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4. El género desde los feminismos

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Algunas corrientes del movimiento feminista vienen advirtiendo acerca de la banalización que está sufriendo el concepto de género pues, al despolitizarlo, pierde su lugar como categoría de análisis de las relaciones de poder patriarcal. Observan que incluso la agenda neoliberal utiliza la “perspectiva de género” de manera tramposa (al servicio de intereses transnacionales, políticas del Banco Mundial, de las Naciones Unidas o de cualquier agencia de cooperación gubernamental). La “institucionalización” y la “oenegización” de las luchas sociales (Galindo, en Curiel y Galindo, 2015) no siempre contribuyen a dar fuerza a las luchas feministas en las sociedades del sur.

Para algunos sectores es más tolerable hablar de género que de feminismo, asociado este último a la imagen de mujeres movilizadas, en las calles, eufóricas, con pancartas, unidas en un grito en común, organizadas. Esta concepción del feminismo refleja solo una parte del movimiento y deja por fuera la posibilidad de pensarlo dentro de las prácticas cotidianas de crianza, de trabajo, de consumo. En los hogares, en las escuelas, en los hospitales, en los consultorios.

Releyendo a Diana Maffía (2007), y articulando con conceptos de la economía feminista, podemos situar tres saltos importantes que han dado impulso a los feminismos: el feminismo de la igualdad, el feminismo de la diferencia y el feminismo crítico.

El feminismo de la igualdad de los años 70 fue el que procuró la igualdad laboral, educativa, jurídica (patria potestad, divorcio, voto), proclamas que giraron en torno a la expresión “queremos ser iguales ante la ley”. Si bien estas luchas permitieron avanzar en términos de derechos, legitimaron en su misma proclama la jerarquización hombres-mujeres.

Para María Galindo (en Curiel y Galindo, 2015), al afirmar que el feminismo nace en el contexto de la Revolución Francesa y la lucha por los derechos de las mujeres, y posteriormente con las sufragistas, se corre el riesgo de atarse a la matriz europea. Por ello propone como alternativa pensar en una matriz planetaria.

En los años 70 comienza a instalarse el debate sobre el trabajo doméstico mediante la denuncia de la explotación en el hogar por parte de la producción capitalista, en el sentido de que, como los salarios tradicionalmente han sido insuficientes para la reproducción de la fuerza laboral, para asegurar esta reproducción el trabajo realizado en el hogar, por su carácter gratuito, es condición de existencia del sistema económico.

El modelo fordista de empleo se afirma con la división sexual del trabajo. La producción mercantil supone la existencia del modelo familiar “hombre proveedor de ingresos-mujer ama de casa”, caracterizado por una ideología que se concreta en el matrimonio tradicional con una estricta separación de trabajos y roles entre ambos cónyuges. El hombre es el “jefe” de familia y tiene la obligación de proveerla a través de un empleo a tiempo completo. A la mujer se le prescriben las tareas domésticas y de crianza vinculadas al mundo de los afectos y del cuidado.

En cambio, el feminismo de la diferencia, surgido en los años 80, buscó particularizar y exaltar la diferencia. Como si hubiese dicho “no queremos ser iguales, somos diferentes”, tenemos distintos cuerpos, distintas sensibilidades y manera de percibir la realidad. Estas proclamas, en un intento por subjetivar, reforzaron (sin quererlo) los estereotipos de género, exaltando incluso el rol maternal: “Las niñas son más apegadas a la madre, son más tranquilas, más afectuosas, conversan más que los niños varones”, por ejemplo.

Según Galindo (en Curiel y Galindo, 2015), en los años 80 se construye irónicamente la figura tecnocrática de “expertas en género y desarrollo”,1 quienes, desvinculadas de la matriz ideológica y las luchas del feminismo, quedan reducidas a producir “análisis culturales” que refuerzan el lugar de las mujeres como víctimas que necesitan ser protegidas mediante el otorgamiento de derechos por parte del Estado.

A comienzos también de la década de 1980, la incorporación de la variable etnia-raza permitió replantear el debate sobre el sujeto del feminismo. En primer término, irrumpieron en la escena pública los denominados feminismos disidentes (mujeres negras, indígenas, lesbianas, de clases populares, etc.), que empezaron a cuestionar por qué el feminismo hegemónico (blanco, occidental, heterosexual y de clase media) no las había considerado como sujeto, siendo ellas víctimas de opresión del racismo, del heterosexismo y del clasismo.

Comienza a delinearse desde entonces el denominado “feminismo decolonial” que elabora una genealogía del pensamiento producido desde los márgenes por feministas, mujeres, lesbianas y gente racializada en general. En diálogo con los conocimientos generados por intelectuales y activistas comprometidos, se propone desmantelar la matriz de opresión múltiple, asumiendo un punto de vista “no eurocentrado”.

El pensamiento desarrollado por las feministas decoloniales y antirracistas busca radicalizar la crítica al universalismo en la producción de teoría.

El feminismo crítico de los años 90, junto a las teorías deconstructivistas y el posmodernismo, será el que discuta las dicotomías, los binarismos, la jerarquización, las asimetrías interpelando los mandatos y roles obligatorios, reflexionando de un modo complejo desde los medios, las transiciones, las hibrideces, las relaciones paradojales, las intersecciones, los nomadismos de las identidades, lo ex-céntrico, lo abierto, lo dis-capacitado. Esta perspectiva desestabiliza teorías. Interpela al sentido común. Inquieta. Desborda lo esperable. Lo queer, lo crip comienzan a nominarse (y por lo tanto dejan de ser monstruosos o no tener lugar de nominación-existencia), avanzando en términos legislativos de gran importancia. Produce conocimientos que pueden definirse como transmodernos, transcapitalistas, transoccidentales, transcoloniales, transfeministas (Mendoza, 2010), abriendo espacios a saberes subalternizados.

Repensar al “sujeto político feminista” implica entonces no solo repensar los derechos de las mujeres en general, sino retomar un horizonte de lucha que permita desmantelar los mandatos y las estructuras patriarcales que oprimen no solo a las mujeres, sino a cualquier grupo que se encuentre en situación de subalternidad.

Desde esta perspectiva pensar el género es pensar en las injusticias que se generan tanto en el plano de la economía, como en el de la política y en el de la cultura. Hay formas económicas y políticas de explotación, marginación y privación específicas según el género; como también hay una diferenciación en la valorización cultural, pues el género estructura las formas de reconocimiento que dan lugar al androcentrismo y al sexismo cultural.

La lucha feminista consiste en una deconstrucción destinada a desmantelar el androcentrismo mediante la desestabilización de las dicotomías de género, dando lugar a redes de diferencias múltiples y en intersección, que sean cambiantes y no estén solidificadas. “Solo si dirigimos nuestra atención a concepciones alternativas de redistribución y reconocimiento podremos satisfacer las exigencias de justicia de todos” (Fraser, en Fraser y Butler, 2016: 66).

Hay quienes también consideran que se podría situar un cuarto movimiento, el de la llamada “vanguardia feminista” o “cuarta ola del feminismo”. Este salto se nutre de la colectivización del trabajo intelectual y artístico, entrelaza la estética y la política. Se organiza sobre la base de la horizontalidad, intersectorialidad y transversalidad de prácticas y saberes. Promueve una amistad política con alizanzas insólitas que buscan el tejido de un nuevo internacionalismo que viene desde el sur y desde abajo2 (Palmeiro, 2019).

La potencia colectiva de la creación y la cooperación son para la vanguardia feminista condición para la “construcción de lo común”. El acuerpamiento y la insurrección surgen de la intersección entre la experimentación poética y la acción política (Palmeiro, 2019).

La reapropiación colectiva de la creatividad opera en la construcción de lo común, activando potencias, afectando los cuerpos.

Para los feminismos, urge organizarse de un modo no patriarcal, no colonialista, no capitalista, no extractivista. Esto supone negación, pero también dehabituación y propuestas para otras vidas amorosamente vivibles.

Me detendré brevemente en los tres sistemas de opresión (funcionales entre sí) a los que alude el feminismo: el patriarcado, el capitalismo y el colonialismo.

El patriarcado no es solo una estructura general, sino muchas estructuras patriarcales a ser identificadas, descriptas, analizadas. El mismo concepto de patriarcado, si bien remite con claridad al sistema de opresión y subordinación sufrido por las mujeres, no es sencillo o simple, y alude a varios significados: a las relaciones de poder a través de las cuales los hombres dominan a las mujeres, a la subordinación de estas y la organización de los distintos modos de producción capitalista, al sistema de parentesco a través del cual los hombres intercambian mujeres, al poder simbólico que tienen los padres dentro de estos sistemas, a las relaciones de reproducción que existen dentro de la misma familia, a la posesión y el control de los hombres de la capacidad reproductiva de las mujeres, hasta la perspectiva feminista marxista que pone en relieve la subordinación de las mujeres como una forma de explotación de clase.

Al respecto, Gayle Rubin (1998) se pregunta qué es una mujer domesticada y cómo llega a ser una mujer oprimida. Considera que las mujeres son una reserva de fuerza de trabajo para el capitalismo, ya que proporcionan plusvalía extra al capitalista dado que son ellas las administradoras del consumo familiar y las que, con el trabajo hogareño, aseguran la reproducción de la mano de obra.

Desde esta perspectiva, el capitalismo es el conjunto de relaciones sociales donde la producción asume la “forma de conversión”: bienes materiales, servicios y también personas se convierten en capital. Rubin advierte que antes de que las cosas (comida, ropa, vivienda, etc.) se transformen en mercancía (consumo) tienen que pasar por un trabajo adicional. La comida debe ser cosida, la cama tendida, la ropa lavada…

Es por eso que el trabajo doméstico es clave en el proceso de reproducción. Como no recibe salario, contribuye a la cantidad final de plusvalía. Para Rubin, esto explica la utilidad de las mujeres para el capitalismo pero no el origen de su opresión, que debe buscarse en el elemento histórico y moral (patriarcado) al cual denomina “sistema sexo-género”:

Toda sociedad tiene su sistema sexo-género, un conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humana son conformadas por la intervención humana y social y satisfechas en una forma convencional, por extrañas que sean algunas de las convenciones. (Rubin, 1998: 24)

Un salto importante en los estudios feministas ha sido la posibilidad de poner en interrelación sistémica la relación reproducción-producción:

Es así como la familia es considerada como lugar crucial de la subordinación de las mujeres, donde el modo de reproducción es funcionalmente necesario para el deseo del capital de flexibilizar y abaratar la fuerza de trabajo. (Beechey, 1979: 11)

Verónica Beechey advierte que dentro de las teorías feministas marxistas hay dos tendencias para definir el patriarcado. La primera lo hace en términos de ideología articulándolo con conceptos derivados de la teoría psicoanalítica, y la segunda lo concibe en términos de relaciones de reproducción, o de sistema sexo-género. Ambas aproximaciones intentan estudiar las relaciones entre patriarcado y el modo de producción capitalista.

La característica definitoria de una cultura patriarcal, según la primera tendencia, es aquella en la cual el padre asume, simbólicamente, el poder sobre la mujer; y afirma que es el padre y sus “representantes” y no los hombres (como se postula en los análisis feministas radicales y revolucionarios) los que poseen el poder determinante sobre la mujer en la cultura patriarcal. Para el psicoanálisis, construir la identidad es aceptar la ley del padre, el orden simbólico: fijo, monolítico y todopoderoso.3

Todos estos planteos retoman también la perspectiva estructuralista de Claude Lévi-Strauss, destacando cómo en los sistemas de parentesco el tabú del incesto promueve la exogamia, la procreación y el uso de las mujeres como objetos de intercambio. Rubin (1998) señala al respecto que, si las mujeres son el regalo u objeto de intercambio, no están en condiciones de recibir ningún beneficio de su propia circulación. El intercambio de mujeres se explica comprendiendo la opresión no dada por su condición biológica sexuada sino por una necesidad de organización social. El “tráfico de mujeres” (Rubin, 1998) refiere al modo en que estas son dadas como tributo, entregadas en matrimonio, intercambiadas por favores, compradas y vendidas; utilizadas como objeto de transacción, sea como esclavas, siervas o prostitutas, pero también como mujeres. En diversas sociedades los hombres tienen ciertos derechos sobre sus parientas mujeres, y estas no tienen los mismos derechos ni sobre sí ni sobre sus parientes hombres.

También Rubin (1998: 32) destaca que la “organización social del sexo” se basa en el género, en la heterosexualidad obligatoria y en el control de la sexualidad femenina: “El género es una división de los sexos socialmente impuesta”.

Para esta antropóloga, los postulados de Sigmund Freud y de Jacques Lacan se sostienen dentro de una “cultura fálica” de la sexualidad. La heterosexualidad obligatoria es el resultado del parentesco y la fase edípica constituye el deseo heterosexual.

En cuanto al colonialismo, es el mecanismo de racialización y generización, clasificatorio y jerárquico, que se utiliza para someter a los grupos que se intentan dominar. Como expresamos anteriormente, género y raza son constructos coloniales.

Nuestra alusión a la diversidad debe ser reexaminada a la luz del poder y la colonialidad de género tomando en cuenta nuestro propio lugar en el sistema de colonización interna que prevalece en nuestras sociedades. (Mendoza, 2010: 16)

Curiel (en Curiel y Galindo, 2015), por su parte, recupera el concepto de feminismo decolonial propuesto por María Lugones (2008), dando reconocimiento a una buena parte de las propuestas críticas feministas, de Abya Yala (la denominación kuna de América), de Estados Unidos y de Europa, situándolas desde nuestros contextos, teniendo como premisa la comprensión de que la modernidad occidental fue posible sobre la base al colonialismo, la expansión del capitalismo y la instalación del racismo. Para ello la autora propone comprender críticamente la no fragmentación de las opresiones, la heterosexualidad como régimen político moderno y colonial y las políticas del desarrollo del neocolonialismo.

Para Curiel, la “decolonización” implica “desuniversalizar y desencializar” al sujeto del feminismo, lo que supone un desenganche de los efectos del colonialismo que se expresan hoy en la colonialidad contemporánea. Manifiesta que la autonomía del género no puede estar desligada de clase, raza, sexualidad:4

En ese sentido, el feminismo decolonial es una apuesta que desestructura el supuesto sujeto del feminismo hegemónico institucionalizado y esencialista, al complejizar y situar una práctica política no solo basada en el género, sino también en la raza, la sexualidad, la clase, la geopolítica, etc., siempre situando las opresiones en una historia crítica que permita entender cómo estas se construyeron de forma imbricada desde las experiencias coloniales. (Curiel, en Curiel y Galindo, 2015: 22)

Siendo el feminismo un movimiento heterogéneo, Maffía (2007: 1) propone definirlo a partir de tres elementos. Según la autora, “el feminismo es la aceptación de tres principios: uno descriptivo, uno prescriptivo y uno práctico”. El principio descriptivo refiere a la posibilidad de comprobar estadísticamente que en todas las sociedades las mujeres están peor que los varones:5 “Nosotros podemos tomar una definición de qué significa «estar peor» y podemos mostrar estadísticamente que en todos los grupos sociales las mujeres están peor que los varones”. El principio prescriptivo refiere a una afirmación valorativa: “Una afirmación prescriptiva no nos dice lo que es sino lo que debe ser, lo que debe ocurrir, lo que está bien y lo que está mal, no lo describe sino que lo valora”. Está “mal” y es injusto que las mujeres estén peor que los hombres”, por ello apela a un tercer principio que es el práctico (vinculado a la praxis):

Un enunciado de compromiso, que podríamos expresar diciendo: “Estoy dispuesto o dispuesta (porque esto lo pueden decir tanto varones como mujeres) a hacer lo que esté a mi alcance para impedir y para evitar que esto sea así”, donde lo que está a mi alcance no es necesariamente una militancia con pancartas. Y lo que está a mi alcance puede ser la crianza de mis hijos, ser maestra de una escuela, ocuparme de las políticas públicas, puede ser ocuparme de los reclamos ciudadanos con respecto a las políticas del Estado, lo que está a mi alcance puede ser el compromiso que cada uno tome. (Maffía, 2007: 19)

Comprometernos con los movimientos autónomos que en el continente y a escala mundial llevan a cabo procesos de descolonización y restitución de genealogías perdidas es también una forma de disponernos a habitar de otro modo la vida corporal y colectiva.

Quizá algunas podamos imaginarnos una psicomotricidad feminista/transfeminista, un feminismo psicomotor, o simplemente un movimiento que impulse a la psicomotricidad a seguir atendiendo los sufrimientos del cuerpo, sin dejar de escuchar la intersección del poder, la desigualdad y los discursos que los legitiman.

1. “Son equipos de «traductoras» que lo que hacen es asimilar los parámetros de interpretación de la pobreza, la democracia y las relaciones norte-sur en los términos de los grandes organismos internacionales y construir en ese proceso de asimilación y de traducción verdaderos blindajes teóricos tecnocráticos que encapsulan la categoría de género dentro de los parámetros más conservadores que nos podamos imaginar” (Galindo, en Curiel y Galindo, 2015: 30).

2. El movimiento Ni Una Menos es un grito colectivo, un lenguaje poético y un acuerpamiento en las calles que expresa un reclamo social. La primera marcha del grupo fue realizada el 3 de junio de 2015, en la Argentina, a partir del femicidio de Chiara Páez en Santa Fe, la muerte evitable de una adolescente embarazada.

3. Para Nancy Fraser (2015: 180), esta perspectiva lacaniana (a la que denomina “simbolicismo”) no permite integrar la cuestión de la hegemonía cultural, ni reconocer la agencia, el conflicto y la práctica social. No es posible preguntar cómo se establece y cuestiona la autoridad cultural de los grupos dominantes en la sociedad, ni cuestionar las negociaciones desiguales entre diferentes grupos sociales que ocupan distintas posiciones discursivas, eliminando de este modo los recursos agenciales, las contradicciones y las posibilidades de cambio.

4. “El feminismo decolonial asume que un feminismo que no sea antirracista es racista, un feminismo que no sea anticlasista es clasista y un feminismo que no esté luchando contra los efectos de la heterosexualidad, como régimen político, es heterosexista” (Curiel, en Curiel y Galindo, 2015: 22).

5. Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi, 2006), el analfabetismo está asociado al sexo-género, el grupo étnico y el área en que se vive. El 31,1% de las mujeres que habitan en las áreas rurales no saben leer ni escribir, por lo que se considera que la mujer indígena, pobre y que vive en el campo sufre los mayores factores de riesgo.

Géneros y psicomotricidad

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