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Introducción

Los rastros del pasado

contra damnatio memoriae

La crítica más reciente ha mostrado que tanto la ciencia como la teoría y la filosofía son prácticas culturales que se suman a la construcción de un imaginario social, según una compleja red organizada jerárquicamente, que se sostiene entrelazando al menos un conjunto de rasgos fundamentales. Incluso el conocimiento considerado más «riguroso», se articula como una crítica de la teoría (o de la filosofía) sobre sí misma, articulada en base a un lenguaje en el que no sólo conceptualizamos sino en el que también pensamos; y, por supuesto, lo hacemos historizadamente. Es decir, la materialización de nuestro pensamiento adquiere formas dispares de expresión, que no son ajenas a la red conceptual de nuestro tiempo, que en el mejor de los casos operan como plataformas en pro o en contra de las subsiguientes producciones teórico-conceptuales. Así, se articulan tramas metafóricas, metonímicas, antítesis, ironías u otras figuras retóricas, en las que se inscriben tanto los discursos premodernos y modernos como los posmodernos, encubriendo múltiples nudos de significados que –si se los entiende como ontológicamente prevalentes– se sesgan según una variabilidad epocal y territorial genérica significativa.

En general, según Olsen, básicamente los dualismos se sexualizan, una mitad de la tabla se considera masculina (activa, racional, potente, etc.) y la otra mitad, femenina (pasiva, emocional, débil, etc.).(1) Además, históricamente, lo identificado como «masculino» se considera superior, mientras que el polo «femenino» se considera inferior. Paralelamente, el Derecho y la Ley se identifican con lo «masculino» en tanto sancionados en el espacio público. De modo que la división entre masculino y femenino articula también sistemas duales de pensamiento, que excluyen terceras posibilidades (principio del tercero excluido), que incluso connotan valorativa y jerárquicamente.

Tal como lo mostró oportunamente el rastreo histórico de Simone de Beauvoir, los varones se identificaron con la razón, la cultura, el poder, lo objetivo, lo abstracto y lo universal, mientras que las mujeres fueron identificadas con lo irracional, lo pasivo, las emociones, la naturaleza, la sensibilidad, lo subjetivo, lo concreto, lo particular.(2) Por añadidura, como se ha venido demostrando también en las últimas décadas, esa dicotomización resultó tanto descriptiva cuanto normativa, y actúa a priori, a modo de «criterio modelizador» de expectativas y cualidades respecto de todos los seres humanos. De ahí que las mujeres hayan quedado por lo general valoradas como «menos que» o «inferiores a» respecto de los varones, con variantes de época, cultura, estructura social, entre otros. Pero, como en la década de los setenta sostuvo Henriquetta Moore en sus análisis, todas las culturas en general han tratado peor a sus mujeres que a sus varones.(3) Respecto del tema de las jerarquizaciones, vale la pena entonces hacer otra observación. Quienes –como Butler o Lugones– han sugerido la multiplicación de las diferencias, no han podido, sin embargo, evitar su jerarquización. Es decir, ese diagrama estructurantemente a priori parece prevalente aun cuando se multipliquen las diferencias tanto étnicas cuando genéricas; razón por la cual conceptos estructurantes como el de «igualdad formal» parecen ir contracorriente.

Hemos dicho «en general» respecto de las características de varones y de mujeres. Al hacerlo, hemos dado cuenta de las «opiniones mayoritarias», tal como se recogen en numerosísimas obras, artículos y entrevistas. Sin embargo, siempre (por fortuna) han existido voces disidentes, y este libro trata de algunas de ellas. No por cierto de las voces disidentes de muchas mujeres –sobre las que en parte ya nos hemos ocupado–,(4) sino de las voces disidentes de algunos varones. La osadía de ir contracorriente ha hecho que sus ideas fueran mayoritariamente desestimadas o ignoradas, lo que hace que continúe predominando la opinión de que no existieron voces disidentes, o si las hubo fueron menores y sin mayor incidencia política.

Sin embargo, en aras de la memoria histórica y de nuestras propias identidades, tanto como mujeres cuanto como varones (y alternativas), es preciso rescatar, al menos, algunas de esas voces. Como consecuencia, el acápite dice contra damnatio memoriae, es decir, contra los daños u olvidos de la memoria. En otras palabras, contra aquellos mecanismos que obturen la memoria de otros acontecimientos, voces o hechos, y nos devuelven una imagen monolítica de muchos acontecimientos del pasado.

Claro está que en esta obra solo podemos, como muchas veces ocurre, hacerlo parcialmente por cuestiones de diversa índole.

El libro está dividido en cuatro partes, como a continuación (y brevemente), presento.

La primera parte lleva por título «Pseudo feminismo». Etiqueto esta línea de pensamiento –siguiendo entre otras a G. Fraisse y C. Amorós– en base a un criterio sumamente extendido, que considera que debe aplicarse «feminismo» sólo si las reivindicaciones entran en juego con el criterio de «igualdad». Por un lado, la «igualdad» aplicada formalmente entre varones y mujeres. Pero también, por otro, si rompe con el modelo estamentario piramidal que operaba durante el «antiguo régimen» y, a grandes trazos, con épocas históricas previas. En otras palabras, la «igualdad» reclamada en esta Primera Parte, sólo involucraba a damas y caballeros, lo que dejaba de lado al resto de la población. En otras palabras, el criterio no corría a través de los estamentos sociales, sino solamente respecto del estamento más alto de la estructura social, dejando por lo demás incólume el resto de la estructura. Dicho aún de otro modo, la pirámide social permanecía intacta, sostenida en base a un supuesto «orden natural» previo, y sólo su estamento más alto podía alegar igualdad. Solo mucho más tarde, con la difusión de las ideas ilustradas, la pirámide estamentaria comenzaría a desmoronarse.

Incluimos en esta Primera Parte tres autores de muy diferente carácter: el primero, Averroes, que recogió la tradición lógica de Aristóteles y que, en su análisis de la República de Platón, realizó algunas conjeturas interesantes, aunque a partir de datos insuficientes. Nos interesó incorporarlo, en la medida en que el averroísmo fue considerado una corriente herética de la cristiandad, combatida férreamente no sin tomar de ella todo cuando convenía a la interpretación cristiana de Aristóteles, como señaló Alain de Libera. El segundo es Baldassare Castiglione, diplomático, escritor y religioso; miembro activo en la corte de Felipe II, quien además de dedicarse a la política internacional, propuso (junto con otros escritores de su época) un nuevo arquetipo de varón y de mujer. Desplegó en sus detalles, la vida cotidiana del Renacimiento en el denominado «siglo de las mujeres», tomando como referencia a Christine de Pizán y su obra. Ya casi en el ocaso de la vida galante, Castiglione describió en El Cortesano las virtudes ideales de la dama y del caballero, traduciendo en ese extenso diálogo el carácter normativo y práctico de cómo debía ser un «perfecto cortesano» (y su dama). El tercer filósofo que tomamos en consideración en esta Primera Parte es Heinrich Cornelius Agrippa von Nettesheim, con frecuencia conocido como Agrippa de Nettesheim, extraño personaje que representó una especie de síntesis de los conocimientos que sobre magia y alquimia se habían acumulado hasta su época. Se lo identificó como médico, filósofo, alquimista, matemático, escritor, cabalista y nigromante; requerido, perseguido, prohibido y admirado, Agrippa escribió una obra en defensa de las capacidades de las mujeres, que revisaremos brevemente. A modo de ejemplo, estas voces alternativas rompen con cualquier concepción monolítica respecto cómo se manifestó la época, dibujando un cuadro mucho más amplio que nos excede.

La segunda parte del libro lleva por título «Bajo el signo de la “igualdad”» e indaga desde los comienzos de la modernidad, cuando se asiste a un proceso creciente de difusión, accesibilidad y popularización de los saberes. Alguno/as estudioso/as denominaron este proceso «pragmatización del cogito», en referencia al bien conocido cogito cartesiano. De ahí, se desarrollaron tres líneas. La primera, denominada «de la filosofía para damas», estaba escrita por varones y, al margen de su intención de difundir conocimientos científicos, representó un buen ejemplo de las inconsecuencias de la Ilustración, en tanto persiguió, al mismo tiempo, la emancipación de la humanidad y el dominio de las mujeres. Por tanto, «enseñó» a las mujeres, aunque deficitariamente, porque se consideraba (a priori) que eran incapaces de adquirir conocimientos tan elevados como los de los varones. Podríamos sintetizar esta posición con la famosa e irónica fórmula de George Orwell «unos son más iguales que otros». La segunda corriente, mostró que hubo ensayos coetáneos a los anteriores que mostraron que la «disputa de las mujeres» (la querelle des femmes), surgió como efecto de una Ilustración temprana, cuya contradicción se centró en pretender, al mismo tiempo, transmitir conocimientos a todo el género humano, pero excluir a las mujeres de ese objetivo. Así surgió la fórmula (contradictoria en sus propios términos) de un «universal masculino». La tercera alternativa –defendida por la mayoría de los filósofos que recogemos– proponía hacer caso omiso de las diferencias de sexo y de etnia de las personas y a priori conceder efectivamente a todos por igual derechos y capacidades naturales. En este punto decisivo entre theoria y praxis reside el impulso que sostuvo a la ética universalista, constituyéndose en lo que Amorós denominó «una ilustración dentro de la ilustración».(5) Cada una de estas líneas internas, puso en juego la aceptación o no de las consecuencias éticas y políticas que se seguían de aceptar la «igualdad». Nos encontramos entonces frente a teorías filosóficas y políticas que defendieron, matizaron o rechazaron la igualdad formal entre mujeres y varones, tanto respecto de sus capacidades cuanto de sus derechos civiles y políticos. En esta Segunda Parte, nuestros ejemplos son François Poullain de la Barre, discípulo de Rene Descartes, el monje benedictino Benito Jerónimo Feijoó y Montenegro, el ilustrado Marqués Caritat de Condorcet y el filósofo Theodor von Hippel, discípulo y amigo de Immanuel Kant. Curiosamente, estos varones corrieron, por lo general, con la misma suerte de opacamiento que las mujeres cuyas capacidades avalaron. Sin su importante apoyo, los debates que promovieron y las teorías que impulsaron, la situación de las filósofas (y de las mujeres en general) hubiera sido mucho más ardua aún de sobrellevar. De modo que el objetivo de esta segunda parte es doble: por un lado, mostrar que «en esa época» otras cosas podían pensarse además de la consabida misoginia achacada a una miopía de época; excusa ésta que como bien se sabe aparece siempre en primer lugar para exculpar a cuanto teórico o filósofo que rechazó la capacidad y, en consecuencia, los derechos de las mujeres. Por otro, que esos pensadores (y con seguridad algunos más), constituyeron el referente polémico oculto del áspero diálogo entre defensores y retractores de los derechos de las mujeres. En ese sentido, sus ideas y sus argumentos merecen hacerse visibles.

En la Tercera Parte de este libro, que hemos titulado «Radicalidad y utopía», presentamos la posición de los denominados radicals, corriente que se desarrolló a partir del ala más igualitarista no-violenta de la Ilustración, y que incluyó una profusa variedad de corrientes «socialistas», que además inventaron e impusieron el concepto.(6) En Inglaterra, promovieron su desarrollo Robert Owen, William Godwin, William Thompson o William Morris, entre muchos otros, y en Francia con Joseph Rey, Jules Gay, Henri de Saint Simon, Charles Fourier y seguidores como Pierre Leroux, e incluso figuras del anarquismo como Joseph Déjacque o Ernest Coeurderoy y, en menor medida, comunistas como Étienne Cabet y Théodore Dézamy. Tanto en una línea como en las otras, se incluyeron mujeres Radicals y Socialistes como Mary Wollstonecraft o Flora Tristán. Sea como fuere, la variedad de posiciones y debates cruzados entre estas corrientes contrarias a la restauración del Antiguo Régimen, exceden las posibilidades de este libro. Y aunque ninguna suscitó una adhesión masiva, su ideario obsesionó a ciertas figuras consagradas y hegemónicas de la política que vieron en sus críticas al status quo una brecha peligrosa a detener. El interés de esos pensadores en difundir ideas y alternativas a la sociedad de su tiempo, trató de romper las barreras sociales que constreñían libertades y derechos (de varones y mujeres) y los llevó a proponer la democratización de la sociedad, del trabajo y de sus beneficios, derivando tanto en la estigmatización de los Radicals ingleses como de los Socialistes franceses. Como veremos, ambos grupos pasaron a ser identificados como «utópicos», en el sentido peyorativo que el término tenía en el siglo XIX. En la medida en que no podemos extendernos en todos ellos, nos centraremos en Charles Fourier, William Godwin, William Thompson y John Stuart Mill. Aclaremos, que el última, más conocido, recogió con mayor moderación muchas de las propuestas de los anteriores, aunque por lo general se lo reconoce sobre todo por su obra On Liberty. Los cuatro se basaron de un modo u otro en el principio de Utilidad, mal entendido y poco examinado, como advierten algunos de los expertos/as que quieren recuperar una tradición que se remonta al siglo XVIII, y cuyo signo más evidente fue su voluntad de reformar la sociedad para hacerla más equitativa.(7)

La Parte Cuarta corresponde ya al Siglo XX. Haremos una breve síntesis de la influencia local del pensamiento social francés en la figura de Mario Bravo, con sus propuestas de Ley de Divorcio y de Derechos Civiles de las mujeres. Pasaremos luego a revisar el pragmatismo de John Dewey, y su defensa de los derechos de la mujer para examinar a continuación el denominado «feminismo compensatorio» del uruguayo Carlos Vaz Ferreira, de notable influencia en la sociedad de su época. Por último, brevemente daremos cuenta del planteo de Amartya Sen sobre la presente «feminización de la pobreza». Es decir, mientras que el primero –Mario Bravo, abogado y humanista– se centró en la necesidad de sustraer a las mujeres de la situación legal de «incapaces» y reconocerles los derechos civiles que ameritaban, los dos siguientes –Dewey y Vaz Ferreira– fueron filósofos que bregaron claramente por sus capacidades civiles centradas en su derecho al voto. Obtenida la igualdad formal, es decir, civil y ciudadana, el mérito de Sen fue señalar cómo las estructuras sociales aún discriminan y excluyen de la igualdad tan mentada a las mujeres, sumiéndolas en un fenómeno que identificó como «feminización de la pobreza», cuyas causas trató de develar.

En suma, a pesar de estas luchas, las mujeres siguen siendo las proletarias de los proletarios, como lo había denunciado Flora Tristán a mediados del siglo XIX.(8)

Puede acusase a esta selección de arbitraria y quizá lo sea. En estas difíciles épocas de pandemia, con las bibliotecas cerradas, la disponibilidad de los textos que utilizo y cito me fueron dadas por mi biblioteca personal, la de alguno/as pocos amigo/as y sobre todo por las extraordinarias bibliotecas digitales de la Sorbona de París, la Biblioteca Nacional de España, la Biblioteca de la Universidad de Michigan, como las más relevantes, aunque no las únicas. Consigno todas las fuentes para que las obras que recogen cada uno de estos capítulos puedan ampliarse como se merecen, con la menor pérdida posible de tiempo. Debo agregar también mi agradecimiento remoto a lo/as autores/as del Proyect Gutenberg, radicado en diversas Universidades, cuyo plan de digitalización de un conjunto de obras de extraordinario valor filosófico e histórico, es inestimable. A todos quienes participaron de esas digitalizaciones mi más sincero agradecimiento; sin ellos este libro jamás hubiera podido haberlo escrito y menos aún bajo estas circunstancias.

Debo agradecer también a Carolina Di Bella que interesó a la editorial Galerna por esta obra. Por sus valiosos comentarios, mi agradecimiento a María Spadaro, Graciela Vidiella y a Claudia D´Amico los sus comentarios al capítulo sobre Averroes. Todas ellas leyeron versiones preliminares de capítulos incluidos en este libro, cuyos comentarios enriquecedores siempre traté de no traicionar. También mi agradecimiento a Luisina Bolla por haberme inducido a diálogos por zoom con colegas jóvenes cuyas miradas de conjunto contribuyeron de una forma u otra a este libro. Un agradecimiento especial va para mi familia, y para la familia ampliada que constituyen mis amigos y amigas: Norma, Roberto, Sandra, María, Zulema, Carlos, Mabel, y sigue la lista cruzando el océano. Lamentablemente algunos ya no podrán ver publicadas estas páginas; una muerte demasiado temprana les alcanzó en esta difícil época. A todos los demás, con los que comparto dolor e intereses en tiempos extraños, un abrazo virtual y toda mi gratitud por contribuir a mantenerme en pie cada día. Ajena aún a estos sinsabores, la sonrisa de Emmita, me reconforta y me obliga a seguir adelante. Para cuando aprenda a leer, este libro también será para ella.

BUENOS AIRES, JULIO DE 2021.

1. Olsen, Frances, “El sexo del derecho”, en Identidad femenina y discurso jurídico, en Ruiz, Alicia (comp.) Buenos Aires, Biblos, 2000, pp. 25-42.

2. Amorós, Celia, “Simone de Beauvoir: un hito clave de una tradición”, Arenal, 6.1, 1999, pp. 113-134.

3. Por ejemplo, en Moore, Henriquetta, Antropología y feminismo, Madrid, Cátedra, 1991.

4. Femenías, María Luisa, Ellas lo pensaron antes. Filósofas excluidas de la memoria, Buenos Aires, LEA, 2019.

5. Amorós, Celia, Tiempo de feminismo, Madrid, Cátedra, 1998.

6. Brémand, Nathalie “Introduction: «Socialistes utopiques» les mal-nommés » Cahiers d´histoire. Revue d´histoire critique, n° 124, 2014, pp 1-9.

7. Halévy, Elie, [1928] The Growth of Philosophic Radicalism, Conneticut, Martino Publishing, 2013.

8. Tristán, Flora, Unión Obrera [1843], Barcelona, Fontamara, 1977.

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