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En la esquina de Paseo Colón y Cochabamba, de ocho a doce de la noche, hacía cincuenta pesos por día. No estaba mal, pero era una calle muy transitada. No me dejaban tranquila. De los autos me gritaban de todo: raro, carolo, traga sable, trabuco, trava, mujer con manija, puto del orto, sucio. Hasta hijo de puta me gritaban.

Me fui a Brasil y Azopardo, más para el bajo todavía, cerca del bar de Pirulo, donde paran a comer y hacen noche muchos camioneros. Allí, ganaba casi lo mismo. El problema fue que estaba muy cerca de La Boca donde siempre hay partidos, bardos. Enfilé por Brasil hasta Costanera.

De pronto me di cuenta de que el cuerpo no me ayudaba. Las dietas no surtían efecto. Con un metro ochenta y algunos kilos de más, pensé que lo mejor sería convertirme en una gorda sexy.

Me armé un cuerpo de mujer.

Averigüé precios con un montón de médicos, pero es una operación muy cara de la que sólo se dan el lujo las conchudas de plata. Tuve que recurrir al secreto de la calle: silicona industrial. Y a Rita Jeiguor, una vieja travesti amiga. Todo por ochocientos pesos y la condición de tomar penicilina durante la semana anterior.

Me preparé. Guardé un buen canuto para esos días y le pedí a mi amigo Marito que viniera a cuidarme. Aunque decidí hacérmela en invierno para que se encapsulara más rápido, si no hacía reposo corría el riesgo de que la silicona empezara a escurrir.

RJ me preparó los carriles con elástico ancho y grueso: una tira bien ajustada alrededor del torso por debajo de las tetillas. Dos laterales cosidos al primer elástico debajo de los brazos y anudados al cuello, para que la silicona no se corriera hacia las axilas. Y dos tiras centrales, desde el medio del primer elástico hacia los hombros, dividiendo cada pecho para que no se juntaran. Tan ajustados, tan apretados, que no podía respirar. Durante doce horas RJ fue inyectando silicona debajo de mi piel. La aguja era corta pero gruesa y a pesar de la xilocaína, sentía el fuego: un hierro candente.

Con las tetas ya infladas, me puse un corpiño talle ciento diez para sostenerlas y darles forma. Me quedé quince días sentada en la cama, con los elásticos y el corpiño puesto, a esperar que la silicona se encapsulara. Muchas chicas, por la necesidad de trabajar o por la ansiedad de lucir sus nuevas “lolas”, se sacan los carriles antes de tiempo y la silicona se les deposita en la cintura como salvavidas, o se les juntan las dos tetas en un solo globo que tienen que dividir pasándose una cuchara o una botella calientes, con fuerza, a lo largo del pecho para marcar de nuevo la zanja. Es la única forma de volver a ubicarlas, aunque ya no puedan mostrar el escote todo quemado.

Tan contenta de cómo me habían quedado, me entusiasmé.

La de la cola duró diez horas y fueron otros quince días en cama, boca abajo. Si me sentaba me quedaba el culo hecho una pizza. Si me paraba, corría el riesgo de que mis piernas, al escurrirse la silicona, se convirtieran en patas de elefante.

Me retoqué los abductores para que las piernas quedaran bien contorneadas; y apenas en la frente: ahora la tengo más bombé. En los labios no me hizo falta porque los tengo bien carnosos. Yo tuve mucho cuidado, RJ es una profesional. A la Milly, por hacérselo con una primeriza, le quedó la frente llena de lomas de burro y un pómulo más alto que otro. Tiene los labios que parecen dos “Paty”, no puede modular. Hay travestis viejas, que por no haber usado en su momento una buena silicona, hoy, en vez de tetas tienen colgajos.

Algunas después de hacerse, se queman la pija con agua hirviendo para inutilizarla o se la atan con un pedazo de media de mujer: la tiran para atrás y se la esconden entre los cantos. Está quien se la quiere cortar. Pero yo nunca renegué de ella. Me gusta dar y recibir. Así también gano más plata.

Todavía estaba haciendo reposo cuando vino a visitarme La Guarra, una amiga que la estaba pegando buena. Me contó que los de Prefectura las habían echado de la parada porque no querían chicas en la puerta del Casino de Buenos Aires. Y me pasó el dato: La posta está en Puerto Madero.

Los dos primeros años, allí, hacía muchos hoteles, llegué a juntar doscientos cincuenta mangos en una noche. Hoy, hago sesenta, setenta.

Siento que soy un ser mágico: tetas, caderas, buen culo, lindas piernas. Y una verga. A eso le agrego medias de seda, tacos de diez, un buen escote con las tetas al plato y los labios con rouge.

Doy fe: no hay hombre que se resista.

Mora. Confesión travestí

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