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El tipo frena el auto. Yo le canto el precio y si acepta, subo. Pero no sé, todavía, que servicio va a tomar. Recién cuando detiene el auto en el oscuro y me paga, descubro lo que quiere. Si se hace el sota tomo la iniciativa:

–¿Papi, te parece que arreglemos ahora, así nos olvidamos?

El que tiene guita no pide precio. De una, abre la puerta. Y no hay que apurarlo, por ahí, después del pase viene una buena propina y se liga el doble.

Lecop, patacones, dólares, hasta ticket canasta ofrecen. Los drogones transan merca por sexo. Muestran la piedra o el papel y siempre dicen lo mismo:

–Jamón del medio, ¿subís?

Otros, en cambio, quieren compartir el porro.

Pero a mí, lo que más me calienta de todo esto, más que los tipos, es la plata.

Están los camioneros que ofrecen mercadería: bolsas de harina, yerba, fideos, papel higiénico. Uno me quiso arreglar con un cajón de bananas:

–Otras chicas tal vez agarren viaje –le dije.

Y ahí van, las travestis pobres, en tacos altos y medias de red, cargando las bolsas al hombro.

Con la policía hay un arreglo institucional: le damos un fijo por semana. Si estamos cortas de efectivo, arrimamos con un servicio. Si en una razzia nos pescan in fraganti, nos sacan la plata. Entonces arreglamos: cincuenta y cincuenta o un servicio. Algunas botonean a los chorros a cambio de que las dejen laburar. Yo nunca arrimé ni siquiera de onda con un cana. Conozco la ley, conozco la trampa.

Están las que transan con los puesteros de choripanes y cambian sexo por el “sánguche” y la Coca. No es mi caso; yo quiero el billete. Con el único que llego a algún arreglo es con Adrián, el distribuidor de artículos de peluquería. Gracias a eso tengo veinte frascos de tintura y el secador. Ahora voy por la planchita. Si algún tachero me gusta le hago precio: el servicio de veinte se lo cobro quince y que después me lleve a casa. Si un camionero me pide un bucal y no tengo cambio de veinte, los otros diez quedan a cuenta. Yo nunca fío.

Una vez uno paró, preguntó precio y haciéndose el distraído me dijo que no tenía efectivo:

–Lo único que tengo para darte es el reloj de mi esposa.

Era uno, de esos imitación, que venden en Retiro.

–Pero esto es de plástico, no vale ni la mitad de lo que yo hago.

–Te dejo mi documento, pero por favor, aunque sea unos besitos dale.

¿Qué se creía, que me iba a aparecer por la casa, con el documento, a pedirle que me pagara?

–No, mi amor, acá es con pla-ta, entendés. Andá, juntá diez pesitos y volvé.

Una amiga tuvo más suerte. Un tipo, no sabemos si por borracho o por calentón, le dejó un Piaget. Se alzó con mil doscientos por un bucal.

A veces, si el día viene mal y ofrecen cinco pesos, les doy mi mano. Sólo mi mano.

Están quienes se hacen los novios, vienen todas las noches y nos confiesan su amor para que lo hagamos gratis. Les tenemos que pedir que se vayan porque no nos dejan laburar. Otros paran el auto, abren la puerta y mostrandolá dicen: Mirá que linda ¿te gusta? Vení, subí un ratito. Y hay que explicarles que en esta profesión se cobra por eso, que si quieren hacerlo gratis se busquen un marica o una puta. Hay que decirles mil veces que para nosotras esto es un trabajo. Que no es lo mismo ser puta que prostituta.

Unas compañeras han canjeado sus servicios por licuadoras, equipos de música, televisores, videos. Después los venden.

El más desubicado me ofreció un lechón. Para sacármelo de encima le dije que, como no tenía freezer, pasara más cerca de Navidad:

–No –me contestó –, el chancho está vivo.

–Qué querés, ¿qué lo saque a pasear todas las mañanas con una correa?

Mora. Confesión travestí

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