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3. La “regulación” de las emociones: una posible lectura sobre las dimensiones del poder*
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Advierto a las lectoras y los lectores que este capítulo es un texto borrador que contiene más preguntas que certezas, que está escrito en lápiz (aunque ustedes lo lean en un ordenador o en una pantalla o lo tengan impreso ante sus ojos); que intenta problematizar, más que convencer o determinar, lo que es o se “debería” hacer; que procura –si fuera posible– escuchar más que decir, que contiene incluso mis propias emocionalidades y posicionamientos teóricos e ideológicos sobre el tema que me propongo desarrollar. Es decir, este escrito cuenta con mi conciencia histórica de las circunstancias actuales (situadas geográficamente en la ciudad de Buenos Aires, perteneciendo al colectivo de las psicomotricidades del sur de las Américas, sabiendo incluso que hay diversas psicomotricidades dentro de mi país) y mi interés profesional, académico y político sobre los cuerpos de las infancias subalternizadas.1
No contiene consejos, ni guías prácticas, ni ejercicios para aprender a “regular las emociones” en miras de conseguir “habilidades sociales”, sino que, muy por el contrario, intento reflexionar sobre cómo nuestros propios discursos y observaciones no son descripciones “neutrales”, sino que portan significaciones impregnadas de valorización, por más distanciamientos operativos que intentemos realizar.
Este texto fue escrito para el cierre del seminario del Grupo de Estudio Ornitorrinco en 2018, un grupo de estudio que coordinamos, desde hace más de nueve años, junto con mi compañero –el poeta, escritor y psicomotricista Daniel Calméls–, en el encuentro con colegas, amigas y amigos. Durante 2018 nuestro tema de estudio fue la emoción. Releímos y nos encontramos con textos y autores clásicos2 tratando de aproximarnos a sus líneas argumentales, desde la especificidad disciplinar y el contexto de producción de cada escrito, siendo conscientes de no haber abarcado el tema en su totalidad.
El objetivo en particular de este texto no será transmitirles la síntesis de lo estudiado, sino intentar leer entre líneas la dimensión del poder, esas marcas discursivas que se expresan de manera subterránea en los discursos y las perspectivas teóricas desde las cuales se estudia en este caso la emoción (incluida, por supuesto, la psicomotricidad). Me refiero al poder en el sentido que Foucault lo utiliza, en cuanto regla, prohibición, ley, pero también como potencia: lo que impulsa no solo a hacer sino a interactuar.
¿Cómo se ejerce el poder desde los discursos hacia los cuerpos y sus emocionalidades?
¿Cómo nominan, aprecian, describen, juzgan los diversos discursos las emociones?
¿Cómo se constituye la emoción como objeto de discurso?
¿Cómo percibir la micropolítica3 de las emociones? ¿Será posible revisar lo que decimos y reproducimos desde nuestras teorías y prácticas en psicomotricidad?
El tono con el que leemos las emociones
El conocimiento nunca es neutral, sino inherente a una ideología y a un contexto sociohistórico de producción. Todo saber/poder produce verdades culturales; algunas llegan a materializarse en prácticas y otras no: en cuanto son capaces de producir la realidad que enuncian, cobran una dimensión performativa, es decir, crean a partir de lo que dicen la realidad que enuncian.
Uno de los desafíos de los feminismos ha sido justamente cuestionar los “metarrelatos” de lo “universal” y “trascendente”, que funcionan como garantes de la ficción de un “saber verdadero y puro”. Sobre esa máscara de imparcialidad, está la visión hegemónica occidental y masculinizada que, junto a sus censuras, prejuicios y estereotipos opera en la universalización del sentido.
Desde estas concepciones se producen las categorizaciones que designan los criterios de identificación/diferencia, pertenencia/exclusión, prestigio/disvalor, capacidad/discapacidad.
¿Qué emocionalidades crea el colonialismo?
Pareciera que la emoción continúa presente en nuestro imaginario, junto a los impulsos y la irracionalidad del “pensamiento salvaje”. La portan las indias y los indios, las niñas y los niños, las mujeres, los trans, las personas pobres, negras, discapacitadas, los animales… De las diversas y complejas emociones, la estrategia colonizadora intenta domesticar en particular la ira: la pulsión agresiva, las “energías instintivas del ello”, la que fácilmente se desliza como desobediencia o falta de acatamiento.
Los pueblos originarios4 son derivados, desde un afán inclusivo, al “origen”, y así portan desde la mirada occidental un estatus residual que los confina a la etapa “infantil” de la humanidad. Del mismo modo, en función de la edad las infancias (y mucho más las que tienen una diversidad funcional o sexo-genérica) parecieran ser interpretadas por la “primitividad” de sus expresiones en cuanto requieren un tiempo para alcanzar una racionalización cerebral “más elevada” de la evolución de las funciones “superiores”5 del lenguaje, de las funciones yoicas y “superyoicas”, para poder “gobernar” las manifestaciones emocionales.
¿La sensibilidad griega tiene el mismo estatus que la amerindia? ¿Qué “pretensiones de verdad” portan los mitos-saberes griegos a diferencia de los mitos-creencias indígenas?
En la perspectiva amerindia6 los animales eran humanos y dejaron de serlo a partir de su evolución. Nuestra mitología pareciera haberse construido al revés: ¿algunos seres son más animales que otros? ¿Más culturizados? Conocemos muy bien la estrategia política civilizatoria, las “desapariciones” y los múltiples intentos por acallar la emocionalidad del rebelde, del desobediente, del transgresor…
Cabe destacar que los rasgos con que se elige representar al “indisciplinado” interesan no porque esas representaciones sean verdaderas o falsas, sino por la necesidad de instalar en el imaginario social esta idea, lo que equivaldría a reforzar su lugar de creencia (Oliven, 1999), cimiento de la tradición y construcción del “sentido común”.
¿La emoción se vive de igual modo en función de la clase, la raza, el género, la diversidad funcional?
Tanto la idea de raza como la de género fueron al mismo tiempo constructos coloniales para racializar y generizar a las sociedades sometidas. Según feministas africanas e indigenistas, antes del contacto con la colonización no existía en las sociedades yorubas ni en los pueblos indígenas de América del Norte un principio organizador parecido al del género en Occidente. Las mujeres tenían acceso igualitario al poder público y simbólico y sus economías se basaban en principios de reciprocidad. Asimismo, estas sociedades reconocían más de dos géneros y daban lugar a diversas expresiones de la sexualidad (Mendoza, 2010).
La emoción históricamente individualizada ha sido refinada y romantizada por la sensibilidad burguesa: el amor cortés, el amor maternal y la labor feminizada y reproductiva del mundo de los afectos.
Ochy Curiel (en Curiel y Galindo, 2015: 18) se pregunta si son mujeres las mujeres negras, pobres e indígenas de hoy, que aún siguen siendo producidas por la colonialidad: ¿en qué sentido lo son y en cuáles no? ¿Cuál es la relación entre patriarcado y colonialismo? Esta pregunta nos invita a comprender tanto el carácter estructural y sistémico de las opresiones como su vinculación de continuidad y discontinuidad con el pensamiento colonial.7
¿Cuáles son las manifestaciones de la neocolonialidad? ¿La domesticación tiene hoy rostro de femicidio, tráfico de mujeres pobres, turismo sexual, abuso sexual infantil?
¿Cómo se gestan las “diferencias” desde las emociones?
Si pensamos en el llanto de un bebé –como una de las emociones más originales de lo humano– y en sus modos de resolución tónica, podemos inferir que ahí ya comienza a organizarse una tonicidad diferenciada en función del género y de las representaciones, los símbolos y las acciones que se inscriben sobre ella.
El llanto no es solo una representación de un malestar. Presenta diferentes significaciones, de acuerdo con los motivos que lo provocan y las diferentes valoraciones y sentidos en función del género, la edad y el contexto social y epocal en el que se expresa. Por eso podemos decir que se trata de una acción social que se expresa en comunidad, pero que contiene aspectos tanto humanos como no humanos (ligados a la sacralidad, por ejemplo).
Los múltiples matices del llanto (llorar por alegría, por dolor, por tristeza, por ofensa, por injusticia, por bronca, pero también como acto de purificación, como un lujo, como sanación o como estado de gracia) se abren como posibilidad etnográfica cuando optamos por pensarlo desde las perspectivas nativas, relacionales y situadas8 (Viotti, 2017).
Sin embargo, muchos estereotipos comienzan operando desde una tendencia hegemónica generizada sobre la tonicidad y las emociones. El hecho de que las niñas sean más emotivas, más blanditas, más receptivas o más tranquilas que los niños varones no es consecuencia ni del carácter natural de las emociones, ni de sus condiciones innatas, sino de las convenciones sociales y culturales, que moldean los comportamientos esperables para cada género.
Las normas de género se nos “asignan”, contienen una dimensión ideal, pero es en el proceso de corporización que esas reglas se reinterpretan performativamente (Butler, 2007). Esta relectura (que nunca es exacta) puede expresarse en modos hiperbólicos o discrepantes de género,9 que disputan la hegemonía de los discursos institucionales, incluidos los parentales.
La “rebelión” de los cuerpos de las mujeres, abierta a nuevas reapropiaciones y formas de aparición identitarias, hace que ellas corran siempre el riesgo de ser maltratadas, patologizadas y criminalizadas.
¿Qué sucede con las emocionalidades del raro, el discapacitado, el diferente? 10
Lo extraño, lo raro, lo torcido, sea por saturación o por exceso, no es solo el comienzo del ocaso de los normales, sino que también podría ser un modo particular de crítica política y de resistencia frente a las normas, opresivamente respetables, relativas al género y la sexualidad.
También las niñas, los niños y les niñes que recibimos en consulta psicomotriz mayoritariamente se escapan de las normas. Sus cuerpos no son ni tan “dóciles” ni tan fáciles de “domesticar”. Suelen indisciplinarse, rebelarse, transgredir, estar “fuera de lugar y de tiempo normativo”.
Así como Judith Butler (2007) nos permitió visibilizar que las disidencias sexo-genéricas y las sexualidades “no normativas” pagan un alto precio para con-vivir en el sistema de la “heterosexualidad obligatoria”, la teoría crip impulsada por Robert McRuer (2006) señala también que existe una “capacidad o integridad corporal que se supone obligatoria. La mirada “capacitista” entiende que se nace con todas las capacidades, que lo “natural” son las capacidades y aquellas subjetividades que, por algún motivo o circunstancia no la tienen, son marginadas, estigmatizadas o in-capacitadas por su condición de dis-capacidad.
Desde esta perspectiva, las personas que no pueden acceder a los “estándares de capacidad exigidos” deberán rehabilitarse, estimularse (y pagar) para poder conseguir adaptar o recuperar algo de su “funcionalidad deficitaria”. El capacitismo se sustenta en una visión medicalizada del cuerpo normal y en una ética que devalúa la diferencia, pues cuantas menos capacidades tenga alguien, más restringidas serán sus posibilidades de decir, elegir y manifestarse con libertad.
En el sistema capitalista, la mirada “capacitista” se redefine desde un marcado interés en regular el campo de la sexualidad y la genitalidad pues, al “producir menos”, estas personas deben también “reproducirse menos”. La “infantilización” de la discapacidad o su contrapartida –el “impulso sexual desenfrenado”– han sido las ficciones propuestas para construir sobre estas sexualidades una des-erótica de sus cuerpos.
¿La emoción evoluciona?
¿Las infancias comparten la herencia común subcortical con los mamíferos? Perdura en ciertos discursos educativos, terapéuticos y clínicos la perspectiva evolucionista de la emoción, sea considerada como un patrón filogenético que se ha ido complejizando con su sociabilización, como cuando se la piensa solo vinculada a etapas que alcanzan su desarrollo “ideal” con la edad avanzada. La relación naturaleza-cultura es desde esta perspectiva una relación de continuidad progresiva; así, el esquema evolucionista interpreta que en “grado creciente” se accede a la cultura.
El método comparativo se instaura desde aquí tanto en su aspecto diacrónico (corte vertical) que determina etapas evolutivas como en su aspecto sincrónico (corte horizontal), que permite analizar las diversas sociedades o instituciones sociales que se encuentra en el mismo “estadio evolutivo”.11
Si bien es cierto que un bebé no se expresa emocionalmente de igual modo que una niña o niño de dos años, ni estos igual que una o uno de diez, habría que revisar ciertos términos que desvalorizan lo que cada edad contiene como potencia.
La lógica del “evolucionismo” se encuentra vigente en ciertas conceptualizaciones que designan la emoción como lo prelógico, lo preverbal, lo inmaduro, lo primitivo; perspectivas que se refuerzan de la mano del patriarcado colonial que mira desde lo alto del adultocentrismo12 y el logocentrismo.
Podemos pensar que tanto las mujeres como niñas, niños y niñes (entre otras minorías) se enuncian desde los denominados “grupos silenciados”, cuyas voces quedan amortiguadas en las estructuras de dominio y que para expresarse se ven obligades a recurrir a los modos de expresión de las ideologías dominantes (Ardener, 1975; Moore, 2009).
¿Es posible leer las emociones sin un principio de ordenamiento jerárquico y excluyente?
Pareciera que las “epistemologías de las emociones” no llegan a tener el poder de la “racionalidad científica occidental”. Guiarnos por el plano de los deseos, de las creencias, de los afectos e intuiciones se contrapone aún con la pretensión objetivista que busca des-animar, des-subjetivar, des-corporizar, tanto como sea posible, para evitar “distorsiones” en el proceso de conocimiento.
Cabe destacar que el desconocimiento y la violencia jerárquica no son mecanismos privativos de la mirada eurocéntrica sobre los indios, sino que perviven como mecanismo inconsciente ante lo otro que queremos “dominar” o “conquistar”. Las violencias epistemológicas son ese proyecto de orquestación remota y de largo alcance que ha constituido al sujeto colonial como Otro (Spivak, 2011: 14).
¿Cuál es el sentido de “regular” las emociones?
¿Qué sucede cuando las emociones de sufrimiento se gestan como regularidad en el cuerpo?
Junto a la imposibilidad de acallar las emociones, aparece la necesidad permanente de “ordenarlas” y “normatizarlas”. La medicalización y las “pedagogías del disciplinamiento” han buscado no solo calmar, sino anestesiar y “regular” panópticamente los cuerpos.
Otra forma donde operan afectivamente las “regulaciones” son los habitus13 (Bourdieu, 2002), las regulaciones en el cuerpo (Calméls, 2009c), eso que les permite a los bebés y a niñas o niños pequeños desde temprano ir armado, gracias a otro cuerpo (que cumpla las funciones de crianza), constantes espacio-temporales securizantes. Matrices de referencia que les permiten confiar que tras el llanto o el dolor alguien va acudir para calmarlas o calmarlos. Emocionalidades ritmadas que van armando los primeros códigos corporales afectivos de comunicación, cimientos de la continuidad existencial (Winnicott, 1975) y seguridad afectiva.
Las disposiciones duraderas, afectivas y securizantes, in-corporadas durante los primeros años de la vida, integran los sistemas simbólicos mediante las prácticas de crianza, de acuerdo con las variantes estructurales del habitus del grupo primario al cual pertencen.
Es en una situación de encuentro-placer-alegría donde nace la capacidad de confiar en los otros. Sus contrapartidas, la crueldad y la violencia, producen diversas formas de descorporización y sufrimiento. Si el otro deja de ser confiable; si las tensiones, las irregularidades y el desencuentro se incorporan como constante en los primeros tiempos de vida, los caminos hacia el “repliegue” o la salida hacia el “desborde” se convierten en casi el único camino defensivo. El miedo y la irritabilidad se manifiestan tempranamente a modo de respuestas de autoprotección frente a un contexto vivido como hostil o inseguro.
Las dificultades en el armado de rutinas securizantes se manifiestan para muchas niñas y niños pequeños como dificultades en la regulación del sueño y la alimentación.
Me interesa subrayar que las emociones, si se regulan directivamente, provocan la mayoría de las veces respuestas mecánicas o reactivas; si, por el contrario, se construyen en diálogo afectivo con otros cuerpos, permiten la corporización, y con ello la regulación efectiva y afectiva de otras funciones.
¿Qué emocionalidades crea el capitalismo?
“Las nuevas tecnologías van en sintonía con la descorporización de las emociones” (Calméls, 2013). Emoticones que traducen nuestros estados de ánimo. Caras sin rostros. Dispositivos que obligan a posar y mostrar lo “feliz”, lo “exitoso”, lo “popular”, lo “bello” de un individuo mercantilizado, “fotoshopeado”, banalizado.
El capitalismo, de la mano del espectáculo y el consumo, renueva y crea nuevas lógicas de expulsiones: no hay lugar comercial para proyectar emociones hambrientas, vulnerables, contradictorias, dolorosas, envejecidas, deterioradas, carentes o defectuosas.14 Pero esas emociones “subterráneas” que no deben salir a la luz permanecen en nuestros cuerpos, tapadas, disfrazadas y/o naturalizadas, cuando no diagnosticadas y medicalizadas.
Las estrategias globales apuntan a oprimir las emociones sin poder sublevarnos, porque el opresor ya se ha descorporizado: se ha transformado en un sistema complejo y perverso que combina personas, redes, máquinas, sin un centro tangible y visible. ¿A quién reclamar? ¿Contra quién enojarnos?
Por otra parte, podemos preguntarnos si no existen psicomotricidades ligadas a ciertas “corporaciones”: esas que venden y consumen emocionalidades, solidarias con el neoliberalismo que promueve técnicas de autocontrol, fortalecimiento de la autoestima, métodos de autorregulación personal y desarrollo de las competencias emocionales.
Las emociones para el capitalismo se entrenan, se ejercitan, se controlan, se evalúan. Sin duda, estas propuestas apuntan no solo a regular sino a hacer responsable al individuo, niña, niño, familia de lo que siente y vive sin preguntarse por las causas, sus condiciones materiales, su historia afectiva y las maneras en que los cuerpos viven y expresan su relación afectiva con otros cuerpos.
Las técnicas “globales” de relajación que en muchas escuelas se intentan promover subtienden los siguientes propósitos:
Tranquilizar a los cuerpos.
Ablandar tensiones deseantes.
Anestesiar sensibilidades.
Restringir necesidades de movimientos.
Silenciar los gestos expresivos.
Controlar acciones y pasiones.
En cambio, desde la psicomotricidad y el mapeo corporal propuesto por Calméls, nos interesa pensarnos en dispositivos de trabajo que integren procesos de relajación-acción, en función de potenciar la producción de las corporeidades y sus libertades.
Nos sentimos cerca de las intranquilas y los intranquilos, quienes, aun encontrando la calma, pueden conservar su rebeldía deseante y creativa.
El cuerpo y el poder de las emociones
Sabemos que donde existe opresión también existen respuestas contrahegemónicas, que cuando el placer encuentra alianza con el poder se motorizan las manifestaciones del cuerpo. ¿Qué espacios de fuga y deriva creativa encuentra la emoción?
¿Cómo se entreteje la emoción y el poder de manera positiva?
Spinoza, Deleuze, Guattari, Calméls nos advierten que las potencias colectivas se tejen en un juego dominado por una determinación recíproca (plano de inmanencia), no reglado de antemano por una lógica simbólica, sino deseante o constituyente. Tejen comunidad.
Retomando la filosofía spinoziana, el afecto no es solo un sentimiento sino la potencia corporal que impulsa a actuar e interactuar. La “ética de la alegría” se corresponde con la posibilidad y la potencia que tiene ese afecto en cuanto expande nuestras capacidades y posibilidades de encuentro afectivo con otros, y por lo tanto tiene un carácter transformador de nuestra existencia.
Por ello, la “emoción afectada” (Calméls, 2019c) se potencia en espacios compartidos, cuando se encuentra entre cuerpos: jugando, pintando, cantando, bailando e incluso protestando. Puede devenir-ser revolucionaria cuando los cuerpos pulsionales se encuentran congregados, apropiándose de las calles y de las plazas. En la fiesta y el carnaval, en las marchas y luchas populares, en las asambleas barriales y en los grupos que se aúpan mutuamente para existir.
Pienso-siento la existencia esperanzadora, de una emoción que se manifiesta en comunidad. En la energética vitalidad del acuerpamiento. Viviéndola colectivamente como el lenguaje y producción de lo común. Latiendo con otros cuerpos que gritan, lloran, ríen… una emoción que se expresa en la reunión. Esa emoción no me pertenece solo a mí, ni solo depende de mí, sino que es por el otro que la reconozco y cobra existencia.
La emoción nos dignifica cuando no es un hecho aislado, una respuesta individual, sino cuando me emociono por y con el otro, cuando me emociono de otro emocionado. (Calméls, 2020: 48)
Reducir la emoción a lo visceral o pulsional-orgánico le quita vitalidad al concepto. Desde Darwin en adelante sabemos que las emociones son algo en común que tenemos con otras especies; sin embargo, en los seres humanos constituyen parte esencial de la vida relacional, pues mediatizan el juego social, la interacción: “La respuesta frente al hecho emocional convierte al gesto emotivo en una relación sentida” (Calméls, 2020: 48).
Nacemos con la capacidad de producir emociones, que tienen un sustrato tónico muscular (Wallon, 1965). Pero, señala Calméls (2020), no nacemos con afectos; estos se gestan en la relación, y por ello en la medida en que se viven a través de las diversas manifestaciones corporales se expresan como “emocionalidades afectadas”.
Cuando las emociones entran en la dimensión del afecto (Calméls, 2020) se expresan de forma plural y corporeizada. Tienen efecto en lo social y lo social les da sentido. Toman la voz, la actitud postural, el gesto, el rostro, la forma en que contactamos y temblamos.
El desafío es tratar de comprenderlas en sus propios términos expresivos, en su identidad histórica y cultural e incluso en su particular cosmología. La emoción de un bebé, desde sus propios códigos comunicacionales, sin pretender adultizarlos. La emoción de una familia, junto a sus propias configuraciones, sin moralizar sus manifestaciones. La emoción de un ritual, sin teatralizar o ridiculizar lo exótico.
Por ello es necesario advertir la necesidad de que sean enunciadas como emocionalidades “situadas” en una experiencia, en una edad, en una problemática corporal, en una familia, en un grupo, en una geografía, en una cultura. El peligro es leerlas siempre desde nuestros propios códigos y sistemas de creencias, creyéndonos “neutrales” de emocionalidad.
Sí, nuestra perspectiva profesional contiene creencias y racionalidades consensuadas y legitimadas por el propio colectivo. Es importante, por lo tanto, revisar la problemática del “poder” que se nos atribuye, no solo como condición transferencial necesaria para cualquier proceso terapéutico, sino en su dimensión política, porque el “especialismo” no es más que una emocionalidad opresiva frente al otro (muy distinto es ser un especialista que “habilita al otro para…”) (Calméls, 2001).
Por otro lado, considero que si las emociones se reducen a lo orgánico, los sentimientos parecieran ser una construcción de la psique. Sin embargo, podríamos pensar no solo en términos evolutivos o dicotómicos. Complejizar sus relaciones, valorando lo corporal15 como aquello que permite integrar las emociones y los sentimientos en un devenir culturalmente codificado, nombrado, que perdura en el tiempo. El placer o el displacer dejan marca afectiva no solo en el psiquismo sino en la memoria del cuerpo.
Tal vez, incluso, las emociones nos encuentren a nosotros mismos en esa “entre-indeterminación” mucho más compleja que la que soñaban nuestros binarismos naturaleza-cultura. La dialectización walloniana elucidó el modo de pensarlas sin caer en reduccionismos biológicos.
Advierto que los cambios y las transformaciones no se dan por evolución, sino la mayoría de las veces por saltos cualitativos, acontecimientos.
¿Serán las “emocionalidades afectadas” (Calméls) las que cobran centralidad en la práctica psicomotriz?
Creo que la instancia relacional de las emociones es la que nos sigue convocando a las y los psicomotricistas, para sentir-nos en las maneras que tenemos de enunciarlas, colorearlas y habilitarlas –en nuestras conceptualizaciones y prácticas, como una instancia ética imprescindible– que nos permite posicionarnos junto a la otredad, para habilitar desde las infancias la construcción autónoma de las identidades corporales subjetivas/colectivas.
Las alternativas desde donde buscamos promover el “bienestar corporal” no pueden desconocer los modos en que los contextos producen deshumanización a través de las emociones ligadas a la excitación, el estrés, el aislamiento, la agresión y el miedo.
* Este texto se publicó en la revista Entrelíneas. Revista especializada en psicomotricidad, núm. 43, 2019.
1. La subalternidad (Spivak, 2013) es una condición de subordinación, sea esta generada por clase, género, etnia, edad, discapacidad o cualquier otra forma de opresión “cuya identidad es la diferencia”. La autora explica que el sujeto subalterno es hablado por el discurso dominante y esto es lo que le quita posibilidad de pensar con autonomía crítica. Solo transgrediendo su lugar asignado es posible que el sujeto subalterno pueda ejercer su poder epistemológico. Sin embargo, es importante señalar que quizá desde determinadas posiciones no se entienda el lenguaje subalterno, pero esto no quiere decir que ellos no hablen. Mientras no se los escucha, de todas formas, ellos se expresan. Sin duda, desde antes de nacer un bebé es anticipado por el discurso parental-cultural como condición posible de subjetivación, pero esto no quiere decir que el bebé no cuente, en el proceso de corporización, con formas expresivas e identitarias de subjetivación propia, que le permiten interactuar con los otros desde su identidad en formación. La crítica feminista y la poscolonial confluyen en la percepción de una analogía entre la posición subalternada de la mujer y de cualquier otro grupo colonizado/subalternizado.
2. Los autores trabajados fueron Charles Darwin, René Spitz, Lev Vygotski, António Damásio, Baruch Spinoza, Tran-Thong, y cerramos con Henri Wallon, teórico de referencia y de enorme vigencia cuando se trata de pensar las relaciones recíprocas del tono muscular y la emoción. La perspectiva walloniana de la emoción señala que esta tiene una raíz biológica, pero que se constituye gracias al intercambio social.
3. Concepto elaborado por Gilles Deleuze y Félix Guattari (1997) a partir de la reelaboración conceptual del término “biopolítica” de Michel Foucault (1976b).
4. El término “pueblo originario”, según Silvia Rivera Cusicanqui (2014: 60), “afirma y reconoce, pero a la vez invisibiliza y excluye a la gran mayoría de la población aymara o qhitchwahablante del subtrópico”. Según esta autora, se trata de “un término apropiado a la estrategia de desconocer a las poblaciones indígenas en su condición de mayoría, y de negar su potencial vocación hegemónica y capacidad de efecto estatal”.
5. Cabe destacar que, para las neurociencias, las emociones no se ubican solo a nivel subcortical. La información emocional se procesa en dos vías neurocognitivas diferentes, aunque interrelacionadas entre sí. En la vía implícita o mecanismo amigdalino la información va directamente desde el tálamo hasta la amígdala (sin pasar por la corteza cerebral). En la vía explícita o mecanismo hipocámpico la información sigue el camino cortical; va desde los centros de relevo hasta la corteza occipital y parietal (información visoespacial), a zonas temporales (información verbal) y parietales (información somática), teniendo al hipocampo, en el sistema límbico, como integrador del recuerdo (Burín, 2002: 26).
6. Para más información, véanse las reflexiones de Eduardo Viveiros de Castro (2013).
7. “En ese sentido, el feminismo decolonial es una apuesta que desestructura el supuesto sujeto del feminismo hegemónico institucionalizado y esencialista, al complejizar y situar una práctica política no solo basada en el género, sino también en la raza, la sexualidad, la clase, la geopolítica, etc., siempre situando las opresiones en una historia crítica que permita entender cómo estas se construyeron de forma imbricada desde las experiencias coloniales” (Curiel, en Curiel y Galindo, 2015: 22).
8. Pienso aquí en los espacios de formación corporal, en la relajación o en los momentos de “puesta en común” donde algunas y algunos estudiantes “lloran” o se emocionan al recordar parte de su historia corporal, o quienes tratan de contener el llanto, de no mostrarse llorando (los varones tal vez asumen más esta modalidad), o incluso reconociéndolo como instancia familiar y poco controlable: “Ya sabía que si empezaba a hablar me iba a inundar el llanto”, manifestaba en una ocasión una estudiante angustiada. Las discusiones entre lo íntimo/privado en estos espacios considerados formativos y la pregunta sobre las posibilidades terapéuticas o transformativas siguen siempre abiertas en los espacios de supervisión. Si bien en lo personal no adhiero a la idea de promover instancias que busquen provocar o sugerir emociones, me pregunto si el imaginario psicomotor en torno a la búsqueda del “equilibrio”, de la “armonía”, de “estar en eje”, del contactar con “el interior” no perdura como creencia significativa en estos dispositivos, y si la sacralidad en torno a ciertos conceptos como el “eje del cuerpo” (estar en para ir hacia), o la idea freudiana de la pulsión energética del movimiento, la “fluctuación tónica” o la sensibilidad no portan un plus por fuera del cuerpo como locus de enunciación. Sería conveniente que ciertos conceptos “sacralizados” puedan ser reconocidos con sus efectos y regímenes de producción de verdad.
9. El movimiento feminista de la década de 1970 ha puesto en visibilidad la constante explotación que supone el trabajo reproductivo no remunerado de las mujeres, cimiento de la estructura económica y social capitalista. La revuelta hacia este tipo de trabajo y la salida al mundo de la producción no han terminado de resolver la devaluación existente de la posición social de las mujeres (Federici, 2018b).
10. Sabemos que, para el patriarcado y el capitalismo, el colectivo trans atenta contra las lógicas tradicionales de la familia nuclear y la reproducción biológica de la especie; lo otro –“ambiguo”, “liminal”– es considerado peligroso, pasible de ser expulsado, abyectado.
11. El modelo evolucionista entra en crisis ante la imposibilidad de explicar las dinámicas de las transformaciones, lo que supone dejar de seguir pensando la historia de un modo lineal. Por el contrario, supone poder concebirla como un proceso de tipo “multilineal”, cuya estructura es dialógica. Entre el período de entreguerras las escuelas antropológicas comienzan a utilizar el término “diversidad” en reemplazo del de “diferencia”. La teoría funcionalista de Bronislaw Malinowsky y la teoría estructuralista de Claude Lévi-Strauss son decisivas para pensar de otro modo la “otredad”. La relación naturaleza-cultura, desde el estructuralismo, comienza a pensarse no ya en continuidad sino en oposición, y es el tabú del incesto el que introduce el paso a lo cultural, permitiendo la salida a la “exogamia” y la procreación. El tabú del incesto es para Lévi-Strauss el mecanismo por el cual se aseguran los intercambios dentro y fuera de la familia. Gayle Rubin (1998) destaca que es en el sistema sexo-género donde puede visibilizarse el origen de la opresión de las mujeres, pues “si las mujeres son el regalo, no están en condiciones de recibir ningún beneficio de su propia circulación”. Por ello, para las feministas no basta con hablar de “diversidad” sino que hay que introducir el término “desigualdad” junto con otros conceptos como los de dominación, explotación y hegemonías.
12. “Hay teorías que consideran al recién nacido en estado de prematurez, aunque la mayor fortaleza de un niño se encuentra en su supuesta «debilidad», en sus imposibilidades. Evaluamos como carencias, como falta, lo que es una condición de su existencia, lo que lo hace niño, porque el modelo con que se compara al niño es el adulto, por eso lo nombramos por sus supuestas faltas. El niño no nace incapaz, ni inmaduro” (Calméls, 2020: 30).
13. La noción de habitus es clave y transversal en la obra de Pierre Bourdieu, quien explica que la cultura no es algo estático y externo al sujeto, sino que existe mediante una práctica in-corporizada en el proceso de socialización de los sujetos. Estos “sistemas de disposiciones duraderas a hacer y ser” son los que garantizan la reproducción del orden social, permitiendo construir un sistema de referencia compartido por una comunidad que tiende a perpetuarse.
14. A mayor mercantilización de la vida, mayor precareidad relativa. El capital financiero es el que disciplina los mercados y las corporaciones, a medida que van creciendo e imponiendo sus intereses por sobre los intereses públicos. De este modo, para sostener el consumo, normalizan que nuestro vivir se sostenga con endeudamiento (Gaggo, 2014).
15. Dice Calméls (2019c: 17) que “en los primeros cinco años de vida se construyen las bases del cuerpo y de sus manifestaciones, que tendrán una configuración a nivel de la imagen –imagen del cuerpo– particular, única y original, y en la construcción de un esquema corporal, que permite espacialmente la localización del cuerpo en sus segmentos y articulaciones, así como el accionar eficaz sobre los objetos y el medio circundante”.