectiva entre otras cosas gracias al pensamiento operativo que se introduce en la lógica de la mentalidad de dominio y que se articula a través del descrédito de la filosofía, la manipulación del lenguaje y el desdén de la historia.
El pensamiento dentro de la mentalidad científico-técnica reduce lo real a lo material, volviéndose así operativo, y renunciando a conocer la estructura íntima de la realidad se orienta a la resolución de problemas concretos. De este modo, el intelectual ya no se ocupa de intentar comprender la estructura como un todo y la filosofía es desdeñada como un mero intelectualismo. La razón científica ha sido capaz de conquistar y dominar la naturaleza y «la dimensión metafísica, anteriormente campo genuino del pensamiento racional, se hace irracional y acientífica».8 De la mano del positivismo, la razón rechaza la trascendencia y se agarra a los hechos fácticos, estableciendo un universo cerrado fundado en «un a priori empírico que no puede trascenderse».9
Dentro de este panorama, la racionalidad científica sostenida en el postulado de objetividad tiene pretensiones de neutralidad, dejando fuera del conocimiento verdadero todo aquello que compete al sujeto como agente ético, estético y político. Así, los valores se encuentran separados de la realidad objetiva y desterrados al terreno de la subjetividad; lo bueno, lo bello y lo justo ya no pueden pretender una validez universal, pues han perdido su fundamento ontológico con el descrédito de la metafísica, y tampoco pueden derivarse de la lógica científico-técnica.10
En la lógica de dominio de la mentalidad científico-técnica, el lenguaje también está desprovisto de cualquier carga crítica y se vuelve operativo. Marcuse muestra que en el lenguaje común se utilizan continuamente términos prefabricados que identifican al objeto designado con su función social, política o económica. «El análisis lingüístico hace abstracción de lo que el lenguaje ordinario revela hablando como lo hace: la mutilación del hombre y la naturaleza».11 De este modo, el lenguaje operativo, señala Marcuse, acaba despojando al pensamiento de la autonomía y la crítica que lo caracterizan, siendo sustituido por un proceso de designación, aserción e imitación, identificando la verdad con la verdad establecida y la cosa o la persona con su función, eliminando así la confrontación de idea.12 El lenguaje funcional es además antihistórico, pues la razón práctica ocupada en la resolución de problemas deja poco espacio para la razón histórica. La voz de la memoria es silenciada, pues puede dar lugar a peligrosos descubrimientos que pongan en peligro las estructuras y el equilibrio de la sociedad industrial avanzada; silenciando así la voz del pasado, señala Marcuse, se silencia también la voz del futuro, que invoca un cambio cualitativo en la organización de la sociedad, cuestión especialmente relevante para un autor de corte marxista.13
En último término, podemos decir que la dominación trasciende la esfera pública, sea bien en la cultura o en la política, para acabar oprimiendo al individuo. De este modo, las fuerzas y pulsiones de la esfera instintiva humana también son reprimidas y dominadas gracias a la mentalidad de consumo, son reconducidas por el propio sistema a través del «fetichismo total de la mercancía».14
La lógica de la mentalidad de dominio que acaba transformando al sujeto en un objeto puesto al servicio de la eficiencia del sistema productivo encierra tras su apariencia de racionalidad una profunda irracionalidad: «la irracionalidad creciente de la totalidad, la necesidad de expansión agresiva, la constante amenaza de guerra, la explotación intensificada, la deshumanización».15 El hombre es reducido a mero objeto, utilizado como una pieza de la maquinaria productiva, se le ha robado la identidad, convirtiéndolo en un bien de uso y de consumo, identificando el ser con el tener. Esta es la verdadera dominación que cuenta con la connivencia del sujeto preso de la sociedad del bienestar «que ofusca la distinción entre apariencia racional y realidad irracional».16
En este panorama dibujado por Marcuse, la libertad se presenta como autonomía, como la auténtica autodeterminación de cada individuo independizado del control social y de la lógica de dominio. De este modo, «la autodeterminación será real en la medida en que las masas hayan sido disueltas en individuos liberados de toda propaganda, adoctrinamiento o manipulación; individuos que sean capaces de conocer los hechos y de evaluar las alternativas».17
Sin embargo, la propuesta de Marcuse, si presupone una ruptura total con la lógica de dominio científico-técnica, sostiene la necesidad de continuar con la base técnica misma. Esto es debido a que son las conquistas del desarrollo científico-técnico señaladas como aquello que ha permitido al ser humano liberarse del yugo del trabajo, haciendo posible la satisfacción de las necesidades básicas, reduciendo al mínimo el esfuerzo para alcanzarlas. Esa liberación es señalada como un a priori clave para el desarrollo de la verdadera libertad.18
Así, el individuo liberado de las tareas serviles podrá establecer de manera individual cuáles son sus necesidades verdaderas, siempre y cuando tenga la libertad para dar su propia respuesta y no esté adoctrinado y manipulado por el sistema. Esta conquista de la libertad interior, alejada del condicionamiento de la opinión pública, es en la que, según Marcuse, el hombre encuentra su propia identidad.19
La verdadera libertad según Marcuse nace de la unidad entre el logos de la razón y el «instinto de vida» (Freud) del eros. «En la exigencia del pensamiento y en la locura del amor se encuentra la negación destructiva de las formas de vida establecidas».20 En este sentido, la libertad y la razón parecen converger, pues el autor señala que no todas las opciones son válidas sino solamente aquellas que conducen al ser humano a la realización de sus potencialidades, algo que solo es posible en el hombre que está liberado de sus necesidades más básicas.21
La autodeterminación del individuo, por tanto, le permite «vivir de acuerdo con la esencia de la naturaleza o del hombre»22 y en ese sentido incluye también las circunstancias históricas en las que cada individuo se desenvuelve. El individuo asume las posibilidades de desarrollo alternativas que se le presentan en relación con su momento histórico y en lucha contra el pensamiento establecido, cosa que solamente es posible cuando el individuo es consciente de su propio ser. De este modo se recupera la tensión entre el ser y deber ser que se resuelve a través de la dialéctica establecida entre logos y eros.23
Marcuse se encarga de reseñar, sin embargo, que todo esto no implica el surgimiento de valores espirituales presentes en la mentalidad precientífica, sino que el desarrollo de la ciencia y la técnica han posibilitado la «conversión de los valores en tareas técnicas».24 Así, dentro del planteamiento materialista de Marcuse, la ciencia ha conquistado el terreno de la metafísica, pues los valores como la libertad, la justicia o la paz son cuantificables y dependientes de la materia, ya que esos valores responden, según el autor, a la satisfacción de las necesidades materiales del hombre.25
Marcuse, con el fin de otorgar objetividad y solidez a los valores sacándolos del terreno de la subjetividad y lo irracional, pretende justificarlos desde una razón científica que, si es fiel a su método, nada puede decir acerca de los mismos. De este modo, el autor reduce lo real a lo material en vez de ampliar los horizontes de la razón científico-técnica para una justificación metafísica de los valores.
Por eso Marcuse propondrá transformar la ciencia en política,26 para justificar el acto de liberación del hombre aplicando a la ciencia unos fines y una orientación que no pueden alcanzarse desde el plano científico. Este es el único modo en el que Marcuse podría convertir el instrumento de dominación en instrumento de liberación, liberando a la ciencia como instrumento de poder y dominación para convertirse en la respuesta a las necesidades humanas.
De este modo vemos cómo el logos que menciona Marcuse como fundamento de la verdadera libertad no es más que un requisito que permite la liberación del hombre de las tareas serviles, situándose en la base para el desarrollo posterior de las potencialidades humanas. Sobre el logos materialista de Marcuse irrumpe con fuerza el desarrollo del eros o del instinto vital freudiano, que es asimilado a la parte irracional e impulsiva del ser humano. Así, la realización del hombre se encuentra en el reconocimiento de las necesidades no sublimadas de la libido, dejando al hombre en manos de sus instintos más primarios, que son para Marcuse la verdadera fuerza revolucionaria y creadora que libera al hombre de la alienación de la sociedad unidimensional y de la represión instintiva.27
De este modo, en Marcuse no hay una verdadera reconciliación entre libertad y razón, pues la razón científica no puede guiar la acción al no poder descubrir lo más propiamente humano. Por eso la libertad liberada de las ataduras sociales queda ahora presa de los instintos vitales propios de la libido quedando así desorientada con relación a su verdadero fin: la felicidad y la plenitud del ser humano.
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1 En su edición original: MARCUSE, Herbert, One-Dimensional Man, Beacon Press, EE. UU., 1964. En su edición francesa: MARCUSE, Herbert, L’Homme unidimensionnel, tr. del original por Monique Wittig y el propio autor, Les Editions du Minuit, París, 1968. En su edición en castellano utilizada en este trabajo: MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993.
2 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, p. 44.
3 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, p. 109.
4 Ibídem, p. 285.
5 Ibídem, p. 63.
6 Ibídem, p. 79.
7 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, p. 39.
8 Ibídem, p. 200.
9 Ibídem, p. 210.
10 Ibídem, pp. 172-173.
11 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, p. 202.
12 Ibídem, pp. 114-116.
13 Ibídem, p. 129.
14 Ibídem, p. 8.
15 Ibídem, p. 281.
16 Ibídem, p. 254.
17 Ibídem, pp. 280-281.
18 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, pp. 259-260.
19 Ibídem, pp. 36-40.
20 Ibídem, p. 155.
21 Ibídem, pp. 155-157.
22 Ibídem, p. 154.
23 Ibídem, p. 194.
24 Ibídem, p. 260.
25 Ibídem, p. 263-264.
26 MARCUSE, Herbert, El hombre unidimensional, tr. por Antonio Elorza, Planeta Agostini cedida por Ariel, Barcelona, 1993, pp. 261-262.
27 Ibídem, pp. 9-10.