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DEL GÉNERO COMO CONSTRUCTO SOCIOCULTURAL AL GÉNERO SENTIDO: SOBRE LA EVOLUCIÓN DEL PENSAMIENTO RADICAL DE GÉNERO Y LA RUPTURA DE LAS TENSIONES CONSTITUTIVAS DE LA PERSONA HUMANA

Viviana González Hincapié

Una de las tensiones fundamentales que nos ha legado el siglo XX es una tensión antropológica, que pone en el centro uno de los aspectos constitutivos de la persona humana: se trata de su identidad sexual. Bajo la categoría de género y las distintas teorizaciones a ella asociadas, la presencia de esta cuestión en el debate público mundial no ha dejado de incrementarse en las últimas décadas. Pero su elevada incidencia no se explica si no se tratara de algo que toca profundamente al ser humano, si todos y cada uno no hiciéramos experiencia, en cada una de las etapas de nuestra vida, de nuestro ser como seres sexuados. Mediante un análisis de las tensiones y rupturas que han tenido lugar entre tres dimensiones que podemos considerar como fundamentales y constitutivas de la persona humana —a saber, la dimensión natural-biológica, la dimensión socio-cultural y aquella referente a la libertad—, se plantea una aproximación a la evolución de la categoría de género.

1. SEXO Y GÉNERO: DE LA DISTINCIÓN A LA RUPTURA. EL GÉNERO COMO CONSTRUCTO SOCIO-CULTURAL

En una primera fase de desarrollo del corpus teórico configurado alrededor de la categoría de género, el término hará referencia al grupo al que pertenecen los seres humanos de cada sexo, pero destacando sobre todo las características sociales y culturales, en una clara distinción de las características biológicas. Este uso traslaticio del término género desde la gramática al ámbito de los comportamientos sociales y culturales asociados a la identidad sexual, se dio, en primer lugar, en la psiquiatría y la psicología, y solo después se extendió a los estudios feministas. En esta distinción vemos cómo el foco estaba puesto en la tensión entre los polos natural-biológico y socio-cultural. Sin embargo, la tensión entre estas dos dimensiones se había agudizado desde las primeras décadas del siglo XX, allanando el camino que terminará conduciendo no solo a una distinción, sino a una ruptura radical y a la eliminación de uno de los dos polos.

La configuración del género como categoría socio-cultural encuentra sus antecedentes en el argumento culturalista propuesto por la antropología norteamericana hacia las décadas de 1920 y 1930. De acuerdo con sus postulados —dominantes en las ciencias sociales hacia finales de la primera mitad de siglo—, los aspectos decisivos en la configuración de la persona humana —incluida la sexualidad y sus manifestaciones identitarias y relacionales— habrían de verse como factores determinados meramente por la cultura. Los orígenes de este paradigma, sin embargo, se remontan a un movimiento de rechazo hacia la visión dominante hasta entonces, desde la que se acentuaba la preponderancia de los factores biológico-naturales en las diferencias entre hombres y mujeres, hasta el punto de desdibujar la parte de influencia correspondiente a los factores culturales y a la propia libertad de la persona (véase el esquema 1). En oposición a una visión biologicista, y por ende, reduccionista del ser humano, emerge una visión social-constructivista, en una oscilación pendular, reflejo de la dialéctica entre naturalismo y espiritualismo, que Robert Spaemann señalaba como característica de nuestra época (1996).

Esquema 1. Visión biologicista de la configuración de la identidad sexual


Fuente: Elaboración propia.

La emergencia de la categoría de género no podría haber tenido lugar sino mediante una distinción con respecto al sexo biológico de la persona: una de las fuentes que contribuirá en mayor medida a distinguir ambas esferas proviene de la Medicina, la Psiquiatría y la Psicología. Aquí se destaca la influencia del psicólogo y sexólogo neozelandés John Money, uno de los primeros autores en los que aparece claramente la distinción entre sexo biológico y roles de género. Money introdujo la distinción entre aquellos aspectos que forman parte del sexo biológico y el rol de género, con el que se haría referencia más bien a los comportamientos, preferencias, temas de conversación, etc. (Money y Erhardt [1974] 1982).

El problema fundamental de la teorización propuesta por Money —de la que se alimentará posteriormente toda la corriente radical de género—reside precisamente en que, a la distinción entre sexo y género, se sigue una disociación y ruptura radical: Money no solo subraya el carácter cultural del género, y la incidencia de la crianza y la educación en la configuración de la identidad sexual del individuo; sobredimensiona de tal modo la determinación cultural de la sexualidad, que intentará prescindir de cualquier incidencia del sexo biológico, contribuyendo fuertemente a la idea de que el género podía ser producido culturalmente, con independencia del sexo biológico de la persona. Para ello, defiende la tesis según la cual los individuos serían psicosexualmente neutros al nacimiento (Money 1963: 820). Los trabajos del psiquiatra Robert Stoller se sumarían a estos esfuerzos, culminando la fractura entre las dimensiones socio-cultural y biológico-natural (Stoller, 1968, cit. por Millett [1970] 1995: 77).

Las aportaciones del culturalismo norteamericano y de la psiquiatría y la psicología, contribuyeron a fortalecer el feminismo radical, que empezó a adoptar el término gender desde finales de la década de 1960 hasta finales de la de 1970, como respuesta —al menos parcialmente— a una visión reduccionista del ser humano, que había absolutizado la incidencia de la dimensión biológico-natural en la configuración de la identidad sexual, prescindiendo del componente cultural y del margen de libertad de la persona: «Para romper con la percepción del reduccionismo biológico, esto es, la creencia de que la anatomía prescribe las tendencias y los roles sociales, las investigadoras feministas han adoptado el concepto de género para designar características culturalmente específicas asociadas con la masculinidad y la feminidad» (Hawkesworth 2013: 36) (véase el esquema 2).

Esquema 2. Visión social-constructivista de la configuración de la identidad sexual


Fuente: elaboración propia.

2. DECONSTRUIR LO QUE ES MERA CONSTRUCCIÓN: DEL GÉNERO COMO CONSTREÑIMIENTO SOCIO-CULTURAL AL GÉNERO SENTIDO COMO LIBERTAD DESENCARNADA

Esta visión social-constructivista no solo trajo consigo una ruptura entre el polo biológico-natural y el socio-cultural en la configuración de la identidad sexual de la persona, sino también una interpretación de las diferencias socio-culturales en clave de opresión y constreñimiento: la idea de género como constructo socio-cultural es acogida en el movimiento feminista radical, en su intento por liberar a la mujer de la opresión que le imponen los roles tradicionales de género. Si todo lo que somos —especialmente aquello que tiene que ver con nuestra identidad sexual— no es más que un constructo social, las identidades sexuales tradicionales habrán de desenmascararse como meros constructos, en un proceso de deconstrucción, a partir del cual el sujeto podrá volver a construir y dejar que surjan nuevas identidades fluidas (cf. Oster 2015: 9-10).

Desde la década de 1980, el escenario de actores y propuestas que inciden en la radicalización del discurso de género se vuelve más complejo: al feminismo de base social-constructivista —en el que la «igualdad» es leída en clave de «identidad» de comportamientos en todos los ámbitos de la vida, y desde el que se intentará eliminar cualquier diferencia entre hombres y mujeres—, se unen la teoría queer y el movimiento LGTBI.

El número de autores y teorías que han alimentado este feminismo radical de género es muy amplio, y dista de ser homogéneo. Aquí nos limitamos a señalar la gran incidencia que ha tenido la teoría queer, giro relevante del pensamiento radical de género de las últimas décadas, desde el que se promueve la deconstrucción y subversión de todo lo que hasta entonces había sido considerado como normal en materia de sexualidad, fundamentalmente la heteronormatividad y el binarismo de género —que denuncia como algo problemático el que, hasta entonces, el género se haya entendido estrictamente como una de dos opciones, propugnando así un espectro de identidades y expresiones de género (cf. Goldberg 2017).

En la teoría queer, emergen autoras como Judith Butler, para quien el género constituye el medio discursivo-cultural, por el cual es producido el sexo natural mediante la repetición de acciones estilizadas a lo largo del tiempo, esto es, mediante una performance (Butler [1990] 2006). Otorgando un papel tal a la capacidad de acción del individuo, podemos pensar que esta autora estaría exaltando el polo de la libertad; la pregunta de a qué libertad hace referencia emerge cuando pone el acento en las acciones y representaciones que tienen como finalidad subvertir y transgredir la supuesta falacia de una sexualidad natural y del género como normatividad socio-cultural represiva. De acuerdo con Butler, las ilusiones del cuerpo, deseo o sexualidad naturales, podrían disiparse mediante estrategias de repetición subversiva, representando así el género de manera increíble (cf. Hawkesworth 2013: 45). El género se convierte así en una libertad desencarnada, desde la que se prescinde del polo de la dimensión biológico-natural en la configuración de la identidad sexual de la persona humana, a la vez que se invita a transgredir toda posible influencia de la dimensión socio-cultural (véase el esquema 3).

Esquema 3. Visión posmoderna de la configuración de la identidad sexual


Fuente: Elaboración propia.

Una libertad abstracta, que se ha propuesto como finalidad deconstruir todo lo dado social y culturalmente, prescindiendo completamente de los presupuestos naturales de la propia corporalidad, quedará a expensas de los sentimientos y deseos volubles y pasajeros del individuo. De este modo, hemos pasado de una categoría de género como constructo sociocultural, modificable y sin relación alguna con la dimensión biológico-natural, a una categoría de género como lo «sentido», a la fluidez de género, en la que el género —entendido desde una perspectiva radical— se presenta como verdadero ámbito de expresión del propio ser, haciendo que el sexo —en tanto que presupuesto corporal— aparezca como un mero material secundario, a disposición del género. «El sexo se convierte así en ámbito a configurar por el género, y no al revés. La identidad es fabricada, y no se recibe» (Oster 2015: 10).

Estamos ante un tema complejo, sobre todo por la profusión de términos que ha tenido lugar en los últimos años: así, por ejemplo, la categoría «sexo-género sentido», frente a la que no existe unanimidad, pese a haber sido incorporada ya en normas legales,1 hace referencia grosso modo a la no correspondencia entre el sexo biológico y aquel al que la persona siente que pertenece.2

Por su parte, la fluidez de género —con la que se hace referencia a una identidad de género que varía en el tiempo a lo largo de un espectro (cf. Goldberg 2017)— es un elemento indicativo de que el pensamiento radical de género está lejos de constituir un corpus teórico homogéneo. Si hasta hace unos años se hablaba de la necesidad de incorporar un número determinado de géneros, o incluso de sexos biológicos,3 recientemente se ha abierto paso una corriente que aboga por la completa eliminación de cualquier tipo de género fijo.4 Podemos preguntarnos si esta profusión de términos —con la que se pretende dar cuenta de la diversidad humana—, no responde a una búsqueda de identidad completamente desencarnada, cuya única orientación la constituye una libertad abstracta, carente de contenido, y que se define como la mera ampliación de opciones. «El ‘género’ pertenece ahora al reino de la voluntad desencarnada, que se superpone a su cuerpo y escoge («asigna») una identidad sin necesidad alguna de justificación, especialmente cuando una elección tal está en oposición con su sexo dado.» (McCarthy 2016: 288).

3. A MODO DE CONCLUSIÓN. SOBRE LA NECESIDAD DE UNA (SANA) TENSIÓN ENTRE LAS DISTINTAS DIMENSIONES ABORDADAS EN LA CONFIGURACIÓN DE LA IDENTIDAD SEXUAL DE LA PERSONA

En los apartados anteriores, se han apuntado algunos elementos acerca de cómo las variantes del pensamiento radical de género producen una ruptura entre la dimensión natural-biológica, la socio-cultural y la capacidad de libertad del ser humano; ruptura que tiende a eliminar la incidencia de uno de los polos de la tensión, exaltando y sobredimensionando otro de ellos. Sin embargo, una mirada atenta al ser humano y a su relación consigo mismo y con el medio que lo rodea, indica que no es posible dar cuenta de su naturaleza como ser sexuado, que posee una identidad como tal, si no se consideran las tres dimensiones.

La presencia de los tres polos de la tensión se pone de manifiesto en las etapas fundamentales de configuración de la identidad sexual,5 tal y como se recoge al hilo de la contribución de Stefan Oster (2015: 4-6): el ser humano, como ser que posee una corporalidad mediante la cual se expresa y entra en relación con su entorno, percibe que esta corporalidad es sexuada hacia la edad de 2 o 3 años, cuando el niño empieza a reconocerse como niño o como niña;6 pero a su vez, él no sería capaz de reconocerse y nombrarse como chico o chica, si no fuese gracias al entorno en el que se encuentra, que lo introduce en el mundo, y le permite, a su vez, situarse y entender su posición en él. En la identificación con figuras de sexo masculino o femenino de referencia, y con los comportamientos y modos de expresión de cada uno de ellos, el niño y la niña aprenden a reconocerse como tales. Vemos, pues, cómo en esta primera etapa están especialmente presentes la dimensión biológico-natural y socio-cultural. Más tarde, en la pubertad, con el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios, tanto el chico como la chica se enfrentan al reto de encontrar una relación armónica con su propia corporalidad y los aspectos culturales unidos a ella. En esta etapa, entra en juego de modo más consciente el polo de la libertad: «Ahora, él [el joven] se comunica consigo mismo y con el mundo como chico o chica, pero la pregunta es si también él quiere eso personalmente, si su identidad como hombre o mujer crece, se fortalece, o si permanece frágil y variable» (Ibíd.: 5). Más allá de estas etapas, la relación con la propia corporalidad e identidad sexual están presentes a lo largo de la vida, puesto que en todas las situaciones vitales se manifiesta algo acerca de la relación con el propio cuerpo: la aceptación, el rechazo o la indiferencia en relación con la propia corporalidad, constituyen un aspecto esencial del asentimiento, del sí que nos damos a nosotros mismos.

Existiría una determinada comprensión del género que, respetuosa a su vez con lo que la persona ha recibido en su constitución natural, sexuada, y capaz de integrar la libertad y el carácter único de cada persona, hombre y mujer, podría contener en sí una aportación incluso valiosa para la mejor comprensión del ser humano —que permanece, en última instancia, un misterio más grande de lo que pueden contener nuestros esquemas—: «Soy hombre o mujer (sexo) y despliego mi pertenencia a este sexo y en esta sociedad de maneras distintas (género), en el margen que me ha sido dado y en sus contextos, y en el caso logrado, en el carácter único y en la misión que me corresponde solo a mí» (Oster 2015: 9). Solo manteniendo una sana tensión entre las tres dimensiones abordadas será posible dar cuenta de la configuración de la identidad sexual en el ser humano.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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1 En lo que al ámbito legislativo español se refiere, véase, entre otros: exposición de motivos de la Ley 2/2014, de 8 de julio, integral para la no discriminación por motivos de identidad de género y reconocimiento de los derechos de las personas transexuales en Andalucía, en la que se hace referencia al «sexo-género sentido»; preámbulo de la Ley 2/2016, de 29 de marzo, de Identidad y Expresión de Género e Igualdad Social y no Discriminación de la Comunidad de Madrid; asimismo, arts. 30.5 y 23.f de dicha ley; y exposición de motivos de la Proposición de Ley contra la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género y características sexuales, y de igualdad social de lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgénero e intersexuales, presentada por el Grupo Parlamentario Confederal de Unidos Podemos el 12 de mayo de 2017.

2 Aunque este tema excede los límites de la presente contribución, sobre lo transgénero, véase: Mayer y McHugh 2016: pp. 93-97; sobre la discusión actual en torno a la clasificación diagnóstica de la disforia de género, véase Tudela Cuenca 2017; sobre las cirugías de reasignación de sexo, véase McHugh 2004; sobre la disforia de género infantil, véase Cretella 2017.

3 Cf. propuesta de Lamas (2000: 339-40) de reconocer por lo menos cinco «sexos» biológicos.

4 Nótese que el pensamiento queer presenta incongruencias importantes con algunos de los postulados que, durante décadas, han sido la bandera del activismo gay. Se trata, por ejemplo, de la idea de que se nace con una cierta orientación sexual, que no es posible cambiar. La «fluidez de género» apunta lo contrario. Aquí se detectan conflictos no resueltos: más aún cuando gran parte de los teóricos queer provienen de movimientos LGTBI.

5 Para una aproximación a las teorías psicológicas clásicas que han elaborado explicaciones acerca de cómo se adquiere la comprensión que se es de uno u otro sexo, cf. Freixas Farré, 2012.

6 Se trata de lo que la teoría cognitivo-evolutiva desarrollada por Kohlberg ha denominado «adquisición de la identidad de género». Esta surgiría a partir del juicio de la realidad física de que hombre y mujer son diferentes. Cf. Ibíd.

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